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UN MINUTO DE NUEVA YORK

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CONOCÍ en mi tierra a un literato rico, sér extraordinario, no porque su riqueza fuese grande como la de un nabab, ni porque su literatura alcanzara las proporciones de un genio, sino porque, además de juntar en una pieza sola el cultivo de las letras y la abundancia del dinero—caso rarísimo en el ambiente novo-hispano—, tenía el hombre tales manías y extravagancias, que teórica y prácticamente se diferenciaba por completo del tipo común de los mortales. Ejercitaba su talento y sabiduría en la critica, y si sus doctrinas chocaban al buen sentido, por lo estrafalarias, no le iban a la zaga sus costumbres, por lo inusitadas y excéntricas. No era el suyo prurito de aparecer original, ni fingida locura para llamar la atención de los cándidos; era un real y positivo desequilibrio, un orgánico defecto espiritual que le retorcía los conceptos y le daba en oblicuo, casi siempre, la visión de la vida.

Y entre las manías que lo caracterizaban, una de las más interesantes y divertidas, sin duda, era la de ajustar su existencia a un riguroso método, inventado por él, y para él, dizque modificando las supuestas leyes de la higiene, ciencia de la cual hablaba pestes el acaudalado hombre de letras, quien, por otra parte, era buen cristiano, excelente jefe de familia y cumplido caballero.

Recuerdo—y lo cuento aquí para ejemplificar una impresión—que fuí a verle a su casa una mañana con el fin de averiguar algo que yo necesitaba saber sobre asuntos bibliográficos, porque—también hay que decirlo—era mi amigo un erudito, y no a la violeta como los satirizados por el neoclásico español.

Hallé al literato en su biblioteca, garrapateando cuartillas sobre su mesa de trabajo, que más bien parecía, por lo cargada que estaba de libros y papeles polvorientos, una mesa revuelta. Interrumpió su labor, y nos pusimos a charlar. Así fueron resbalando las horas, hasta que llegó para él la de comer. Y digo para él, porque a las once y media en punto no había poder humano que evitase el que un viejo criado tendiese, sobre la propia mesa de trabajo, un fino mantel y pusiese allí los utensilios indispensables para el servicio del almuerzo. El cual daba principio de una manera imprevista por todo aquel que no estuviese en el secreto del ceremonial estrambótico. Primero, el literato, abstraído por completo de cuanto le rodeaba, extraía de uno de los bolsillos del chaleco un grueso reloj de oro, de dos tapas, que, previamente abierto, colocaba junto al plato vacío, sin apartar los ojos de la muestra, como hacían antaño los médicos que tomaban el pulso a los enfermos. Hecho esto, el criado, que de antemano habíase preparado, presentaba a su amo la fuente de la sopa. Servíase éste y comenzaba a engullir, llevándose a tientas la cuchara a la boca, puesto que las miradas las tenía clavadas, como un hipnotizado, en el minutero.

—Dos minutos de sopa—decía después le un rato—; basta.

Sin interrupción alguna, iba el sirviente presentándole los manjares:

—Un minuto de pescado... Tres de carne... Cuatro de legumbre... Medio de dulce. Otro medio de fruta y, sin discrepancia, seis segundos de café. Un instante para limpiarse los labios con la servilleta, otro para mojarse los dedos en agua rosada puesta en tazón de cristal, y en un abrir y cerrar de ojos, el mozo levantaba el campo. Total: once minutos y dos segundos, contados con exactitud matemática, para cumplir con una de las indispensables necesidades impuestas por la Naturaleza a todo viviente.

* * *

Este modo de comer de mi amigo me viene a la memoria al anotar mis impresiones de Nueva York. Yo también me nutrí, es decir, quise nutrirme, en esta monstruosa yanquipolis, como el literato extravagante:

—Dos días de Nueva York, que es lo mismo que: una hora de Nueva York, y hasta que: un minuto de Nueva York. Eso he creído estar: cuarenta y ocho horas, que son un minuto, quizá menos, para ver una de las más prodigiosas ciudades de la civilización moderna.

He contado ya cómo llegué en un domingo nebuloso, y la extrañeza que me produjo el enorme silencio de Wall Street, en mi nocturna y tímida excursión.

