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SMOLNY

El instituto Smolny, cuartel general de los bolchevi­ques, está en la periferia de Petrogrado. Años antes se consideraba “muy alejado en el campo”, pero la ciudad creció hasta encontrarlo, lo tragó y finalmente lo de­claró suyo. Smolny es un lugar enorme; el gran edificio principal se estira en línea recta sobre centenas de me­tros con dos alas en cada extremidad, lo que forma una especie de largo patio. Pegado al ala norte está el pre­cioso convento de Smolny con sus domos azul mate y sus estrellas de plata. Antaño las jóvenes de noble estir­pe venían ahí de todas partes de Rusia para recibir una educación “adecuada”.

Llegué a conocer bien Smolny durante mi estancia en Rusia. Lo vi transformarse de un cuartel solitario y abandonado en una colmena llena de actividades y zumbando, corazón y alma de la última revolución. Vi a líderes alguna vez acusados, perseguidos y encarce­lados, ascendidos por la masa del pueblo de toda Rusia a los puestos más altos de la Nación. Los llevó el torbe­llino del radicalismo que barrió y todavía está barrien­do a Rusia, y ellos mismos no sabían por cuánto tiempo ni cómo podrían cabalgar ese torbellino...

Smolny siempre ha sido un lugar extraño. En los pa­sillos cavernosos y oscuros en los cuales vacilaba aquí y allá una débil luz eléctrica, todos los días miles y miles de soldados, marinos y obreros caminaban pesadamente con sus botas lodosas. Todo el mundo parecía tener algo que hacer en Smolny y los blancos pisos pulidos, que pi­saron alguna vez con pasos ligeros los piecitos de las jó­venes despreocupadas, se han vuelto oscuros y sucios; el gran edificio temblaba con los pasos del proletariado...

Comí muchas veces con los soldados en el gran come­dor de la planta baja. Había largas mesas toscas y bancos de madera, y un fuerte ambiente de amistad lo impreg­naba todo. Si era uno pobre y tenía hambre, siempre era bienvenido en Smolny. Comíamos con cucharas de madera, del tipo de la que los soldados rusos llevan en sus botas, y todo lo que había de comer era sopa de col y pan negro. Siempre estábamos agradecidos por ello y siempre teníamos miedo de que tal vez al día siguiente no habría ni eso... Formábamos largas filas al mediodía, platicando como niños. “Así que eres estadounidense, Tovarishe, ¿y cómo van las cosas en Estados Unidos?”, me preguntaban.

Arriba, en un pequeño cuarto, se servía té de día y de noche. Trotski solía venir allí, así como Kolontay, Spiridonova, Kamenev, Volodarski y todos los demás, excepto Lenin. Nunca vi a Lenin en ninguno de esos lu­gares. Se mantenía aparte y solamente aparecía en las reuniones más importantes; nadie logró conocerlo muy bien. Pero los que mencioné solían discutir los aconte­cimientos con nosotros. De hecho, eran muy generosos para comunicar las noticias.

En todas las antiguas aulas, máquinas de escribir re­piqueteaban sin cesar. Smolny trabajaba las veinticua­tro horas del día. Durante semanas enteras Trotski no salía del edificio. Comía, dormía y trabajaba en su ofici­na del tercer piso y colas de gente entraban a cada hora del día para verlo. Todos los líderes estaban terriblemen­te llenos de trabajo, se veían demacrados y pálidos por la falta de sueño.

En la gran sala blanca, antaño el salón de baile, con sus elegantes columnas y sus candelabros de plata, dele­gados de los soviets de Rusia entera se reunían en sesio­nes de toda la noche. Llegaban hombres directamente de las trincheras de primera línea, directamente del campo o de las fábricas. Todas las razas de Rusia se en­contraban allá como hermanos. Se desahogaban en esas reuniones y decían cosas bellas y terribles. Voy a dar un ejemplo de los discursos de los soldados.

Un pequeño soldado cansado y demacrado sube a la tribuna. Está cubierto de lodo de pies a cabeza y tie­ne viejas manchas de sangre. Parpadea ante la luz des­lumbrante. Es el primer discurso que jamás hiciera en su vida y lo inicia con un grito histérico y agudo:

“¡Tovarishi! ¡Vengo de un lugar donde los hombres es­tán cavando sus tumbas y las llaman trincheras! Se nos ha olvidado allá en la nieve y el frío. ¡Se nos ha olvidado mientras que ustedes están sentados aquí hablando de po­lítica! ¡Yo les digo que el ejército ya no puede luchar mu­cho más! ¡Hay que hacer algo! ¡Hay que hacer algo! Los oficiales no trabajan con los Comités de Soldados y los soldados no tienen comida, y los aliados no quieren cele­brar una conferencia. ¡Yo les digo que hay que hacer algo, en caso contrario los soldados van a regresar a sus casas!”

