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PETROGRADO

El adormecido portero del Hotel Angleterre buscó sus llaves a tientas y finalmente logró abrir la puerta. Mis dos soldados se despidieron saludando alegremente con la mano; nunca los volví a ver. El portero tomó mi pasa­porte, lo guardó en la caja fuerte sin mirarlo y me pre­cedió arrastrando los pies en las escaleras hasta llegar a una gran suite abovedada en el tercer piso.

Eran las cuatro y todavía faltaban muchas horas an­tes de que hubiera luz: Petrogrado está muy al norte para un neoyorquino. Al llegar el mes de diciembre, cuando las cosas alcanzaron tal estado desesperado que a menudo no teníamos nada de luz eléctrica, por­que no había carbón para hacer funcionar las plantas, teníamos la impresión de vivir en una oscuridad per­petua. Con frecuencia compré en las iglesias desiertas velas benditas destinadas a ser consumidas frente a los altares de los santos pero que la gente se llevaba a su casa a escondidas para ver y escribir. Sin embargo, en octubre, aún había luz. Cuando el portero oprimió el botón parpadeé dolorosamente bajo el resplandor deslumbrante de un centelleante candelabro de cris­tal pasado de moda.

Di un vistazo al gran cuarto hostil en el cual me en­contraba. Todo era de oro y caoba con viejas cortinas azules; la mayoría de los muebles todavía llevaban su indumentaria de verano. Se me ocurrió que nadie ha­bía vivido en este cuarto desde hacía años: tenía un olor húmedo y deshabitado. Perdida, en un rincón del cuarto contiguo, estaba mi cama y más allá, una enorme tina hecha de granito macizo reflejó fríamente la luz.

¿Cuánto por toda esta elegancia? “Treinta rublos”, murmuró el portero todavía medio dormido.

Había un gran letrero encima de mi cama que me pro­hibía hablar alemán, siendo la multa de 1500 rublos. No tuve ganas de contravenir la ley. Era pagar mucho dine­ro para un goce tan limitado, pensé mientras me desli­zaba valientemente entre las sábanas heladas y caía en un sueño letal.

Unos fuertes golpes en la puerta me despertaron. Entró un ruso fornido y empezó a gritar a propósito de mi equi­paje. Me froté los ojos, traté de entender qué idioma es­taba hablando, ¡y de repente me di cuenta de que estaba hablando alemán! Señalé el letrero y se echo a reír.

Entendí después que en Rusia nadie hace caso de los letreros. Los leen y luego se valen de su propio juicio. El lenguaje, por ejemplo. Pocos extranjeros aprenden el ruso; por otra parte, es muy probable que sepan por lo menos algo de francés o alemán. Solución: hablar la lengua que entiende uno. Si usted les dice que el alemán es una lengua enemiga, le dirán que no están en guerra con la lengua. Además, han descubierto que su utiliza­ción es muy valiosa para enviar propaganda a Austria y Alemania.

Justo enfrente de mi ventana, la catedral de San Isaac se dibujaba en la oscuridad y vi a los campaneros en las enormes cúpulas, con las cuerdas de las campanas ata­das a sus codos, rodillas, pies y manos, que producían la música más loca con las campanas grandes y peque­ñas. La gente que pasaba también levantaba los ojos y de vez en cuando alguien se persignaba.

Vagué sin meta por las calles, notando el contenido de las tienditas ahora tristemente vacías. Resulta curio­so ver lo que queda en una ciudad hambrienta y sitia­da. Sólo había suficiente comida para tres días más, no había nada de ropa caliente ¡y muchas vitrinas estaban llenas de flores, corsés, collares para perros y pelucas!

Esta absurda combinación puede entenderse sin mucha investigación científica. Los corsés eran del tipo más caro, fuera de moda, con cintura de avispa y la mayoría de las mujeres que los usaban habían desaparecido de la capital.

En lo que se refiere a las pelucas y los collares para pe­rros, la razón era igualmente obvia. Aproximadamente la tercera parte de las mujeres de la ciudad tienen el pelo corto y no hay mercado para las toneladas de pelo de alta calidad en las tiendas, rebajado a unos pocos rublos. Un comerciante en tales artículos que tuviera iniciati­va podría hacer una fortuna al exportar cabelleras ru­bias, castañas y rojizas de la población femenina rapada y emancipada de Rusia y venderlas en Estados Unidos, Francia o algún otro país retrasado donde las mujeres todavía se aferran a las horquillas.

