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UNA APROXIMACIÓN INICIAL

«La filosofía del razonamiento, para ser completa, debe comprender tanto la teoría del mal razonamiento como la del bueno».

John Stuart Mill, A System of Logic [1843], V, i, § 1.

«No tenemos en absoluto una teoría de las falacias en el sentido en que tenemos teorías del razonamiento o de la inferencia correcta».

Charles L. Hamblin, Falacias [1970, 2016], Cap. 1.

«Buen entendedor. Arte era de artes saber discurrir. Ya no basta: menester es adivinar, y más en desengaños».

Baltasar Gracián, Oráculo manual [1647], aforismo 25

Trasladada a nuestros términos, la directriz de Stuart Mill viene a decir que la teoría de la argumentación, para ser completa, debe comprender tanto la teoría de la mala argumentación, como la teoría de la buena. Hoy conocemos posturas aún más fuertes en este sentido: hay quienes creen que la teoría de la mala argumentación es un corolario de la teoría de la buena, en razón de que el mal argumento no es sino aquel que no cumple alguna de las condiciones o viola alguna de las reglas que definen el bueno. Pues bien, los casos que suelen considerarse más característicos e instructivos de malos argumentos son precisamente las falacias. Por ejemplo, según un exitoso manual de Edward Damer, «una falacia es una violación de uno de los criterios del buen argumento»1. En esta línea, es tentador suponer que sería fácil contar con una teoría de las sombras, una teoría de la argumentación mala o falaz, como contrapartida de una teoría de la luz, una teoría de la argumentación buena o correcta. Sin embargo, la constatación de Hamblin (1970), en el que se considera el libro fundacional del estudio moderno de las falacias, viene a ser un jarro de agua fría: «La verdad es que nadie, hoy en día, está especialmente satisfecho de este rincón de la lógica... No tenemos en absoluto una teoría de las falacias en el sentido en que tenemos teorías del razonamiento o de la inferencia correcta» (Fallacies, Newport News (VA): Vale Press, 2004 reimp., p. 11)2. Esta declaración todavía no se ha visto desmentida en la actualidad, así que las esperanzas de obtener a contraluz de las lógicas sistemáticas del argumento válido una teoría de la falacia parecen fallidas. El punto se agudiza si reparamos en que las falacias han sido, desde antiguo —desde el apéndice Sobre las refutaciones sofísticas de los Tópicos de Aristóteles (s. IV a.n.e.)—, los malos argumentos más estudiados. De manera que, en suma, no deja de ser un hecho curioso, tan llamativo como frustrante, que todavía hoy, veinticinco siglos después del inaugural ensayo aristotélico, sigamos sin tener una teoría cabal de las falacias.

Lo que siempre hemos tenido han sido clasificaciones, unas mejor y otras peor fundadas, algunas sin más criterio que una suerte de orden alfabético para un listado de denominaciones. Así que llama la atención no solo la disparidad de claves y criterios de clasificación, sino más aún el empeño taxonómico mismo, en especial si se recuerda una lúcida observación de Augustus de Morgan: «No hay una clasificación de los modos como los hombres pueden caer en el error; y es muy dudoso que pueda haberla siquiera» (1847, Formal logic, p. 237, cursivas en el original). Años después, a principios del siglo XX, un profesor oxoniense de Lógica, Horace W.B. Joseph, cerraba el círculo de estas desilusiones de partida: «La verdad puede tener sus normas, pero el error es infinito en sus aberraciones y estas no pueden plegarse a ninguna clasificación» (1906, An introduction to logic, p. 569). En nuestros días aún se piensa esto mismo y en particular acerca de las argumentaciones: «Ninguna lista de categorías enumerará jamás exhaustivamente todos los modos como puede ir mal una argumentación», dice Scott Jacobs (2002, p. 122)3.

Como ya avanzaba en la Introducción, convengamos en llamar falacia a un mal argumento que, de entrada al menos, parece razonable o convincente, y en esa medida resulta especioso. Es una idea genérica, pendiente de precisiones y discusión. Pero, para empezar, puede bastarle a una clasificación al uso para hacer su tarea. Esta tarea, según es costumbre en los manuales, comprende cuatro pasos, los pasos (a)-(d) en esta secuencia: las clasificaciones empiezan distinguiendo (a) ciertos géneros básicos o tipos principales y, dentro de ellos, (b) algunas especies características; después, en atención a sus propósitos didácticos y ejemplarizantes, aducen en cada caso (c) alguna muestra ilustrativa correspondiente, para terminar con (d) unas instrucciones dirigidas a detectar en los demás o prevenir en uno mismo dichos errores.

Así, antiguamente —a partir del propio Aristóteles— ya se diferenciaba, dentro de los géneros básicos (a), entre (a.1) las falacias debidas al modo de expresión y (a.2) las falacias debidas a otros motivos de error extralingüísticos. Dentro del subgénero (a.1) se encontraban, por ejemplo, las falacias inducidas por el uso equívoco de un término o una expresión; dentro de (a.2), se hallaban en cambio las que toman por causa lo que no es causa, dan por sentado lo que habrían de probar, ignoran el punto en discusión o infieren atribuciones infundadas. Entre las muestras convencionales figuraban argumentos tan extravagantes como: “esa constelación es Can; pero un can es un perro, luego esa constelación es un perro”, un caso debido a la equivocidad del término ‘can’ e incluido, por tanto, en el subgénero (a.1); o “este perro es padre; pero este perro es tuyo, luego este perro es tu padre”, un caso de atribución indebida del tipo (a.2). Modernamente, —pongamos desde los Elements of logic del arzobispo Whately (1826), vid. más adelante Parte II, texto 7—, se han hecho populares otros géneros: (a.1*) las falacias formales, que adolecen de una forma lógica inválida, y (a.2*) las falacias informales, que pecan por fallos o defectos materiales de contenido, de pertinencia, etc. Entre las especies famosas de (a.1*) descuellan las falacias de negar el antecedente o afirmar el consecuente en los argumentos que descansan en una relación de consecuencia, y entre las especies de (a.2*) figuran las de generalización precipitada o ilegítima, o las de insuficiencia de prueba o, en fin, la vasta familia de las apelaciones ad (ad baculum, ad hominem, ad verecundiam, etc.). Por ejemplo, el argumento “si Filón es ateniense, Filón es inteligente; ahora bien, Filón no es ateniense, luego Filón no es inteligente”, incurriría en la falacia de negar el consecuente a partir de la negación del antecedente, de acuerdo con un patrón del tipo (a.1*); mientras que “conozco a un comerciante de Siracusa, por eso sé que todos los sicilianos son taimados y ninguno es de fiar”, sería un ejemplo de generalización ilegítima correspondiente al tipo (a.2*).

En suma, para empezar, nos encontramos con dos sistemas de clasificación tradicionales que, en parte —solo en parte—, se solapan: uno más antiguo, de origen aristotélico, y otro más moderno, todavía empleado en clases de lógica.

a/ Una base de clasificación al modo antiguo:


a*/ Una base de clasificación al modo moderno:


[1.1* Falacias cuasiformales: Falacias metodológicas: violan o no se atienen a los patrones o condiciones de la inferencia inductiva, abductiva, probabilística, estadística, etc., aunque parecen hacerlo.]

Por lo que se refiere a las informales, cabe destacar las siguientes:

2.1* Falacias debidas a usos equívocos de términos, abusos de imprecisión, deslices discursivos —entre las que se incluirían las falacias de presuposición o las que introducen premisas de contrabando, así como las pendientes resbaladizas—.

2.2* Falacias debidas a fallos o violaciones del procedimiento discursivo en el marco dado —e. g. en el contexto de una deliberación, una discusión crítica, etc.—; en particular intervenciones que desplazan indebidamente la carga de la prueba.

2.3* Falacias debidas a la falta de pertinencia: argumentaciones que ignoran o que desvían la cuestión —e. g. apelaciones a consideraciones o autoridades que no tienen que ver con el asunto discutido o con el curso de la discusión y, en general, la prolífica familia de las apelaciones falaces ad—.

2.4* Falacias debidas a la carencia de una justificación adecuada de la conclusión: por no acreditar de modo suficiente las premisas o por partir de premisas o supuestos falsos; por descansar en una petición de principio o envolver una argumentación circular; por abuso de la contraposición.

Por otro lado, los casos aducidos como ilustración suelen ser muestras cabales y transparentes del tipo y de la especie que corresponda, pero casos artificiales y ad hoc donde el propósito ejemplarizante prevalece sobre la realidad discursiva de modo que no suelen pasar de remedos de argumentos —así son los ejemplos de cada subgénero que he traído a colación: solo tienen interés en una clase de Lógica y a efectos didácticos—. No faltan incluso muestras de perversión taxonómica en que los argumentos se hacen para rellenar las casillas, en vez de armarse estas para identificarlos. Más adelante, a través de los textos históricos, tendremos ocasión de familiarizarnos con diversas tentativas de poner puertas al campo y clasificar falacias. Si alguien se impacienta y no es capaz de contener su curiosidad, acuda si quiere a alguna publicación escolar o a los diversos listados de falacias disponibles en Internet4. También puede pasar, como recién he sugerido, a los textos históricos de la sección 2 de la parte II donde tiene a su disposición propuestas taxonómicas diversas.

Pero no estaría de más que los curiosos, además de divertirse con las clases y los ejemplos convencionales de falacias como entomólogos aficionados, repararan en algún otro aspecto sorprendente de su estudio tradicional. Sin ir más lejos en éste: el motivo más socorrido para arbitrar clasificaciones y remedar ejemplos de falacias ha sido justamente la formación y educación del pensamiento crítico. Ahora bien, emplear para este fin esos muestrarios no es un procedimiento muy prometedor: equivale a enseñar la vida y el comportamiento de los animales salvajes, e incluso la manera de tratarlos, mediante álbumes de cromos —en vez de llevar a la gente a frecuentar el zoo o los parques naturales—. Cierto es que las clasificaciones y los ejemplos encasillados cumplen una función instructiva y didáctica, pero su utilización parece limitada al recinto escolar, así como su utilidad se limita a la que cabe esperar dentro de un marco artificial de detección y prevención de fallos del discurso.

