Читать книгу El judaísmo y la literatura occidental - Lourdes Celina Vázquez Parada - Страница 4

Prólogo Joshua Kullock

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1 El exilio.

Probablemente todo empezó con el exilio.

O, tal vez, mejor sea usar el plural y hablar de exilios.

2 El primero de los destierros tuvo su momento más álgido en el año 586 antes de la era común, cuando los ejércitos comandados por Nabucodonosor destruyeron Jerusalem y enviaron a un porcentaje importante del pueblo de Israel a Babilonia. Allí, despojados de la propia geografía, los judíos tuvieron que enfrentarse a dilemas teológicos y de pertenencia que hasta ese momento no habían surgido.

Acostumbrados a vivir durante siglos en un mismo lugar y sumergidos en la creencia de la monolatría, es decir, el reconocimiento de la existencia de múltiples divinidades mientras se afirma que sólo uno de ellos es merecedor de alabanzas, los judíos de antaño promovían una creencia localista según la cual el Ds de los judíos se asentaba en la tierra de los judíos.

¿Qué hacer ahora, se preguntaban los líderes de aquellos tiempos turbulentos, cuando los babilonios nos deportan a miles de kilómetros de distancia? ¿Cómo lograr continuar vinculados a un Ds territorial cuando el reino de Judá ha quedado tan lejos de nosotros?

Las respuestas a estos interrogantes se tradujeron en dos grandes decisiones, ambas relacionadas entre sí: en el ámbito teológico se produjo un importante cambio del relato. Poco a poco, Ds pasó a ser un Ser universal, llegando a responder y a acompañar a Su pueblo en el exilio. La territorialidad de Ds fue perdiendo fuerza, dando lugar a visiones proféticas que hablaban de un alcance trascendente de la presencia divina.

Por otro lado, fue en este primer exilio que el Pentateuco fue canonizado. En un contexto de crisis e incertidumbre, los escribas del pueblo dieron forma y edición a los primeros cinco libros de la Biblia hebrea, preservando en él tanto las ideas y relatos antiguos como las nuevas reflexiones que se sucedieron con la nueva coyuntura. Contar con un libro consagrado fue uno de los caminos elegidos para contener a un pueblo que había sido golpeado por una tragedia nunca antes vista, y para resguardar la cohesión social tan necesaria en la diáspora.

Este primer texto canonizado fue transformado en el corazón de Israel, en el registro humano del encuentro entre Ds y el pueblo. Tal es así, que en uno de los primeros actos rituales que se realizaron al reinaugurar el Templo de Jerusalem setenta años después de la destrucción babilónica, los líderes de aquel entonces instituyeron la lectura pública de aquel libro sagrado que habría de mantener unido al pueblo desde esos días y en el futuro venidero. No sólo era fundamental que la comunidad escuchara las palabras consagradas: también era de vital importancia que pudieran anclar su ser nacional en los relatos, leyes y costumbres que el texto atesoraba.

3 Casi seiscientos años duró el Segundo Templo de Jerusalem en pie.

Sin embargo, en el año 70 de la era común, las legiones romanas de Vespasiano primero y su hijo Tito después volvieron a asediar la ciudad y a quemarla hasta sus cimientos. El centro neurálgico de la vida judía colapsó, y los judíos tuvieron que encontrar nuevas respuestas frente a los escenarios adversos.

Un relato talmúdico condensa de alguna manera las difíciles decisiones que se tomaron en aquel momento. Mientras que un grupo sostenía la pureza ritual de los sacrificios negándose a ofrendar un animal defectuoso en nombre del César, y otro grupo estaba dispuesto a pelear contra los romanos incluso a costa de perderlo todo, hubo un hombre en Jerusalem que eligió hacer las cosas de otra manera. Casi lindando con el relato de ciencia ficción, el Talmud nos cuenta que Raban Iojanan ben Zakai, uno de los sabios más importantes de aquel entonces, logró presentarse frente a Vespasiano, y le comunicó que habría de transformarse en el próximo emperador de Roma. Cuando esto sucede, y casi sin poder creer lo que acaba de ocurrir, el militar romano otorga misericordiosamente a Iojanan la posibilidad de recibir algo a cambio de su don cuasi profético. El sabio no duda: “Dame [la ciudad de] Iavne y a sus sabios.”1

Optar por una ciudad pequeña y marginal no sólo era reconocer que el destino de la capital estaba sellado. Iavne —también conocida como Jamnia— será el lugar del renacer judío, en donde lo importante no pasará por las paredes y los sacrificios, sino por el estudio, la instrucción y el amor por la tradición y por los libros. Serán estos sabios, alumnos de Raban Iojanan, quienes a la postre se volverán los líderes del pueblo y los autores, gestores y editores de textos como la Mishna (siglo iii) y el Talmud, tanto en su versión israelí (siglo v) como en su versión babilónica (siglo vi).

