Читать книгу El escocés dorado - Lourdes Mendez - Страница 6

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Lidia se encontraba en la habitación preparando una maleta con gran prolijidad, se dirigió al armario y con gran paciencia seleccionó cuidadosamente cada ropa, planchó obsesiva las prendas que se ajustaban como un papel a otro en la valija.

Caminaba de salida en su casa cuando sonó el teléfono, dudaba si atender o no ya que tenía temor en demorarse, por la madrugada despertó y había comprado un pasaje a Escocia, si nadie la apoyaba en la investigación y la hacían a un lado, pues sería ella misma la que se arriesgaría a tomar las riendas por su propia cuenta, sabía por dónde debía encarar aquella exploración y de lo que se sintió segura era de que nadie la detendría, investigaría en aquel viejo continente sin que nada se interponga entre esa hoja y ella. Se sintió aliviada de que había fotografiado y filmado todo lo que estaba en el papel. Mientras sonaba el teléfono de la casa se preguntó si sería importante y sobre todo quién la llamaría, ella no tenía familia ni amigos, su difícil y exigente trabajo nunca le permitió establecer vínculos que perduren en el tiempo, eso era lo que ella no tenía en ese preciso momento, tiempo.

La intriga pudo más con ella.

— Hola— dijo Lidia con curiosidad quedando en ese preciso momento en alerta al oír la voz de Rafael al otro lado de la línea.

— Hola, Lidia, soy Rafael, necesitamos que se acerque a la sede, es importante.

Ella se quedó en silencio y miró la maleta que llevaba en la otra mano asombrada por lo que oía.

— ¿Qué pasa?, en realidad... lo siento, señor, en este mismo momento estoy por tomar un vuelo al exterior— dijo Lidia.

— Se trata sobre su hallazgo, hay algo que debe saber— le respondió Rafael.

— Entonces voy a tener que pedirle que me lo diga ahora, realmente tengo que irme o perderé el vuelo, lo siento— dijo Lidia preocupada por el llamado.

— Eso no va poder ser posible debido al tipo de clasificación de la cual se trata. Esto podría cambiar la historia, es una oportunidad que le estoy brindando si desea ser parte de este acontecimiento, si no, señorita Rodríguez, la oportunidad termina acá y continuamos por nuestro lado. Esta llamada solo es a modo de cortesía para invitarla, entenderá que tampoco es necesaria para continuar y se lo digo con mucho respeto, este es un gesto por traer a nuestras manos la carta, si no lo toma no diga después que no se le avisó— dijo Rafael en tono amistoso, pero con advertencia a modo de informe.

Lidia cerró los ojos con frustración sin comprender por qué justo en el momento en que iba a partir se presentó ese asunto. Realmente estaba convencida de que las palabras de Rafael cuando la despidió la última vez eran reales, no bromeaba cuando la invitó a retirarse. «Pero claro que eran reales», pensó Lidia, ese hombre mayor que parecía ser el más grande del planeta no daría lugar a ningún tipo de chiste a esa altura de su vida. Sin duda también le surgió la idea de que el descubrimiento al cual la invitaba a participar era más grande de lo que ella misma pensó, si no jamás la hubiese invitado a formar parte de él.

Ahora la encrucijada de Lidia estaba en dos lugares y muy diferentes cada uno de ellos, pero sobre lo mismo. Uno en Escocia, donde ella estaba a punto de ir hasta que atendió el teléfono, y el otro en Buenos Aires, junto a la honorable junta directiva de la Asociación de Antropología, a la cual ella siempre admiró, sin saber el motivo, aunque tenía en claro en la mente que era importante y tenía que ver con su carta.

El dilema la invadió, sabía que debía responder de inmediato. Se preguntó por dentro «¿debía tomar el vuelo que la llevaría a Escocia?, ¿o debía quedarse en Buenos Aires para saber de qué se trataba la información tan celosamente guardada?».

Salió del pensamiento que la teñía de ansiedad cuando Rafael interrumpió con su quebrada y vieja voz el silencio de la conversación que habían iniciado un momento atrás.

— Señorita, ¿me oye?— insistió Rafael aguardando la respuesta. Lidia sabía que debía responder de inmediato, la intriga pudo más que la pesada maleta que sostenía de manera fuerte entre sus manos.

— Sí, doctor, muchas gracias por permitirme ser parte de esto, ahora mismo voy para allí.

