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Hablar de amor

«No es para quedarnos en casa que hacemos una casa

no es para quedarnos en el amor que amamos

y no morimos para morir

tenemos sed y paciencias de animal.”

Costumbres. Juan Gelman

«El amor es eterno, mientras dura.»

Jorge Luis Borges

El juego de una pasión

Lacan nos ha dicho que “lo único que hacemos en el discurso analítico es hablar de amor”. (1) Incluso sostiene que se trata del eje mismo de todo lo instituido por la experiencia analítica, ya que el amor entra en el dispositivo de la mano de la transferencia.

En el Seminario “El deseo y su interpretación”, (2) Lacan sostiene que todas las pasiones, al ser la alienación del deseo en un objeto, están en el mismo plano. Subrayó tres pasiones: el amor, el odio y la ignorancia. El amor es la que más da que hablar; pero, por otra parte, también nos aclara que es imposible decir algo sensato sobre el amor y llega a afirmar que cuando uno comienza a hablar sobre el amor desciende a la imbecilidad.

Si nos detenemos en la etimología de la palabra pasión, que deriva del latín passio, de pati: sufrir, en griego phatos, vemos que está muy ligada al padecimiento. Antiguamente, la pasión era pensada como una afección que alguien sufre por el accionar de otro; podía tratarse de algo del orden del sufrimiento debido, por ejemplo, al desprecio, como Eco que rechazada por Narciso decide suicidarse. Para Aristóteles (3) pasión y acción eran términos opuestos. La pasión remitía a la pasividad, a la receptividad; por ejemplo, el “estar griposo” era pensado como una pasión. Pero ya en la antigüedad también se vinculaba la pasión a emociones violentas. Solemos, entonces, ligar la cuestión a una emoción extrema, una reacción afectiva sumamente intensa. Es muy difícil pensarla a partir de lo que sería un grado. Hay gente que vive las cosas más intensamente que otras, pero a veces, como lo señaló Nietzche, lo que cuenta no es tanto la intensidad como la duración de un sentimiento. (4)

Acostumbramos oponer razón a pasión; para Freud la última llevaba las de ganar. Se piensa que la racionalidad humana debe triunfar por sobre las pasiones. Freud vio en esto un ideal sin posibilidad de sostenerse por demasiado tiempo, como suele ocurrir con los ideales.

En el Tratado de las pasiones del alma de Descartes, (5) las pasiones no se consideran ni buenas ni malas; de lo que se trata es de evitar los excesos. Regular la intensidad siempre es una preocupación del discurso amo, poner freno, siguiendo la expresión de Hamlet, al “torbellino de las pasiones”. Si bien el analista está para que el sujeto dé cuenta del juego de las pasiones, que no las reglamente como el amo, tampoco participa de las pasiones del sujeto; a esto se lo llamó “neutralidad analítica”. Para Rousseau: “Todas las pasiones son buenas cuando uno es el dueño, y todas son malas cuando nos esclavizan”. Nuevamente, la idea de que se pueden domesticar las pasiones, de que uno es dueño y esclavo de sus pasiones. Moliére se mostraba más esclarecido cuando decía que “No es precisamente la razón la que dicta sus normas al amor”.

Cuando intentamos desentrañar la cuestión del amor desde la experiencia psicoanalítica, la pasión se vuelve, como suele ocurrir, sumamente paradójica. Tenemos una salida y es procurar establecer una lógica, tarea que ya realizó Jacques Alain-Miller en su libro sobre las conferencias sobre Lógicas de la vida amorosa. (6) Quizás una forma de establecer cierta lógica sería pensar la cuestión a partir de los registros.

En “Introducción del narcisismo” (7) Freud realiza la distinción entre amor narcisista y amor anaclítico. Conocen el mito de Narciso; Narciso enamorado de su propia imagen, el amor narcisista que sería un amor imaginario, un amor a lo mismo. El amor anaclítico no tiene que ver con ese otro semejante de uno, con ese otro que mira nuestro propio yo en el espejo, como Narciso se refleja en el lago, tiene que ver con un otro que se ubica en otra dimensión, un Otro del cual se depende. Ese Otro tiene dos caras; una que se evidencia en el desamparo, que se refiere a un Otro que tiene, que puede satisfacer la necesidad, un Otro que supuestamente completa, que da lo que tiene. Y está el Otro de la dependencia de amor, que es el Otro que no tiene, privado de lo que da. El amor, entonces, tendría dos caras: la del Otro que tiene, y la del Otro que no tiene. Esto estaría simbolizado en el mito de Eros; sus padres son Poros y Penia, el que tiene recursos, el rico, y ella que no tiene. La falta en el Otro, la castración resulta esencial a la hora del amor. De acuerdo a como uno se relacione con la falta en el Otro

le va a ir a la hora de amar.

