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Los secretos del entejado

Tengo la incómoda sensación de que la risa y la mirada de Wilson esconden una sombra antigua que nunca antes le vi; lo que me inquieta es que esa sombra quiere esculcarme, me parece.

Me mira como si buscara en mí las palabras para contar que cargó mucho tiempo con el pecado de haber faltado a clase por estar en el sótano de la escuela mirando por las rendijas del entablado a la profesora de Religión. Casi no podía ver nada porque le caía polvo en los ojos, pero una tarde pudo verle bien las piernas y los calzones y Wilson no aguantó la urgencia de ir al baño, de donde salió convertido en el pecador más grande de San Martín.

Nos reímos a carcajadas y nos damos cuenta de que el perdón puede llegar cuando uno les cuenta los pecados a los amigos para que ellos se rían; lo jodido, pienso, es que pasa mucho tiempo y uno vive media vida disminuyéndose con esa carga. Lo que hizo Wilson daba expulsión de la escuela y condenación eterna; no fue capaz de confesarlo en la iglesia porque, claro, lo más difícil de confesar eran las masturbaciones, y esa era peor porque sucedió pensando en la profesora de Dios, irrespeto que no tenía perdón ni de ningún cura, dice Wilson burlándose, en apariencia liberado de condenas y penas.

De golpe tengo casi la certeza de que la risa y la mirada de Wilson suceden en el pasado.

―No hay mayor soledad que la de un muchacho que se cree en pecado y es incapaz de contarlo ―comenta Raúl y todos reímos, pero se impone una curiosa seriedad repentina de Wilson para decir que tal soledad no solo es de plomo, sino que puede durar para siempre...

―Aunque más que el pecado, me parece, lo que pesa es el deseo de pecar y no haber pecado, no haber tenido la oportunidad, y sin miedo ―dice, y todos volvemos a reír.

―O, teniéndola, no haberla aprovechado, pero con miedo, que es lo que le da gusto al pecado ―digo.

Todos ríen aún más fuerte, pero en breve callan al ver que saco del bolsillo el papel que prometí traer para leerles algo de esos pecados no redimibles que uno entierra, pero que ellos se desentierran solos y hasta pesan más que cuando fueron cometidos...

Bajé por uno de los canales del techo sin hacer mayor ruido, creo, pisé la punta de una de las tejas que cubrían la tapia que daba al callejón y caí contra unas piedras que había por ese lado del colegio. Desperté en mi cama. La cabeza me dolía como si estuviera partida. Sentía raspaduras, fiebre, sabor a sangre, y un olor penetrante a alcohol, como si me hubieran vaciado una botella entera.

Casi me mato. Había picos de piedras contra los que mi cabeza pudo haber chocado. Hasta pensé que ya estaba muerto y el dolor no se había ido. Tal vez eso es el infierno: que uno muere pero el dolor no, pensé.

De pronto oí a mi mamá llorando a un lado de la cama, creía que yo estaba reventado por dentro y que me iba a morir. Al verme despertar pareció alegrarse, se limpió las lágrimas pero no tardó en empezar la cantaleta sobre por qué y cómo había subido yo por esas tapias de La María. El bombillo estaba apagado y ella había prendido una vela a la Virgen del Perpetuo Socorro que daba una llama tan deprimente que parecía oscurecer aún más el cuarto. Tal vez los dolores me hacían verlo así, y a los dolores se sumaba el alegato de mi mamá para terminar diciendo que mi papá estaba furioso y que por aporreado que yo estuviera me daría unos fuetazos “a ver qué estabas haciendo en el entejado de ese colegio a esa hora”. Me toqué la cara y estaba hinchado. Oímos el reloj de la iglesia. Eran las once de la noche, creo. Sentí las campanadas como si sonaran en el dolor, que era mi cuerpo.

Cerré los ojos y volví al momento en el que antes del último sol pero casi oscuro, como a las seis o seis y media, yo estaba ya en el entejado. Había logrado dar con la parte del techo sobre su habitación, corrí unas tejas y por un pequeño roto que hice y luego amplié con la punta de un palo que llevé para eso, pude verla. Estaba descalza; el pelo, suelto, le caía a los hombros, la cubría una bata gris desde los hombros hasta el suelo. Se miraba, y de pronto alzó los ojos, como cuando uno oye algo. Me paralicé porque ella sostuvo la mirada como si me viera y yo intenté retirarme, pero no podía moverme, o no quería, creo. Estaba hermosa con el pelo así, libre. Me pareció estar ante un escándalo, que no estaba en lo que yo estaba viendo sino en el hecho de verlo, pero sobre todo, en el modo de estar viéndolo: escondido y con el condenado deseo, que a la vez era pánico, de caer sobre ella. Soltó algo por debajo del pelo, en la nuca, y la bata cayó al suelo. Caminó hacia la cama y se acostó boca arriba, casi desnuda como el deseo, expuesta como la luz, y yo vi todo, o casi todo, lo que la ropa reprimía con celosa religión. Sentí el pavor del pecado y a la vez el suplicio que causa la cercanía de lo inalcanzable.