Con respecto a los collares para perros, imagínese us­ted a cualquier enamorado, o simple amigo de los pe­rros, que llegue al punto de comprar un collar bordeado de oro e incrustado con diamantes, mientras que un tri­bunal revolucionario celebra sesión a la vuelta de la es­quina. Todas las diferencias de clase que había entre los perros desaparecieron con la caída del zar.

Y la cantidad de flores. La horticultura había alcan­zado un alto nivel de desarrollo antes de la revolución. Esto era especialmente cierto en el caso de las flores exóticas, a causa de los gustos extravagantes de la cla­se alta. Con el cambio de gobierno la demanda por esos lujos cesó abruptamente; pero aún había invernade­ros, aún había jardineros viejos. Es imposible romper en un abrir y cerrar de ojos con cosas antiguamen­te establecidas. Las costumbres comerciales son tan difíciles de romper como cualquier otra costumbre. Así que las tiendas seguían llenas de flores. En la ca­lle Morskaya, donde ocurrieron tan violentos comba­tes callejeros, había tres florerías que siempre tenían expuestas las variedades más raras de orquídeas. ¡Y en aquellos días turbulentos de enero, de repente apare­cieron lilas blancas!

Estos extraños vestigios de otro tiempo surgían en todas partes, creando contrastes agudos. Por ejemplo, había hombres parados a la entrada de los palacios y los grandes hoteles, con plumas de pavo real en sus re­dondos gorros que parecían chinos, y vestidos con fa­jines color verde, oro y escarlata. Su deber había sido el de ayudar a la gente que bajaba de sus carrozas, pero ahora estos personajes nunca llegaban y los hombres aún estaban parados allí, con sus fajines desgarrados y descoloridos, sus plumas maltratadas y tristes. Eran tan desamparados como los negros del Sur que se aferraban a su esclavitud después de la emancipación.

En contraste, los meseros se ajetreaban en los res­taurantes dentro de los mismos edificios donde los svet­zars esperaban a la puerta como cortesanos sin corte. Manejaban sus restaurantes en cooperativa y en cada mesa se encontraba un letrerito cortante: “Si un hombre debe ganarse la vida como mesero, no lo insulte ofre­ciéndole una propina”.

Petrogrado es impresionante, vasta y sólida. Los altos edificios de Nueva York tienen una especie de fragilidad que no es amenazante; Petrogrado parece como si hu­biera sido construida por un gigante que no se preocupó por la vida humana. El vigor rudo de Pedro el Grande se encuentra en todas las calles anchas, los espacios ma­jestuosamente abiertos, los grandes canales que dan vueltas a través de la ciudad, las interminables filas de palacios y las fachadas inmensas de los edificios guber­namentales. Ni siquiera ejemplos exquisitos de arqui­tectura, como las elegantes espirales áureas del viejo edificio de la Armada y los domos redondos azul-verdes de la Mezquita Turquesa, pueden romper esa pesadez...

Construida por la voluntad cruel de un autócrata, por encima de los cadáveres de miles de esclavos, contra la voluntad unánime de todas las capas de la sociedad, por una curiosa ironía esta ciudad enorme y artificial se ha vuelto el corazón de la revolución mundial, ¡se ha vuel­to la Petrogrado Roja!

Circulaban maravillosos cuentos acerca de la derrota de Kornilov y lo que la gente describía como un “nuevo tipo de lucha”. Todo el mundo anhelaba contar su ver­sión de cómo los exploradores salieron, encontraron al ejército de los contrarrevolucionarios, fraternizaron con ellos y los vencieron “con palabras”, con el resulta­do de que se negaron a luchar y se voltearon en contra de sus jefes. Había poca variación y, en suma, la histo­ria es la siguiente:

Los exploradores encontraron al ejército enemi­go acampado por la noche y se dirigieron a los solda­dos: “¿Por qué han venido para destruir la revolución?” El ejército enemigo negó indignado la acusación, pre­tendiendo que se les había enviado para “salvar” a la revolución. Entonces los exploradores siguieron ar­gumentando: “No crean las mentiras que sus jefes les dicen. Estamos luchando por lo mismo. Vengan a Petrogrado con nosotros y asistan a nuestros conse­jos, aprendan la verdad y ustedes abandonarán a este Kornilov que intenta traicionarlos”.