Consideremos una muestra algo menos artificial que las antes aducidas a propósito de las clasificaciones escolares. Pedro pregunta a Marcos por la vecina del 5º y Marcos le asegura que la vecina se ha ido de vacaciones.

— ¿Cómo lo sabes? ¿Por qué estás tan seguro? —inquiere Pedro.

— Por la sencilla razón de que tiene el buzón lleno de cartas —arguye Marcos—. Y ya se sabe: cuando alguien se ha ido de vacaciones, su buzón se llena de correspondencia sin recoger. Mira el buzón de la vecina: ¿no está abarrotado? Pues bien, saca la conclusión tú mismo.

— Claro, claro —asiente Pedro.

Con miras a su localización en una clasificación estándar, podríamos reformularlo como un argumento A, que encarna un esquema lógico subyacente A´:


Ahora probemos a encasillar [A]. Para empezar, se da aires de deducción pero es un argumento deductivo malo en el sentido de resultar lógicamente inválido, pues de las premisas, es decir: de la correlación supuesta entre irse de vacaciones y tener el buzón lleno de cartas [digamos: si p, entonces q], y de la constatación de esto segundo [se da q], no se sigue la conclusión pretendida, no se sigue necesariamente lo primero [que se dé p]: el buzón puede estar lleno de cartas porque la vecina ha caído enferma o porque se encuentra en un viaje de trabajo, entre otros motivos. Pero a Pedro le parece un argumento aceptable. Así que estamos ante un mal argumento que a Pedro se le antoja bueno y convincente. En suma, según el canon, estamos ante una falacia.

Sigamos: se trata de una falacia formal, puesto que tiene una estructura lógica formalizable como apunta la esquematización [A*]. Más precisamente, dentro de este género formal, pertenece a la especie conocida como “falacia de afirmación del consecuente”. ¡Albricias! ¡Wow! Ya hemos dado con la casilla correspondiente para el argumento [A]. ¡Bravo, la clasificación funciona! Y la moraleja va de suyo: una ilación condicional (o consecutiva) estándar no convalida la aserción de la prótasis (o del antecedente) sobre la base de la aserción de la apódosis (o del consecuente). Aunque, por otro lado, esa ilación sí sancionaría o autorizaría la transición inversa de acuerdo con el famoso patrón denominado Modus ponendo ponens (poniendo —afirmando— el antecedente, se pone el consecuente) o sencillamente Modus Ponens. Son dos casos que, según los profesores de lógica, suelen prestarse a confusión. Comparemos:


También es costumbre añadir que, justamente, esta aparente semejanza del esquema [A*] con el Modus Ponens es la que propicia que el argumento [A] pase por ser válido cuando no lo es.

Pero todo esto funciona dentro de ciertos límites y convenciones. Veamos. El ejemplo resulta artificial tanto por consistir en un extracto textual descontextualizado pues ignoramos el propósito y el curso de la conversación, como por acomodarse a una reconstrucción deductiva propia de la lógica estándar. La correlación en juego podría no responder al condicional estándar, equivalente al uso de una condición suficiente, sino a otro tipo de condición (e. g. a una condición necesaria o del tipo “solo si p, entonces q”, sin ir más lejos); así como la inferencia subyacente podría no ser deductiva, sino abductiva o prestarse a otra suerte de razonamiento. En el contexto de lo que pudiera pensar Marcos sobre su vecina —“está tan pendiente de la correspondencia que solamente cuando se va de vacaciones, deja que el buzón se llene de cartas”—, el condicional de partida sería “solo si se da p, se da q”, de modo que el hecho de darse q es señal inequívoca del cumplimiento de p. Por otro lado, en una versión abductiva el argumento de Marcos podría conducir a una conclusión plausible a partir de un supuesto como el siguiente: “La mejor explicación de que la vecina, siempre tan cuidadosa ella, tenga el buzón abarrotado de cartas es que se haya ido de vacaciones, porque no hay indicios de otras causas (enfermedad, etc.)”. En otra versión, como razonamiento rebatible o por defecto, la suposición podría ser de este tenor: “Normalmente, los buzones se llenan de correspondencia sin recoger cuando la gente se ha ido de vacaciones”, que induce a una conclusión admisible sobre el caso de la vecina mientras no haya nueva o mejor información que la desmienta. Pero los patrones abductivos o rebatibles son unos recién llegados al campo dividido de los buenos/malos argumentos y aún no tienen unas casillas de falacias tan familiares como los patrones clásicos (deductivos, inductivos…); así que antes que un juicio sumario y un veredicto expeditivo, piden un examen contextual más fino de su calidad como argumentos. Sea como fuere, lo cierto es que, más allá de los casos escolares y las reconstrucciones ad hoc, el recurso convencional a las clases y los ejemplos puede no ser ni tan eficiente, ni tan efectivo como su empleo reiterado y su motivación didáctica harían suponer.

Con todo, las labores tradicionales de disección y taxidermia de las falacias acusan otras limitaciones aún más serias que las didácticas. Merecen atención dos en particular: (a) la insuficiencia crítica, (b) la irrelevancia teórica.

(a) La insuficiencia crítica se debe, en principio, a unas complicaciones de la detección de la argumentación falaz para las que el tratamiento taxonómico de tipos, especies y casos no está preparado. Son complicaciones como las nacidas de la existencia de usos falaces en ciertos contextos de unos esquemas argumentativos que bien pueden tener aplicaciones cabales y legítimas en otros contextos; son, por tanto, complicaciones como las impuestas por la identificación y evaluación contextual de los diversos usos discursivos de una determinada −se supone– clase de argumentos. Pero la insuficiencia también se debe, además, a la imposibilidad de fundar sobre esa base una política o una estrategia efectivamente preventivas: los casilleros de falacias son hormas de reconocimiento a posteriori puesto que, en razón de las complicaciones ya sabidas, no cabe asegurar que todos los argumentos de una determinada forma lógica, y con independencia de su contexto particular de uso, sean falaces o no lo sean.

(b) La irrelevancia teórica aún es más flagrante. La larga historia de las variedades y de las variaciones clasificatorias no nos ha deparado, desde luego, una teoría establecida de la argumentación falaz; pero tampoco nos ha proporcionado un criterio o un conjunto de criterios taxonómicos determinantes de una clasificación unitaria y efectiva, ni las recidivas discusiones al respecto permiten esperar que —por decirlo con el dubitativo acento de Augustus de Morgan— pueda haberla un buen día.

Tras esta exploración inicial de los malos argumentos que dan en ser falacias, nos encontramos con algunos apuntes de campo provisionales como los siguientes. Según parece:

1/ No hay una teoría general de la argumentación falaz.

2/ Tampoco hay una clasificación única y definitiva de los modos y casos en que una argumentación falaz puede llegar a serlo.

3/ Más aún, es dudoso que algún día contemos con ellas.

Si mantenemos la imagen biológica de la fauna de las falacias, podríamos decir que en este campo no solo no hay un Darwin —es decir, no hay algo equivalente a una teoría general—, sino que todavía no ha nacido siquiera un Linneo —es decir, tampoco hay una taxonomía establecida—. Más aún: uno se sentiría tentado a añadir que ni se los espera, si no fuera por la persistencia del afán de clasificación en aras, se supone, de la formación crítica de los estudiantes o de la pedagogía. Sin embargo, todavía hoy Frans van Eemeren, Bart Garssen y Bert Meuffels (2009) abren una panorámica histórica del estudio de las falacias con esta declaración que parece tener pretensiones tanto de reseña de lo hecho hasta ahora en este campo, como de directriz del trabajo posterior: «El objetivo general del estudio de las falacias es describir y clasificar las formas de argumentación que deberían considerarse infundadas o incorrectas»5. Me temo que esta declaración, entendida como reseña, es parcial y, tomada como directriz, resulta problemática.

Bien, habremos de observar desde más cerca el campo de la argumentación falaz para corregir o para corroborar estas impresiones primeras. Y, desde luego, lo haremos sin perder de vista las diferencias que ya han empezado a despuntar entre, de una parte, el trato convencional con unos ejemplares ad hoc o unas muestras disecadas de la fauna de las falacias y, de otra parte, nuestras relaciones y tratos efectivos con el discurso argumentativo. Huelga decir que hay más cosas en el mundo real de la argumentación falaz que las que caben en las enumeraciones al uso de las falacias. Para ir por sus pasos, empecemos con una historia trivial y una discusión como primera aproximación a su hábitat natural, a los contextos discursivos en los que cobran vida.

LAS FALACIAS EN SU AMBIENTE: UNA EXPLORACIÓN ETOLÓGICA. CUESTIONES DE DETECCIÓN E IDENTIFICACIÓN

«Descubra su hábitat natural y aprenderá mucho sobre un animal. Lo mismo vale en materia de lógica <...>. Tome, por ejemplo, el caso de la falacia».

Gerald J. Massey, “The fallacy behind fallacies”,

Midwest Studies in Philosophy, 6 (1981): 489.

El Colegio X trata de distinguirse por la atención prestada a sus estudiantes y por la competencia académica y pedagógica de sus profesores. Sin embargo, a mediados de noviembre el tutor del Grupo 1º C empieza a recibir quejas de los alumnos con respecto a un nuevo profesor de Lengua que ha venido a sustituir al titular que había caído enfermo a principios de curso: el nuevo profesor pone exámenes de un nivel inapropiado, califica de manera arbitraria, es irónico y mordaz al dirigirse a los alumnos, desaparece del Centro al terminar su clase y es reacio a dar explicaciones de la materia o de su programa didáctico tanto a los propios estudiantes como a los padres de alumnos que le han pedido cita preocupados por los problemas que sus hijos empiezan a tener en esa asignatura. Nuestro tutor observa durante varios días el comportamiento del profesor, revisa sus exámenes de Lengua y aprovecha diversas ocasiones para preguntarle sobre sus ideas o sus planes sin obtener más respuesta que una serie de evasivas. Las evasivas se extienden a la formación y la titulación del profesor, de modo que el tutor se decide a investigar la documentación que había presentado para optar y acceder al puesto. Allí se encuentra con una única y curiosa acreditación académica: un título de Humanidades expedido por una universidad filipina de la que no hay más noticias que su advocación cristiana y su localización en la isla de Luzón. Entonces decide presentar al director del Colegio un informe sobre el nuevo profesor en el que detalla las quejas de los alumnos, el comportamiento reiterado del profesor y su dudoso aval académico. Al final del informe no deja de añadir algunas propuestas para mejorar el conocimiento de los antecedentes y la acreditación de los títulos y referencias de los candidatos a ocupar un puesto docente en el Colegio, aunque sea para cubrir una baja de modo ocasional, por sustitución.