Aunque feliz ante la imagen, me pareció extraño que se quitara la bata. Pensé que le gustaba recostarse desnuda sobre la cama, para pensar, quizás, no se me ocurre imaginar para qué. Tal vez, contrario a lo que yo creía, ella tenía calor... O experimentaba la sensación de alguna libertad... Pudo haber imaginado, o sospechado, que alguien la veía, y entonces deseó que así fuera, y lo hizo. Anhelé que el motivo fuera esto último y que imaginara que quien la estaba mirando era yo... Algo sonó bajo mi pecho, y tuve verdadero miedo de que el entejado cediera y ocurriera el desastre. Ella volvió a mirar hacia arriba.

La llave de mi papá en la chapa de la puerta de la calle me sacó de los pensamientos y todo me dolió con mayor fuerza; hasta lo que ocurría afuera de mi cuerpo dolía: la puerta abriéndose, cerrándose, los pasos de mi papá. Sin todavía llegar al cuarto, casi sentía sobre mí su olor a sudor de todo el día por el trajín de cargar el camión, llevar la carga, descargar, reparar alguna avería, untarse de gasolina o aceite.

Mi mamá prendió la luz y eso templó los dolores. Él llegó, saludó a mi mamá sin ganas y sin mirarla, y me miró con furia.

―¡Vea eso como está, caguetas, por encaramarse en donde nada se le perdió!... ¿Qué estaba haciendo en el techo de La María, eso tan alto?... ¿y cómo hizo pa’subirse allá, ocioso?... ¡De milagro está vivo este niguatero! ―dijo mi papá, mirándome con angustia y rabia.

No dije nada; me había tapado con la cobija hasta la nariz. Probablemente tenía los ojos rojos por el golpe, mi mamá lo había mencionado. Sentía como si la luz del bombillo doliera más que todo y anhelaba con desesperación que lo apagaran.

―¡Que me diga, carajo, qué estaba buscando por allá!... ¿Por qué se cayó? ―gritó mi papá y se levantó del taburete donde se había sentado.

Sentí que me desinflaba. Mi papá se sentó de nuevo y le dijo a mi mamá que lo habían llamado de La María para decirle que ellas sospechaban que “su hijo estaba espiando a alguna de las muchachas internas y por eso se cayó del entejado”, y que lo necesitaban para que revisara a ver si había daños o si habría algún roto en el entejado.

―¡Alfredo!, ¿eso era lo que estabas haciendo?... ¡Puro pecado, pa’que lo sepa! ―dijo, exaltada, mi mamá, y jaló de la cobija para destaparme. Comprimido, moví la cabeza para decir que no. Ella no me dejó recobrar la manta y mi papá se quitó la correa.

―Lo voy a castigar, hijo, por ocioso... Quiero que le duela para que no lo vuelva a hacer.

Descargó sobre mis piernas tres fuetazos duros, secos, calculados. No solté un solo grito.

No volvieron a hablar y ambos salieron y me dejaron solo. Mi mamá apagó la luz al salir y sin decírselo le agradecí a pesar del dolor, el ardor, el calor, el furor. La luz de la vela de la Virgen parecía más enferma que yo. Los fuetazos ardían como si me hubieran quemado. Lloré un buen rato, los odié, cerré los ojos y volví a verla mirando hacia el cielo de su habitación como si me viera; la recordé en el salón de La María donde una vez estuve junto a ella y me miraba con sus ojos grandes y de un negro tan hondo que hacían dar temor de que sabía las cosas adentro de la gente, o al menos las que pasaban adentro de mí.

Tuve de nuevo la sospecha, entre feliz y opresora, de que ella supo que yo estaba allá, oculto sobre el entejado, viéndola; yo quería, a pesar del pavor, que ella supiera que casi me mato por verla. Mis papás no volvieron a la pieza y a pesar de los dolores y de los pensamientos, pude dormirme, creo...

La pausa la imponen la quietud y el silencio del grupo.

―Pidamos más café ―digo.

―Cuando terminés; leé lo que falta ―dice Raúl.

Ansiedad o aburrimiento, sombras o expectativas parecen rayar la mirada de Wilson...

