Читать книгу Estampas de viaje: España en los días de la guerra - Luis G. Urbina - Страница 8

EL PELIGRO DE LOS MONITORES Y LAS NOTICIAS DE A BORDO

Оглавление

Índice

A LA altura de los bancos de Terranova nos sorprende, por unas horas de la tarde, la niebla. El buque, cabeceando y crujiendo sobre la corriente tumultuosa, va como dentro de una nube cargada de lluvia. Todas las cosas han tomado un color plomizo: las toldillas, la vela, las jarcias, el casco. Cuanto veo parece falto de relieve y matiz; está en claro-obscuro. Me causa el efecto de un dibujo al lápiz. Muy pocos pasajeros se han atrevido a quedarse sobre cubierta, y esos, entrapajados y mudos, no caminan; se han apoltronado en bancas y sillas, y, por largo tiempo, como si temiesen moverse, conservan sus encogidas posturas. Algunas señoras, con el velo enredado a la cabeza y las manos metidas en los bolsillos de los abrigos, han formado corro sedente alrededor de un locuaz cincuentón que charla en voz alta. Varios caballeros de gorra encasquetada y enguantadas manos han formado también tertulia, y prolongan un parsimonioso palique. Con las capuchas del hábito, echadas sobre los cerquillos, tres frailes franciscanos, arrellanados en una banca, parecen dormitar. El tiempo corre con lentitud y monotonía. Dos marineros, para evitarnos las molestias del aire húmedo y frío, empiezan a echar la cortina de lona sobre la barandilla de cubierta. Son las cinco. Acaban de sonar los campanillazos anunciadores de la primera mesa. Se oyen carreras, voces y risas de chiquitines, que se apresuran, desde los pasillos interiores, a llegar hasta el comedor.

Mientras, la niebla va amarilleándose como si cambiara su plomo ennegrecido en oro pálido. La luz del sol comienza a diafanizar la nube. Y, de repente, allá, ábrese un boquete por donde salta un chorro de claridad tibia. Y rápidamente la niebla queda deshecha en un fino y rubio vaho que, en torno del buque, se aleja hacia los horizontes. El mar, hace un instante negro y pesado, vuelve a mecerse en lentas olas de cristalino y obscuro azul. Nadie, sin embargo, se preocupa de todos estos pequeños incidentes del color y de la forma. Noto que el mar, en una larga travesía, produce aburrimiento en los viajeros. Al salir el buque del puerto, se ve el agua con admiración y simpatía; días más tarde con indiferencia; y ya en plena alta mar, cuando nos asalta el vago concepto de infinito, se ve con cierta secreta e inconfesada repugnancia, mezcla de hastío y rencor.

Anhélase ver tierra, y, ya se distinga alguna vez, remotísima, o ya la finja un celaje lejano, hay, en el pasaje, una emoción que se revela en sonrisas y miradas alegres. Y si tierra no, al menos otro buque, otra embarcación que rompa la, para el montón, insufrible igualdad del «padre Océano». En un largo viaje marítimo puede uno convencerse de que hay muy pocos espíritus, no ya contemplativos, sino observadores, curiosos de la realidad siquiera. El cansancio viene pronto y es preciso curarse de él, aplicándose grandes dosis de frivolidad. Entonces no se escucha el rumor del mar, sino el de las conversaciones. La murmuración es más divertida, indudablemente.

Y, no obstante esta frivolidad, este deseo de matar y olvidar el tiempo, se adivina en todos que sí existe una preocupación... dos, que no son, por cierto, estéticas ni filosóficas; nos preocupamos, como es natural, de nosotros, primero; en seguida, de los demás.

Desde Nueva York nos dimos cuenta de que el buque cargaba materiales de guerra. El muelle de la Trasatlántica Española estaba repleto de cajas que, según se dijo, contenían municiones y armas. Noche y día funcionaban las grúas para meter, en las bodegas devoradoras, aquel peligroso cargamento.

No dejaba de alarmar a los timoratos esta circunstancia. Los razonables pensaban que, si una nación, hasta ahora neutral, como España, necesita transportar pertrechos para sus soldados, no podía ni debía temerse un atropello de la vigilancia marítima de las naciones beligerantes. Todo ello estaría, de fijo, bien arreglado, para no exponernos a trágicos percances. Pero como es invencible el temor a lo imprevisto, y las diarias noticias acerca de hundimiento de barcos no son nada halagadoras, y la fantasía, además, hace novelas en colaboración con el miedo, había en el ambiente del trasatlántico una difusa sensación de malestar que se atemperaba con la idea general e imprecisa de lo irremediable. Ibamos, como dijo el clásico, «Ut fata trahun». Sentíamos una onda del misterio de la fatalidad antigua. ¡Quién sabe! A las perfidias de las ondas podían sumarse las de la guerra. Mas las pueriles observaciones terminaban y caían en la punta de pararrayos de un optimismo contagioso. El hombre, cuando se encuentra frente a lo desconocido, es optimista. No sabe lo que hay detrás de la sombra; pero algo bueno ha de ser. Y una orgullosa y terca esperanza lo desatemoriza y alienta. Alguien hubo que, para afirmar su confianza, se dirigió al capitán del barco y le hizo en voz baja una tímida pregunta, que los demás no escucharon, pero adivinaron.