Caminaba de un lado a otro tensa, sin saber si lo que hizo fue lo correcto. Tenía todo preparado para viajar a Escocia en un vuelo que en esos momentos sabía que perdería, al igual que el lugar donde hospedarse sin mencionar al escocés guía que había contratado y pagado para que la acompañara en su recorrido en aquel país.

— Todo echado a perder— dijo Lidia a punto de largarse a llorar—. ¿Y si la información no vale la pena o me vuelven a hacer a un lado?— se preguntó, pero algo en su interior la movilizó a decidir quedarse. Confiaba en ese sabio y viejo hombre, sabía que no se hubiese tomado la molestia de investigar la hoja, menos de llamarla si no era algo realmente grande—Hice lo correcto— se autoconvenció Lidia dirigiéndose a paso firme, pero nerviosa, a buscar su auto.

Mantenía en una mano las llaves del auto, en la otra la valija, por algún motivo no podía soltarla, la cargó en el baúl, quizá el instinto de supervivencia la obligó a mantenerla junto a ella hasta el final.

Se marchaba para reunirse con Rafael a la velocidad que se le permitía circular en aquel barrio privado, un barrio elegante pero aburrido, adinerado pero rebalsado de roedores bien sabía ella, salvo por su vecina Johanna; si bien la jovencita era molesta con los ruidos parecía ser la única que sabía o parecía disfrutar de la vida, al menos eso le parecía a Lidia, la sonrisa de la pequeña vecina era auténtica, así como cada estupidez que salía de vez en cuando de su boca.

Cuando estaba por salir del portal que separaba el barrio de la calle vio salir a pie del lugar a Johanna vestida muy desdichada, casi no la reconoció, no llevaba maquillaje y el gris de su vieja ropa nada tenía que ver con los colores pasteles que ella solía usar. «¿Qué le habría sucedido a su vecina?, ¿estaría de luto?», pasó por su mente. Pero la idea se marchó de prisa porque ya había visto a Johanna en el velorio de un vecino a dos manzanas de su casa y el atuendo que llevó en aquella ocasión era tan majestuoso como una duquesa vestida de negro brillando entre la multitud.

— No— se dijo a sí misma, algo le pasaba a la joven, pero ella ya tenía suficiente con lo suyo como para preocuparse en ese momento por la muchachita.

Continuó con su auto saliendo de la puerta del country, también lo hizo a pie Johanna, que lucía preocupación o tristeza en el rostro. Lidia no lo supo descubrir desde su espejo retrovisor cuando la dejó unos metros atrás, pero cuando la curiosidad la volvió a llamar detuvo el auto, aguardó con el motor en marcha mientras la joven se aproximaba, pudo contemplar con más cercanía su rostro, un instinto maternal perdido en su ser tiró de ella.

— Algo le pasa, no la puedo dejar— se dijo a sí misma Lidia en voz alta para autoconvencerse. Dio marcha atrás hasta llegar a la joven.

— ¿Estás bien, Johanna?— dijo Lidia interceptándola.

Johanna levantó la desesperanzada vista, miró por un segundo seria a su vecina. Cuando fue consciente de que se trataba de alguien que la conocía hizo un esfuerzo por sonreír mostrando aquella cara alegre que la caracterizaba, aunque no lo logró del todo y lo supieron tanto ella como Lidia.

— Estoy bien, solo, solo voy a... unas sesiones de fotos, no, en realidad voy a cancelar un trabajo... Creo, no puedo tomar el trabajo así— dijo Johanna con algo de carraspeo a lágrimas en la garganta que se hizo sentir en su voz.

Lidia la observó de arriba abajo, no necesitaba ser un genio para saber que algo sucedía, la vio tan joven e indefensa que por un momento un instinto protector la embargó por dentro.

— Subí al auto, te llevo y conversamos, ¿qué te parece?— dijo con cautela intentando ayudar.

Johanna levantó la mirada vidriada a los ojos negros de Lidia que por algún motivo le dieron confianza, subió al auto algo temblorosa sabiendo que ya no podía volver atrás.

— ¿Dónde está Dick?— preguntó Lidia.

— No lo sé, no estoy segura— dijo Johanna.

— No hay problema— le respondió mientras palmeaba la rodilla de Johanna a modo de consuelo.

