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PRÓLOGO

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A menudo pensamos que estamos solos. La soledad nos asusta y nos deprime. Hay mucha gente que se siente sola en este mundo nuestro aparentemente tan divertido y tan bullanguero. Pasamos gran parte de los días acompañados por los que nos rodean en la vida. Pero eso no llena. Hace sentir aún más la soledad personal.

«Yo me siento solo», te dices a ti mismo. Cuando las luces se apagan, cuando dejo de tener la mano de alguien sobre mi mano, «me siento solo». La inmensa soledad profunda e interior me amarga la vida. Me da miedo. Es como un túnel oscuro mi yo. Necesito algo o a alguien que me llene mi vacío. Ese vacío por dentro que no puede comprar compañía por dinero.

El ser humano toma conciencia de su fragilidad conforme avanzan los años. Un cierto resentimiento del tiempo perdido agudiza el deterioro de tu propia seguridad. Necesito algo. Necesito a alguien. Una serie de sustitutos se nos proponen en nuestra fantasía como solución a la soledad. La cosmética del cuerpo parece que tiene que ser seguida de la cosmética interior. Lamentablemente, este producto de boutique espiritual no se compra con dinero.

A lo largo del tiempo te vas dando cuenta de que es imposible sustituir el amor que dejó de existir y a la persona que dejó de amarte. La paranoia de los ídolos sustitutorios cae en cascada y se sucede como el desplome de un castillo de naipes. Un amor no sucede a otro. Un amor deja una huella imborrable que nunca se destruye. La herida no cicatriza sin marca. Están marcados nuestros sentimientos por la huella del amor perdido. Sus secuelas son la amargura.

¿Qué haces? Se pregunta tu yo interior. ¿Cómo poder construir en el vacío de la soledad? ¿Cómo dulcificar el lento acoso de la vida que pasa y no vuelve más?

La tentación es permanecer impasible, dar lugar a la depresión, pensar que solo queda morir. Y morir solo. Es lo más duro. Morir solo es un triste morir.

Cada vez que camino hacia Emaús miro alrededor para ver si alguien va conmigo. A distancia, pero no lejos, siempre hay otro que camina no sé en qué dirección. Desconozco su origen y destino. En cada etapa de la vida, alguien se incorpora imprevisiblemente y va contigo. Otra cosa es que tú no quieras mirar a los lados del camino. Porque parar no se puede. Andar es inevitable, que si no andas te andan y te empujan.

A veces mi soledad aislada es tal que no quiero mirar alrededor buscando la complacencia egoísta de mí mismo. Si lo hago, la voz, el gesto y la palabra de otro llaman mi atención. Se produce el primer atisbo de la compañía:

–¿Adónde vas? ¿Por qué caminas?

No tienes palabras. No hay respuesta. Ese compañero de viaje desconocido te sigue interpelando:

–Pero tú, ¿qué haces aquí en mi camino?

Cuando yo ya he decidido abrir el diálogo sin palabras, ya se había producido. Aún no le reconozco. Es difícil reconocer a alguien nuevo cuando te has pasado la vida dando de ti mismo más que recibiendo. En la vorágine de tus cosas, de tu mundo, era todo puro egocentrismo, puro yo. No había espacio para el tú. Por ahí empiezas a romper tu soledad, y con ello tus temores. Por ahí empieza a desaparecer el miedo al nuevo desconocido. Serán necesarias después horas de camino hasta reconocer quién es el que camina contigo.

En la posada de la edad adulta, cuando llega la hora de compartir el pan y el vino, entonces se te iluminarán los ojos y conocerás a un Dios diferente, a un Dios amigo. ¡Qué extraña revelación que se produce dentro cuando uno abre su corazón!

Mientras, he ido pensando en contarte todas estas cosas en muy diversas situaciones y lugares. Al escribirlas, como hojas de calendario en mi cuaderno, no sabía quién iba a ser el destinatario de mis reflexiones. Nunca he sabido quién me acompaña en el camino. Por fin me alegra hoy haberte conocido. Porque así he roto mi soledad y tú vas conmigo.


Cuaderno de Emaús

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