Читать книгу Seis rojos meses en Rusia - Louise Stevens Bryant - Страница 7
ОглавлениеDE LA FRONTERA A PETROGRADO
Nadie creía que nuestro tren iba a llegar realmente hasta Petrogrado. En caso de que lo detuvieran, había decidido caminar; por lo tanto, estaba extremadamente agradecida por cada kilómetro que recorríamos. Fue un viaje ridículo, más parecido a una obra de teatro extravagante que a cualquier cosa de la vida real.
En el compartimiento contiguo se encontraba un general, superrefinado, escrupulosamente bien arreglado, con el bigote engomado. Había varios monarquistas, un emisario diplomático, tres aviadores de opinión política incierta y, más adelante, un grupo de exiliados políticos que habían sido retrasados en Suecia durante un mes y que fueron los últimos en regresar a costa del nuevo gobierno. Unos soldados rudos, casi andrajosos, subían continuamente, nos observaban y salían. A menudo vacilaban delante de la puerta del general y lo miraban con sospechas, en ningún momento le hicieron el honor de la más pequeña cortesía militar. Seguía sentado él, rígido, y les devolvía fríamente la mirada. Todo el mundo estaba demasiado agitado como para quedar callado o aun ser discreto. En cada estación nos precipitábamos todos afuera para enterarnos de las noticias y comprar periódicos.
En algún lugar nos informaron de que los cosacos, así como la artillería, se habían unido a Kornilov; el pueblo estaba desamparado. Ante esas noticias alarmantes, los monarquistas empezaban a afirmarse. Me confiaron de qué manera precisa pensaban que se debía torturar en público a los líderes revolucionarios y finalmente sentenciarlos a muerte.
Según el rumor siguiente, se había asesinado a Kerenski y el pánico cundía en toda Rusia; en Petrogrado la sangre corría por las calles. Los exiliados que regresaban se veían pálidos y desdichados. ¡Este era su alegre regreso a casa! Suspiraban pero eran sumamente valientes. “¡Bueno, vamos a luchar nuevamente por todo!”, decían con maravillosa determinación. No hice comentarios. Experimentaba un curioso sentimiento de soledad: era una extranjera en un país ajeno.
En todas las estaciones, los soldados se agrupaban en pequeños grupos de seis o siete y conversaban, discutían, gesticulaban. Una vez, un mujik fuerte y barbudo metió su cabeza por la ventana de un vagón, señaló amenazante a un pasajero bien vestido y vociferó de manera interrogativa: “¡Burzhouee!” (burguesía). Se veía muy cómico, pero nadie se rió...
Todo eso nos había excitado tanto, que apenas podíamos permanecer en nuestros asientos. Nos amontonábamos en el angosto pasillo, nos asomábamos al campo desolado, leíamos nuestros periódicos y especulábamos...
Toda esa confusión parecía aguzarnos el apetito. En Helsingfors [Helsinki] vimos platos de comida apilados en el restaurante de la estación. Un muchacho en la puerta nos explicó el procedimiento: primero teníamos que comprar boletos y después podíamos comer tanto como quisiéramos. Para sorpresa nuestra, la cajera se negó a recibir el dinero ruso que habíamos cambiado con tanto cuidado antes de salir de Suecia.
¡Pero esto es ridículo! —le dije a la cajera—, ¡Finlandia forma parte de Rusia! ¿Por qué no acepta este dinero?
Sus ojos refulgieron. —¡No será mucho más tiempo parte de Rusia! —me regañó—, ¡Finlandia será una república! —esto planteaba una situación totalmente nueva. ¡Cuán pronto surgían las complicaciones!
Nos sentimos completamente perdidos y paseamos de un lado a otro quejándonos amargamente. Al percatarnos de que no podíamos comprar comida, el hambre creció de manera alarmante. Un pasajero de otro vagón nos salvó, pues tenía muchos marcos finlandeses y aceptó cambiar nuestros rublos.
En Vyborg sentimos que la tensión era profunda y siniestra. De pronto tuvimos miedo de preguntar las noticias a la muchedumbre en el andén. Había literalmente centenas de soldados, con sus caras demacradas en la media luz del anochecer. Los fragmentos de conversación que captábamos nos daban escalofríos.
“¡Habría que matar a todos los generales!” “¡Debemos quitarnos de encima a la burguesía!” “¡Esto no es lo correcto!” “¡No estoy en favor de esto!” “Cualquier matanza es algo malo...”
Un joven delgado y pálido, parado a mi lado, dejó escapar inesperadamente, en una especie de aparte: “Fue espantoso... ¡Oí sus gritos de agonía!”
Le pregunté angustiosamente: ¿De quiénes? ¿De quiénes?
“¡Los oficiales! ¡Los oficiales hermosos y brillantes! Les patearon la cara con sus pesadas botas, los arrastraron en el lodo... Los echaron en el canal”. Echó unas miradas miedosas en torno suyo y siguió hablando de manera entrecortada. “Acaban de terminar —dijo, siempre en voz baja—, mataron a cincuenta y oí sus gritos de agonía”.
Una vez en marcha el tren, juntamos nuestros fragmentos y reconstruimos la secuencia siguiente: unos mensajes de Kerenski habían llegado temprano la víspera, con la orden para los soldados de dirigirse hacia Petrogrado con el fin de defender la ciudad. Los oficiales habían recibido los mensajes pero se quedaron callados y no trasmitieron las órdenes. Los soldados empezaban a tener sospechas. Estuvieron murmurando y sus murmullos se convirtieron en rugido. Siguieron la sugerencia de alguien y formaron un grupo que se fue a buscar los mensajes. Los encontraron; vieron confirmadas sus peores sospechas. La ira y la venganza los sublevaron. No se detuvieron en distinguir a los culpables de los inocentes. ¡Los oficiales eran simpatizantes de Kornilov, eran aristócratas, enemigos de la Revolución! Con una cólera repentina y salvaje administraron un terrible castigo.