Lidia aparcó el auto a un lado cuando la joven rompió en llanto, escuchó atenta a Johanna que sucumbió en una crisis, permitió que se tomara un tiempo para retomar la calma y así apaciguar las angustiosas lágrimas.

Lidia creyó que lo más acertado era detener el vehículo y prestarle atención, nunca imaginó que aquella hermosa y sonriente vecina tuviese su vida al borde de un precipicio, con belleza y soledad, con pareja e indiferencia, con tantas ganas de vivir sin tener dónde volcarlo.

Pensó de inmediato en sus gatos, que si bien mucho distaban en compararse con Dick, ellos sí le fueron siempre de compañía y mientras la acompañaron estos felinos nunca sintió soledad ni tuvo que mendigarles amor, ellos siempre estaban dispuestos en su vida. Esa insólita comparación interna le recordó que debía avisar al señor que iba a quedarse ese mes en su casa con los gatos que no fuera, ya no era necesario. Miró la hora y se percató de que era algo tarde, Rafael la esperaba.

— No deberías afligirte tanto, Johan, a tu edad la vida te pone muchas oportunidades— le dijo Lidia intentando consolarla.

— Pero no puedo ser feliz, sé que debería ser más agradecida, tengo quizá mucho de lo que otras jóvenes quisieran, pero muy dentro de mí algo me dice que una pizca está mal, que no es lo que parece— respondió Johanna en tono ya tranquilo pero desesperanzado.

Lidia sintió pena por la joven, fue desconcertante verla tan diferente a lo que estaba acostumbrada, por un instante se cruzó en su interior esa ola que a veces la invadía, esa ansiedad que no le permitía usar la lógica y la llevaba a cometer impulsos sin siquiera analizar lo que su boca transmitía. Quizá el modo correcto en el cual llevaba su vida, donde todo funcionaba como un reloj alemán, donde el tiempo era exacto, donde todo estaba planeado como en la agenda que compraba dos meses antes de que terminase el año. Lidia era tan correcta que cuando las olas de impulsos aparecían en su vida lo hacían también de la manera correcta, «a lo grande», y embarcada en su ola interna, que era lo único con lo cual no podía luchar en su prolija vida, permitió que de su interior salga hasta la última palabra que inútilmente intentó reprimir.

— ¿Irías a Escocia?— dijo Lidia, ambas se miraron permaneciendo unos instantes en silencio dejando actuar al pesado aire que ocupaba el espacio entre ellas en ese momento—. Tengo una investigación que hacer allí muy, muy importante, pero en mi trabajo surgió... algo relacionado con ese mismo asunto y debo quedarme, necesito a alguien que me reemplace, alguien que sea mis ojos.

Johanna la oyó descolocada, después de unos pocos segundos de un silencio mortal la joven le respondió:

— ¿Por qué yo? No sé nada sobre investigar, en realidad no sé nada, de nada... soy modelo.

— Eso no va a ser un problema— dijo Lidia, mientras se envalentonaba con su descabellada idea—. Yo te voy a guiar, te voy a decir a dónde tenés que ir, cómo recoger la información, qué es lo que necesito, vamos a estar conectadas al teléfono todo el tiempo, tengo un hotel pagado donde iba a hospedarme con comidas, tengo el pasaje, tengo todo— dijo Lidia convencida.

— Es una locura— replicó Johanna.

— Una locura es que pierda mi investigación, vos necesitás despejarte, y hacer algo, ¿no sería bueno que Dick se pregunte al menos por un momento dónde estás? ¿Que deje de ignorarte? Hacerte visible con tu ausencia... yo necesito ayuda en mi trabajo, las dos podemos ayudarnos mutuamente— le rogó con la mirada Lidia—. Además, sería buena idea que hagas algo... diferente, te va a hacer bien descubrir el mundo, Dick es un mundo muy pequeño.

— ¿Cómo que... un mundo pequeño?

— Dick es menos que un átomo, de verdad, te va a servir.

Ambas se miraron un largo instante, las dos pensaban quizás lo mismo, la incertidumbre, lo correcto, lo descabellado de sus pensamientos se entrelazaban como trenza en un hombre calvo que no sabría qué hacer.

Johanna rompió el largo silencio dudosa.

— Tengo buen inglés, ¿cuándo debería ir?— preguntó mientras sus ojos color miel se dilataban comenzando a brillar.

— Ahora.

El escocés dorado

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