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ОглавлениеLa tía Nidia
—¡La puta se va de la casa o me voy yo! —gritó el tío Carlos con tanta fuerza que la casa pareció estremecerse.
Me levanto en la oscuridad y abro la puerta, oigo otras puertas abrirse y a la abuela Nita llorar diciendo Jesús tres veces santo, mirá como la volviste, desgraciado. Pasos descalzos caminan hacia la sala y yo salgo del cuarto donde duermo para ver qué está pasando. La tía Nidia está acurrucada en el suelo del zaguán contra la puerta de la calle, llorando, los zapatos tirados a un lado, la blusa desguazada, los otros dos tíos parados en la sala mirando como idiotas, la abuela diciéndole al tío Carlos que si siguen tratando tan mal a la tía Nidia, me les voy a largar pa’la mierda.
En el reloj de la sala son las dos y cinco de la mañana. El tío Carlos le alega a la abuela Nita que se tapa la cara con las manos y llora. Sus dedos parecen arrugarse más años.
―¡Alcahueta que sos, mamá! ―grita el tío. ―¡Vea todo lo que pasa en la casa con esa perra, esto se tiene que acabar porque ya no soportamos más a esta haciendo lo que le da la gana, mire a las horas que llega, todos los hombres de la casa acostados y ella en la calle putiando, maldita sea!
Da miedo el furor en la cara enrojecida del tío Carlos. Grita como si creyera que nadie lo oye, la vena gorda del cuello se le hincha como si fuera a reventar, se atraganta con las palabras, se mueve por la casa como si no supiera dónde está...
―¡Y ustedes, ¿qué putas hacen ahí parados como unos majaderos?!
Nadie habla. La abuela Nita se encierra a llorar. Todos volvemos a la cama. La tía Nidia se queda tirada en el zaguán, llorando, moqueando, limpiándose con las mangas de la blusa rota las lágrimas.
Asustado y ya sin sueño, encerrado en el cuarto donde duermo cuando me quedo en la casa de la abuela Nita, pienso que la tía Nidia siempre hará enojar a los tíos y los escándalos no terminarán porque ya no está el abuelo que era el que ponía orden en la casa. Él entraba y con él la paz, aunque llegara borracho; nadie le discutía porque todos le tenían respeto, o miedo, y miedo le tenía yo a esa paz porque el abuelo no reía. Cuando lo mataron mi papá decía llorando que en la casa de la abuela todo iba a cambiar porque la tía Nidia es muy llevada de su parecer y el tío Carlos un descarado que quiere mandar sobre todos sin siquiera ser el mayor.
La tía Nidia llega tarde en las noches de los fines de semana y a veces en semana; le gusta estar en la calle con amigos, en heladerías o tabernas, y muchas veces se queda en casas de amigas casi hasta el amanecer. No volvió al colegio desde cuando la echaron porque no obedecía, se salía de clases, no hacía las tareas que ponían los profesores. Mi mamá dice que es una desconsiderada porque la oyó quejarse de que había nacido en la familia equivocada. Casi todos los tíos le pegan, la insultan, y el tío Carlos siempre amenaza con irse de la casa si ella no se larga, pero nunca lo hace, y ella sigue llegando tarde y todos piensan que anda acostándose con cuanto bulto encuentra, como dice el tío Carlos. Por eso le grita lo peor, aun delante de la abuela.
Todo Santa María sabe lo que sos, le había dicho hacía pocas noches. Había llegado borracho a buscarle problema a la tía Nidia.
A mi papá no le gusta meterse en los asuntos de su casa. Visita a la abuela y habla largo con ella, y la abuela parece quedar siempre más tranquila cuando habla con él. Pobrecita Nidia, dice a veces mi papá cuando habla de esto con mi mamá. Pero aquí, donde la abuela, no dice lo que piensa, y por eso tiene problemas con el tío Carlos.
A su papá le faltan güevas, me dijo una vez el tío, burlándose.
Yo creo que ella no hace nada de lo que los tíos y la abuela creen; la oí la otra vez conversando con una vecina. Renegando porque mis tíos la maltratan, le dijo que todo se lo imaginan y por eso le pegan. Era sábado, como a las cuatro de la tarde; yo estaba aquí en la casa de la abuela Nita y ella no sabía, creía que no había nadie porque la abuela estaba en misa y los tíos en la calle. Cuando entró con la vecina, me escondí. Llegaron hasta la cocina y ahí se sentaron a hacer café y a conversar, y yo oí cuando la tía Nidia le preguntó que qué se sentía haciendo el amor. La vecina soltó la carcajada.