Así pues, enviaron a unos delegados a Petrogrado. Cuando éstos informaron a sus regimientos, los dos ejér­citos se unieron como hermanos.

Mientras que se llevaba a cabo esta fraternización y que nadie estaba seguro de sus resultados, los revolu­cionarios trabajaban febrilmente en Petrogrado. En un lugar me dijeron que habían fabricado todo un cañón en treinta horas y que habían cavado las trincheras que rodeaban la ciudad en una sola noche.

Circulaban unos cuentos feos sobre la caída de Riga. La mayoría de los rusos, con una buena dosis de razón, cree que fue vendida. Cayó inmediatamente después de que el general Kornilov dijera en público: “Tenemos que pagar con Riga el precio para traer al país a la razón”.

Nadie explicó nunca el motivo de la orden vaga que se dio al ejército ruso cuando se retiraba: “¡En marcha rumbo al norte y den una vuelta hacia la izquierda!” Soldados desconcertados se retiraron en desorden du­rante varios días sin oficiales y sin más instrucciones; finalmente se atrincheraron ellos mismos, formaron Comités de Soldados y empezaron a luchar otra vez...

Oficiales que regresaron una o dos semanas después contaban una historia extraordinaria. Apareció en el pe­riódico conservador Vetcherneie Vremya, la escuché yo misma dos veces de boca de hombres que habían sido capturados y creo que es la verdad. Cuando cayó Riga, se hicieron muchos prisioneros. Era poco antes del fin de semana. El domingo se celebraron oficios religiosos en los cuales apareció el Kaiser, quien hizo un discurso a los soldados rusos. Los llamó “perros” y los amonestó por haber matado a sus oficiales, quienes según él eran caballeros valientes y admirables, que merecían todo su respeto. Consecuentemente con los ideales militares pru­sianos, hizo una manifestación práctica al dar a los ofi­ciales libertad plena y al emitir órdenes en el sentido de que los soldados rusos deberían tener poca comida, tra­bajo duro y en algunos casos una paliza. Las centenas de miles de prisioneros rusos tuberculosos que ahora regre­san a Rusia son una evidencia de que las instrucciones fueron muy bien seguidas. En su discurso a los solda­dos en la iglesia, el Kaiser dijo: “Recen por el gobierno de Alejandro III, y no por su actual gobierno desgraciado”.

Aquella noche ofreció una cena a los oficiales; éstos volvieron a Rusia y explicaron que nosotros no “enten­díamos” al Kaiser...

En Petrogrado una de las cosas que le parte el cora­zón a uno son las largas colas de gente ligeramente ves­tida, de pie en el frío cortante, esperando para comprar pan, leche, azúcar o tabaco. Desde las cuatro de la ma­ñana empiezan a formarse, cuando la noche todavía es oscura. A menudo, después de hacer la cola durante ho­ras, ya se acabaron las mercancías. La mayoría de las veces, sólo se permitía una cuarta parte de libra de pan para dos días; y el pan negro y húmedo del campesino es el sostén de la vida en Rusia, no es un “ornamento” como nuestro pan estadounidense. La col también for­ma parte de cierta dieta básica.

Durante mi segunda noche en Petrogrado, encontré a un ruso de Nueva York. Nos paseábamos de un lado al otro en la Avenida Nevski. Toda Rusia deambula por la Nevski; es una de las grandes calles del mundo. Mi ami­go quiso ser hospitalario como lo son todos los rusos, pero era muy pobre. Pasamos frente a un pequeño kios­ko y vimos unas barritas de chocolate americano, ba­rras de cinco centavos. Preguntó el precio: ¡siete rublos! Con verdadera temeridad rusa dio su último kopeck y dijo: “Vamos a dar una vuelta más, sólo es una milla...”

