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DE LA FRONTERA A PETROGRADO

Nadie creía que nuestro tren iba a llegar realmente hasta Petrogrado. En caso de que lo detuvieran, había decidido caminar; por lo tanto, estaba extremadamen­te agradecida por cada kilómetro que recorríamos. Fue un viaje ridículo, más parecido a una obra de teatro ex­travagante que a cualquier cosa de la vida real.

En el compartimiento contiguo se encontraba un gene­ral, superrefinado, escrupulosamente bien arreglado, con el bigote engomado. Había varios monarquistas, un emisa­rio diplomático, tres aviadores de opinión política incierta y, más adelante, un grupo de exiliados políticos que ha­bían sido retrasados en Suecia durante un mes y que fue­ron los últimos en regresar a costa del nuevo gobierno. Unos soldados rudos, casi andrajosos, subían continua­mente, nos observaban y salían. A menudo vacilaban de­lante de la puerta del general y lo miraban con sospechas, en ningún momento le hicieron el honor de la más peque­ña cortesía militar. Seguía sentado él, rígido, y les devol­vía fríamente la mirada. Todo el mundo estaba demasiado agitado como para quedar callado o aun ser discreto. En cada estación nos precipitábamos todos afuera para en­terarnos de las noticias y comprar periódicos.

En algún lugar nos informaron de que los cosacos, así como la artillería, se habían unido a Kornilov; el pueblo estaba desamparado. Ante esas noticias alarmantes, los monarquistas empezaban a afirmarse. Me confiaron de qué manera precisa pensaban que se debía torturar en público a los líderes revolucionarios y finalmente sen­tenciarlos a muerte.

Según el rumor siguiente, se había asesinado a Kerenski y el pánico cundía en toda Rusia; en Petrogrado la sangre corría por las calles. Los exiliados que regresa­ban se veían pálidos y desdichados. ¡Este era su alegre regreso a casa! Suspiraban pero eran sumamente va­lientes. “¡Bueno, vamos a luchar nuevamente por todo!”, decían con maravillosa determinación. No hice comen­tarios. Experimentaba un curioso sentimiento de sole­dad: era una extranjera en un país ajeno.

En todas las estaciones, los soldados se agrupaban en pequeños grupos de seis o siete y conversaban, discu­tían, gesticulaban. Una vez, un mujik fuerte y barbudo metió su cabeza por la ventana de un vagón, señaló ame­nazante a un pasajero bien vestido y vociferó de mane­ra interrogativa: “¡Burzhouee!” (burguesía). Se veía muy cómico, pero nadie se rió...

Todo eso nos había excitado tanto, que apenas podía­mos permanecer en nuestros asientos. Nos amontoná­bamos en el angosto pasillo, nos asomábamos al campo desolado, leíamos nuestros periódicos y especulábamos...

Toda esa confusión parecía aguzarnos el apetito. En Helsingfors [Helsinki] vimos platos de comida apila­dos en el restaurante de la estación. Un muchacho en la puerta nos explicó el procedimiento: primero teníamos que comprar boletos y después podíamos comer tanto como quisiéramos. Para sorpresa nuestra, la cajera se negó a recibir el dinero ruso que habíamos cambiado con tanto cuidado antes de salir de Suecia.

¡Pero esto es ridículo! —le dije a la cajera—, ¡Finlandia forma parte de Rusia! ¿Por qué no acepta este dinero?

Sus ojos refulgieron. —¡No será mucho más tiempo parte de Rusia! —me regañó—, ¡Finlandia será una re­pública! —esto planteaba una situación totalmente nue­va. ¡Cuán pronto surgían las complicaciones!

Nos sentimos completamente perdidos y paseamos de un lado a otro quejándonos amargamente. Al perca­tarnos de que no podíamos comprar comida, el ham­bre creció de manera alarmante. Un pasajero de otro vagón nos salvó, pues tenía muchos marcos finlande­ses y aceptó cambiar nuestros rublos.

