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ENTRE DOS BAHÍAS

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EL contraste no pudo ser más sugestivo. Al partir de la Habana, durante un vivo y cálido atardecer, el mar de seda de la bahía mezclaba a su azul, bruñido por la luz del crepúsculo, súbitos y variados matices. Se mecía una onda, y en su seno encendíase, por un instante, un guiñapo de escarlata desteñida. Venía brincando una ola de curvas elegantes, y su vidrioso contorno empenachábase de espuma sonrosada. Alrededor de los remolcadores temblaba una franja de cambiantes. Las barcas, al pasar, dejaban en la corriente una larga raya de colores, como si fueran soltando serpentinas en la corriente.

Y cuando el buque empezó a moverse, toda la ciudad, salpicada de chispas locas, se fué deshaciendo en una rosada penumbra. Las fachadas del Malecón, que parecían un suave dibujo en miniatura, se fundieron, poco a poco, y conforme iban estando más lejos, en una extensa mancha en la que sólo brillaban—latidos de claridad amarilla—puertas y ventanas. Después, en la franja obscura de la ribera, vimos, por mucho tiempo todavía, el índice negro del Morro, coronado por la movediza llama verde, que paseaba, en torno suyo, su ráfaga de tenue claridad. La bahía de la Habana acababa de despedirse del sol, deteniéndolo como una Julieta enamorada, y pidiéndole el último beso. Al mirarla, casi borrosa en la distancia, podría uno imaginarse, sin esfuerzo, que la vieja y deliciosa metrópoli cubana quedaba, trémula de emoción, como criolla apasionada, en el instante en que concluye la cita y desaparece el galán.

* * *

Hoy, cuatro días más tarde, desde la cubierta del veterano buque español, veo un cuadro distinto del tropical, de aquel que retengo en la memoria como el recuerdo de una cariñosa despedida. El frío es intenso, y los pasajeros, enfundados en sendos abrigos, al hablar, echan por la boca nubecillas de vapor plomizo. El mar está sucio y pesado el oleaje. La niebla, que desde ayer emboza los horizontes, se acerca más y se hace más densa. De ella sale, como si la atravesara con esfuerzo, un reflejo gris que melancoliza el ambiente. Una lluvia menuda cae sobre las aguas, y las enturbia al encarrujarlas en pequeñísimos rizos. Es una hora indecisa que no atinaríamos a definir si, recurriendo a las muestras de los relojes, no viésemos que señalan las diez y que, tras de una noche azul, nos encontramos a la mitad de la mañana nublada. El buque está frente a Nueva York. Todos los pasajeros, de bruces sobre las barandillas, quieren ver lo que se dibuja en aquellos telones de húmeda y maculada blancura. Algún viajero «snob» se ha echado a la cara los gemelos, en una actitud cómica de inglés de opereta. Ver la ciudad, distinguir los edificios, contemplar el panorama, es imposible. Pero divisar todo esto, sorprender, aquí una masa de bruma negra, allá un contorno borroso, y la sombra de un edificio, y el fantasma de una embarcación, ya es menos difícil. Sí; mirando atentamente, devorando con los ojos la niebla, horadándola con la imaginación, se va distinguiendo, imprecisamente, lo que se arrebuja y esconde en el horizonte. Primero es un islote, que antes que lleguemos a la ciudad nos sale al encuentro: entre árboles de humo verdinegro, caseríos rústicos de vaporosa inconsistencia, barcas que parecen hechas en el aire con las espirales de un cigarrillo; dos torpederos de sepia aguada, perfilados junto al montículo pastoso de una fortaleza. Y luego, en el amplio fondo, caprichosamente reclinadas, unas nubes sombrías, unas formas extrañas, dos, tres, cuatro erectos paralelepípedos, que dan el efecto de que son bandas negras, estandartes desteñidos que cuelgan de la altura del horizonte, mejor que formas que se levantan asentadas sobre la tierra. Son pedazos de montañas, acantilados, tajos y escarpaduras. Trazados al esfumino, tienen la vaguedad de las pantallas fotográficas. Yo adivino que allí enfrente está la ciudad; es más, lo sé; pero aquellas fantasmagorías no dejan de turbarme un poco.

