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La muerte no incumple

Bebió el último ron de un solo sorbo y dejó sobre la mesa más de lo que costaban los tres dobles que consumió. Antes de llegar a la puerta miró a mi abuelo, le dijo adiós con la mano y salió hacia la noche de luces espesas a causa de la neblina. El frío de la calle debía ser sobrecogedor, pensó el hombre del sombrero costeño. Mi abuelo pidió más trago.

―Ese muchacho va muy tarde para la casa ―dijo mi abuelo.

―¿Quién es?... ¿Dónde vive, pues? ―preguntó el hombre del sombrero costeño.

―Un solitario... Tiene que caminar mucho para llegar adonde vive, a la salida del pueblo... Carga un dolor que no tiene cura ―dijo mi abuelo, buscando otras cosas que decir para no hablar más del recién ido y para evitar que el hombre del sombrero costeño siguiera preguntando.

Este era un viejo amigo suyo que hacía algunos años se había ido a vivir a una región sabanera, cerca de la Costa, y dueño de una finca de reses y caballos en la tierra más caliente del mundo, a juicio de mi abuelo. Solía subir a Los Alpes a hacer negocios; a menudo maldecía contra el frío. Esta vez había venido por dos yeguas que mi abuelo había prometido venderle.

―¿Qué hace el muchacho?, ¿cómo se llama? ―preguntó de nuevo el hombre del sombrero costeño.

―Ricardo... Ricardo Lopera. Es un andariego y negocia con bobadas, con chécheres ―mintió mi abuelo.

―Ese joven no es para eso. Se diría que sabe de animales, como nosotros ―opinó el hombre del sombrero costeño.

―Animal sabe de animales, mi estimado amigo ―sonrió mi abuelo, que poco reía.

Bebieron.

El joven que acababa de despedirse se diluyó entre la espesura de la neblina de esa noche. Un cuarto de hora más tarde estaba entrando en la casa de su amante, que no lo esperaba, pero que lo recibió como a un resucitado luego de días desolados y congeladas noches de no verlo. Lo abrazó y lo besó, y lo amó como si quisiera reunir en una sola las noches que no lo tuvo y las que no lo tendría. Él no le habló, solo dejó que ella actuara y él lo hizo con manos y boca como si amando a esa mujer fuera la única forma de dejar dicho lo que jamás expresaría con palabras. Nada se dijeron a pesar de que se durmieron casi al amanecer, desmadejados.

Él ya no estaba en la cama cuando ella despertó. Lo buscó, impúdica, por toda la casa. Era miércoles de feria.

Pasado el mediodía, mi abuelo y el hombre del sombrero costeño se encontraron en El Rialto, concurrido local donde se tomaba café o licor, y se hacían negocios. La Caliente, calle que debía su nombre al mucho movimiento y comercio, parecía esa tarde más calurosa. Eran cerca de las dos cuando entró al café Rogelio Bustamante, el joven sobre cuyo nombre había mentido mi abuelo. Llegó solo, como siempre se le veía, y se acercó a la barra para pedir un ron doble. Mi abuelo advirtió en él una palidez impropia del clima, la hora y el lugar; en El Rialto todos parecían tener las mejillas teñidas por el licor y el ajetreo en un día como ese. Además, afuera, el sol pegaba fuerte en inesperado contraste con la neblina de la noche pasada.

Ese ron ya le dará color, pensó mi abuelo. Lo saludó con la mano; él y el hombre del sombrero costeño oyeron cuando el recién llegado dijo buenas tardes, don Suso.

Veintiún años; medía tal vez un metro con setenta, trigueño, de rostro alargado y pulido, aunque quemado por el sol; ojos de color café claro y miradas desconfiadas, nariz recta y labios delgados con bigote tupido, negro y bien cuidado. Tenía brazos fuertes, propios de los hombres que se dedican a trabajos rudos. Llevaba sombrero blanco de caña y vestía pantalón de dril habano y camisa de popelina blanca; zapatos negros con suela de caucho y al hombro un poncho blanco con delgadas rayas verdes y azules que se cruzaban para formar rectángulos.