Al amanecer mi mamá me despertó para darme una colada de pan de trigo. Ella sabía que eso me gustaba, pero no le recibí. Todo el cuerpo me dolía, y más la cabeza, y me alegré íntimamente de no poder ir al colegio.

―Contame qué era lo que estabas haciendo en el techo de La María que te caíste de allá y casi te matás ―empezó su cantaleta mi mamá.

―Nada ―contesté, tapado con las cobijas.

―¿Nada?... ¡Claro, nada!... ¡Haciendo nada te caíste!... ¿Qué estabas buscando?

Se me cerró la garganta. La pregunta fue como si ella supiera. No había duda de que daba por cierta la versión dudosa de las monjas. Me dijo que yo había cometido un pecado mortal y que tenía que confesarme y contarle al padre en la iglesia. Me vació un sermón sobre la candela del infierno, “los fogones donde el diablo quema a los pecadores”, los ejemplos que ella y mi papá me daban para que fuera un muchacho bueno, qué iba a decirle a mi abuela que me quería tanto y vivía rezando por mí para que no cometiera pecados mortales.

―¿A qué muchacha de ese colegio estabas mirando? ―preguntó mi mamá como si pensara en un nombre, como si ya fuera a decirlo. No dije nada y ella exclamó “qué pena con las monjas, cómo cuidan a esas muchachas, qué dirá la hermana superiora: que el hijo mío es un pervertido”.

Durante varios días fue lo mismo. Entre bebidas y coladas, y paños de agua tibia con alcohol y otras cosas, mi mamá me convenció de ser un gran pecador. Su advertencia fue siempre que en cuanto pudiera levantarme, ella misma me llevaría a confesarme, echarme la bendición con agua bendita en la iglesia y alejar a satanás, que me había hecho pecar; el castigo de Dios era haberme caído de ese techo para que aprendiera, dijo. Estaba visto que ella ignoraba que el verdadero castigo eran sus cuidados, sus bebidas y sus coladas, pero sobre todo la repetición de lo mismo con cada entrada y cada salida de mi cuarto. Mi papá no volvió a verme durante la semana que estuve bajo los cuidados de ella. Su ausencia fue mi primer alivio.

El segundo fue la tranquilidad de saber que mi mamá no escucharía mi confesión. El padre Salazar me dijo que masturbarse no era pecado pero que era preferible evitarlo, por higiene, porque seguramente yo mantenía las manos muy sucias, y que lo mejor, cuando me acosaran los pensamientos y las ganas, era ir al sanitario, pues el deseo se aplacaba con el simple hecho de orinar. Dijo que también servía bañarse con agua fría.

Y eso mismo decía mi director espiritual en el seminario, luego de oír la historia que no le conté al confesor en la iglesia del pueblo; su atención era tal que parecía querer ser él quien viviera lo que oía.

―¿Cómo era? ―preguntó con el deseo que anhela oír los detalles que no pude darle con mis palabras difíciles.

―Como en una película para mayores a la que uno entra colado, padre ―le dije, y le conté que alguna noche me entré al teatro del pueblo sin pagar y sin saber qué película estaban presentando, lo hice solo por el placer de aprovechar la oportunidad que tuve de entrar sin que el hombre que recibía las boletas, me viera. Era una película para mayores de veintiuno y lo que vi en la pantalla me sometió al insomnio: de frente, plano entero, desnuda toda, una mujer caminaba hacia quien ya la devoraba sin tocarla. Su pubis afeitado me paralizó los ojos; salí del teatro corriendo, acosado por la certeza de haber cometido el sacrilegio de ver.

En el pueblo, le conté, me subía al entejado de un colegio de mujeres manejado por monjas capuchinas. Yo tenía mis mañas para treparme al techo y para entrar a ciertos lugares del colegio sin que me vieran. Lo hacía con el corazón a punto de salir corriendo y el propósito no era otro que poder verla. Era todavía muy joven, ojos negros y tan blanca que parecía intocable. Cuando la veía el corazón casi me delataba, pese a que ella no sabía que yo, escondido y sudando, la estaba mirando amenazado, acosado y empujado por el poder del pecado.

Un domingo por la tarde mi mamá me llevó a La María para hacerle la visita a la madre superiora; eran amigas gracias a mi papá, que a veces les prestaba servicios de transporte de cosas pesadas, materiales de construcción y víveres. Mientras conversaban fui a caminar por los pasillos y la vi; estaba en la puerta de una especie de oficina.

Me hizo señas con la mano para que fuera adonde ella.