Pasa un mes. Van aumentando el malestar y las quejas del Grupo 1º C casi a la par que las muestras de incompetencia del profesor de Lengua; pero el director, en apariencia al menos, sigue sin darse por enterado de la situación. El tutor, entre impaciente e intrigado, acude a su despacho, donde ambos mantienen la conversación siguiente −que jalonaré en seis pares de intervenciones del tutor, T, y del director, D, para facilitar luego la referencia a las falacias presentes en cada turno.

(1)

T. − Perdone el atrevimiento, señor director. ¿Ha leído mi informe sobre la impartición de la asignatura de Lengua en mi grupo de tutoría, 1º C? ¿Qué piensa al respecto?

D. − Le he echado un vistazo. Aunque le confieso que no me merece mucha atención, puesto que mi cometido al frente de la dirección del Colegio no consiste en dar pábulo a los rumores sobre el profesorado o fomentar cotilleos de clase.

(2)

T. − Pero, señor, creo que se trata de un caso problemático que conviene atender cuanto antes para que la situación no se deteriore hasta el punto de que los estudiantes lleguen a perder este curso de Lengua.

D. − No lo veo así. A mi juicio, el problema estriba en que la actitud de Ud. como tutor y su mismo informe chocan con la política de privacidad y los ideales de respeto mutuo que constituyen la filosofía del Centro. Ésta es, naturalmente, la que ha de prevalecer.

(3)

T. − ¿Pero no le parece que el control de los antecedentes, titulaciones y referencias de los posibles docentes también interesa a un Centro que presume de la competencia académica y de las virtudes pedagógicas de sus profesores? Y siendo así, mi informe, lejos de ser silenciado y descartado, debería tomarse en serio y discutirse en una reunión general del director y de los representantes del profesorado en el consejo escolar.

D. − Ahora veo que, en realidad, Ud. estaba preocupado por la corrección formal del sistema de nombramientos del personal docente antes que por la solución del problema que dice plantear, la enseñanza de la Lengua en el grupo tutelado por Ud. No me ha sido sincero. Pero, bueno, si sigue empeñado en la reglamentación del acceso a la función docente en el Centro, eleve un nuevo informe a la dirección y al consejo escolar en ese preciso sentido.

(4)

T. − Le aseguro que me he visto llevado a este reporte por las quejas de los alumnos y padres de alumnos de 1º C, y que, en el curso de la investigación, me he encontrado con más irregularidades incluso que las esperadas en un principio. De ahí que mi informe no solo considere el comportamiento académico y didáctico del nuevo profesor, sino la revisión de nuestros procedimientos rutinarios de acreditación y contratación de personal docente, aunque solo sea al final y como apostilla.

D. − Pero, con su insistencia en sacar el caso del profesor de Lengua a la luz pública, ¿no está dando alas a la protesta estudiantil? Y, además, ¿no estará condenando a un buen profesor en ciernes, aunque todavía inexperto?

(5)

T. − Entonces, ¿considera Ud. que el informe no se funda en indicios racionales? O, en otro caso, ¿teme que su discusión en una reunión del consejo escolar se prestaría a juicios irresponsables y no respetaría, si fuera necesario, la confidencialidad?

D. − Lo que me temo es que la labor del tutor pase a convertirse en una especie de voyerismo y que, para colmo, se pida a la dirección del Centro la sanción e incluso la instalación de un sistema de espionaje de las clases. ¿No será que, a fin de cuentas, lo que se persigue con esos datos y con las sospechas de acreditación es someter a los nuevos profesores a un control desmedido y, en el peor de los casos, a un chantaje?

(6)

T. − Pero, señor director, esas insinuaciones carecen de base y, personalmente, las juzgo malévolas e inaceptables. Llevo ya años en este Colegio, Ud. me conoce bien.

D. − Eso creía yo, conocerlo... Sin embargo, es ahora cuando su obstinación me permite saber cómo es Ud. de verdad y puedo atisbar el sentido que su actitud esconde en el fondo. Al fin entiendo sus auténticas “razones”. Bien, no se hable más —concluye el director e indica a su interlocutor con un gesto terminante la puerta del despacho.

Antes de seguir, hagamos una prueba

Pruebe Ud. a ponerse en el lugar del director del Centro. ¿Se sentiría satisfecho con todas sus respuestas a las demandas del tutor, o con algunas sí y con otras no, o con ninguna en fin? ¿Cree justificada su actitud de resistencia a la luz de lo que él mismo aduce en el curso de la conversación? De verse en una situación parecida y sin otros elementos de juicio, ante unas cuestiones como las planteadas por el tutor, ¿adoptaría una línea de contestación similar o procuraría responder de otro modo?

Pruebe ahora a ponerse en la piel del tutor. ¿Se consideraría convencido por las réplicas del director: por todas, por alguna, por ninguna? ¿Se cree en la obligación de retirar su informe o de renunciar a sus propósitos de denuncia o revisión por tener que reconocer el peso y la fuerza de las razones del director? ¿Estima justo y adecuado el dictamen del director sobre el caso? ¿O le parece acertado el juicio que el director parece formarse de Ud.? ¿O no está dispuesto a asumir ni uno ni otro?

¿Ha respondido afirmativamente a todas las preguntas anteriores? Seguramente no. Puede, incluso, que su contestación haya sido negativa a la mayoría de ellas, aunque ahora no sepa a ciencia cierta y en todo caso por qué. Pero tiene la impresión de que algo anda mal, pese a que no acierte a identificarlo o no conozca las razones concretas de su desazón. Así ocurría —recordemos— ante los “espíritus animales” que, según se decía, se dejaban sentir con más facilidad que definir6. En la fauna de las falacias no faltan ejemplares de este tipo: hay por ejemplo paralogismos en los que uno incurre o se encuentra inopinadamente, sin advertencia previa. Pero también es posible que Ud., en todas las réplicas del director, haya observado y reconocido una falacia particular o, incluso, más de una en algún caso. ¡Enhorabuena! Es Ud. un experto naturalista del discurso o, al menos, se halla familiarizado con los catálogos usuales de las especies de falacias y con las consabidas muestras de ejemplares debidamente etiquetados. De ser así, no se le habrán escapado unos casos como los siguientes —baste considerar las palabras del director D—:

– En la réplica de D en (1) hay una falacia de descarte, descalificación o trivialización de los indicios o pruebas aportados por el informe. En determinados usos y contextos recibe la denominación de falacia del “muñeco de paja” (straw man), expresión que indica la indefensión a la que se reduce a un contrario mediante la elusión de sus razones y la deformación de sus tesis: así se ve convertido en un pelele fácil de derribar o de aventar, mientras el combate dialéctico degenera en una pantomima por falta de un adversario real. En el presente caso, tiene lugar, de modo intencionado o no, una maniobra de distorsión en la que el informe del tutor queda descalificado como mero traslado de rumores o simple muestra de cotilleo.

– En (2), hay una cortina de humo o una maniobra de distracción: algunos ingleses, llevados de su pasión por la caza del zorro, la denominan falacia del “arenque rojo (red herring)” —un arenque ahumado cuyo fuerte olor se empleaba para distraer a los sabuesos durante la persecución de su presa—. Aquí, pese a lo que piensa el director, no es un asunto de privacidad o una cuestión de respeto mutuo lo que el informe del tutor pone sobre el tapete. El argumento de D es una falacia semejante a la anterior en sus efectos de desviación del asunto en cuestión, pero diferente en la medida en que esta distracción supuesta por (2) difiere de la distorsión cometida en (1).

– En (3), hay una falacia de la contraposición forzada o del falso dilema, que da en tomar por opuestos o incompatibles dos aspectos del caso que, en realidad, pueden ser complementarios: uno referido a la situación de la asignatura de Lengua en 1º C, que es el objeto principal del informe, y otro relativo al procedimiento de contratación del profesorado, cuya torpeza o descuido puede haber contribuido a generar el problema planteado.

– En (4) hay una falacia de desestimación de unas pruebas e indicios objetivos o, por lo menos, susceptibles de comprobación, en favor de unas apreciaciones o suposiciones un tanto arbitrarias y en todo caso subjetivas. Es una muestra que aún carece, según creo, de etiqueta o denominación reconocida, aunque recuerde en parte la falacia presente en (1) y, en parte, la cometida en (2). Puede ser una indicación de la existencia de especímenes mestizos o híbridos en esta fauna informal de las falacias.