Hay toda una dimensión del amor freudiano que nos remite a la repetición. El sujeto encarcelado por su Edipo se limita a repetir, lo que resulta habitual en la clínica, particularmente cuando llega un obsesivo preocupado por su impotencia.

Lacan planteó un amor por fuera del amor edípico, un amor que contemple esa falta. Habló de “un nuevo amor”, del amor ya no como repetición sino como invención. Podríamos resumir el trayecto de un análisis en ese ir de un amor como repetición a un amor como invención. Inventar no significa un borramiento de lo anterior; la cuestión se transforma, no desaparece y por eso el amor se nos presenta como paradójico.

Otra de las paradojas: el amor no es sin el odio. Freud habló de ambivalencia; Lacan prefirió el término odioenamoramiento. Hay que tener en cuenta que uno va de la mano del otro, que no son extirpables. Cátulo afirmaba: “Odio y amo. Acaso preguntarás por qué obro así. No lo sé; pero siento que ello es así y eso mismo me atormenta”.

El amor, para Lacan, no puede pensarse como un ideal del tratamiento, como muchos analistas postfreudianos lo han planteado. Hacer del amor en tanto imaginario una posible solución lleva invariablemente a un laberinto sin salida. La ilusión del amor es la más grande de las trampas. Es en esa dimensión que se juega la reciprocidad. “Amor con amor se paga”, dice un refrán. Séneca daba la solución a quien quiera ser amado; decía: “Si quieres ser amado, ama”. Vemos, así, la reciprocidad y lo profundamente ilusorio que se juega en esta dimensión del amor. Lacan presentaba la cuestión de la reciprocidad de una manera más sensata: “amar es, esencialmente, desear ser amado”. No sostiene, como Séneca, que el otro te va a amar, pero es importante subrayar esta ilusión del amor.

La ilusión fundamental que se juega es la ilusión de fusión con el amado, el hacer de dos uno. Podemos verlo en el mito del andrógino, esa búsqueda de la completud que se simboliza en esa medalla que es un corazón partido que suelen compartir los enamorados cuando están juntos. Esta ilusión de completud recorre toda la historia de occidente y también de oriente, como por ejemplo el dibujo del yin y el yan, esa esfera con lo masculino y lo femenino que no sólo encastran perfectamente, sino que uno tiene una parte del otro.

La idea es que las cosas son diametralmente opuestas, no habría posibilidad alguna de hacer uno de dos, esto sería desconocer la falta. No habría posibilidad de establecer una proporción sexual. Puede resultar romántico pensarlo, pero los dos sexos no se complementan. Todos los problemas cuando dos personas se encuentran parten de pensar de que uno puede completar al otro y viceversa. No es que esta ilusión no exista; por el contrario, esta es la función de velo del amor, sólo que cuanto más se pretenda esto,

peor van a ir las cosas, la dimensión de padecimiento no tardará en aparecer.

En el Seminario 11 (8) Lacan dice que el amor es esencialmente engañoso cuando se juega como un espejismo imaginario. Al estar dadas estas condiciones, el amor puede desconocer el deseo del sujeto. Amor y deseo pueden encontrarse en las antípodas. No sólo eso, el amor puede matar al deseo, ya que al plantear una unidad procura anular las diferencias que hacen que el deseo se produzca. En ese sentido, un análisis permitiría un amor algo menos tonto. Uno no deja de ver espejismos, sólo que sabe que no va a calmar su sed en ese oasis. Además, queda la cuestión de la invención. En ese sentido, existe la posibilidad de un amor que contemple la falta, que no pretenda colmarla, velarla, que se articule al deseo en lugar de ignorarlo y procurar aplastarlo. “El amor es ciego”, se dice, y es verdad; pero el psicoanálisis es capaz de articular en la transferencia el amor al saber: “A aquel a quien supongo el saber lo amo”. (9)

Más allá de la cuestión transferencial, si no queremos hablar del amor como algo solamente engañoso, que lo es, debemos hablar de un amor que no se juegue, al menos solamente –toda divisoria puede resultar arbitraria– en el terreno del narcisismo.

Dar lo que no se tiene

En esta definición lacaniana del amor vemos la función del engaño. La eficacia del amor se produce en el hecho de que es un engaño recíproco. La reciprocidad de la cual hablamos antes incluye esta cuestión de señuelo y engaño.

Hay un ejemplo que extraje de un seminario de Juan Carlos Indart (10) que dictó hace muchos años en SABA; allí citó un cortometraje francés que tenía un argumento presente en un antiguo cuento hindú. Aquella historia que había mencionado, se encuentra también en un cuento de O’Henry; en ella se juega una dimensión del amor cercana a la que permitiría un análisis. Indart planteaba tres definiciones posibles del amor en cuanto al dar:

“Dar lo que se tiene”. Es lo más sencillo, dar lo que se tiene resulta accesible, puede ser generoso, altruismo puro. Conlleva una dimensión ligada al narcisismo, imaginaria, puede incluso mostrar un ribete agresivo. Imaginen la caricatura de alguien que tiene mucho a alguien que no tiene nada, arrojándole una limosna, consiguiendo que su narcisismo se encuentre satisfecho.

