Читать книгу La guerra cristera - Lourdes Celina Vázquez Parada - Страница 9
Palabras previas a manera de prólogo: un tema antaño “intrascendente” José María Muriá
ОглавлениеComencé a interiorizarme en el tema de los cristeros por las páginas de una novela hallada en los anaqueles paternos. Era un libro que su dueño tenía en muy alta estima, pero yo lo tomé, un tanto al azar, un domingo ayuno de fútbol por la mañana, sin más recomendación de que no era un tratado de religión, como había erróneamente supuesto hasta entonces y, por eso mismo, no me había dado aún la oportunidad de leerlo.
Resultó, ser uno de esos libros imposibles de soltar, de manera que el lunes por la mañana estaba ya en condiciones de ir al Vesubio y hablar ampliamente de él, con todo conocimiento de causa.
El Vesubio eran apenas unas cuatro mesitas que estaban adosadas al restaurante Nápoles. Ahí generalmente se servía café sólo a un grupo de intelectuales conocidos como los “imprescindibles”, porque se hacían presentes en cuanta actividad cultural se llevara a cabo. No eran muchos, pero constituían sin duda el auténtico Parnaso de la Guadalajara sesentina.
A algunos jóvenes se nos permitía graciosamente estar ahí, aunque implícita era la consigna de sentarnos a una distancia mayor de la mesa que los titulares y, sobre todo, no abrir la boca si no se nos preguntaba.
Era frecuente que la conversa del día empezara con el comentario del primer libro que llegaba en la axila de algún tertulio. Así había sido muchas veces, de manera que el dueño del ejemplar tenía oportunidad de abrir el fuego diciendo lo que pensaba del mismo.
La misma oportunidad esperaba yo, pero me equivoqué por completo. En cuanto vieron los sabios que se trataba de Los cristeros, de José Guadalupe de Anda, se me dejó venir una andanada de comentarios peyorativos sobre la obra de marras, que me dejaron sin habla. En su conjunto se redujeron a dos: el autor era malo, y el tema, intrascendente.
En cuanto a lo primero, esto es, a la calidad de la novela, no pasaron muchos años antes de que, en El Chamberi, una sede ulterior de tan distinguido cónclave, se apersonara Ignacio Arreola con una carta de Hugo Gutiérrez Vega, en la que transmitía los comentarios que Alberto Moravia le había hecho sobre lo que consideraba una de las mejores novelas mexicanas. Precisamente la referida y menospreciada obra de referencia. Lamentaba, además, Moravia, que no se hubiera vuelto a editar desde 1942.
Ante tal padrino, los vituperios de otrora se tornaron en elogios irrestrictos. Pero en lo que no dieron su brazo a torcer fue en lo que se refiere a la futilidad del tema.
El entonces flamante jefe del Departamento de Bellas Artes, el mejor que Jalisco ha tenido, Juan Francisco González, entusiasta y joven como era a la sazón, al saber de la carta de Gutiérrez Vega, pidió de inmediato que se le consiguiera un ejemplar de dicho libro para publicarlo de nueva cuenta, pero resultó que ninguno de los presentes lo tenía. ¿En dónde lo habían leído, pues? Ni modo que en la biblioteca, a donde iban con frecuencia, pero nomás a platicar.
Señores, me levanté diciendo, yo prestaré mi ejemplar con mucho gusto para que se reedite esta obra, pero a partir de mañana tomaré mi café en el Madrid, cuyos parroquianos no hablan más que de fútbol, aunque de partidos que sí han visto...
Oír hablar de cristeros, y pensar en Moravia y el Parnaso tapatío de entonces, es un todo en uno. Pero, en este caso, recurro al hecho como testimonio de la generalizada minimización que existía entonces respecto del tema de los cristeros, antes de que Jean Meyer escribiera su famoso e importante libro. Coincidían en ello tiros y troyanos. Por un lado, los temas “regionales” eran vistos por encima del hombro; por otro, la jerarquía eclesiástica no dejaba de preferir que se soslayara lo más posible la memoria del alzamiento popular aquél, que primero promovieron, y después, no sólo desautorizaron y abandonaron a su suerte, sino que además lo fustigaron. Finalmente, la visión oficial prefería también pasar por encima y no parar mientes en un conflicto que, como a la postre se vio, lejos está de haberse resuelto.
Igual que a mí me sucedió, para saber de los cristeros era indispensable entonces leer novelas no fáciles de conseguir o escuchar a los ancianos de muchos pueblos.
Años después, en mis frecuentes recorridos por el territorio de Jalisco y los estados vecinos, husmeando en el pasado y en pos de saber algo de eso que los antropólogos llaman “identidad”, me topé muy a menudo con evidencias de que la vocación cristera ahí está, latente pero viva, al tiempo que se vislumbraba también que el fenómeno era mucho más complejo que el de unos cuantos fanáticos religiosos azuzados por un puñado de curas trabuqueros y buscabullas.
Asimismo, por doquier oí decir barbaridad y media del “gobierno”, de los malvados soldados que lo encarnaban y de las tropelías que hicieron, lo cual no tenía nada que ver con la infinita bondad de que siempre hizo gala el mayor Herminio Zepeda, quien trabajó conmigo en la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Mis conversaciones con él sobre el asunto me dejaron perfectamente claro que, de los cristeros, a quienes combatió en sus épocas de soldado federal de infantería, nunca tuvo una idea que fuera más allá de unos simples “alzados”.