– En (5) se dan dos falacias al menos: una falacia de caricaturización que también podría clasificarse dentro del tipo de (1); y otra de insinuación perversa, por no prestarse de hecho a verificación o refutación, que puede recibir tanto la descripción culta de “innuendo” (del latín innuere, indicar por señas, insinuar), como la más popular y expresiva de “envenenar el pozo”. Sirve como el caso anterior para ilustrar un desafuero no insólito, el de cometer más de una falacia en un mismo argumento

– En (6), en fin, parecen concurrir no solo dos sino tres. Hay una falacia de alegación ad hominem, de remisión a una actitud personal del interlocutor que se desvía del caso argüido y de las pruebas en juego. Hay otra de tergiversación, irónica e incontrovertible, de sus alegaciones, con la que ya estamos familiarizados desde (1), aunque en este caso se trataría más bien de una variante de la falacia de apelación ad hominem, donde D trae a colación los oscuros puesto que no se declaran, pero auténticos, motivos —“razones” entre comillas— que mueven a T y presuntamente lo descalifican. Y al final aún podría haber otra falacia más, representada por el decidido carpetazo a la conversación: “no se hable más”, donde los estudiosos del diálogo crítico o racional suelen ver una especie de bloqueo o clausura indebida del intercambio dialéctico en la medida en que priva al contrario de su derecho a la dúplica o, en general, al uso de la palabra. Esto no deja de suscitar un problema añadido: el de distinguir entre lo que más bien consideraríamos un movimiento ilegítimo o un ilícito argumentativo y lo que más bien constituye una falacia. Las falacias tienen de modo tácito o expreso una condición discursiva y una pretensión argumentativa, de las que en principio carecen las actitudes y los gestos. Así que, por ejemplo, dejar con la palabra en la boca a nuestro interlocutor volviéndole la espalda o indicándole la puerta de salida, no es una falacia, no es un argumento falaz, por más que resulte una conducta impropia en el curso de una conversación o un corte censurable de la discusión misma. Pero, en situaciones concretas y aparte de que suelan aunarse y reforzarse las palabras y los gestos, no faltan a veces ni las actitudes elocuentes, ni los gestos con significación y función discursiva —a manera de réplica, por ejemplo—, de modo que la distinción anterior se desdibuja. Es otra señal de que, en la fauna de las falacias, las clasificaciones escolares de tipos y especies suelen ser más netas y nítidas cuando nos atenemos a unos ejemplares disecados, que cuando salimos al campo y nos movemos en los contextos de uso de las falacias vivas.

COMPLICACIONES: OTROS CASOS DE MENOS A MÁS SOFISTICADOS

Cambiemos ahora de tercio en busca de otros casos y de nuevas complicaciones como las que puede proporcionarnos generosamente la literatura. Hay, para empezar, casos de flagrantes falacias que las clasificaciones tradicionales no recogen o apenas consideran, y esta ausencia revela nuevas limitaciones del trato dado a las falacias en el Collegium logicum, en la lógica escolar. Una es, sin ir más lejos, la ignorancia de los casos irreducibles al plano monológico de un producto textual por implicar una interacción discursiva dialógica más allá de la perspectiva tradicional, como ocurre, por ejemplo, en la falacia relativa a la carga de prueba. La carga de la prueba consiste en la responsabilidad que un agente discursivo X asume al sostener una posición frente a algún otro agente Y, por ejemplo, al acusar a Y de haber cometido un delito; responsabilidad que X no debe evadir ni traspasar a Y en el curso de su confrontación, e. g. por el procedimiento de exigir a Y pruebas de su inocencia, cuando es el propio X quien debe probar la acusación. Se trata de un recurso bien conocido desde antiguo en el ámbito jurídico, sancionado por máximas como el brocardo: “Probat qui dicit, non qui negat (prueba el que afirma, no el que niega)” 7, aunque no resultara tan familiar para la tradición escolástica en lógica. Pero puede que la muestra más famosa de esta falacia sea literaria, a saber: la que aparece, junto con otros recursos falaces, en un pasaje del cap. 12, “El testimonio de Alicia”, de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll —un lógico, por cierto, poco convencional—. Veamos un extracto.

La acción viene del capítulo anterior, “¿Quién robó las tartas?”, donde la Sota de Corazones, acusada de haber robado las tartas de la Reina, comparecía ante un tribunal presidido por el Rey en calidad de juez. Después de las declaraciones de algunos testigos, el Conejo Blanco, creyendo disponer de un elemento de juicio importante, se había apresurado a aducirlo:

«– ¡Acaba de ser interceptado este escrito!

− ¿Qué es lo que dice? −preguntó la Reina

− Aún no lo he abierto −confesó el Conejo Blanco−, pero parece que se trata de una carta escrita por la prisionera a... a alguien.

– Así ha de ser −dijo el Rey−, porque de lo contrario habría estado dirigida a nadie, cosa que, según es bien sabido, no es usual.

− ¿A quién va dirigida? −preguntó uno de los jurados.

− No lleva dirección −constató el Conejo Blanco-. De hecho, no hay nada escrito en su exterior. [Dicho esto, procedió a abrir y desplegar el pliego] No se trata de una carta, después de todo; aquí no hay más unas estrofas en verso.

− ¿Se reconoce la escritura de la acusada? −preguntó otro miembro del jurado.

− Pues no −contestó el Conejo Blanco−. ¡Y eso es lo más extraño del documento! (Todo el jurado puso cara de extrañeza).

− Puede que haya imitado la escritura de otra persona −sugirió el Rey. (Las caras del jurado se iluminaron de alivio).

− Con la venia de su majestad −dijo entonces la Sota−, yo no he escrito eso y nadie puede probar lo contrario, puesto que el escrito en cuestión no lleva firma.

− Si no lo habéis firmado −declaró el Rey−, eso sólo agrava más vuestro caso, pues entonces no cabe la menor duda de que lo habéis escrito con alguna intención inconfesable, ¡de lo contrario habríais firmado como toda persona honesta!».

Pero las complicaciones pueden surgir no solo en los casos descuidados, sino a propósito de las falacias más notorias dentro de la tradición escolar. Una de ellas es la apelación ad baculum. Según su descripción en los catálogos, consiste en responder a lo que alega o puede alegar nuestro interlocutor, o nuestro oponente en una discusión, con una intimidación o una amenaza más o menos velada, que trata de ser disuasoria. Así, volviendo a la conversación imaginaria entre el director del Colegio y el tutor, D cometería una falacia ad baculum si frente a la insistencia de T arguyera con una advertencia de este tenor:

D. − A Ud. le parecerá bien fundado y digno de atención su informe sobre el nuevo profesor de Lengua, pero si insiste en darle publicidad, me veré obligado a convocar a la Junta para revisar la renovación de su propio contrato en el Colegio. Piense si le merece la pena correr el riesgo de quedarse en la calle al terminar el curso.

Pues bien, armados de esta noción de falacia ad baculum, consideremos otro caso famoso. En el c. VI de La Regenta cuenta Clarín que el diputado por Pernueces, Pepe Ronzal —alias Trabuco—, habiendo observado que en el casino de Vetusta pasaban por más sabios los que gritaban más y eran más tercos, se dijo que eso de la sabiduría era un complemento necesario y se propuso ser sabio y obrar en consecuencia. Desde entonces:

«Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo, procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima. Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin y blandiéndolo, gritaba:

− ¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡En todos los terrenos!

Y repetía lo del terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido».

A primera vista se diría que este procedimiento de Pepe Ronzal para dirimir la discusión constituye una falacia ad baculum (una apelación al bastón, nunca mejor dicho), un argumento donde el uso de razones ha sido sustituido por el recurso a la intimidación. Pero luego, en vista de que las falacias suelen definirse como argumentos no solo malos sino aparentemente buenos y por lo tanto ladinos y especiosos, cabe pensar que el proceder de Trabuco no es una falacia en un sentido propio, pues la fuerza y la eficacia de su intimidación descansan en que el antagonista se fije en el énfasis y en el báculo: aquí no se pretende engañar a nadie, sino reducirlo por las bravas al silencio. Así que, seguramente, lo que hace Trabuco no constituye una falacia en absoluto, puesto que Trabuco, en realidad, ni siquiera argumenta; antes bien, corta la posibilidad de hablar o discutir sobre el asunto, pone punto final a cualquier argumentación si alguna hubiera habido. Lo que este caso viene a ilustrar es la necesidad de precisar no solo las señas de identidad de las falacias, dentro del oscuro reino de los malos argumentos, sino antes que nada su condición misma de argumentos. Algo que no siempre puede hacerse con facilidad. Cierto es que hay textos discursivos que dejan traslucir o incluso traen escritas en la frente sus señas argumentativas. Hay textos que transparentan el canon estructural que la tradición lógica asigna al argumento: una o más premisas, un nexo ilativo y una conclusión conforme al esquema:

“son ciertas (plausibles, aconsejables…) tales y tales cosas; de donde se sigue (o se desprende) que también es cierta (plausible, aconsejable…) tal otra”.

Hay textos que vienen además con marcadores expresos de las premisas: “dado que (puesto que, en razón de, en el supuesto de …) tal y tal cosa”, o con marcadores ilativos de la conclusión: “luego (por consiguiente, en consecuencia, así que …) tal otra”.

Pero estos textos o productos argumentativos suelen ser extractos de procesos de argumentación y, en cualquier caso, representan la punta visible de un iceberg discursivo en el que subyacen los propósitos del agente o los agentes discursivos, la dirección y el objeto del discurso, el curso y el contexto de la conversación o de la discusión, etc. Entonces puede ocurrir que un texto sin esas claves argumentativas explícitas, —sin esa estructura canónica, ni esos marcadores del discurso—, funcione efectivamente como un argumento debido, por ejemplo, a que en tal sentido es entendido o asumido por sus usuarios en el contexto dado. Así como a la inversa, puede darse el caso de un uso irónico o humorístico de los marcadores ilativos en lo que no pasaría de ser un mero remedo de argumento 8. Esta referencia contextual y pragmática introduce ciertas complicaciones en la identificación de un producto o de un proceso discursivo como un argumento o una argumentación, donde no siempre cabe disponer de un procedimiento de detección inequívoco o automático y donde, para colmo, a veces hay que contar con la complicidad del destinatario o seguir el albur de la conversación para determinar la índole del discurso. Sigamos viendo muestras procedentes, según habíamos convenido, de la literatura.

De cómo un relato deviene en un argumento efectivo gracias a que lo asume como tal su destinatario, puede ser ilustración esta historia árabe: “Un visir en desgracia”, tomada del Libro de las argucias, II, c. viii.