La decisión del sabio Iojanan es, posiblemente, la muestra más cabal de la centralidad de los cambios adaptativos para la supervivencia de los movimientos culturales. Si la apuesta hubiera sido por Jerusalem, su Templo y sus paredes, el judaísmo llevaría años extinguido. Gracias a la sabiduría de este pequeño grupo liderado por Ben Zakai, la tradición judía lidió con el exilio haciendo del libro su Tabernáculo, su propia patria portátil, su pasaporte durante siglos de desplazamientos.

Pero la historia no termina aquí. La crisis de existencia sufrida por los judíos con la destrucción del Segundo Templo se agudizó 65 años más tarde, cuando tras la fallida revuelta organizada por Raban Iojanan ben Zakai, el pueblo terminó por perder de una buena vez la autonomía política en su propia tierra. Gradualmente, el centro del judaísmo pasó a estar en la Mesopotamia babilónica, para atomizarse definitivamente algunos siglos más tarde. Ya entrados en la Edad Media, podemos ver que los judíos se encuentran dispersos por toda Europa, África del Norte y partes de Asia. Aun así, a pesar de las distancias, el pueblo logra mantener su cohesión arraigado en sus costumbres y tradiciones, transitando por el mundo a partir de libros consagrados y el amor a la palabra, tanto escrita como oral.

Casi dos mil años habrán de pasar para que parte del pueblo judío vuelva a reencontrarse con la responsabilidad que implica contar con autonomía de gobierno.

4 Encontrar el propio ser en el exilio puede ser una tarea complicada.

Construir la identidad personal y comunitaria en una coyuntura diaspórica puede resultar agotador y, a veces, frustrante. Hacer del libro una patria portátil no deja de acarrear toda clase de desafíos que parecen multiplicarse a lo largo de la historia.

5 En la tensión entre el ser exiliado y el anhelo de aquello que anuda en el origen y destino común, se encontró el pueblo durante generaciones. Y tal vez hayan sido los escritores quienes mejor hayan podido expresar dicha sensación de ambigüedad a la hora de construir la identidad particular. “Como resultado de la catástrofe histórica en la cual Tito de Roma destruyó Jerusalem e Israel fue exiliado de su tierra” —pronunció Shmuel Iosef Agnon al recibir el Premio Nobel de literatura en 1966— “yo nací en una de las ciudades del exilio. Pero siempre me consideré a mí mismo como si hubiera nacido en Jerusalem.”2

Despojados de un terruño en común, de esa Jerusalem que durante siglos permaneció en el ámbito de lo estrictamente simbólico, la posibilidad de abrazar los libros se volvió el elemento en el cual el pueblo se movía y asentaba. Tal es así que en el Talmud se compara la Torá —la Biblia hebrea y la enseñanza judía en general— con el agua que los peces necesitan para vivir y continuar.3 En el exilio el libro se convirtió, citando al poeta Edmond Jabès, “no sólo en el lugar donde [el judío] puede encontrarse a sí mismo con mayor facilidad, sino también en el sitio donde puede encontrar su verdad.”4

No obstante, la verdad que pueda encontrarse siempre será parcial, subjetiva y limitada. Estas verdades que se ocultan y se manifiestan en la prosa y la poesía serán siempre un recorte, y como tal deben ser entendidas. Ya que estas verdades son en realidad el fiel reflejo de las identidades de sus autores: quebradizas, complejas y personales.

Son verdades que nacen de una continua revisión y discusión, tanto interna como entre pares. En el alma del pueblo de Israel anida la necesidad de argumentar y debatir. La forma clásica de estudio en el judaísmo requiere de aprender los textos en pareja, y buscar en grupo nuevos aprendizajes. En palabras del escritor israelí Amos Oz: “El judaísmo e Israel siempre han cultivado una cultura de la duda y la argumentación, un juego abierto de interpretaciones, contra-interpretaciones, reinterpretaciones, interpretaciones opuestas. Desde sus principios, la civilización judía ha sido conocida por su capacidad de argumentación.”5

6 Es importante entender que las identidades son estructuras dinámicas que cambian constantemente. La máxima de Heráclito que nos recuerda que una persona jamás se baña en el mismo río dos veces, viene a enseñarnos que aquella persona que busca refrescarse en el agua ya no es quien alguna vez ha sido. Vivimos cambiando. Influenciamos el contexto en el cual nos encontramos, y somos inexorablemente influenciados por las ideas, personas y eventos que suceden a nuestro alrededor. En consecuencia, reificar la identidad y entenderla como un objeto fijo, pasivo, estático y monolítico puede que nos lleve a conclusiones incorrectas. El diálogo que podremos encontrar en autores judíos que hablan del judaísmo o de las prácticas judías de la sociedad que describen en sus obras, es justamente eso: un diálogo personal y subjetivo entre el escritor, su propia biografía, y el contexto en el cual se encuentra inmerso. Incluso si se dedicara a describir tiempos lejanos y tierras distantes, el autor no puede escindirse de su propio ser, y siempre habrá de mirar el mundo desde sus circunstancias particulares.