“No dar lo que no se tiene”. Resulta más fácil aun. El avaro, el tacaño se siente cómodo allí, es la contrapartida del anterior. Un ejemplo puede ser un obsesivo que se justifica afirmando lo malo que es darle limosnas a los pobres.

“Dar lo que no se tiene”. Podemos considerarla en un registro imaginario, engañoso, como lo hemos trabajado. Sin embargo, acepten el desafío de dar lo que no tienen. ¿Cómo darlo? Es una fórmula que plantea en su construcción misma algo del orden de lo imposible. Si lo podemos leer desde otra perspectiva, podemos situar quizás un amor que contemple la transmisión de la falta, de esa imposibilidad de contemplar al Otro, de percatarse de lo ilusorio que une a los amantes y, sin embargo, encontrar cierta satisfacción allí. Transmitir la imposibilidad.

El cuento de O Henry, está incluido en dos antologías estupendas: Cuentos Memorables (11) de Jorge Luis Borges, y Viajes a los mundos imaginarios de Ernesto Sábato, (12) donde se titula “El regalo de los Reyes Magos”. Borges, en cambio, prefirió llamarlo “Los regalos perfectos”. En el título podemos leer su genial ironía. Uno puede preguntarse de entrada cual es el regalo perfecto que uno puede a regalarle a quien ama. Los analistas rechazaríamos, antes de plantearnos algo, la cuestión de la supuesta perfección allí jugada. Sin embargo, antes de hacerlo, es necesario tener presente la historia que se entreteje magistralmente hasta su desenlace.

Delia y Jim se amaban. Eran pobres. Sin embargo, como dice el refrán, ponían en juego el “contigo pan y cebolla”. Eran vísperas de Navidad y sentían la necesidad de hacerse un regalo.

Indart tenía una versión mejorada, situaba su historia antes del día del aniversario. Así acentuaba la diferenta entre los sexos. La mujer esperando que el hombre recuerde esa fecha y el hombre, que si no se la recuerdan, se encuentra en un serio problema. Las mujeres más inteligentes le avisan al marido una semana antes que va a ser el aniversario, como lo hace mi esposa. Las más histéricas se quedarían calladas para quejarse después de que el hombre se ha olvidado, así mantienen su goce de la privación.

Pero volamos a nuestra pareja; para evitar estos inconvenientes O’ Henry situó su historia en vísperas de Navidad, fecha de la que nadie se olvidaría. Delia y Jim atesoraban dos cosas de valor: él un objeto, un reloj de oro heredado su padre que colgaba de una vieja tira de cuero; ella, algo que formaba parte de su cuerpo: una cabellera que relucía fálicamente. Pero estaba dispuesta a perderla por él; de hecho se la hizo cortar para venderla y así buscar el regalo perfecto para él: una cadena de platino digna para el reloj de su amado. Entusiasmada llega a su casa con el cuidado de enrular lo que le quedaba de pelo. “Si Jim no me mata me dirá que me parezco a una corista”, pensó.

Él llegó del frío, con su sobretodo raído y sin guantes, y al entrar la vio a ella sin su cabellera. O’ Henry describe lo que él no sentía haciendo una lectura de su expresión: no había ira, ni sorpresa, ni desaprobación, ni horror, cosas que ella hubiera podido imaginar. Lo abraza, sin saber qué siente él y lo tranquiliza, no hubiera podido dejar pasar la navidad sin hacerle un regalo y el pelo ya crecerá. Él le pregunta, estúpidamente, como corresponde a un hombre que recibe semejante sorpresa: “¿Te cortaste el pelo?”. Ella le confirma la sospecha: lo cortó para venderlo. Él persiste en su estupidez, mira para todos lados y le pregunta “¿Tu cabello se ha ido?”. Ella le insiste que no lo busque, que es cosa del pasado. Cuando logra salir del aturdimiento, Jim saca un paquete de su sobretodo maltrecho y arrojándolo sobre la mesa procura explicar su estado de estupidez transitoria, no tiene que ver con que a él no le guste el nuevo peinado de Delia. Al abrir el paquete ella tiene un pequeño ataque histérico, porque el regalo de Jim eran unas hermosas peinetas de carey que ella no se había cansado de admirar en la vidriera de un negocio. Eran caras y no tenía perspectivas de tenerlas por más que las había deseado intensamente; sin embargo, eran suyas pero ya no había cabello en el que lucirlas. Lanza otro gritito histérico cuando recuerda el regalo que ella le compró a Jim, le entrega la cadena y le pide el reloj para que la pueda lucir. Jim, de nuevo sonriendo estúpidamente, le pide que dejen de lado los regalos. Imaginarán el cierre. Él vendió el reloj para comparar las peinetas