Cuenta que un sultán tenía un visir envidiado por sus enemigos. Tanta fue la presión que supieron ejercer que, al fin, el sultán ordenó arrojar al visir a su jauría de perros para que lo destrozaran. El visir rogó un plazo de diez días para el cumplimiento de esta pena de muerte pues debía saldar sus deudas y arreglar sus asuntos. El plazo le fue concedido. Entonces acudió al Montero mayor con una bolsa de cien monedas de oro y le pidió que le permitiera cuidar de los perros del sultán durante diez días. En ese tiempo, logró que los perros se familiarizaran con él hasta asegurarse el reconocimiento y la fidelidad de todos ellos. Vencido el plazo, los enemigos del visir recordaron al sultán la sentencia. El sultán ordenó atar al visir y echarlo a los perros. Pero éstos se pusieron a dar vueltas a su alrededor, a lamerle las manos y a jugar con sus ropas. El sultán, asombrado, hizo comparecer al visir: “Dime la verdad. ¿Qué ha ocurrido para que mis perros te perdonen la vida?”. El visir respondió: “He servido a los perros durante diez días y el resultado ha sido, señor, el que has visto. Te he servido durante treinta años. El resultado ha sido una condena a muerte, debida a la influencia de mis enemigos”. El sultán enrojeció de vergüenza, y devolvió al visir su dignidad y su posición anterior —así termina la historia9—.

Está clara, aunque no se refiera, la argumentación reflexiva y práctica, deliberativa, en que el sultán convierte el escueto y antitético relato de su visir, para concluir que él no puede ser con su servidor menos justo y más cruel que los perros de la jauría. Los casos de este tipo revelan cierta primacía de la interacción argumentativa, y de sus aspectos dialécticos y retóricos, sobre la constitución canónica o textual de los productos discursivos, mientras apuntan la complejidad que puede darse en la identificación y el análisis de una expresión como argumento.

En la misma dirección discurren otros ejemplos, con el valor añadido de mostrar cómo una insinuación se vuelve falaz y efectivamente engañosa a través de su asunción cómplice por parte del destinatario de ese mensaje insidioso. Así como hay discursos que cuentan con la complicidad del interlocutor para ser cabalmente argumentativos —según acabamos de ver—, hay argumentos que requieren esa misma complicidad para ser efectivamente falaces. Una muestra paradigmática es la conversación que Yago y Otelo mantienen en la escena iii del acto III de Otelo, el moro de Venecia, de Shakespeare.

Desdémona acaba de salir de escena y Otelo se explaya confesando sus sentimientos hacia ella ante Yago:

«Otelo. − ¡Adorable criatura! ¡Que la perdición se apodere de mi alma si no te quiero! ¡Y cuando no te quiera será de nuevo el caos!

Yago. − Mi noble señor ...

Otelo. − ¿Qué dices, Yago?

Yago. − ¿Conocía Casio vuestro amor cuando hacíais la corte a la señora?

Otelo. − Lo conoció de principio a fin. ¿Por qué me preguntas eso?

Yago. − Sólo para dar satisfacción a mi pensamiento, no por nada más grave.

Otelo. − ¿Y cuál es tu pensamiento, Yago?

Yago. − No creía que Casio hubiera tenido entonces trato con ella.

Otelo. − ¡Oh, sí!, y a menudo nos sirvió de intermediario.

Yago. − ¿De veras?

Otelo. − “¡De veras!”; sí, de veras... ¿Ves algo en eso? ¿Casio no es honesto?

Yago. − ¿Honesto, señor?

Otelo. − “¡Honesto!”. Sí, honesto.

Yago. − Mi señor, por algo así lo tengo.

Otelo. − ¿Qué es lo que piensas?

Yago. − ¿Pensar, señor?

Otelo. − “¡Pensar, señor!”. ¡Por el cielo, me hace de eco como si anidara en su pensamiento algún monstruo demasiado horrible para manifestarse! Tú quieres decir algo. [Al fin, después de varias vueltas en torno a la honradez y el buen nombre, Otelo se impacienta] ¡Por el Cielo, conoceré tus pensamientos!

Yago. − ¡Oh, mi señor, cuidado con los celos! Es el monstruo de ojos verdes que se burla de las viandas con que se alimenta. Feliz vive el cornudo que ya está seguro de su destino, que no ama a quien le ofende. Pero, ¡qué condenados minutos cuenta el que adora y, sin embargo, duda; el que sospecha y sin embargo ama profundamente!

Otelo. −¡Oh, suplicio! [Otelo se resiste, no obstante, a dudar antes de tener pruebas; aunque termina reconociendo que, tras ellas, se verá obligado a decir adiós al mismo tiempo al amor y a los celos]

Yago. − Me alegro de eso, pues ahora tendré una razón para mostraros más abiertamente la estima y el respeto que os profeso. Por tanto, obligado como estoy, recibid este aviso. No hablo todavía de pruebas. Vigilad a vuestra esposa, observadla bien con Casio. Servíos entonces de vuestros ojos, sin celos ni confianza. No quisiera que vuestra franca y noble naturaleza se viera engañada por su propia generosidad. Vigiladla. Conozco bien el carácter de nuestro país: en Venecia, las mujeres dejan ver al cielo las tretas que no se atreven a mostrar ante sus maridos; su buena conciencia estriba no en no hacer, sino en mantener oculto lo que hacen.

Otelo. − ¿Eso me cuentas?

Yago. − Ella engañó a su padre para casarse con vos. Y cuando parecía estremecerse y tener miedo a vuestras miradas, era cuando las deseaba más.

Otelo. − Así fue, en efecto.

Yago. − Sacad entonces la conclusión».

¿En qué punto o puntos de esta conversación cree el lector/a que se halla agazapada una falacia, alguna alegación o razón aparentemente convincente pero insidiosa?

Si de los mundos de la creación y la imaginación literaria descendemos al mundo real y cotidiano de la argumentación, nos encontraremos con resultados similares a los ya entrevistos. Destacaré tres por su especial significación no solo con respecto a la tradición escolar, sino por su proyección hacia otras perspectivas analíticas y conceptuales que luego habremos de explorar también:

(1) De entrada, no nos vemos ante tipos, clases o especies de falacias, sino ante casos de argumentación falaz y usos falaces cuya identificación suele pedir algo más que el análisis de un texto o un producto expreso. Por lo regular y en la medida en que un argumento expreso no deja de ser la punta de un iceberg, esa identificación suele suponer ciertas referencias contextuales y pragmáticas de la interacción discursiva subyacente (una conversación, una discusión, etc.).

(2) En segundo lugar, es evidente que el tratamiento de una falacia dada no se reduce a su catalogación o su inclusión en un muestrario de “monstruos de la razón” —más aún, puede que el caso considerado no tenga nombre, ni domicilio fijo o casillero conocido—. En todo caso, nuestros tratos lúcidos con la argumentación presuntamente falaz pueden exigir, más allá de la cortesía eventual de su tarjeta de visita, consideraciones críticas por nuestra parte que también nos faciliten su identificación.

(3) Pero además hemos de reconocer que la vasta y variopinta fauna de las falacias incluye casos muy dispares: unos son especímenes notorios, incluso descarados; otros, en cambio, se asemejan a los “espíritus animales” de los que ya sabemos que se dejan sentir antes que definir con precisión, de modo que tanto su detección, como su tratamiento crítico resultan más complicados.

No estará de más alguna muestra o explicación de cada uno de estos puntos.

Para ilustrar el punto (1), la existencia de casos y usos falaces más allá de un texto o un producto lingüístico expreso, podríamos recordar las referencias contextuales a las que daba lugar el análisis de alguno de los ejemplos anteriores. Pero ahora también nos vendrá bien otro tipo de muestras que, de paso, plantea una cuestión que resultaba ajena a la tradición escolar: ¿hay falacias visuales?

UN PARÉNTESIS: ¿HAY FALACIAS VISUALES?

De acuerdo con la propuesta de considerar casos o usos falaces solamente los que tienen lugar como argumentos o en contextos argumentativos, esta pregunta guarda relación con otra cuestión previa debatida en la actualidad, la cuestión de si hay argumentación visual. En realidad, el asunto en discusión es más amplio y podría plantearse en estos términos generales: ¿solo cabe reconocer valor argumentativo al discurso monomodal lingüístico o también se puede atribuir esta significación y este valor a otros géneros de expresión polimodal que envuelven imágenes, gestos, movimientos? Actualmente, una tendencia dominante se inclina por (a): reconocer el papel paradigmático de la expresión lingüística tanto en el plano discursivo a efectos argumentativos, como en el plano metadiscursivo del análisis y la evaluación de unos presuntos argumentos; y así mismo por (b): atribuir posibles valores argumentativos de justificación, inducción suasoria o disuasoria, refutación, etc., a ciertas expresiones no lingüísticas o no meramente lingüísticas y, en suma, polimodales, cuya muestra más compleja podría ser una argumentación fílmica10. En el presente contexto, será suficiente atenerse a la argumentación básicamente visual.

Si no hay en absoluto argumentos visuales, mal puede haber falacias visuales. Y, por el contrario, si hay falacias visuales, bien puede haber efectivamente argumentación visual. Considere el atento lector/a si acaso no son falaces las figuras que puede ver más adelante en las páginas 41-42.

Una se presenta como un retrato robot del hombre de Neandertal, dibujado por F. Kupka según la reconstrucción dictada por Marcellin Boule a partir de unos restos hallados en La Chapelle aux Saints a principios del siglo XIX [Fig. I]11. Trata de aportar “evidencias” en favor de una tesis tácita, aunque nítida y elocuente, sobre la naturaleza brutal y simiesca del Hombre de Neandertal. La otra, no con menos pretensiones de reconstrucción real a partir de los datos disponibles, es un dibujo de A. Forestier, según instrucciones de Arthur Keith, que se opone a la imagen anterior en términos expresos [Fig. II]: “Not in the ‘Gorilla’ stage: the Man of 500.000 years ago”, reza al pie12. No representa ya a un fiero primate cazador, sino más bien a un laborioso artesano, con cierto aire victoriano, sentado al calor del fuego en su caverna: en lugar de un homínido violento y salvaje tenemos una suerte de Robinson Crusoe. Después de ver las figuras, cabe considerar los puntos señalados en un esquema posterior como pasos de esa posible confrontación dialéctica y como elementos de juicio sobre su carácter no solo argumentativo sino sesgado y falaz. Dejo al lector/a la elaboración discursiva correspondiente —así puede comprobar, de paso, cómo la (re)construcción cabal de una argumentación puede suponer la complicidad de un interlocutor o un destinatario—.