Con comida para tres días, Petrogrado no se veía trágica ni triste. Los rusos aceptan resignadamente las privaciones. Cuando llegué allá por primera vez me in­clinaba a atribuir esto a la servilidad, pero ahora creo que se debe al hecho de que tienen un espíritu inven­cible. Durante semanas enteras los tranvías no cir­culaban. La gente recorría grandes distancias sin un murmullo y la vida de la ciudad seguía como de cos­tumbre. Esto hubiera trastornado completamente a Nueva York, en particular si hubiera ocurrido como en Petrogrado, esto es, mientras que los tranvías estaban parados, no había ni agua ni luz y era casi imposible en­contrar combustible para calentarse.

Lo más extraordinario de los rusos es este maravillo­so empeño. De algún modo los teatros lograban tener dos o tres funciones a la semana. Después de la media­noche, la Nevski era tan divertida e interesante como la Quinta Avenida en la tarde. Los cafés no tenían nada que ofrecer, salvo té y sandwiches, pero siempre estaban llenos. Una amplia variedad de trajes volvía este cua­dro infinitamente más interesante. Casi no hay “moda” en Rusia. Los hombres y las mujeres se ponen lo que les gusta. En una mesa estaba sentado un soldado con su gorro de piel inclinado sobre una oreja; enfrente de él un Guardia Rojo en andrajos; luego un cosaco en uni­forme oro y negro con aretes en las orejas, cadenas de plata alrededor del cuello; o un hombre de la División Salvaje, formada por miembros de una de las más sal­vajes tribus del Cáucaso, con una capa oscura y suelta...

Las muchachas que frecuentaban esos lugares de nin­guna manera eran todas prostitutas, aunque hablaban con todo el mundo. La prostitución como institución no ha sido reconocida desde la primera revolución. Los de­gradantes “Boletos Amarillos” fueron destruidos y mu­chas mujeres se convirtieron en enfermeras y se fueron al frente o buscaron algún otro empleo legal. Las muje­res rusas son peculiares en lo que se refiere a la ropa. Si se interesan en la revolución, de manera casi invariable se niegan a pensar un solo segundo en la ropa y andan con aspecto notablemente pobre; si no se interesan, se preocupan excesivamente por los vestidos y se las arre­glan para ataviarse con la más fantástica “inspiración”.

Siempre recordaré a Karsavina, la bailarina más bella del mundo en aquellos días de hambre, bailando frente a una sala llena. Se trataba de un público maravilloso; un público andrajoso, que se había privado de pan para comprar los boletos baratos. Pienso que Karsavina de­bió maravillarse de lo que era bailar para aquella gen­te cansada y desnutrida, en lugar de su anterior grupito exclusivo de nobles relucientes.

Cuando entró al escenario, se hizo un silencio pro­fundo. ¡Cómo bailaba y cómo ellos prestaban atención! Los rusos saben de baile como los italianos conocen sus óperas; apreciaban hasta más no poder cada pequeño paso hermoso. “¡Bravo, bravo!”, rugieron diez mil gar­gantas. Cuando terminó, no la dejaron salir, una y otra y otra vez tuvo que regresar hasta verse marchita como una mariposa cansada. Veinte o treinta veces regresó, saludando, sonriendo, haciendo piruetas, hasta que per­dimos la cuenta... Luego la gente salió en fila hacia la noche húmeda de invierno, envolviéndose en sus del­gadas capas.

En Petrogrado había banderas, rojas todas. Tampoco se salvó la estatua de Catalina la Grande en la pequeña plaza frente al Teatro Alejandrinski. Ahí estaba Catalina rodeada por todos sus cortesanos favoritos sentados a sus pies ¡y sobre su cetro ondulaba una bandera roja! Esos pequeños indicios de la revolución se veían por todas partes. Grandes manchas marcaban los lugares donde el emblema imperial había sido arrancado de los edificios. Amables guardias patrullaban los cruceros principales e intentaban no ofender a nadie. Y por enci­ma de todo eso el Rey Hambre caminaba a pasos agigan­tados mientras que una fría lluvia de otoño empapaba a la multitud desnutrida y temblando que se apuraba, levantando la cara y contemplando el ideal de una de­mocracia mundial.

Seis rojos meses en Rusia

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