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Sin absolución

Esta mañana el señor Aicardo miraba fijamente hacia la puerta del cuarto como si anhelara la entrada de alguien o como si temiera que alguien entrara. Sospeché una cosa: que ese derrame le dio porque vio algo muy fuerte, tal vez espantoso, había dicho durante el desayuno la mamá de Doralba.

O quizás divino, había completado el papá, no sin cierto sarcasmo.

Todos se habían quedado callados, mirándose. Doralba sintió un temblor de tierra dentro de su pavor.

Al abuelo Aicardo le parece que el mundo es solo medio mundo, que su habitación es media y su cama media cama. Sabe que su cuerpo completo está ahí, pero todo lo de la derecha es como si hubiera sido cortado, o desgajado, o desaparecido como por arte de magia de circo. Recordó a la mujer entre una caja de madera, al mago cortándola por la mitad con un serrucho y luego separando, alejando piernas de cabeza y tronco, y las piernas teniendo vida propia y moviéndose solas lejos del tronco; vistas sin el resto del cuerpo, eran la desnudez de la mujer entera... Pero el mago unía de nuevo las partes y la mujer se levantaba, completa... Ahora él siente la separación de su lado derecho que sin embargo ahí está, tan lejano como cercano, pero inútil... Él está muerto a medias, y la vida que aún tiene es solo media...

El cura la saluda y le dice, tratándola de hija, que diga sus pecados. Doralba enmudece. El cura repite la pregunta, pero ella sigue en su silencio; se incorpora, camina varios pasos hacia atrás y luego, a paso largo, se apresura hacia la salida de la capilla. En la puerta mira hacia adentro y ve al cura de pie al lado del confesionario: parece una estatua que no le quita la mirada desde la penumbra del templo.

Sale al estrecho atrio y corre escalas abajo como huyendo de algo monstruoso; sufre la sensación de ser observada, como si las personas que están en la capilla, súbitamente reunidas en torno del cura, salieran hasta la puerta para mirarla a ella, o como si la iglesita misma tuviera ojos para ver a Doralba huir de la confesión.

Termina de bajar las escalas y dobla la esquina, se cree a salvo y deja de correr pero sigue su marcha a paso largo: no quiere encontrarse con algún conocido y menos con un familiar que le hable y le pregunte cosas; quiere estar sola y llorar, y lo que menos desea es estar en su casa donde a Doralba le parece que solo se habla, aunque no se hable, de la gravedad del abuelo enfermo.

La mamá de Doralba ha entrado a la pieza para hacerle tomar al abuelo las gotas mandadas por el médico. A él le hormiguea, le pica, le arde la media espalda que siente pegada a la media sábana que parece quemarlo. Cree tener los dos ojos cerrados; el derecho, abierto e inmóvil, no ve. Su nuera lo mira desde el rincón donde está preparando las gotas y él sabe que ella lo está mirando. El miedo lo ataca de nuevo y abre los ojos, el ojo izquierdo: ve los demonios apretados en el pecho púdico de la mamá de Doralba; siente el demonio mayor jalando la media sábana para llevárselo, lo ve salirse del cuadro que hay en la pared al frente de su cama, ve los ojos encabronados y lujuriosos, lo ve desnudo y siente su olor, el diablo huele a lo que huele el pubis de las mujeres cuando sudan enloquecidas por el pecado... Su nuera se acerca con las gotas; en la cara de la mamá de Doralba aparece la de Doralba, el vestido de la mamá es el vestido corto de Doralba que se burla, que lo mira, que le tiene pánico, que se transforma en el diablo que se lo está llevando y él no puede moverse, hablar, pedir auxilio... La mamá de Doralba evita mirar el ojo abierto y sabe que al salir sentirá el horror de ser mirada por ese ojo imposibilitado para ver pero que parece verlo todo, hasta los pensamientos y las pavuras...

Doralba siente calor y se da cuenta de que está sudando. Maldice el deseo del cuerpo y el hecho de que lo llamen pecado, recuerda y odia las homilías de los curas que con el dedo la señalan desde el púlpito, le vacían encima la culpa de ser mujer y la mandan, aún sin pensamientos pecaminosos y sin minifaldas, al infierno. Se siente sucia y cierra los ojos; los abre de nuevo apabullada, en ese cerrarlos, por el encuentro con los ojos del abuelo que no hablan, que no cierran, que la miran petrificándola como petrificado está su ojo derecho que no duerme, que vigila y condena, como dice su mamá.