Valga el esquema siguiente para señalar algunos puntos de contraste:


Por lo demás, a las señales y evidencias puramente imaginarias, viene a añadirse algún error flagrante de interpretación. Por ejemplo, en los restos hallados en La Chapelle aux Saints se observan daños rotulares y deformaciones en el pie, que Boule dio en tomar por una prueba del caminar simiesco y encorvado del hombre primitivo, aunque hoy es sabido que provenían de una osteoartritis.

Creo que no es muy aventurado considerar que ambas figuraciones funcionan, o tratan de funcionar, como argumentos, con pretensiones de representación convincente y de justificación e incluso prueba de sus respectivas tesis acerca de la condición o la naturaleza del Hombre de Neandertal. Por otra parte, una y otra se oponen en una confrontación de argumentación y contraargumentación —como declara expresamente la réplica inglesa a la propuesta francesa—. Y, en fin, también es perceptible en la imagen que cada una trata de inducir, su carácter falaz: la intención de hacer pasar por representación verdadera o genuina lo que no es tal o carece de fundamento para serlo, según se desprende de los sesgos indicados y de los errores y abusos de interpretación. Hay, en conclusión, falacias visuales que demandan un tratamiento más contextualizado y complejo, conforme a (1), que el requerido por las falacias textuales y autocontenidas o, en general, monomodales13.

Pasemos a continuación a los puntos (2) y (3). Para empezar, veamos una lúcida muestra del proceder crítico conforme a (2) —i. e. una muestra de cómo este proceder contribuye a la detección e identificación de falacias—, tomada de una discusión filosófica efectiva. Se trata de un pasaje de la Ética de Baruch Spinoza que denuncia y rebate el uso falaz de la ignorancia como vía de conocimiento, la apelación a nuestro desconocimiento de unas causas determinadas para probar la existencia y la eficiencia de una voluntad y un designio divinos en todo cuanto ocurre (no es de hoy la llamada “teoría del diseño”). Pero la crítica de Spinoza de la doctrina de la providencia divina y de sus supuestos argumentativos no solo identifica una falacia, la apelación a la ignorancia, sino toda una estrategia falaz que determina el hilo del discurso.

«Y aquí no debe olvidarse que los secuaces de esta doctrina, que han querido exhibir su ingenio señalando fines a las cosas, han introducido para probar esta doctrina suya una nueva manera de argumentar, a saber: la reducción no ya a lo imposible, sino a la ignorancia, lo que muestra que no había ningún otro medio de probarla. Pues si, por ejemplo, cayera una piedra desde lo alto sobre la cabeza de alguien y lo matase, demostrarán que la piedra ha caído para matar a ese hombre de la manera siguiente. Si no ha caído con dicha finalidad, queriéndolo Dios, ¿cómo han podido concurrir por ventura tantas circunstancias? (A menudo, en efecto, se dan muchas a la vez). Responderéis, quizá, que así ha sucedido porque soplaba el viento y el hombre pasaba por allí. Pero −insistirán−, ¿por qué soplaba entonces el viento? ¿Por qué pasaba entonces el hombre por allí? Si respondéis, de nuevo, que se levantó el viento porque el mar, cuando el tiempo aún estaba tranquilo, había empezado a agitarse desde el día anterior, y que el hombre había sido invitado por un amigo, insistirán nuevamente a su vez −ya que el preguntar no tiene fin−: ¿y por qué se agitaba el mar?, ¿por qué el hombre fue invitado justo en aquel momento? Y así no cesarán de preguntar las causas de las causas, hasta que os refugiéis en la voluntad de Dios, el asilo de la ignorancia. Así también, cuando contemplan la fábrica del cuerpo humano, se quedan estupefactos y concluyen, dado que ignoran las causas de algo tan bien hecho, que no es obra mecánica sino sobrenatural y divina, de tal suerte constituida que ninguna parte perjudica a otra. Y de ahí proviene que quien investiga las verdaderas causas de los milagros y procura, en relación con las cosas naturales, entenderlas como sabio en lugar de admirarlas como necio, sea considerado hereje e impío y proclamado como tal por aquellos a los que el vulgo ensalza como intérpretes de la naturaleza y de los dioses. Porque bien saben ellos que, suprimida la ignorancia, desaparece la admiración estúpida, esto es, se les priva del único medio que tienen de argumentar y de preservar su autoridad» (Ethica ordine geometrico demonstrata [1677, publicación póstuma], Parte I, Apéndice. Cf. edic. de V. Peña. Madrid: Editora Nacional, 1984; pp. 99-100).

La falacia de apelar a la ignorancia como prueba de una tesis suele incluir dos maniobras incorrectas: en primer lugar, se traslada al adversario el peso o la carga de establecer su negativa o su alternativa a la tesis en cuestión; en segundo lugar, se toma la ausencia de respuesta definitiva en ese sentido por parte del adversario como una demostración positiva de la tesis propia: “Yo sostengo la tesis T; pruébame tú la contraria. Ahora bien, no pareces estar en condiciones de probar no-T. Luego, al no probarse no-T, mi tesis T queda demostrada”. En los casos más relevantes, estas dos maniobras se inscriben en una estrategia argumentativa. Reparemos en cómo funciona esta estrategia en el ejemplo anterior al trasluz de la crítica de Spinoza. Comprende cinco momentos o fases: [1] Recurso al procedimiento argumentativo de endosar al adversario la tarea de establecer la tesis opuesta mediante preguntas acuciantes que pueden dar la impresión de una genuina búsqueda de causas —por qué, y por qué entonces, etc.—. Esta impresión es doblemente engañosa: por un lado, trata de obtener la ausencia de respuesta en una línea de causas naturales; por otro lado, está encubriendo la tesis que procura establecer y que supone precisamente el bloqueo o el sinsentido de la investigación de tales causas. [2] Este procedimiento falaz es obligado pues la tesis que se quiere establecer carece de otro medio más fuerte de defensa: la tesis de que todo cuanto ocurre, se produce por voluntad y por designio divinos, no cuenta con pruebas directas y positivas —sería muy difícil demostrar que uno tiene hilo telefónico directo con la divinidad—. [3] En esta tesitura, el defensor de la tesis convierte la ignorancia en conocimiento y hace de la serie posiblemente indefinida de eventos y de causas una prueba terminante de su definición causal divina; lo cual supone dar otro paso ilegítimo: tomar lo no probado en favor de la tesis opuesta —sin que esta sea una posición absurda de suyo o inviable lógicamente— como elemento decisivamente demostrativo de la tesis propia. [4] Este proceder falaz, pautado por [1]-[3], es un patrón estratégico de argumentación que no sólo se aplica al caso considerado inicialmente, sino que cubre otros muchos casos desde la admirable fábrica del cuerpo humano hasta los milagros, según apunta Spinoza. [5] La estrategia se complementa con otro género de recursos y medidas, como declarar impíos y herejes a los que persistan en la investigación de causas naturales; declaración que, de ser empleada en este contexto argumentativo, también resultaría falaz por eludir la cuestión planteada y por cancelar deliberadamente el curso ulterior de la discusión —un curso posible en previsión del futuro desarrollo de nuestros conocimientos sobre el mundo natural—.

La contextualización en términos de estrategia le permite a Spinoza denunciar, en fin, dos intenciones o propósitos que guían a los defensores oficiales de la tesis de la voluntad y del designio divinos: (i) la intención, entre implícita y explícita, de bloquear el cultivo de la orientación opuesta, el estudio y la investigación de las causas naturales; (ii) el propósito, más bien tácito, de preservar su autoridad como intérpretes de la naturaleza y de los designios divinos subyacentes y activos en ella. A nadie le costará reconocer el aire de familia que la estrategia “providencialista” de tiempos de Spinoza guarda con ciertos discursos “creacionistas” de hoy en día.

Si del campo de la discusión filosófica pasamos al terreno del discurso común, nos encontraremos con muestras de muy diverso tipo y grado de elaboración. Veamos cuatro ejemplos que nos permitan una idea comprensiva al respecto: dos de ellos tendentes a los extremos opuestos de la ingenuidad y de la sofisticación, y otros dos de nivel intermedio, si bien de distinto carácter, uno más ideológico y el otro más técnico.

El primer ejemplo podría estribar en una confusión asociada al derecho a la opinión en nuestras sociedades democráticas. Según una versión relativamente ingenua rezaría: «En una sociedad libre y democrática, todo el mundo tiene el mismo derecho a expresar y defender su opinión; pues bien, yo creo que el sol gira en torno a la tierra —o, para el caso, yo creo que la verdadera causa de la Guerra Civil española (1936-1939) fueron las insurrecciones y revoluciones izquierdistas de 1934—; luego, yo tengo el mismo derecho a mantener mi opinión que la comunidad científica de los astrónomos −o, para el caso, de los historiadores− que sostienen lo contrario». Aquí son flagrantes los equívocos que obran en los alegatos de “tener derecho” y “tener el mismo derecho” desde la primera premisa hasta la conclusión, aparte de algún otro deslizamiento. La raíz de los equívocos podría hallarse en el confuso credo que reza: “en una sociedad democrática, todo el mundo tiene derecho a pensar, decir y sostener lo que quiera” —en versión folclórica—: “todo el mundo tiene derecho a su verdad”. A juicio del agudo lector/a, ¿por qué resulta confuso este credo? ¿O le parece justo, preciso y claro? Por otro lado, el derecho no solo a expresar sino a sostener una opinión ¿no implica el deber de justificarla, máxime si se opone a otras más plausibles o presuntamente justificadas?

Como segundo ejemplo, de nivel intermedio, podría servir una muestra bastante más elaborada pero no menos palmaria de discurso falaz: un artículo de J. A. Martínez Camino, entonces Secretario general de la Conferencia Episcopal Española, publicado en el periódico ABC el 17 de junio de 2005, bajo el título “La razón del apoyo de los obispos a la manifestación”. Bastará un extracto tan elocuente como generoso:

«No es nada habitual que los obispos muestren su apoyo a una manifestación convocada por una organización civil. Sin embargo, así ha sucedido en el caso de la que discurrirá por las calles de Madrid mañana, sábado, día 18, bajo el lema de “La familia sí importa” [a iniciativa del Foro Español de la Familia]. <…> El cardenal arzobispo de Madrid, el arzobispo de Toledo y otros han anunciado que participarán ellos mismos en la marcha.