Le dijo que no podía creer que le estuviera preguntando eso si todo el mundo imaginaba que ella, tan gustadora, debía haber conocido hacía mucho tiempo, y primero que muchas, los ahogos del amor. La tía Nidia le dijo que no, que todos pensaban lo que no era, que a ella siempre le había dado miedo, pero que le encantaba ver que la miraran y la desearan; se sentía feliz de que le miraran las piernas y se murieran de ganas de comerme. Se rieron como si fuera un chiste. Contó, con un tono bajito y malicioso como si tuviera miedo de que la oyeran, que cuando estaba sola, en su cama o en el baño, se tocaba todo el cuerpo pensando en las miradas de los hombres, y de algunas mujeres. Yo me asusté, y más porque después dijo que hasta el tío Carlos... ese malparido de mierda me ha mirado con ganas; no respeta ni a la hermana. Una vez lo descubrí esculcando donde yo guardo los calzones; él no se dio cuenta pero yo lo vi, y no dije nada para no meterme en problemas.
La vecina dijo ¡pervertido!, y volvió a reírse. La tía Nidia le explicó que le preguntaba lo del sexo porque me dan ganas de hacerlo para que estos güevones me peguen por algo cierto... no faltará con quién acostarse... La vecina no dijo nada. Hubo un silencio muy largo. Una silla fue movida hacia la otra, algo cayó al piso de la cocina. Una curiosidad caliente empezó a crecerme entre la ropa. Los sonidos sin palabras hacían que imaginara lo que estaba pasando. Sudaba.
Por lo que vi en el reloj, hace rato es domingo. Me quedé a amanecer en la casa de la abuela Nita porque después de hacerle varios mandados me dijo que comiera aquí y que me quedara a dormir. Pero en este momento no tengo sueño pensando en la tía Nidia sola en el zaguán, al oscuro, llorando.
Le vi una tristeza muy grande en los ojos, no soy capaz de aguantarme y me levanto para ir a acompañarla, aunque tengo mucho miedo de un grito del tío Carlos en la oscuridad. Hago todo lo posible para no hacer ruido y llego hasta el zaguán, le hago señas con el dedo en los labios para que no haga bulla. Ella me mira como si no creyera que soy yo que estoy aquí estirándole la mano. Al fin se levanta y va conmigo hasta su cuarto. No huele a licor, solo a perfume y a lágrimas. Me da un beso en la cara y se acuesta con la ropa.
Pero cuando ya estoy cerrando la puerta de su cuarto me llama y yo vuelvo, me dice que me acueste con ella y me jala del brazo. Siento deseo y miedo, y un escalofrío como si algo se me entrara al cuerpo. Me jala con más fuerza, me dejo llevar, me acuesto bocarriba en su cama; quedo paralizado, con la mirada oscura en el cielo raso. La tía Nidia pasa su brazo por encima de mí y me lleva hacia ella, hacia su cara, su boca; su pierna derecha se monta sobre las mías, tiesas. Siento su perfume confundido con el olor de las lágrimas cuando se secan. Su respiración me hace cosquillas en el oído.
Con los ojos cerrados la veo igualita a como estaba una tarde de esta semana que me la encontré abajo de las escalas del atrio. Dijo que iba para misa y a mí me pareció raro que fuera a entrar a la iglesia con esa ropa tan indecente. Si el párroco la veía la sacaría de la iglesia, o le haría pasar una vergüenza muy grande delante de todos allá adentro. A ella no le importaba, siempre era así. Esa tarde se había puesto la minifalda más ancha que tenía, blanca con círculos morados. Los ojos de todos estaban en las piernas de la tía Nidia y a mí me parecía que las miradas rodaban y subían, imaginando, como me pasaba a mí. Antes de subir las escalas del atrio me pidió que me quedara abajo para mirarla, para ver si estaba bonita, y cuando ya había subido varios escalones se subió más la falda y alcancé a ver su pantaloncito blanco. Me miró como si comprobara que yo estaba sufriendo, y como si supiera que muchas veces había esculcado, como el tío Carlos, el cajoncito de sus calzones... No sé para qué hacía eso el tío Carlos ―eso no lo hablaron ella y la vecina―, pero yo lo hacía para olerlos. Pensé que, de saberse, hasta me echarían del pueblo por pecador.
No pasó nada porque el párroco no la vio.
Sigo con los ojos cerrados sintiendo la respiración de la tía Nidia como si me quemara la cara. Tengo miedo de que la abuela se levante y venga a revisar a ver si la tía Nidia ya se acostó. Ella, la abuela Nita, cuando le da por abrazarme delante de otras personas, repite que me quiere mucho porque él es mi primer nietecito. Después de cumplir los doce años, mi abuela empezó a llamarme para que yo le hiciera mandados, pues ella ya no tiene a quién pedirle esos favores y yo ya estoy muy grande, dice, y mi papá se siente en la obligación de mandarme a hacerle mandados a la abuela. Para acabar de ajustar, mi mamá a cada rato repite que Nita se mantiene muy sola sin nadie que le ayude y esos hermanos de su papá no sirven para nada.