Hace diez días que el abuelo Aicardo sufrió el derrame; ya muy entrada la noche cayó, semiparalizado, en el piso de su cuarto. Está al borde de la muerte, repitió varias veces la mamá de Doralba y con cada vez ella sintió chuzos clavándose en su conciencia. Doralba cree que la conciencia está en el estómago. Ama y odia al abuelo, quiere que muera y a la vez lo desea vivo, aliviado, rejuvenecido, convertido en hombre nuevo que ríe y habla y abraza. El abuelo tiene paralizado todo el lado derecho, no puede decir palabra alguna y no puede cerrar el ojo de ese lado, explicó su mamá según lo que dijo el médico, y a Doralba esas palabras le voltean en la mente como un remolino, como un mareo. Los alimentos que el abuelo recibe son solo líquidos que le dan a cucharaditas con suma dificultad. Doralba tiene horror y dolor; como las sentencias de los curas, no puede sacar de su memoria los ojos del abuelo Aicardo que la siguen con su mirada estancada como si hubiera escapado de su cara para seguir a Doralba. Para ella es un suplicio venido de la hermosura pavorosa de esos ojos. No ha vuelto a verlo y no volverá, no pasará otra vez por el terror de ver que él la ve.

Sigue vivo, pero morirá. Ella cree ser la portadora de la lenta muerte del abuelo Aicardo.

No hay más tiempo, dice el abuelo ignorando que sus labios no se mueven y su voz no se oye... Se acabó, se acabó el tiempo, ya no podrás quitarte toda la ropa, hija. Se acabó, yo lo acabé, ya no cuenta, ya no pasa el tiempo, agrega con el anhelo de ser oído cuando su nuera sale sin volver a mirarlo... Perdóname, Señor; perdóname Padre desde tus Alturas... María madre, ¿también a mí me amas?, ¿yo también puedo alcanzar algo del amor que te hace Virgen?, dice el abuelo Aicardo con la desesperación que ignora que no es oído, no es perdonado, no es salvado...

Dos horas antes de que él sufriera el derrame ella había creído descubrir el verdadero esplendor de los ojos del abuelo. Sabía que eran verdes, pero nunca los había visto tan de cerca y tan de frente porque él no miraba a nadie de ese modo. Lo que oía decir de esos ojos la había cargado con una obsesión y a menudo se veía asaltada por la curiosidad de confirmar las palabras de la primera vez que su mamá habló de ellos.

Los ojos del señor Aicardo son tan bellos que dan miedo, había dicho.

Y hoy solo quiere huir de esa mirada que se pegó a ella cuando entró al cuarto donde él estaba, sentado en su cama, rezando ante la imagen del Jesús de yeso que, decían en la casa, conservaba como un tesoro porque se lo había regalado la bisabuela de Doralba el día que él hizo la primera comunión.

Su mamá siempre se refirió al papá de su marido como “el señor Aicardo”, como si aún fuera la novia que guarda un reverente respeto por el progenitor de su prometido. Su papá, también llamado Aicardo, hablaba poco del abuelo y hasta daba la impresión de que prefería no hacerlo. Aunque declaraba un amor profundo por él, la relación entre el padre de Doralba y el abuelo era fría, distante, se diría que inexistente.

Sin embargo, dos noches atrás, en esa especie de tertulia familiar con motivo de la enfermedad del abuelo, habló de él y sus palabras fluyeron como si se rompiera el dique que las contenía. El papá de Doralba contó que el abuelo Aicardo había sido siempre indiferente con la abuela Tina y con sus hijos; que, desde recién casados, según contaba la abuela, estuvo muchas noches ausente de la casa para sufridos desvelos de ella; y ella jamás le dijo nada ni nunca le hizo un reclamo por esas ausencias que tantas malas noches le hizo pasar, recordó Doralba que dijo su padre.

Yo lo quiero mucho, pero era un descarao, había agregado, y su esposa le reprochó y le pidió que no hablara así del abuelo. “¡Mirá que el señor Aicardo se está muriendo, respetalo al menos por eso!”.