En Vyborg sentimos que la tensión era profunda y si­niestra. De pronto tuvimos miedo de preguntar las noti­cias a la muchedumbre en el andén. Había literalmente centenas de soldados, con sus caras demacradas en la media luz del anochecer. Los fragmentos de conversa­ción que captábamos nos daban escalofríos.

“¡Habría que matar a todos los generales!” “¡Debemos quitarnos de encima a la burguesía!” “¡Esto no es lo co­rrecto!” “¡No estoy en favor de esto!” “Cualquier matan­za es algo malo...”

Un joven delgado y pálido, parado a mi lado, dejó es­capar inesperadamente, en una especie de aparte: “Fue espantoso... ¡Oí sus gritos de agonía!”

Le pregunté angustiosamente: ¿De quiénes? ¿De quiénes?

“¡Los oficiales! ¡Los oficiales hermosos y brillantes! Les patearon la cara con sus pesadas botas, los arras­traron en el lodo... Los echaron en el canal”. Echó unas miradas miedosas en torno suyo y siguió hablando de manera entrecortada. “Acaban de terminar —dijo, siempre en voz baja—, mataron a cincuenta y oí sus gritos de agonía”.

Una vez en marcha el tren, juntamos nuestros frag­mentos y reconstruimos la secuencia siguiente: unos mensajes de Kerenski habían llegado temprano la vís­pera, con la orden para los soldados de dirigirse hacia Petrogrado con el fin de defender la ciudad. Los oficiales habían recibido los mensajes pero se quedaron callados y no trasmitieron las órdenes. Los soldados empeza­ban a tener sospechas. Estuvieron murmurando y sus murmullos se convirtieron en rugido. Siguieron la su­gerencia de alguien y formaron un grupo que se fue a buscar los mensajes. Los encontraron; vieron confirma­das sus peores sospechas. La ira y la venganza los su­blevaron. No se detuvieron en distinguir a los culpables de los inocentes. ¡Los oficiales eran simpatizantes de Kornilov, eran aristócratas, enemigos de la Revolución! Con una cólera repentina y salvaje administraron un terrible castigo.

Los detalles de la matanza eran excesivamente feos, pero ninguna descripción mía es necesaria. Cualquier escritor ruso que haya escrito alguna vez acerca de la violencia colectiva ha descrito el horror brutal de aque­llas escenas con una franqueza espantosa. Si aceptamos que de todas las disoluciones y rebeldías la más seria es un motín militar, nuestros corazones palpitaban ante las consecuencias indecibles...

Nuestras reflexiones se vieron interrumpidas por un lamento del emisario diplomático ruso que se encon­traba ante un dilema curioso: —¿Qué voy a hacer? —nos preguntó miserablemente . He estado casi un mes en el mar y Dios sabe qué ha pasado en mi desafortu­nado país durante aquel tiempo. Dios sabe qué está pa­sando ahora. ¡Si entrego mis documentos a una facción equivocada, será fatal!

Después de la medianoche paramos en Beeloostrov. Era la penúltima estación. Habíamos estado todo el tiempo tan seguros de que nunca llegaríamos a Petrogrado, que no nos sorprendimos al ver ahora que unos soldados subían y nos ordenaban bajar. Muy pron­to, sin embargo, nos dimos cuenta de que se trataba sim­plemente de otro examen fastidioso. Hacinados en un gran cuarto desnudo nos quedamos parados temblan­do nerviosamente mientras que tiraban en desorden nuestro equipaje en otro cuarto. A medida que nos lla­maban, presentábamos nuestro pasaporte, respondía­mos a las preguntas, inscribíamos nuestra nacionalidad, nuestra religión, nuestro propósito en Rusia y nos apre­surábamos a abrir nuestros baúles para que los revisa­ran los soldados impacientes.