La tía Nidia me lleva once años. Es la menor de los catorce hijos que tuvieron los padres de mi papá. Cuando se casaron, cuentan, el abuelo Darío tenía veinticinco años y la abuela Nita, quince, y dizque la primera noche ella casi se va de la casa porque creyó que se había casado con un puerco. La bisabuela tuvo que ir a explicarle que la bendición del cura hace que el amor no sea pecado.
Desde cuando mataron al abuelo, la abuela Nita se volvió alegona. Parece una solterona, dice a cada rato mi mamá. Todo le parece pecado y fue ella la que alborotó la rabia de todos los tíos contra la tía Nidia porque sale a la calle, porque tiene muchos amigos que no se sabe quiénes son, porque la llaman, porque usa ropa atrevida, porque no hace caso, porque todos los hombres de Santa María quieren ser el novio de la tía Nidia. Y, sobre todo, porque el párroco se le quejó de la ropa inmoral con que viene a misa su hija, misiá Enedinita. Cuando el cura puso esa queja, la abuela alegó durante una semana, tal vez más.
La tía Nidia retira el brazo y se levanta de la cama. Abro los ojos y la veo quitarse la ropa, se queda apenas con el pantaloncito, de color oscuro; contra la luz pobre de la calle que entra por la ventana la veo, veo las puntas de los senos como si buscaran en la oscuridad, como un cuadro de artista. Regresa a la cama y me abraza otra vez, me quita la pantaloneta con que duermo en casa de la abuela y pone su mano en mi rodilla y la sube despacio hasta donde estoy más caliente. No digo nada, no hago nada, siento su mano que se llena de lo que no tarda en crecer e hincharse. Me quita la camiseta y me besa el cuello y la boca y me parece que estoy ardiendo, siento su seno en mi hombro me volteo hacia ella beso esos senos calientes, coge mi mano y la lleva a sus muslos y de pronto mis manos no necesitan ayuda, la toco, la beso en todas partes y la tía Nidia respira rápido como hirviendo, hasta creo que le está doliendo.
Oímos un ruido y me tiro al suelo para esconderme debajo de la cama. Estoy empapado de sudor y del sabor de la tía Nidia, y me doy cuenta de que el ruido vino de la calle. Cojo la ropa del suelo, salgo del cuarto de la tía Nidia, llego al mío, tiemblo. Respiro como si me estuviera ahogando y con tanto miedo que me parece que todos saben, que todos vieron, que la abuela miró todo desde algún rincón, desde alguna puerta, desde su rabia condenatoria a punto de ser pronunciada.
Creo de nuevo verla, vestida solo con el pantaloncito, regresando a la cama, convertida en la única luz del cuarto... Pienso que tocándola y besándola toqué y besé a todas las mujeres... Me da escalofrío imaginar que la abuela y el tío Carlos se enteren de que a la tía Nidia le gustan las mujeres y los hombres... Me sobrecoge el pavor ante la posibilidad de ser, hasta ahora, el único hombre...
Siento encima la fuerza del pecado dominándome... Pero lo que me domina es la delicia de dejarme dominar... El pecado nos une para siempre a la tía Nidia y a mí... Estoy en pecado... Siento el calor de no querer aceptar que sea pecado esa alegría, misteriosa, perfumada, en todo el cuerpo... Estoy en la oscuridad, no puedo entender...
Es eterno lo que falta para amanecer, ha pasado mucho rato y no puedo dormirme, no podré, mi cobija cae al suelo y oigo unos pies descalzos acercarse. Quien camina abre mi puerta y entra, la cierra, descarga algo en el suelo, se sienta al borde de mi cama. La tía Nidia está vestida y trae los zapatos en la mano, los pone sobre la cama, me acaricia la cara, el pecho, el estómago, me estrecha contra ella, me besa la frente, los ojos, la boca; me hace incorporarme, me abraza, nos abrazamos en abrazo de brasas, secretos en la oscuridad del cuarto, de toda la casa...
―Me voy ―dice la tía Nidia.
―No le digás a nadie que te dije ―respira en mi oído la tía Nidia.
―Me voy lejos con unas amigas... todo está listo... me están esperando ―me abraza más fuerte, me besa la tía Nidia.
―Un día volveremos a vernos ―lloran en mi cara las lágrimas de la tía Nidia.
―Te quiero ―se separa de mí la tía Nidia, coge sus zapatos, se levanta, recoge del suelo su tula liviana, me mira desde la oscuridad junto a la puerta, sale, cierra, siento sus pasos descalzos alejarse.
Oigo la puerta de la calle abriendo cerrando... imagino sus pies sobre la acera, alargando con cada paso la distancia, dejando tras ella la raya invisible de la soledad... El sonido de la puerta duele adentro, ignoro que solo yo lo oí; tengo encima doliendo el pecado con la tía Nidia porque soy el único de la familia que lo sabe... No sé si lo sé... no quisiera saberlo... que soy el único de la familia que la vio por última vez.
Lloro. El llanto me duele en la garganta. Me duele porque es miedo, y pecado, y celos de lo que no sé que sucederá en las noches de la tía Nidia.