Uno sacrificó lo más importante que tenía para el otro. O’ Henry concluye que, de todos los amantes, los que son como ellos haciéndose regalos, son los más sabios. Pero ¿por qué afirmar esto? En esta historia se juega el espejismo narcisista de procurar completar al Otro, pero cuando ese intento choca contra su imposibilidad misma, mostrando el fracaso de la cara imaginaria del amor, hay algo de la falta, de la imposibilidad de completar al Otro, que logra transmitirse. Ahí ya no estamos en lo imaginario que procura poner un velo, en esa dimensión engañosa del amor. Esta es la metamorfosis que el psicoanálisis obra en el campo del amor. Hacer del dar lo que no se tiene algo que posibilite la transmisión de su imposibilidad.

Si el amor de Delia y Jim se hubiera sostenido sólo en el campo de lo imaginario la historia hubiera terminado mal. Ella le hubiera gritado “Estúpido, cómo pudiste vender ese reloj, vago, andá a trabajar”; él le hubiera dicho muy agresivamente “Loca, cómo pudiste cortarte el pelo, si era lo único lindo que tenías, por qué no vendiste a tu madre”… y hubieran entrado en el callejón sin salida de lo imaginario. Por mucho menos que esto así terminan enredándose muchas parejas. No es así en la historia, ni en diferentes recreaciones fílmicas que he tenido oportunidad de ver, una versión francesa, otra argentina. Hacia el final del intento fallido luego de la estupidez masculina, de los llantos histéricos de la mujer, hay cierta dicha, cierto alivio incluso, algo se verificó a nivel del amor. Un análisis opera en el campo del amor en esta dirección. Lleva a los sujetos a saber que lo que los une no pasa por completar al Otro, sino más bien por trasmitir la falta que le da lugar al deseo de estar juntos.

En este ejemplo los protagonistas parten del intento de completar al otro, pero chocan con la imposibilidad, y el amor continúa, no entran en una tensión agresiva, no se insultan. Es difícil explicar el gesto del muchacho. Ella reacciona un poco más histéricamente, pero se aman, más allá de que uno quiera darle lo mejor de él al otro, y el amor continúa, podríamos decir, fortalecido a partir de lograr transmitir esa imposibilidad de completar al otro.

Bibliografía

Aristóteles. Categorías, Colihue, Buenos Aires, 1990. Borges, J. L., Cuentos Memorables, Buenos Aires, 1999.

Descartes, R., Tratado de las pasiones del alma, Obras Maestras del Milenio, España, Planeta De Agostini, 1995.

Freud, S., “Introducción al narcisismo”, Obras Completas, Vol. XIV, Amorrotu, Buenos Aires, 1996.

Indart, J. Problemas sobre el amor y el deseo del analista, Buenos Aires, Manantial., 1992.

Lacan, J. El seminario, libro 11, Los cuatro conceptos fundamentales del Psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1987.

—Seminario 6 “El deseo y su interpretación”, inédito.

—El seminario, libro 20, Aun, Paidós, Buenos Aires, 1990.

Miller, J.-A. Lógicas de la vida amorosa, Manantial, Buenos Aires, 1991. Nietzche, F. Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid, 1993.

Sábato, E., (selección) Viajes a los mundos imaginarios 2, Legasa, Buenos Aires, 1986.

1- Lacan, J., El seminario, libro 20, Aun, Paidós, Buenos Aires, 1990, pág.101.

2- Lacan, J. Seminario 6 “El deseo y su interpretación”, inédito.

3- Aristóteles. Categorías, Colihue, Buenos Aires, 1990.

4- Nietzche, F. Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid, 1993.

5- Descartes, R., Tratado de las pasiones del alma, Obras Maestras del Milenio, España, Planeta De Agostini, 1995.

6- Miller, J.-A. Lógicas de la vida amorosa, Manantial, Buenos Aires, 1991.

7- Freud, S., “Introducción al narcisismo”, Obras Completas, Vol. XIV, Amorrotu, Buenos Aires, 1996.

8- Lacan, J. El seminario, libro 11, Los cuatro conceptos fundamentales del Psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1987.

9- Lacan, J., El seminario, libro 20, Aun, op. cit, pág. 83.

10- Indart, J. Problemas sobre el amor y el deseo del analista, Buenos Aires, Manantial., 1992.

11- Borges, J. L., Cuentos memorables, Buenos Aires, 1999.

12- Sábato, E. (selección), Viajes a los mundos imaginarios 2, Legasa, Buenos Aires, 1986.

El amor es vacío

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