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EL DELIRIO DE «WALL STREET»

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LLEGAMOS al sucio muelle, y entre ruido de cadenas, golpes de tabla, gritos de primitivo y batahola de marinería, nos preparamos a descansar un poco de las monótonas cien horas de mar en calma.

Es domingo. Estoy en la orilla de la ciudad estupenda, descrita, admirada, cantada, glorificada, analizada por una legión de filósofos, de artistas, de poetas, de pensadores, de curiosos. A mí, que sólo veo desde el buque una fila de casas, muy altas, acribilladas de ventanas en hilera, me produce la impresión de que me hallo junto a una urbe extraña, monstruosa y vacía. De fuera no viene ningún rumor. No percibo un movimiento. Nadie asoma por las innúmeras ventanas. No se oye el eco de unos pasos. De un lado, los edificios están mudos; del otro, las lejanias, veladas. Arriba, la nublazón, inmóvil; abajo, la corriente, silenciosa. Únicamente las gentes del barco trajinan. Los pasajeros que no han salido, duermen. Cae la tarde, a telón lento, sin esfuerzo, simplemente, sin pugilatos de luz y sombra, porque, de antemano, lo gris es ya uno de los matices de lo negro; es la tiniebla empalidecida.

Y en ella comienzan a clavarse las chispas eléctricas del alumbrado. Por detrás de los formidables muros de las construcciones fronteras al muelle, sube un vaho de claridad blanquecina, como polvo de luna. Es la iluminación de Nueva York. Dejo pasar dos horas, tres; me aburro sobre cubierta. Y, aunque me dicen que nada hay que ver en un domingo de población yanqui, me aventuro a pasear mi fastidio, siquiera sea por la parte baja de la ciudad. Salgo de la embarcación como un ratoncillo sale de su escondite, atisbando hacia todos lados. La calle del muelle, obstruida en una acera por montones de cajas y barriles, está desierta por la otra, y presenta cerradas las puertecillas con escalones de piedra, cerca de los barandales que señalan los sótanos. Veo un extenso cuadro simétrico y uniforme:—la simetría es quizás una característica de la estética de este pueblo—. Casas semejantes; casas iguales; no varían, a primera vista, más que los rótulos y sus leyendas en oro, en carmín, en azul. De trecho en trecho, los faroles públicos colocan su nota ocre en la pesada penumbra. A lo lejos, el puente de Brooklyn raya el aire con su formidable dibujo geométrico. Camino unos pasos, y una plaquilla de hierro en la punta de un poste, en el ángulo de una amplia vía, me señala una ruta: «Wall St».

¡Ah! La arteria financiera; como si dijéramos: la aorta. Me encuentro en el corazón comercial. (¿Esta ciudad tendrá dos corazones a la manera de ciertos organismos anormales?)

Siguen las casas negras, altas, medrosas. Anchas las aceras; grande y pulida la calzada. Mas aquí no existe la simetría arquitectónica. No distingo estilos, y, sin embargo, percibo variedades; formas entrantes y salientes; encristalados ventanales; columnas de pórtico romano; abigarramientos de piedra; grandiosidades sin majestad; imitaciones sin gusto. Estas fábricas macizas me producen un efecto de solidez improvisada. Se marca bien, a pesar de ello, el carácter de la obra. No son viviendas: son oficinas, despachos, bancos. Aquí y allá, la palabra «Lunch», se combina de distintos modos. Algún escaparate conserva iluminada su pequeña exposición de tabaco. Se comprende que todos estos restaurants son otras tantas oficinas de comer de prisa, para seguir en la afanosa labor.

Ahora, esta vía está solitaria como la calzada de un cementerio. Por muy corto tiempo ha desaparecido la agitación. Las cosas están en reposo; pero se nota que esperan la vuelta del torbellino humano. La arteria queda exangüe por unos cuantos momentos. Yo marcho por el embaldosado y soy el único sér con animación en esa profunda y agresiva soledad. Mi vieja murria se mezcla de curiosidad infantil. Héme aquí al pie de una estatua, de proporciones extraordinarias, que corta en dos mitades la escalinata de un templo corintio. A la media luz de la calle, reconozco la figura: es Wáshington. Y recurro a mi memoria para percatarme de que dentro del templo corintio está encerrada una buena parte del tesoro del Estado. Un Wáshington de granito, inquebrantable como el de carne, cuida la suma fabulosa, el oro, el papel moneda, lo que yo no puedo saber en mi breve escapatoria de colegial aventurero.

—Haces bien, Wáshington—le digo a la estatua—, cuida del tesoro monetario. ¡Ojalá que dentro del arca de sillares labrados, a cuyo frente estás, guardara tu pueblo otros tesoros espirituales que tal vez ande malgastando por el mundo!

Y sucedió que, sugerido por mis propias meditaciones, moviéndome dentro del fondo de Rembrandt, de «Wall Street», tuve una pueril alucinación:

Vi que, en el silencio solitario del sitio, de la angosta puerta de una de aquellas oficinas, salía con su traje talar, y su becoquín negro, un judío del siglo XIV: el cuerpo encorvado y temblón; la barba luenga y cana; los ojos de nictálope; la nariz de pico de halcón; las manos sarmentosas, saliendo, como hierbas secas, de la campana de las mangas. Lo reconocí inmediatamente. Era mi amigo Shylock. No me cabía duda. Y hasta creí ver relucir en uno de sus cerrados puños el cuchillo vengador. Iba, como siempre, en busca de la libra de carne del deudor.

Pero su paso, inseguro y lento, le impedía alcanzar a la muchedumbre numerosísima, a el ejército obscuro que, apelotonándose por millares, corría delante de él. Shylock hacia estériles esfuerzos por llegar. ¡Imposible! La carrera loca de la multitud era fantásticamente rápida. También a mí me estaba pasando una cosa imprevista. Yo volaba tras el judío y sus perseguidos, tal como suelo volar durante el sueño. Comprendí que Hermes me había prestado sus alas. Y ya no me importaba la altura sombría de las casas de Nueva York. Era agradable mi ingravidez. Todos volábamos en un vértigo jadeante. Abajo, en la llanura humana, se agitaban los brazos como espigas negras en el término de la noche.

Y, de repente, a la espalda del gigantesco ángulo ojival—invertido embudo de tinta china—de la iglesia de «La Trinidad», fué subiendo un segmento de oro cegador; y subiendo, subiendo, milagrosamente, el circulo colosal llenó el espacio: ¡el sol!

Sí; un sol nuevo, recién fundido acabado de troquelar, porque el astro, gloria del cielo, era nada menos que una áurea y gran moneda de veinte dólares... Y empezó a encender el día...

* * *

En el «angosto lecho» de mi camarote, me reía a solas, de mis intemperancias de visionario. Desde allí oí sonar las campanas de cristal de «La Trinidad». El silencio estaba haciéndose más hondo.

Estampas de viaje: España en los días de la guerra

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