El abuelo levanta el brazo izquierdo para alcanzar a la prima Rosario que murió de neumonía hace quince años y que ahora ha venido para acompañarlo y esperarlo. Ella estira su brazo derecho y él la siente, la mira con su ojo vivo y descubre que no está como murió, que decidió venirse joven a esperarlo. Él siente alivio en su cuerpo, como si un benéfico viento viniera a redimirlo del calor y de la picazón de su media espalda pelándose contra la sábana. La prima Rosario está rosada y sonríe, sus dientes blanquísimos brillan para él con cada palabra, con cada risa, y él baja la mirada por todo el cuerpo de Rosario que viste una falda de flores que cae hasta más alto de las rodillas... Por qué te vestís tan vulgar, Rosario, cómo podés ponerte esa falda que te hace pecadora y me atormenta, querida, hermosa prima. Vení, vení pero que nadie te vea. Dejame tocarte, Rosario... Los muslos blancos de Rosario están ante él a punto de despojarse de la falda para ser tocados, pero ella impide que su mano la alcance... No, Aicardo, todavía no es tiempo, aún faltan vidas, la hora de lo que anhelás está lejos todavía... La mira a los ojos que son los ojos de su nieta Doralba que se aleja despacio, que corre, que huye y lo abandona y parece que tira de la sábana que duele entera en su media espalda... El abuelo Aicardo cierra el ojo con el que ve y vuelve a abrirlo para darse cuenta de que es el demonio que insiste en arrastrarlo, en hacerlo caer a ese hueco que hay debajo de la cama donde el piso de tablas ya no está, los soportes y las vigas desaparecieron y el sótano ya no es el sótano, sino una hondonada que él no ve pero que sabe que está ahí y él está a punto de caer en ella para ser tragado por ser un pecador que no fue capaz de alcanzar el perdón, no tuvo tiempo de implorar... El dolor lo paraliza y nadie hay en el cuarto para que se dé cuenta y lo ayude...

La otra vez la mamá de Doralba contó que, según la abuela Tina, el señor Aicardo había sido muy hermoso cuando estaba joven. La abuela, cuando apenas era la novia de un hombre con el que mil mujeres soñaban, había llorado muchas veces por celos, pues, aunque el abuelo Aicardo era pobre, nacido en el campo y levantado con arepa, aguapanela y madrugadas a ordeñar vacas ajenas, tenía éxito con muchas mujeres, hasta casadas.

“Yo creo que hasta matrimonios dañó”, había dicho el papá de Doralba en la tertulia de hacía un par de noches con los tíos que habían ido a visitar al abuelo.

Y aun muriéndose, con la cara torcida y el ojo derecho siempre abierto a causa del derrame, en el abuelo Aicardo había algo que dejaba saber que sí había sido hermoso, piensa Doralba mientras camina en dirección a la casa de la prima con quien mayor confianza tiene, hija de uno de los hermanos de su mamá. Espera encontrarla para salir juntas a tomar café en alguna heladería; no tiene el propósito de contarle nada, solo desea huir de sus pensamientos, hacerlos a un lado por un rato, o si fuese posible, cancelarlos. Envidia a un grupo de chicas que hablan y se ríen mientras caminan en dirección probablemente al parque principal. Doralba las siente felices, tranquilas, sin arrepentimientos, a salvo de sus propios impulsos gracias a que tal vez tengan la capacidad de dominarlos apoyadas en la fe que sin duda aceptan sin condiciones, o porque quizás no tienen impulsos porque a lo mejor el pecado no anda tras ellas como un cobrador... O puede ser que no sufren la enfermedad del remordimiento.

―Una vez mi papá contó que tu abuelo siempre camina con la mirada en el piso para no ver a las mujeres, que porque muchas se ponen ropa indecente y él no quiere mirarlas ―dice Carolina, la prima de Doralba.

Llegan a la heladería, buscan una mesa en la penumbra y se sientan; piden café. Doralba no ha podido escapar del tema porque en cuanto llegó a casa de su prima todos querían saber sobre la salud del abuelo Aicardo. Es como si todo La Raya estuviera pendiente del enfermo, pues su abuelo paterno, entre la familia y entre muchos amigos de la familia, ha sido notable justamente a cuenta de su anonimato: no hablaba con nadie, no hacía visitas a familiares, ni siquiera a sus hijos, y mucho menos asistía a actos sociales.

Doralba se da cuenta de que ya está hablando en pasado del abuelo Aicardo, y siente escalofrío.

Era carpintero. Don Aicardo Grisales tenía un pequeño taller al que no había vuelto desde cuando sufrió el derrame. Se levantaba a las cuatro de la mañana y a las cinco y media ya estaba cortando madera o puliendo trabajos a punto de ser entregados. A las cuatro de la tarde cerraba y mientras caminaba las trece cuadras que lo separaban de la casa, iba rezando. Al llegar se encerraba a seguir orando, arrodillado o sentado, frente al Jesús de yeso que tenía en su cuarto. Salía de allí cuando la abuela le daba señal de que la comida estaba servida; comía, no decía una palabra, terminaba y regresaba a su cuarto del que solo volvía a salir al amanecer para ir al trabajo.