Nos sorprendió ver que los oficiales empezaban a confiscar toda clase de cosas ordinarias. Protestamos en la medida en que nos lo permitía nuestra osadía. Como explicación, contestaron que acababa de llegar una nue­va orden que prohibía las medicinas, los cosméticos y cosas por el estilo.

Delante de mí en la fila se encontraba una prince­sa indignada, cuyo equipaje contenía muchos valiosos “utensilios para la belleza”, que los tímidos censores y oficiales aduaneros ya habían dejado pasar apresura­damente muchas veces antes. Pero aquella nueva orden poco razonable lo cambió todo: lápiz de labios, perfu­mes raros, polvos franceses, brillantina, tintas para el pelo, todo fue tirado brutalmente en una gran caja no pintada, una caja cuyo contenido crecía rápidamente cada vez más alto, una caja que tuvo el poder mágico de transformar lo que era arte dentro del bolso de una, en basura dentro de su estómago insaciable.

La princesa suplicó a los soldados, puso en práctica artimañas femeninas, prorrumpió en un llanto histé­rico. ¡Pobre, desdichada princesa, cuarentona, con un marido coqueto, guapo y de veintitrés años de edad! ¡La situación era demasiado sutil para esos toscos defenso­res de la revolución! Solamente un viejo monarquista se atrevió a mostrarse simpático, pero advertí que se cui­daba de hacerlo en inglés, un idioma que pocos de sus paisanos entienden.

—Señora —comentó con petulancia—, hay un fuer­te elemento de moralidad estúpida en todo eso. ¡Debe usted recordar que la gente inculta considera que todos los utensilios de refinamiento son inmorales!

El marido ofreció un tardío consuelo: —Cálmate, querida, tendrás todo eso nuevamente —por desgracia es poco probable que haya podido cumplir con su pro­mesa porque en aquellos días rudos del nuevo orden los cosméticos no se consideraban como algo importante y las damas rusas se veían forzadas a quedarse au naturel.

Llegamos a Petrogrado a las tres de la mañana, prepa­rados para cualquier cosa menos al orden aparente y la calma profunda y envolvente que precede al amanecer. Mis amigos del tren se dispersaron muy pronto y se per­dieron en la noche, y yo me quedé desconcertada, de pie en la gran estación con lo que subsistía de mi equipaje.

Pronto un joven soldado se acercó corriendo. “¿Aftmobile? —preguntó con voz melosa— ¿Aftmobile?” Asentí con la cabeza, sin saber qué otra cosa hacer, y en un momento nos encontramos afuera delante de un gran automóvil gris. En el auto estaba otro soldado, tam­bién joven y amable. Les di el nombre de un hotel que alguien me había recomendado: el Angleterre.

Arrancamos entonces y atravesamos a toda veloci­dad las calles desiertas. De vez en vez encontrábamos a centinelas que nos gritaban quién vive, recibían la con­traseña correcta y nos dejaban pasar. Me consumía la curiosidad. Esos soldados no llevaban ni brazalete ni galones. No me fue posible saber quiénes o qué eran... Uno de ellos quiso entretenerme y se puso entonces a contarme los primeros diez días de la revolución, lo ma­ravilloso que había sido.

—Al darse cuenta de que los cosacos se acercaban —dijo—, la muchedumbre cargó a un hombre sobre sus hombros. Y el hombre gritó: “Si venís para destruir la re­volución, disparadme a mí primero”, y los cosacos res­pondieron: “No disparamos contra nuestros hermanos”. Algunos de los viejos que recordaban durante cuánto tiempo los cosacos habían sido nuestros enemigos, es­taban casi a punto de volverse locos de alegría.

Dejó de hablar. Misteriosamente, desde la oscuridad las campanas de todas las iglesias empezaron a resonar sobre la ciudad dormida, en una especie de tango salva­je y bárbaro, algo que nunca había oído...

Seis rojos meses en Rusia

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