Me tomó de la mano y entramos al salón. De tanto desear estar junto a ella, yo tenía pánico. Sacó de un frasco unos bombones, se sentó en una silla frente a mí, y sus ojos y los míos estaban de pronto mirándose como si apenas descubrieran la facultad de mirar. Me tomó la mano de nuevo y me puso dos bombones en ella. Sus manos ―las sentí como si, de tanto desearlas, algo en ellas me quemara― no se separaron de la mía durante un minuto o dos que me pareció que no terminarían nunca; tenía pavor a que alguien entrara.

―¿Te gustan?

Mirándole la boca dije sí con la cabeza y ella sonrió, como si quisiera llevarme a ella. Yo pensaba en sus manos y en su boca, no en los bombones.

Tuve la cobardía del pánico al sacrilegio.

―Tienes ojos muy bellos, grandes ―me dijo.

Sus precauciones para no ser vista ni escuchada mientras estábamos solos me estremecieron. Algo del fuego que yo anhelaba encender en ella creía estar viendo en el brillo de sus ojos mirándome.

Antes de pararse de la silla me cogió la cara con sus manos y me dio un beso en la mejilla bastante cerca de la boca, y yo sentí ese aliento perfumado que no he encontrado jamás en ninguna boca, en ningunas manos, en ningunas palabras. Cuando un placer ocurre por primera vez, uno lo convierte en búsqueda eterna. Me miró como si dijera que quisiera darme mucho más que esos bombones y ese beso. Tal vez no fue así, pero era lo que mi deseo quería ver, lo que quería que ocurriera, lo que en el deseo estaba ocurriendo.

Y lo que pensé cayó sobre mí con todo el peso del pecado mortal y de una imaginaria tempestad de fuetazos descargados por mi mamá y mi papá, juntos, el uno tras el otro.

Se paró de la silla y de la mano fue conmigo a donde estaban mi mamá y la superiora, que nos miró como si intentara retener la imagen que veía. Nos despedimos ―bueno, mi mamá se despidió― y cuando salíamos por la puerta principal, la vi mirarme. Ella no sabría nunca ―eso creí― que yo estaría en peligro de morir por estar mirándola desde el entejado de su cuarto con el anhelo demente de verla sin tanta ropa.

Estaba siempre vestida con ese traperío oscuro para arruinar toda tentación de afuera y de adentro, pero a mí me parecía que se veía hermosa aun con esa ropa que mi mamá siempre llamó “hábito”. Mi mamá decía que las monjas hacían un ritual para cortarse el pelo y dejar sus ropas y sus nombres como símbolo de renuncia al mundo, y que por eso se ponían hábitos y se llamaban con otros nombres. Tal vez por eso, cuando vi a la hermana Antolina desde el entejado con su pelo negro y libre, instantes antes de esa desnudez que me atragantó, tuve la sensación de estar cometiendo mi pecado y provocando el de ella, y de que estaba, creo, profanando una intimidad no sé si de dios o del diablo...

Me miran; nadie dice nada. Ahora es Raúl el que tiene una sombra escondida en los ojos. Wilson, con una palidez repentina como si sufriera un mareo, se levanta y se va sin antes hablar algo, sin un gesto de despedida. Adentro de mí algo se despeña, por algo que no sé, y porque la promesa que todos hicimos fue la de comentar lo que contáramos, para ayudarnos, para cancelar fantasmas.

―La hermana Antolina era hermana de Wilson ―dice después de una larga pausa, Raúl.

―¿Era?...

―Marta Ligia, ese era su nombre. Murió joven, de un derrame cerebral... No sé por qué no lo sabés, el escándalo la hundió en una melancolía sin remedio... El hombre sabe cosas que vos no contás en lo que leíste ―prosigue Raúl, queriendo explicar la actitud de Wilson.

Algo parecido a un huracán me golpea por dentro.

―¿Por qué no impediste que siguiera leyendo cuando te diste cuenta?, pudiste haberme dado alguna señal, una mirada, cualquier cosa ―lo miré, suplicante, como si aún pudiera hacerse algo.

―El falso nombre de ella lo dijiste al final, cuando ya no había nada que hacer, hermano.

Sentí que un hueco en la tierra se abría bajo mis pies, y que me hundía, pero no desaparecía.

―Lo único que Wilson no sabía era quién era el muchacho, ni lo sabría porque fue el secreto que ella se llevó a la tumba, y justo el desconocido aparece sin ser buscado y le revela partes de la historia que tal vez hubiera querido no saber... Sin embargo no contás ―y él lo sabe― que ella, tal vez como premio a tu ridículo heroísmo de subirte a su entejado para gatiarla ―esa parte no la sabía, no la sabíamos―, se las arregló para que una noche amanecieras en su habitación... en su cama... en ella.

Pecados originales

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