―¿Por qué dijiste eso del abuelo? ―pregunta Doralba.

―¡Es que es muy curioso, prima, es casi lo único que yo he oído decir de él!

Carolina sonrió y a Doralba no le pareció gracia, mas no porque creyera que su prima se burlaba del abuelo Aicardo sino porque esa sabida actitud de él era la causa de su desesperada pesadumbre. El abuelo Aicardo caminaba con la cabeza agachada, mirando al piso casi con los ojos cerrados. No alzaba a ver a nadie, y menos a una mujer... Estaba de moda la minifalda y no hacía mucho tiempo el bluyín y el pantalón corto en las mujeres habían hecho que los sacerdotes sermonearan desde el púlpito y exigieran a los padres de familia que castigaran duro a sus hijas “si salen a la calle con ropas tan impuras”. La minifalda y los pantalones cortos ―llamados shorts, por deformación choris― eran lo más satanizado por esos días en La Raya.

Le cuenta a su prima lo que, si sigue callando, cree, va a ahogarla.

Váyase de aquí, mija querida... No, no se vaya, vuelva, no me deje solo; quítese la ropa y déjeme ver, déjeme tocar, déjeme mojar los dedos... No, no se acerque que usté es el demonio, vístase, váyase, salga de mi vista, mijita... Pero no se demore, no me deje solo, sálveme, condénese conmigo... El abuelo ve a la prima Rosario frente a la cama mirándolo con rabia, con celos. Le habla pero él no se oye, solo ve y oye a la prima Rosario diciendo grosero, condenado, demonio que reza para engañar, fariseo de piedad mentirosa y carcomida por el pecado... Siente que la media espalda viva se desguaza y quema y él grita pero nadie oye, nadie viene, nadie sabrá que el dolor lo muerde y no cesará hasta devorarlo... No hay tiempo, Rosario, prima, vení desnuda quitame este dolor, arrancame lo que me queda de espalda, ayudame a morir del todo, prima...

Doralba sufría una extraña rabia contra el abuelo. No era capaz de aceptar que estuviera viejo, experimentaba la nostalgia insólita de no haber vivido cuando él era joven, las palabras de su mamá sobre los años mozos del abuelo terminaron sembrando en ella un anhelo antinatural... Hubiera querido no ser la nieta sino la vecina o algo así, y enamorarlo, y de tal sentimiento la culpa la tenía su mamá desde cuando dijo con palabras casi impúdicas que el abuelo había sido el hombre más hermoso del pueblo, y entonces ella sintió un deseo desquiciado de ese pasado en el que no estuvo.

Pero la rabia mayor era porque a él le daba miedo mirarla, le dice a la prima; porque con su forma de ser, el abuelo hacía pensar que todo lo placentero era pecado, que todo lo que fuera sensual era obra del demonio, y no soportaba que él censurara sus vestidos sin siquiera ver cómo eran; eso la hacía sentirse mala, condenada. Por eso, movida por un impulso jamás imaginado, había aprovechado que el abuelo estaba solo en la casa; la abuela Tina se había ido a la capilla del orfanato a rezar, cosa que solía hacer casi todos los viernes.

Llegó a casa de los abuelos pasadas las cinco de la tarde a llevar una ropa vieja que enviaba su mamá para que la abuela Tina la remendara y la regalara a los necesitados, pero tanto ella como su mamá habían olvidado que ese era día de novenas de la abuela que, después de rezarlas, se quedaba para el rosario y la misa de seis.

Entonces tuvo el impulso, venido sin duda del demonio, dice.

Ese día tenía un vestido decente, hasta más abajo de la rodilla. Se lo subió hasta la cintura y entró al cuarto del abuelo para que este la viera. Como no estaba acostumbrado a sentir que alguien entrara en su cuarto sin antes tocar la puerta, él alzó la cabeza y miró: Doralba estaba ante él, sosteniendo su falda en alto y dejando ver el calzoncito que parecía apretarse en su blancura para calcar su pubis y hacer resaltar sus muslos.