Esta conducta episcopal excepcional corresponde a una situación aún más excepcional. El desafío al que se enfrenta la sociedad española con la reforma del Código Civil que se prepara es de magnitud histórica. La Iglesia Católica nunca se ha encontrado en los dos mil años de su existencia con nada parecido. Porque ninguna legislación ha pretendido jamás ignorar que el matrimonio es la unión de un hombre y de una mujer.

Es justo que determinados grupos minoritarios quieran vivir según sus puntos de vista sin ser por ello discriminados por las leyes. Pero, ¿qué es lo que en realidad va a suceder en España con la mencionada reforma del Código Civil? ¿Es verdad que significará tan sólo la eliminación de la supuesta discriminación que sufren quienes quieren “casarse” con personas del mismo sexo, sin que esto comporte imposición ni daño alguno para las mayorías, que seguirán prefiriendo hacerlo con personas de sexo diferente?

Pues no, no es verdad. La reforma del Código Civil dejará sin reconocimiento y sin protección legal específica al matrimonio que se supone que seguirá siendo el de las mayorías. El matrimonio ya no será en nuestras leyes la unión de un hombre y una mujer, sino cualquier tipo de unión. <…> No son las uniones de personas del mismo sexo las que se equiparan al matrimonio, sino que es el matrimonio el que se desvanece para dar cabida a todo. Esta eliminación legal del matrimonio no se ha dado hasta ahora –que sepamos– en ningún país del mundo. <…> El matrimonio, en su realidad propia, queda fuera de la ley. ¿No perjudica esto a la gran mayoría de las personas y a la sociedad en su conjunto? <…>

La Iglesia reconoce la realidad humana de la unión del varón y la mujer como la base antropológica del sacramento del matrimonio. Esa unión no siempre es sacramento cristiano, pero siempre es una realidad humana sagrada. <…> Pues bien, la destrucción de esa base antropológica esencial para la vida de las personas no debería dejar indiferente a nadie, y menos a los católicos. <…> Hemos de oponernos de modo claro e incisivo a una legislación contraria a la razón. No hay en esto ninguna invasión de campos ajenos. Nadie le niega al Parlamento la legitimidad para legislar. Pero todos podemos pedirle que legisle de acuerdo con la justicia; en este caso, reconociendo y tutelando el matrimonio como bien humano básico cuya estructura fundamental no está al arbitrio de nadie.

Las generaciones venideras nos pedirán cuentas de lo que hayamos hecho en estos días. No debe quedar duda de que, ante una injusticia legal sin precedentes, hemos defendido sin vacilar la institución del matrimonio y el bien de las personas, en particular el de los niños y el de los jóvenes, Por eso apoyan los obispos la manifestación de mañana».

Los lectores/as de entonces y de ahora han podido y pueden divertirse con esta apología de una manifestación católica y de un pronunciamiento eclesiástico contra una legislación que prevé extender el reconocimiento jurídico del matrimonio heterosexual al homosexual. No solo cae en excesos retóricos desaforados —e. g. al asegurar que la Iglesia, a lo largo de toda su historia, nunca se ha encontrado con nada de parecida gravedad—; bueno, se diría que las persecuciones de los cristianos, los cismas papales o las sangrientas guerras de religión han sido en comparación “peccata minuta”. También abunda en sesgos y distorsiones de la posición debelada —a la que acusa de poner el matrimonio fuera de la ley—, y en mixtificaciones de la posición propia —la identificación de una institución social con la naturaleza humana, naturaleza que para colmo se declara «sagrada», o la presentación de la Iglesia católica como paladín de una justicia y unos bienes humanos básicos frente al Parlamento de la nación—. La guinda retórica es, al fin, la invocación particular de los niños y los jóvenes, donde vienen a confluir viejas artimañas conocidas: la referencia no pertinente, la maniobra de distracción, la apelación ad misericordiam y el sofisma patético. Dejo al lector/a el placer de pescar en este río revuelto algunos otros tópicos falaces.

Como segundo ejemplo de nivel intermedio, aunque en un tono discursivo que envuelve no solo presunciones ideológicas sino nociones relativamente técnicas, puede servir el caso siguiente.

Z. es una población en la que hay un inmigrante africano por cada diez naturales del lugar. Un buen día, la Sra. García denuncia en la comisaría que ha sido asaltada y robada por un inmigrante africano: esta es su única identificación del asaltante. Las denuncias de este tipo son habituales en Z., así que el subcomisario Pérez acepta de inmediato el testimonio de la Sra. García -«Aquí hace tiempo que los inmigrantes se meten en líos y nos causan problemas»-, mientras que el comisario Rodríguez tiene sus dudas -«Aquí suele echarse la culpa de todo a los inmigrantes»-. Para aclarar las cosas, se representa lo ocurrido en el lugar del asalto alternándose varios residentes, unos naturales del lugar y otros inmigrantes de África, en el papel de asaltantes, y la Sra. García acierta a identificar el origen africano en el 80 % de los casos.

«− Está claro -dice convencido el subcomisario-. Reconozco que, en principio, el asaltante puede haber sido tanto un inmigrante africano, como alguien del lugar. Y me cuesta admitirlo porque cada día aumentan las denuncias contra estos inmigrantes y yo, como todo el mundo, los considero los primeros sospechosos. Pero no me negará, comisario, que dado ese alto porcentaje de acierto de un 80 % en la identificación de africanos, lo más probable es que la Sra. esté en lo cierto.

− ¿Tú crees? A mí no me sale ese resultado -observa el comisario-. La probabilidad de que la Sra. esté en lo cierto no pasa de 4/13, así que es más probable que se equivoque. Echa cuentas: la probabilidad de que el asaltante haya sido un africano y haya sido identificado correctamente es del 80% multiplicado por un 10%, la proporción de inmigrantes africanos en Z. como sabes; o lo que es lo mismo: 0.8 × 0.1 = 0.08. Y la probabilidad de que el asaltante haya sido alguien de aquí, pero identificado como un inmigrante de África, resulta 0.2 × 0.9 = 0.18. Según esto, se identifica a inmigrantes africanos en un 26 % de ocasiones, pero correctamente en solo el 8 % de ellas.»

Es muy posible que la interpretación que hace el subcomisario tanto de la frecuencia de las denuncias, como de los datos de este incidente concreto, esté sesgada no solo por sus problemas de cálculo, sino por la “percepción” de los inmigrantes africanos que predomina en Z: los inmigrantes africanos son en principio sospechosos. Podría ser entonces un paralogismo inducido o fomentado por ciertos prejuicios. Pero se convertiría en sofisma cuando el subcomisario Pérez, tras esta instructiva conversación, se empeñara en hacer valer esa misma argumentación ante otros interlocutores más ingenuos o igualmente suspicaces hacia los inmigrantes. Sea como fuere, en este caso de una suerte de falacia “metodológica” habremos de recurrir una vez más a la consideración de intenciones, inducciones y contextos.

Veamos para terminar una argumentación mucho más sofisticada, tanto que nos hace recordar la caracterización ya adelantada de algunas falacias discursivas como trampas o lazos que se dejan sentir con más facilidad que reconocer. Se trata de un mensaje publicitario puesto en circulación por la empresa R. J. Reynolds Tobacco Company en los años 1984-86, con el doble propósito de contrarrestar la opinión anti-tabaco establecida y blanquear su imagen, al menos ante un público potencial como la gente joven14. Dirigiéndose a los jóvenes precisamente, la tabacalera recomendaba:

«No fumes.

Fumar siempre ha sido un hábito de adultos. E incluso para los adultos, fumar se ha convertido en algo muy controvertido.

Así que, aunque somos una compañía tabacalera, no creemos que sea buena idea que la gente joven fume.

Sabemos que dar este tipo de consejos para los jóvenes puede resultar a veces contraproducente.

Pero si te pones a fumar solo para demostrar que eres adulto, está probando justamente lo contrario. Porque decidir fumar o no fumar es algo que deberías hacer cuando no tengas nada que probar.

Piénsalo.

Después de todo, puede que no seas suficientemente adulto para fumar. Pero eres suficientemente adulto para pensar».

El lector/a puede sospechar que este alarde “reflexivo” nos quiere hacer pasar gato por liebre, esconde algún truco. Lo difícil aquí, como en la ejecución de un buen ilusionista, es identificar el truco y explicarlo. Puede que no se encuentre mencionado entre las variedades tradicionales de falacias clasificadas en los manuales. También puede ocurrir que lo no dicho, la fuente y los objetivos tácitos del mensaje, junto con el tenor del texto en su conjunto sean los que, en principio, hacen desconfiar de una argumentación especiosa, antes que tal o cual punto argumentativo en concreto. En tal caso, además de la falacia como argumento-producto, como texto, pasaríamos a considerar la argumentación falaz como proceso, movimiento o maniobra, dentro de una estrategia de inducción de creencias, actitudes o disposiciones; y así pasaríamos de un enfoque atomista de las falacias a un enfoque holista de la argumentación falaz. ¿Se le ocurre algo al avisado lector/a en cualquiera de esos respectos?

Una pista: reparemos en las relaciones entre lo tácito y lo expreso y, dentro de este plano, entre lo declarado y lo sugerido. Para este segundo contraste puede ayudarnos una presentación sucinta de la argumentación principal del publicista:

a. Fumar siempre ha sido cosa de adultos.

b. Incluso para los adultos se ha vuelto algo controvertido.

c. Así pues, no es buena idea que los jóvenes fumen.

d. En suma, si eres joven, no fumes.

Argumentación que podemos iluminar y reconsiderar a luz de lo que el mensaje, en su texto y contexto, sugiere:

[1] Las razones a. y b. son las únicas que se mencionan como razones por las que los jóvenes no deberían fumar: hacen aconsejable que si eres joven, no fumes. [2] Ahora bien, no son buenas razones: los consejos de este tipo pueden ser a veces contraproducentes. [3] Si solo hay malas razones para no hacer algo, entonces no hay buenas razones para no hacerlo. [4] Claro está que también puede haber malos motivos para hacerlo, como el probar que eres adulto, de modo que piensa sobre la decisión que vas a tomar al margen de ellos. [5] En cualquier caso, que no te líen: juzga por ti mismo.