El contraste del siguiente día fué perturbador. Asistí, con infantil curiosidad, al despertar de la urbe americana. Vi, primero, en los muelles, los grandes carromatos tirados por caballos gigantescos y pesados: diez, cien, mil, que rodaban, crujiendo, por la calzada de adoquines de piedra. Por el embanquetado frontero, pululaban faquines, obreros, marineros, en traje azul, o desarrapados; obscuros unos, de negrura de ébano; otros de un rubio, sucio, como pelambre de animal. No iban de prisa, y se diría que vagaban al acaso, como si no tuvieran ocupación. Por entre ellos se deslizaban tipos de cinematógrafo, seres de vicio y de miseria, de rostro abotagado, bombín cubierto de polvo, flux mugriento, zapatos de largas caminatas, de correrías nocturnas. Todas estas gentes entraban y salían de los «bar», cuyas puertas los vomitaban a montones, en incesante movimiento. Por entre ellos me deslicé hasta el ángulo desde donde se abría la amplia calle de los negocios. Otro espectáculo absolutamente diverso: una esquina, una línea, un punto, separan imperceptiblemente dos mundos que se rechazan, que se odian: el vicio y el trabajo, la inteligencia y la riqueza, la incuria y la pulcritud, la pereza y el aceleramiento. Hay que figurarse un hormiguero con locura ambulatoria. Aquí todas las personas, correctamente vestidas, van de prisa, tal como si temiesen no llegar a tiempo a la cita. Los transeuntes se cruzan y se entrecruzan, sin tocarse, apretados, pero no molestos, sin mirarse, sin estorbarse, cada uno con una preocupación clavada en la frente. Pasan los automóviles seguros de que no atropellarán a nadie, porque nadie hay que deje de saber andar en ese torbellino; hombres y mujeres corren, cuando así lo necesitan, y empujan sin miramiento, a quienes les puede impedir el libre y rápido ejercicio de las piernas. Las casas bancarias, son pueblos agitados; las oficinas, ciudades inquietas. Suben y bajan los ascensores con una piña humana, que momento a momento se renueva. Es el afán hecho vértigo; es la fiebre dinámica del anhelo. Los edificios, por sus puertas, arcos y columnatas, tragan y degluten multitudes. Por las ventanas de la «Bolsa», unos energúmenos mudos hacen señas ridículas, pero intencionadas, a la muchedumbre numerosa que invade la vía. Un poco más lejos, otra muchedumbre, detenida como un remanso en el oleaje de la rúa, escucha a un orador gritón de gesto furibundo. Es un «meeting» político.

Y en aquel ruido compuesto de la suma de todos los ruidos posibles—el de la gente que anda, el de las voces que gritan, el del elevado que cruza sonando hierro, el de las sirenas de los autos—, en aquel ruido excitante que me perturba más y me causa más pavor que el silencio de la noche dominguera, me asalta, con mayor rudeza todavía, una sensación de calor. A la herida profunda uno de mis sentidos se une el asombro culminante de otro. Lo que acabo de ver me distrae un poco de lo que estoy oyendo. Y lo que veo es un gallardete muy grande, que desde la altura de un quinto o sexto piso, cuelga en medio de la calle, suspendido de un cordel que va de fachada a fachada. Conforme voy marchando, sigo con la vista las paralelas de piedra de la avenida y distingo, de trecho en trecho, los mismos gallardetes que ondean con leve y pesado balanceo. Todos tienen los colores de la bandera americana. Y esos son: llamativas y amplificadas banderas que, colgantes en medio de la calle, parecería que están ansiosas de dejar caer del lienzo blanco las barras rojas, para que se clavasen, como picas, en el pavimento y detuviesen así la indiferente batahola fenicia que anda por abajo persiguiendo un propósito material y concreto.

¡Ah!, porque cada bandera tiene su leyenda que habla al ciudadano de patria: que le invita a defenderle; que le pide su contingente; que le exige una preparación. Las banderas tienen una voz heroica; forman un coro bélico, indican al pueblo que está quizá próxima la hora de la guerra.

Y las banderas están ayudadas por carteles, por avisos, por «réclames», por «affiches» que pregonan con breve elocuencia la necesidad de una aptitud militar frente a los posibles peligros de la humanidad en delirio homicida. Se anuncia para el próximo sábado una manifestación imperialista.

Yo noto, sin embargo, que ninguno levanta la cara. Y me imagino que la manifestación resultará grandiosa, con todo lo que aquí se realiza; pero entusiasta, vibrante, conmovedora, tal vez no será.

En mi neoyorkino minuto, volando en el carro del elevado, escurriéndome como por corriente profunda, por las perforaciones subterráneas; paseando, al caer de la tarde, por la «Quinta Avenida»; discurriendo por entre los árboles del «Parque Central», mirando tantas mujeres hermosas; oyendo el rumor de tantas charlas, en distintos idiomas; asombrándome de tanto lujo, de tanto «confort», de tanta vitalidad anhelante, de tanto esfuerzo económico acumulado; sintiéndome vivir en esta ciudad madre, inacabable, inagotable, de fealdades colosales, de bellezas deslumbradoras, de antros de crimen y de palacios de ciencia y de arte, tan brutal y tan exquisita, tan desproporcionada y monstruosa en unas partes y en otras tan refinada y sutil; devoradora de carne humana, como el Ogro de los cuentos; improvisadora como los genios legendarios, de la fortuna y del placer; concentradora y propugnadora de energías malsanas y de virtudes sublimes; en este minuto mío de atención, de revelación, de expectación, he presentido, he creído adivinar que el alma híbrida, poliédrica, formidable, de la metrópoli americana, no quiere la guerra, no la desea, no piensa en ella. Nueva York no parece imperialista. Y un amigo que iba a mi lado, respondió a mis observaciones:

—Eso es lo que piensas, no lo que ves, quizá. Vuelcas sobre la realidad tu mundo interior, y ajustas tus observaciones a tu prejuicio. ¿Qué sabes tú lo que hay detrás de cada uno de estos altísimos muros, simétrica y multiplicadamente agujereados, donde los grandes y los pequeños intereses rumian proyectos financieros? Este es un país de fuerza y de audacia: dos fundamentales elementos de la guerra. El nervio, que según la frase napoleónica es el oro, lo poseen. Su ambición es del tamaño de la ciudad. La idea que tienen de sí mismos es más elevada que el más empinado de sus edificios. La americanización del mundo necesita, tal vez, del esfuerzo heroico...

—Es verdad—replico—; pero alguna vez pienso que este gran pueblo no ha definido ni caracterizado todavía su espíritu nacional. No ha cristalizado su ideal. No lo ha unimismado en aspiraciones peculiares, en una fórmula suprema. Hay, es cierto, altivez y orgullo en este pueblo; pero a esa fanfarronería le falta penacho. Y luego, el hibridismo acomodaticio de estas gentes que han venido de los ocho puntos de la estrella a medrar, trayendo el desarrollo inusitado de sus energías, que, inútiles o improductivas, encuentran aquí un ambiente de aventura que las estimula sin cesar; la masa inmensa de aglomerado social que se ha adherido a la base étnica de estas colonias sajonas, y que sólo muy lentamente va perdiendo el recuerdo de la patria abandonada y el contacto moral de las distintas y originarias colectividades de que proviene; toda esta sociedad, que es una poderosa nación, la más fuerte acaso, con fuerza de juventud desarrollada en la gimnasia de la voluntad, no me parece aún una gran patria como esas que cruzan por la historia ensangrentadas y divinas, y que van al sacrificio gritando la fiera palabra de la raza...

—¡Bah!, lirismos tuyos. Esta nación irá también cuando le llegue su momento. Ahora está remisa y como amodorrada de egoísmo. Ríe, como un acaudalado burgués, en la sobremesa del banquete casero. Los negocios marchan; los cálculos han resultado exactos; las ganancias se multiplican. El banquero sonríe, entre un sorbo de champaña y una fumada de tabaco. Mas como eso no es la vida entera, la energía social habrá de buscar en lo futuro, y obligada por las contingencias, orientaciones nuevas.

—¿La guerra? Nueva York no quiere la guerra; yo lo veo, lo cual no quiere decir que los habitantes tengan sus simpatías y partidos. Ahí está la prensa que lo confirma...

—Pero Nueva York no es toda la Unión; es la ciudad cosmopolita y egoísta, que ha metodizado el trabajo con el fin de sacarle producto en beneficio del goce: acapara y derrocha; acumula y dilapida; es laboriosa y fastuosa; cruel y fascinante...

—Está bien; pero, mira: nadie levanta la cabeza para ver las banderas. Nadie se fija en los anuncios de la manifestación en pro del militarismo.

—No importa. La preparación será posiblemente difícil y lenta; pero yo creo que se llegará; se llegará...

El automóvil nos llevaba por el extenso paseo de la ribera oeste, lleno de árboles, de estatuas y de monumentos, de palacios y de niños. La Nueva York infantil estaba allí, corriendo a vuelos de mariposa, gritando a trinos de pájaro, revolcándose en la alfombra de los pastos. Es el lado aristocrático y fino de la ciudad. Allí se extinguen los ruidos de hierro y la ensordecedora algarabía. Ni un tranvía. Lujosos trenes; máquinas de vuelo silencioso. Caía el sol. Las aguas del Hudson al alcance de la mano, tenían un color de violeta iluminoso.

Y flotando en ellas, cerca de la orilla, envueltos en una fantástica y transparente neblina azul, vi tres enormes acorazados. Daban el aspecto de cetáceos blancos adormecidos sobre las ondas.

Ya las casas que yo miraba tenían esbeltez. Ya los monumentos habían recobrado linea, proporción y eficacia. Ya imperaba la belleza sobre la monstruosidad. Ya no había nada «colosal»: el matiz chillón, el anuncio titánico, los diseños bárbaros se habían quedado allá, en el centro pululante y atormentador. La Naturaleza derramaba sus encantos sobre la hermosura creada por el hombre.

Y entonces, el sitio, la hora, el paisaje, la ponderación arquitectónica, me devolvieron el sentido de mí mismo. Y tuve una instantánea noción de convencimiento; de presentimiento, mejor dicho.

He aquí, me dije, dos fuerzas salvadoras: niños y acorazados. Y me lancé al ensueño de una humanidad nueva.

Asì pasó, en la claridad de un relámpago, mi efímero minuto de Nueva York.

Estampas de viaje: España en los días de la guerra

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