Más que una confirmación, el color de los ojos verdes del abuelo Aicardo eran para ella un descubrimiento que no coincidía del todo con lo imaginado y provocado por las opiniones de su mamá y de la abuela Tina. Lo que decían de esos ojos había sido inventado por ellas, por algún secreto deseo, sin duda pecaminoso en el caso de su mamá, y por el afán de proclamarse la elegida de tales ojos en el caso de la abuela Tina. Doralba vio que, siendo verdes, eran normales, nada del otro mundo. Lo sorprendente fue la metamorfosis que enseguida sufrieron. Los ojos del abuelo Aicardo se convirtieron en una especie de rayo que, más que producir pavor, eran ellos las víctimas del pavor, como si sufrieran una posesión, satánica o divina. Lo que veían los hacía espantarse y al mismo tiempo los atraía perdida y poderosamente. Hasta pensó que no era al abuelo a quien veía en esos ojos, que era ella misma encendida en los ojos del abuelo.

Él no quitó la mirada. Estaba sentado en la cama con una novena abierta, de cara al Jesús de yeso. Sus ojos se fijaron en el pubis de Doralba que dio dos pasos hacia él sin atreverse a acercarse del todo. El rostro del abuelo enrojeció y tembló, y su mirada parecía capturada por el pubis de su nieta. De golpe volteó la cara, como si algo del otro lado con violencia lo jalara.

Sin embargo volvió a mirarla, a los ojos, el pecho, sus muslos y su pubis en el que se detuvo de nuevo. Ella corrió un taburete que había junto al nochero, se sentó y abrió las piernas para que la mirada del abuelo se hundiera entre ellas, se quitó la blusa para que él viera que nada sostenía sus senos y vio en sus ojos el brillo que parecía suplicarle que se fuera, que lo dejara solo, pero al mismo tiempo que se quedara, que lo dejara mirar, que se desnudara toda, que se acercara.

Salga de aquí, mija, váyase, pidió de golpe, aunque sin vehemencia, el abuelo.

Doralba dudó, pero se incorporó. Mientras ella se ponía la blusa el abuelo se cubrió los ojos con la mano como si fuera a llorar. Doralba permaneció por un instante más de pie frente al él, que volvió a mirarla suplicante. Dio media vuelta y buscó la salida levantándose la falda y ajustándose el calzoncito con la evidente intención de que el abuelo viera su trasero firme y joven. Caminó más lenta para alargar la mirada del abuelo y antes de salir volteó para verlo mirarla: vio en sus ojos la súplica, el dolor, la soledad, un anhelo exterminador.

Salió del cuarto y después de la casa; se alejó con rabia por no haberse acercado para obligar al abuelo a tocarla; fue a casa de unas amigas para sofocar sus sentimientos. Cuando regresó a la casa, a las once de la noche, la recibieron con la noticia de que el abuelo Aicardo había sufrido un derrame.

―¿Por qué hiciste eso, prima? ―pregunta Carolina.

―Ni sé.

―¿No sabés?

―Le tengo rabia porque sin siquiera mirarme yo soy el pecado, solo por ser mujer y por ser joven... Yo lo deseo porque fue el hombre más bello del pueblo... Yo quería que él me viera hermosa, que me deseara, que pecara viéndome.

Mordiéndose el labio inferior, Carolina mira fijamente a Doralba contar la cosa más íntima que jamás ha oído de nadie. Le cuesta creer que su prima, inesperadamente, confíe tanto en ella, y siente pavor de saber lo que está sabiendo y no hay modo de evitarlo. Piensa en la enfermedad, la agonía del abuelo Aicardo.

Se acabó el tiempo, Rosario; vení, quitame esto que me ahoga, las piernas de esta muchacha no me dejan respirar; pero no me quités este olor y este sabor, dame tiempo pa’ respirar este perfume que me está ahogando... No hay tiempo, Rosario, dame más tiempo... El abuelo Aicardo siente que su colchón se deshace, desaparece; sabe que está cayendo en la oscuridad que hay debajo de la cama, que nadie vendrá a tiempo, que su nuera está ocupada, que si llegara sus brazos no alcanzarán a evitar que él se hunda... Ella llegará, no se sabe cuándo... Prenderá el bombillo y él ya habrá caído, ni siquiera la cama estará... Vendrá y no verá el hueco que se lo ha tragado... Ella vendrá... Gritará... Correrá... Llamará... Rezará para nada.

―Yo lo maté, Caro.

Doralba tenía la pastilla en la mano y se la tomó con la ayuda de un sorbo de café...

Carolina pensó que era para el dolor de cabeza. Eso les dijo a los policías que no tardaron en llegar a la heladería cuando, sin embargo, era tarde.

Pecados originales

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