El capitán, fuerte y rudo viejo, habituado al peligro y a la franqueza, sonrió con cierto irónico desprecio, y contestó con esta grosería, que atenuaba la burla:

—¡No sea usted tonto!...

Hasta el término del viaje, ninguno se atrevió ya a interrogarle de nuevo sobre el asunto.

La preocupación para los demás se manifestaba colectivamente en la noche, después de la comida, cuando la cubierta era como la calzada de un paseo por la que iban y venían, en ejercicio higiénico, los pasajeros. Con frecuencia en esta conversación, y en esotra, y en aquélla, se deslizaba el tema universal: la guerra. Había aliadófilos y germanófilos, como es de rigor. Y unos y otros discutían y defendían sus preferencias. Pero en un buque, que obliga al hombre por algún tiempo a una forzada comunidad de juicio, las opiniones se expresan con menos violencia, se sostienen con más prudente brío. Los más exaltados refrenan sus ímpetus y fingen una moderación verdaderamente ejemplar. De modo es que aquel combate de opiniones contrarias, no se encendía en disputa bravía como en tierra sucede, sino que era el caballeresco asalto a florete, con peto y careta, en una sala de armas.

Mas por la noche, a la entrada del salón, un marinero clavaba la tabla de noticias. Los polluelos que andan sueltos por el corral, acuden con prisa menor al llamado de la gallina madre que ha encontrado unos granitos de arroz y se los picotea, que la que mostraba los dos pasajes, el de primera y el de segunda, por acercarse a leer el pliego de los marconigramas. Apelotonábanse las gentes, y su avidez era tan ansiosa como la de los callejeros muchachos que rodean a los padrinos después de un bautizo a la salida de la parroquia. Los que no alcanzaban los primeros lugares, contentábanse con preguntar a los que podían leer de cerca:

—¿Qué hay?

Nada había, casi nada: incidentes estratégicos en Verdun; algún pequeño barco echado a pique; ataques parciales en el frente italiano; movimientos rusos sin importancia.

Era la desilusión de cada veinticuatro horas. Se deseaba, en aquella existencia aburridora de la travesía, sentir un choque brutal, una honda conmoción que sacudiese el espíritu. Y en aquel grupo de fastidiados se comprendía, de modo concreto y preciso, el deseo creciente de que concluya cuanto antes esta horrible angustia que parece interminable y que se ha vuelto desesperante. A veces se leían, en alta voz, las noticias redactadas muy lacónicamente, y vertidas del inglés, en un castellano indescifrable como una inscripción cuneiforme. Y después de la lectura y el comentario, quedaban la inquietud, la tristeza, que—a un relámpago de pasión, que pasaba, de repente, por la conciencia—transformábase en fe por la causa, en seguridad de triunfo, en exposición de razonamientos, en proyectos de proposiciones pacifistas, en cuento y recuento de ejércitos, en fabuloso cálculo de gastos, en nimios e infantiles juegos de imaginación, que, como las espirales hechas con el humo de un pitillo, se deshacen en el aire, apenas esbozados.

El laconismo de las noticias parece traer aparejado otro elemento: la atenuación. Son breves, y, al mismo tiempo, suaves. Despojadas en la forma periodística, sin «cabezas» llamativas, sin amplificaciones circunstanciales, están, al mismo tiempo, escritas en forma irresoluta y vacilante: «Al Oeste o al Este del Mosa se está efectuando un ataque alemán, que «quizá» termine por ser rechazado...—«se asegura» que, en la frontera italiana, se contuvo la ofensiva austriaca—. «Es probable» que los rusos hayan avanzado... Nada fijo, nada imperativo ni afirmativo; una duda agridulce, una condicional precaución, prestan vaguedad a los radiogramas.» No quedan conformes los lectores nerviosos. Se dirigen a la oficina:

—¿Está ahí el primer «Marconi»?

—No.

—Pues el segundo...

—¿Qué desean ustedes?

Y da principio la conquista de la verdad. Circunloquios, sugestiones, ruegos para saber cuál es la noticia cierta o entera. Porque las de la tabla estarán mutiladas o alteradas, ¿quién lo ignora?

El segundo «Marconi», imperturbable, recibe el chaparrón verbal, y cuando se alarga, lo detiene en seco.

—¡Bah, hombre! Esas son las que recibimos. No hay otras. No se figure que las estoy inventando.

Los que no conformes, se retiran; protestan entre dientes, y luego se desbandan para seguir el paseo de la digestión.

Entretanto, la noche ha cerrado. El mar tiene una inquietud amenazadora. El buque se balancea rítmicamente. Brillan por todas partes, en las aguas, estrías luminosas. Algunas blancas estrellas parpadean en el horizonte, como ojos cansados. Hace frío y tristeza.

En el salón canta, al piano, una tiple de zarzuela que va contentísima de regresar a España:

Estampas de viaje: España en los días de la guerra

Подняться наверх