George Steiner dice: “Las relaciones de un judío con su identidad pueden ser tan opacas, tan tensas y tan repletas de ambigüedades históricas, sociales y psicológicas que definen, si se permite que la definición incluya lo indecible, la condición misma de la judeidad.”6

Pero sólo las identidades son múltiples, variopintas y fragmentarias. También el judaísmo lo es. Pensar el judaísmo en tanto monolito es desconocer el judaísmo, es abordarlo equivocadamente. Por el contrario, el judaísmo debe ser entendido como una “civilización,” palabra que usó Amos Oz en el discurso citado anteriormente.

¿Qué es lo que queremos decir al afirmar que el judaísmo es una civilización? Responde el rabino Mordejai Kaplan:

El término “civilización” se aplica corrientemente al conjunto de conocimientos, artes, oficios, instrumentos, literaturas, leyes, religiones y filosofías que se hallan entre el hombre y la naturaleza exterior, y que le sirven de baluarte contra la hostilidad de las fuerzas que de otro modo lo destruirían. Si contemplamos la forma en que ese conjunto de elementos obra en el proceso de la vida, nos daremos cuenta de que no funciona como un todo, sino en bloques. Cada bloque de ese conjunto es una civilización, marcadamente diferenciada de cualquiera de las otras […] El judaísmo no es más que una unidad en el conjunto de civilizaciones nacionales que guían a la humanidad hacia su destino espiritual. Ha funcionado como civilización durante todo el curso de su trayectoria, y es únicamente en esa calidad como puede funcionar en el futuro.7

El judaísmo, por tanto, no puede reducirse a su arista religiosa. Aquí nos encontramos con múltiples vectores, con una cantidad de puertas de entrada que van desde el idioma, el folclor, la cultura, la herencia histórica, el ritual, la religión e incluso la comida. Y, en este sentido, cada persona se relaciona con esta civilización —siempre dinámica y en constante cambio— de maneras distintas. Es por eso que esta relación tan particular manifiesta por momentos un fuerte sentido de crisis de la existencia. Citando nuevamente a Steiner: “Para un judío, la conciencia de sí mismo, un acto equilibrador difícil de realizar o mantener, comporta el destierro o, mejor dicho, un esfuerzo, con frecuencia desesperado, por hallar alguna manera de regresar a su hogar.”8

Otra vez el exilio, pero esta vez desde otro lugar.

7 El advenimiento de la modernidad posiblemente haya exacerbado esta situación de desplazamiento existencial. El surgimiento del individuo, la salida de los guetos y la posibilidad de acceder a nuevas ofertas culturales hizo que la sensación de ambigüedad de los judíos para con su judaísmo se potenciara. En este sentido, por ejemplo, en una carta fechada en junio de 1921, Franz Kafka le confesaba a su amigo Max Brod que los escritos judeo-alemanes se asemejaban a perros cuyas “patitas traseras quedaban atascadas en el judaísmo de sus padres mientras sus patas delanteras no podían encontrar asidero en tierras nuevas.”9

Me parece que la definición de Kafka debe ser la clave para leer este libro que tienen en sus manos. En el recorte subjetivo de autores de diversas procedencias podrán encontrar la manera en la que muchos de ellos lidiaron con su herencia cultural, con las maletas legadas por generaciones y generaciones de judíos a lo largo y ancho del mundo.

Cada escritor expresa su propia biografía al escribir, y es hijo no sólo de sus padres sino también de sus circunstancias. De una u otra manera, esto se deja traslucir en el análisis que hacen Wolfgang y Celina de los diversos autores. Algunos más allegados a alguna arista en particular de la civilización judía, y otros menos. Pero siempre comprometidos con la exploración de su propia identidad a partir de la escritura.

En este sentido, desde geografías distantes y contextos divergentes, todos los escritores trabajados —podrían haber sido otros, en una clasificación que difícilmente tenga fin— anudan su ser en los libros que devinieron sus patrias. Jabès afirmaba que “judaísmo y escritura no son sino una misma espera, una misma esperanza, un mismo desgaste.”q Hacia esa espera, esperanza y desgaste es arrojado el lector, al cual le deseo disfrute de la lectura y pueda encontrarse con una cantidad de hombres y mujeres que durante los últimos siglos han intentado, a pesar de los exilios, hacer de la palabra su propio hogar.

El judaísmo y la literatura occidental

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