Читать книгу El escocés dorado - Lourdes Mendez - Страница 10

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Lidia se encontraba pálida como el cielo en invierno, sus pupilas no paraban de contraerse y dilatarse, sus palpitaciones tras un intenso galopeo parecieron detenerse con su mente, estaba a punto de desmayarse.

Se encontraba sentada en la silla personal de Rafael. El asistente que leía las mentes se había adelantado cuando ni habían terminado de relatar de qué se venía todo el asunto y de manera fugaz, con un gran reflejo, tomó con una de sus manos envolviéndola por detrás de los hombros a Lidia, mientras su otra mano tomaba ágil un folleto que descansaba sobre el escritorio para abanicarla. Mientras ella perdía el equilibrio en aquella silla que le parecía ser la más inestable del planeta como si estuviese en una zamba en el momento menos oportuno.

— Señorita Rodríguez, ¿se encuentra usted bien? ¿Acaso no le parece una buena noticia? ¿A qué viene tal reacción?— dijo Rafael preocupado e intercambiando miradas con su asistente que continuaba abanicando.

Luego por primera vez oyó la voz del asistente, lo cual la sorprendió en gran medida, pues ella habría jurado que era mudo, ese simple pensar la quitó de a poco de su estado de conmoción y bebió como pudo algunos sorbos de agua que Dora le ofreció.

— ¿Puedo ofrecerle azúcar?— dijo el asistente que hasta dos minutos era mudo y vidente. Lidia de mirarlo con sorpresa por un momento asintió suave con la cabeza.

— Usted no le habrá contado a nadie, ¿no?— dijo Dora visiblemente preocupada—. Sería una perdida inmensa para nuestro país. ¿Entregó una copia a alguien?

La mente de Lidia estaba detenida en el rostro de Johanna, no podía sacar de su cabeza a la joven vecina y en las fotos que le había pasado al móvil para que obtuviese más información.

— Es la emoción— dijo por fin Lidia recuperando su color poco a poco mientras se colocaba el azúcar bajo la lengua—, por supuesto que no cometería tal negligencia de entregar una copia o... fotografía a nadie, no soy una novata.

— Pues mejor así, porque sería una pena que un acontecimiento histórico saliera al mundo por otras personas si está en nuestras manos, es decir, ahora en sus manos... Porque vamos a reconocer públicamente su hallazgo individual, a pesar de las circunstancias arbitrarias en las que llegó a conseguirlas, ya tendremos tiempo de enmendar ese asunto; por el momento lo haremos pero a través de la asociación, así podremos poner a nuestro país por delante con el nombre de esta casa y luego su nombre ante el resto del mundo— dijo Rafael con orgullo.

— ¿Está de acuerdo, señorita Rodríguez?— preguntó Dora extendiéndole unos papeles para que firme.

Lidia, algo más recuperada, observó el fajo de papeles que contenían sellos diplomáticos, entre otras firmas que se le colocaron frente a ella para que firmase. Miró a todos con preguntas en sus ojos, el secretario, que ya no era mudo, pero parecía leer las mentes, una vez más adivinó qué se preguntaba Lidia, extendiéndole un bolígrafo elegante de plata sin que ella lo llegase a solicitar para que ella firmase.

— Es el acuerdo de confidencialidad, tiene que firmar, esto ahora es un secreto de Estado— dijo Rafael.

— Por supuesto hasta que termine la investigación y reunamos todos los datos, solo para que nadie nos robe el descubrimiento del siglo— dijo Dora con orgullo.

— ¿Y si no firmo?

En ese momento se acercó a ella un hombre que no conocía, pero permaneció toda la charla de manera atenta a cada palabra.

— Soy el escribano que representa al Estado argentino, si usted no cumple con mantener la delicada información en este equipo hasta que decidan publicarlo, tiene que saber que irá a un juicio y que de manera segura terminará en prisión, cadena perpetua por traición a la patria. Robar documentos históricos que definen el rumbo de las naciones es un delito, señorita Lidia Rodríguez.

Lidia, con el corazón en la boca, con el nombre de Johanna en su mente que se repetía una y otra vez, comenzó a firmar los documentos, y ante la preocupación de que la joven tenía las fotos y estaba involucrada por su culpa, firmaba los papeles más que preocupada... Allí sin saberlo del todo escribía sentenciando su destino y el de Johanna.

El escocés dorado

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