―¿Es el joven de anoche en la otra cantina, cierto? ―preguntó el hombre del sombrero costeño. Mi abuelo, sin hablar, lo confirmó.

―Bueno, está vivo ―dijo su amigo.

―No por mucho tiempo ―pensó en voz alta mi abuelo.

El hombre del sombrero costeño lo miró como si preguntara y esperara respuesta.

―¿Por qué dice eso... que está vivo? ―preguntó mi abuelo desde el estrujón que sintió en las entrañas a causa de haber dicho lo que dijo.

―¡¿Ah?!... ¡¿Y usté por qué dice que no por mucho tiempo?! ¡Ja!... Hombre, usté anoche habló d’él como un padre que se apura por el hijo que se mete en problemas ―se rió el hombre del sombrero costeño.

―Tal vez... Tal vez sea como un hijo... sin ley ―dijo mi abuelo, pendiente, de reojo, de los movimientos de Rogelio.

Por su mente pasaron sombras. Varios hombres miraron hacia afuera y luego a Rogelio.

Mi abuelo había visto, justo en la acera de enfrente de El Rialto, a Perucho Machado conversando con dos hombres, y suponía que estaba en el mismo sitio. Tenía una explicación para la palidez de Rogelio. Le pidió permiso al hombre del sombrero costeño y salió hasta la puerta: ahí estaba Machado, ahora con uno solo de los hombres que mi abuelo había visto. Volteó para mirar hacia adentro buscando a Rogelio, pero este ya estaba a su lado.

―Es hoy, don Suso ―le dijo.

Mi abuelo lo vio caminar en dirección a Machado con el poncho envuelto en el brazo izquierdo... Lo vio sacar el cuchillo... Lo oyó decir, con imposible serenidad, te voy a matar... Lo vio hundir y mover con sevicia calculada el metal en las entrañas de Machado... Lo vio caminar hacia atrás con medio cuchillo en la mano derecha... Lo vio huir con el sombrero y el poncho en la otra mano... Oyó el grito ¡lo mataron!... Vio a Perucho Machado doblarse tapando la herida con las manos, de cuyos dedos parecía que brotara la sangre... Oyó a los que quisieron auxiliarlo, a los curiosos, a la gente que estaba en El Rialto salir a ver lo que estaba pasando... Los vio a todos hacer un círculo alrededor del moribundo antes de que llegara la policía... Sintió llegar a su lado al hombre del sombrero costeño, pálido como la neblina, con el sombrero en la mano como quien asiste a un ritual.

―Perucho Machado, el hombre que está muriendo en el suelo, mató al padre de ese muchacho cuando él tenía diez años. Se llamaba Antonio y era arriero. Perucho lo alcanzó en un camino para cobrarle unos centavos que el viejo le debía. ¡Y qué plata iba tener un hombre que bien pobre era!... Con el propio machete del viejo, Perucho lo mató, delante del hijo. Él le pedía que no lo matara porque tenía hijos muy pequeños. El hombre lo hizo picadillo y luego buscó al muchacho para hacer lo mismo. No lo encontró, había oscurecido y el jovencito era hábil pa’l rastrojo. Todo el pueblo sabe la historia, todos sabían que Rogelio iba a matar a Perucho. Y el que más lo sabía era él mismo, Perucho Machado ―contó mi abuelo mirando el cadáver, y en él, unas líneas a los lados de los labios en las que vio la marca de la sabida, temida, esperada venganza.

En ese momento, cuando la sangre se mezclaba con el polvo de la calle y estiércol de caballos, mi abuelo sentía que por su garganta bajaba, pesado, seco, el sabor de lo amargo. Para él, más que Perucho Machado, el muerto era Rogelio Bustamante, quien había huido con la boca desgarrada como cuando se bebía de un solo tiro sus solitarios rones dobles.

―¡Usté anoche no dijo “Rogelio”! ―le reclamó el hombre del sombrero costeño.

―Todos en el pueblo nos acostumbramos a mentir sobre él... Casi nadie ignoraba lo que iba a hacer; compró el cuchillo cuando hizo su primer negocio, a los catorce años.

―¡¿Y nadie, nadie le dijo al muerto, vea, aquel es el hombre que lo va a matar a usté?!

―Nadie.

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