Los detalles de la matanza eran excesivamente feos, pero ninguna descripción mía es necesaria. Cualquier escritor ruso que haya escrito alguna vez acerca de la violencia colectiva ha descrito el horror brutal de aquellas escenas con una franqueza espantosa. Si aceptamos que de todas las disoluciones y rebeldías la más seria es un motín militar, nuestros corazones palpitaban ante las consecuencias indecibles...
Nuestras reflexiones se vieron interrumpidas por un lamento del emisario diplomático ruso que se encontraba ante un dilema curioso: —¿Qué voy a hacer? —nos preguntó miserablemente . He estado casi un mes en el mar y Dios sabe qué ha pasado en mi desafortunado país durante aquel tiempo. Dios sabe qué está pasando ahora. ¡Si entrego mis documentos a una facción equivocada, será fatal!
Después de la medianoche paramos en Beeloostrov. Era la penúltima estación. Habíamos estado todo el tiempo tan seguros de que nunca llegaríamos a Petrogrado, que no nos sorprendimos al ver ahora que unos soldados subían y nos ordenaban bajar. Muy pronto, sin embargo, nos dimos cuenta de que se trataba simplemente de otro examen fastidioso. Hacinados en un gran cuarto desnudo nos quedamos parados temblando nerviosamente mientras que tiraban en desorden nuestro equipaje en otro cuarto. A medida que nos llamaban, presentábamos nuestro pasaporte, respondíamos a las preguntas, inscribíamos nuestra nacionalidad, nuestra religión, nuestro propósito en Rusia y nos apresurábamos a abrir nuestros baúles para que los revisaran los soldados impacientes.
Nos sorprendió ver que los oficiales empezaban a confiscar toda clase de cosas ordinarias. Protestamos en la medida en que nos lo permitía nuestra osadía. Como explicación, contestaron que acababa de llegar una nueva orden que prohibía las medicinas, los cosméticos y cosas por el estilo.
Delante de mí en la fila se encontraba una princesa indignada, cuyo equipaje contenía muchos valiosos “utensilios para la belleza”, que los tímidos censores y oficiales aduaneros ya habían dejado pasar apresuradamente muchas veces antes. Pero aquella nueva orden poco razonable lo cambió todo: lápiz de labios, perfumes raros, polvos franceses, brillantina, tintas para el pelo, todo fue tirado brutalmente en una gran caja no pintada, una caja cuyo contenido crecía rápidamente cada vez más alto, una caja que tuvo el poder mágico de transformar lo que era arte dentro del bolso de una, en basura dentro de su estómago insaciable.
La princesa suplicó a los soldados, puso en práctica artimañas femeninas, prorrumpió en un llanto histérico. ¡Pobre, desdichada princesa, cuarentona, con un marido coqueto, guapo y de veintitrés años de edad! ¡La situación era demasiado sutil para esos toscos defensores de la revolución! Solamente un viejo monarquista se atrevió a mostrarse simpático, pero advertí que se cuidaba de hacerlo en inglés, un idioma que pocos de sus paisanos entienden.
—Señora —comentó con petulancia—, hay un fuerte elemento de moralidad estúpida en todo eso. ¡Debe usted recordar que la gente inculta considera que todos los utensilios de refinamiento son inmorales!
El marido ofreció un tardío consuelo: —Cálmate, querida, tendrás todo eso nuevamente —por desgracia es poco probable que haya podido cumplir con su promesa porque en aquellos días rudos del nuevo orden los cosméticos no se consideraban como algo importante y las damas rusas se veían forzadas a quedarse au naturel.
Llegamos a Petrogrado a las tres de la mañana, preparados para cualquier cosa menos al orden aparente y la calma profunda y envolvente que precede al amanecer. Mis amigos del tren se dispersaron muy pronto y se perdieron en la noche, y yo me quedé desconcertada, de pie en la gran estación con lo que subsistía de mi equipaje.
Pronto un joven soldado se acercó corriendo. “¿Aftmobile? —preguntó con voz melosa— ¿Aftmobile?” Asentí con la cabeza, sin saber qué otra cosa hacer, y en un momento nos encontramos afuera delante de un gran automóvil gris. En el auto estaba otro soldado, también joven y amable. Les di el nombre de un hotel que alguien me había recomendado: el Angleterre.
Arrancamos entonces y atravesamos a toda velocidad las calles desiertas. De vez en vez encontrábamos a centinelas que nos gritaban quién vive, recibían la contraseña correcta y nos dejaban pasar. Me consumía la curiosidad. Esos soldados no llevaban ni brazalete ni galones. No me fue posible saber quiénes o qué eran... Uno de ellos quiso entretenerme y se puso entonces a contarme los primeros diez días de la revolución, lo maravilloso que había sido.
—Al darse cuenta de que los cosacos se acercaban —dijo—, la muchedumbre cargó a un hombre sobre sus hombros. Y el hombre gritó: “Si venís para destruir la revolución, disparadme a mí primero”, y los cosacos respondieron: “No disparamos contra nuestros hermanos”. Algunos de los viejos que recordaban durante cuánto tiempo los cosacos habían sido nuestros enemigos, estaban casi a punto de volverse locos de alegría.
Dejó de hablar. Misteriosamente, desde la oscuridad las campanas de todas las iglesias empezaron a resonar sobre la ciudad dormida, en una especie de tango salvaje y bárbaro, algo que nunca había oído...