Luego los campesinos se levantaban y pedían sus tie­rras. El gobierno provisional, decían, estaba arrestando a los Comités de Tierras; tenían una relación religiosa con la tierra. Decían que lucharían y morirían por la tierra, pero que no iban a esperar más. Si no se les daba ahora mismo, saldrían y la tomarían.

Los obreros hablaban de sabotaje por parte de la bur­guesía, cómo estaba destruyendo la maquinaria frágil con el fin de que los obreros no pudieran dirigir las fábri­cas; estaba cerrando los molinos para que se murieran de hambre. No era cierto, gritaban, que los obreros ganaban sumas fabulosas. ¡No podían vivir con lo que ganaban!

Una y otra y otra vez, como el golpe de la resaca, se elevaba el grito de toda Rusia hambrienta: “Paz, tierra y pan”.

Hubiera sido muy injusto censurar a los líderes por cada paso que daban; según mis observaciones, la voluntad de la mayoría los impulsaba en esas acciones. Ciertamente se­ría otro error pensar que los campesinos estaban aislados de Smolny. Uno de los acontecimientos más espectacula­res que hubo en Petrogrado después de la revolución fue el desfile de campesinos desde el 6 de la calle Fontanka, donde celebraban el Congreso de Todos los Campesinos Rusos, hasta Smolny, distante tres kilómetros, sólo para mostrar que aprobaban esta institución.

Muchas organizaciones diferentes tenían sus ofici­nas en Smolny. Ahí trabajaba el ahora famoso Comité Militar Revolucionario, en el cuarto 17, en el último piso. Este Comité, que realizó algunas hazañas extraordina­rias durante los primeros días del levantamiento bolche­vique, era encabezado por Lazarimov, un muchacho de 18 años. Era un cuarto que latía; los emisarios diplomá­ticos entraban y salían, los extranjeros formaban colas para obtener un salvoconducto y salir del país, los sos­pechosos eran traídos...

Antonov, el ministro de Guerra, tenía su oficina en Smolny, así como Krilenko y Dybenko, de tal suerte que era el centro nervioso del ejército y la armada, tanto como el centro político.

En los pasillos había pilas de literatura que la gente tragaba con entusiasmo. Folletos, libros y periódicos ofi­ciales del partido bolchevique como Rabotchi Put y las Izvestia eran distribuidos diariamente por miles.

Soldados muertos de cansancio dormían en los pasi­llos o en sillas y bancos en cuartos inutilizados. Otros, despiertos, hacían guardia ante la puerta de todos los co­mités, y si uno no tenía un pase, no podía entrar. Los pa­ses cambiaban frecuentemente para evitar a los espías.

En muchas ventanas había ametralladoras que apun­taban sus ojos ciegos hacia el aire frío del invierno. Los rifles estaban apilados a lo largo de las paredes y en la escalera de piedra, en la entrada, había varios caño­nes. En el patio había carros blindados listos para en­trar en acción. Smolny siempre estuvo bien protegido por voluntarios.

Sin que importara cuánto tiempo duraban las reunio­nes —normalmente terminaban alrededor de las cuatro de la mañana—, los empleados de los tranvías espera­ban con sus vehículos. Cuando las tormentas de nie­ve más fuertes impedían el tráfico, soldados, marinos y obreros salían a la calle y mantenían abiertas las vías de Smolny. A menudo era la única línea que funciona­ba en la ciudad.

He oído decir que los imperialistas alemanes habían comprado el establecimiento de Smolny. Intenté propor­cionar una descripción verdadera de Smolny. No era el tipo de lugar en el que un imperialista de cualquier tipo se hubiere sentido cómodo. Nunca escuché a ningún lí­der ni a cualquiera de los miles de soldados, obreros o campesinos que llegaron allá, expresar la menor simpa­tía hacia el gobierno alemán. Sin embargo, ellos tienen el mismo sentimiento del presidente Wilson cuando ha­bla a los pueblos de Austria y Alemania pasando por en­cima de sus líderes militares autócratas. Y el éxito que tienen en eso deberá algún día ser obvio para un mun­do que duda.

Seis rojos meses en Rusia

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