—¿Qué es eso?—pregunto a un compañero que cerca de mí sonríe, como saludando a un conocido.

—Son los «rasca cielos»—me contesta—; mire usted;—y me va señalando los sitios con el índice—: allá está el «Singer Building»; allá el «Municipal Building»; el «Metropolitan», y el más alto y airoso, el «Woolvord»...

Entonces, recuerdo los almanaques, los anuncios, los avisos murales, la inundación de pinturas, grabados, estampas que he visto durante mi vida por todas partes, en libros, en oficinas, en tiendas. Me divierto retocando, precisando, abriendo vanos, componiendo remates, labrando piedras, extendiendo colores, en una tarea imaginativa, en la cual colabora, confusamente, la memoria.

Y por asociación, por semejanza, frente a aquel diorama de vidrio ahumado, me acuerdo de las ilustraciones en que la pluma de Hugo solía entretenerse, al margen de las cuartillas manuscritas, mientras el potente cerebro repujaba alguna imagen estupenda. Cuéntase que, a veces, en la nerviosidad con que la mano saltaba del tintero al papel, caía en la garrapateada página una gota de tinta. El poeta, en un maniático «dilettantismo», aprovechaba la ocasión, y de aquella gota negra, extendida en líneas, siluetas y trazos inverosímiles, iban saliendo portentosas sombras chinescas: el castillo medioeval de los Burgraves; un ejército en marcha; la cabeza de monstruo de Quasimodo; una carrera de titanes en fuga. Quedan todavía, en viejas ediciones, los caprichos tumultuosos de aquel dibujante, en quien la fantasía creadora pudo sustituir con ventaja a la técnica correcta.

Algo de esa vaga exuberancia poseía, para mí, el espectáculo de la bahía neoyorquina. A través del encaje levísimo de la lluvia, la ciudad nebulosa, se me aparecía, en lo remoto, como un friso de cielo invernal en el último momento de un ocaso sin sol. Mi curiosidad se entremezclaba de melancolía. Mi espíritu encontraba un ambiente propicio para su desfallecimiento.

Miraba yo, miraba, en una difusión de ideas, que reproducía en mi interior las nebulosidades del día. Y de pronto, en el borrado y último término, en una semiclaridad amarillenta que parecía brotar de abajo, como una humareda luminosa, fué dibujándose, más precisa cuanto más la miraba yo, una masa de sombra compacta que poco a poco diseñó en el fondo su contorno, con la habilidad de esos artistas callejeros que, recortando con tijeras papel negro, hacen retratos en siluetas, que pegan después sobre un naipe cualquiera. Y vi: las sobrias molduras de un pedestal basto; la línea culebreante de una veste griega; los trazos paralelos de un brazo en alto que remataba en un florón obscuro que rememoraba una antorcha; la curva cerrada de una cabeza que diademaban largas púas tenebrosas. Era una estatua, la colosal estatua de Bertoldi, erguida sobre las aguas incoloras, en la tristeza de una inmensidad de claro-obscuro.—La «Libertad iluminando el mundo»—pensé, repitiendo el nombre del célebre y artístico faro.

Allí la vi en una hora de misterio, de bruma, de fría y rara vaguedad. Se diría que, como un nubarrón, estaba próxima a deshacerse al soplo de una cercana tormenta. Se diría que, dentro de su obscuridad, se acurrucaba el rayo insomne. Era un guardián de tiniebla, vigilando una ciudad de sombra.

Y mientras llegábamos al muelle, me puse a tejer con neblina, perplejidad y sueño, un símbolo profético y pavoroso.

Estampas de viaje: España en los días de la guerra

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