No estará de más advertir que el criterio de edad aducido no es cronológico e insalvable, sino social —los adultos pueden y tienen el hábito de fumar—, y elástico —los jóvenes ya son adultos para pensar—, de modo que, aparte de ser el único motivo que aparentemente cuenta para no fumar, resulta equívoco. A todo esto se suman dos imágenes proyectadas por el tono mismo del mensaje: (i) la generosa neutralidad de una empresa tabacalera —que, por cierto, dista de ser una ONG educativa15—; (ii) la autonomía del consumidor, a quien, por lo demás, se le hurtan las razones más serias y determinantes, como la exposición a un hábito con riesgo de la salud no solo propia, sino ajena, o las derivaciones y complicaciones de distinto tipo (dentarias, pulmonares, etc.), a la hora de tomar una decisión informada y sensata sobre si fumar o no fumar. En consecuencia, estas proyecciones (i)-(ii) no dejan de ser engañosas en sí mismas, ni dejan de contribuir al efecto global especioso que el anuncio procura.

Como colofón de este estudio de casos, me permitiré una llamada a la deseable cohabitación y colaboración entre (a) las labores de catalogación gruesa, la inclusión y distribución de los argumentos en las clases tradicionales de falacias, y (b) las labores de detección sensible y fina, cuando no nos encontramos ya con falacias declaradas sino con argumentaciones sospechosas y con usos falaces de diversos tipos de discurso efectiva o pretendidamente argumentativo. Y la llamada no se debe a ninguna especie de prudencia ecléctica, sino a la necesidad de atender tanto los casos relativamente fáciles de los argumentos falaces de toda la vida, como casos más complejos e intrincados de argumentaciones que piden habilidades críticas más finas, más sensibles o más comprensivas.

AVISOS DE AUTOAYUDA

Ya hemos visto que a veces bajan claras, pero a veces se oscurecen y empantanan las aguas del discurso, y en ocasiones pueden arrastrarnos sin que nos demos cuenta. Así que, llegados al final de esta presentación de las falacias, me atreveré a aventurar los que me gustaría que fueran unos avisos para navegantes. Pero al ser unos avisos más bienintencionados que precisos, tal vez no dejen de pertenecer a la blanda categoría de avisos de autoayuda. Espero que resulten útiles, sin embargo. Como el número diez tiene su encanto y el número tres conserva su magia desde antiguo, serán diez los avisos y podrían distribuirse en tres grupos: en el primero apuntaré unas directrices generales (I-III); en el segundo, unas directrices algo más específicas (IV-VII); y en el tercero, aludiré a ciertos recursos defensivos o críticos frente a las falacias (VIII-X).

I. En el curso de una alegación o una discusión podemos emplear diversas estrategias discursivas: unas para vencer o convencer, otras para no vernos engañados o vencidos. El afán de victoria y el propósito de convencer atraen más a los polemistas. Pero está claro que, al menos en las confrontaciones a medio y largo plazo, las estrategias segundas, las de autodefensa, suelen ser más eficaces que las estrategias primeras, las agresivas, aunque con ningún recurso, ni en la defensa ni en el ataque, tenemos asegurado el éxito. En todo caso, bueno será recordar el sabio y precavido propósito con el que se presentan los Tópicos aristotélicos: «La finalidad de este estudio es hallar un método con el que podamos construir argumentos correctos [silogismos] sobre cualquier cuestión que se proponga a partir de premisas plausibles y gracias al cual, si nosotros mismos sostenemos algo, no digamos nada que sea inconsistente» [100ª18-20].

Antes que vencer, procuremos no vernos confundidos y vencidos.

II. En las discusiones o confrontaciones, además de servirnos de estrategias, hemos de atenernos a ciertas reglas del discurso y a ciertas normas éticas de comportamiento. Tanto unas como otras velan por el entendimiento y el buen curso de la conversación, por el debate racional y por el juego limpio.

Además de saber jugar, juguemos limpio.

III. Siguiendo la línea de la directriz anterior, conviene reparar en que tanto a los efectos de vencer y convencer, como a los efectos de no dejarse engañar y darse por vencido, el fin no justifica los medios. Menos aún cuando se trata de medios a desterrar en virtud de una finalidad propia del juego argumentativo: el reconocimiento o el restablecimiento de los poderes de justificación y convicción de la razón. Lo cual implica practicar por norma la buena argumentación frente a los ardides o las trampas del discurso.

No vale cualquier gato con tal de cazar ratones.

IV. Combatir las falacias es luchar no solo por la propia lucidez sino por la calidad del discurso público; es —digamos— velar por la calidad del aire que todos, en nuestra condición de agentes cognitivos y discursivos, respiramos.

Hagamos del discurso público un ecosistema saludable de desarrollo sostenible.

V. Como no es posible inmunizarse contra las falacias, conviene estar despiertos para detectarlas, pero también ser cautos a la hora de identificarlas. Un argumento no es falaz porque contravenga nuestros deseos o creencias, o porque sencillamente no nos guste. Pero tampoco faltan indicios, tanto técnicos como ordinarios, de que un argumento es falaz o resulta, al menos, sospechoso de serlo. Los indicadores técnicos son los que se esperan de la teoría de la argumentación falaz o, en su defecto, de las clasificaciones y los catálogos de falacias al uso. Otro indicio disponible y al alcance de todos, es que el argumento nos haga arrugar la nariz o nos deje estupefactos, “choque” contra el sentido común. De ahí no se sigue que el sentido común sea la instancia decisiva o constituya una guía segura: el sentido común puede llevar a veces a errores de apreciación. Pero la falta de sentido común induce a error casi siempre.

Tratemos de afinar y desarrollar nuestro olfato crítico.

VI. Las falacias, los malos argumentos que nos engañan o han sido construidos para engañar, suelen envolver errores lógicos o metodológicos, o violaciones de las reglas del juego de dar y pedir cuentas y razones. Pero, por lo regular, también suponen alguna concepción o actuación discutible de orden práctico en el plano ético, social o político, así como ciertos sesgos del discurso público, al menos, en la medida en que no son movimientos o alegatos diáfanos y desinteresados. En consecuencia, la detección, el análisis y la depuración de las falacias son cuestiones que importan no solo en un plano conceptual y teórico, sino también en el plano práctico y socio-institucional.

No solo nos engañan las argucias, sino los prejuicios erróneos y los “intereses siniestros”16.

VII. La liberación de las falacias no debe aspirar al éxito definitivo o a la victoria final. Éstos son, de suyo, objetivos inalcanzables, dado que siempre estamos expuestos a caer de modo involuntario e inconsciente en paralogismos. Aparte de que alcanzarlos sería, por otro lado, indeseable en la medida en que también aprendemos a argumentar de nuestros fallos y errores cuando caemos en la cuenta y reflexionamos sobre ellos. Pero el empeño crítico es una empresa incierta a la que no le viene mal cierta “moral de ánimo” o de confianza en que, por lo regular, los buenos argumentos derrotarán a los malos, incluidos los que inducen a error o se prestan a engaños. Ahora bien, lo que el empeño crítico necesita con seguridad y en cualquier caso es una “moral de resistencia” frente a las tentaciones de cinismo, oportunismo y juego sucio; en especial dentro de marcos institucionales cuya estructura misma las favorece, sea deliberadamente o no, debido por ejemplo a las condiciones de opacidad o de asimetría que determinan la comunicación y la interacción discursiva dentro de ellos —pensemos, sin ir más lejos, en el caso de una iglesia jerárquica que define la disidencia como herejía y atribuye a su jerarca máximo la infalibilidad doctrinal cuando habla ex cathedra17—.

“Pase lo que pase, no se apague nunca la llama de la resistencia” —rezaba un lema de la resistencia interior francesa durante la ocupación alemana, 1940-194418—. Sea además una resistencia activa que reivindique respetos y derechos básicos como el de no ser desoídos o engañados.

VIII. Probemos a desnudar el argumento que suponemos falaz: hagámosle mostrar sus vergüenzas, sus defectos o sus carencias constitutivas. Es una estrategia aconsejable sobre todo cuando el argumento se presta a una reconstrucción en forma estándar. Se emplea normalmente en el caso de las falacias llamadas “formales (o lógicas)” y, más en general, en los casos que caben dentro de las casillas de las clasificaciones escolares. Pero también puede extenderse y generalizarse esta estrategia a través del recurso informal de los esquemas argumentativos, con el fin de someter el argumento a las cuestiones críticas pertinentes19.

La lógica tiene, como un buen espejo, la doble virtud de ser fiel y despiadada.

IX. Otra estrategia eficaz para el tratamiento de los argumentos normados y textuales es la reducción ejemplar al absurdo del argumento encausado o la aplicación del método del contraargumento de la misma forma.

Supongamos un argumento A de este tenor: “Todo cuanto existe tiene una causa. Luego, hay una Causa de todo lo existente”. Podemos ponerlo en evidencia mediante alguna muestra absurda o inaceptable del mismo género, como A*: “Todo círculo tiene un punto interior que es su centro —i. e. en cada círculo hay un punto interior equidistante de todos los puntos de la circunferencia de dicho círculo, según reza la geometría euclidiana—. Luego, hay un punto que es el centro de todo círculo”, conclusión que implicaría que todos los círculos euclidianos son concéntricos. O a través de una muestra más analítica, como A**: “Para todo el que es hijo hay alguien que ha sido su padre. Luego, hay alguien que ha sido padre de todos los hijos”. Este modo de poner en evidencia no es el único recurso para declarar el carácter falaz de un argumento de tipo A o, cuando menos, su invalidez. La tradición conocía otro procedimiento: consistía en denunciar el equívoco latente en usar el término universal ‘todo’ en la premisa con un sentido distributivo, donde ‘todo’ significa ‘cada uno (cada cosa existente)’, para pasar a emplearlo en otro sentido compuesto o no distribuido en la conclusión, donde ‘todo’ significa ‘el conjunto de lo existente”, inferencia sancionada como ilegítima. La lógica moderna dispone a su vez de un tratamiento formal como el prefigurado en la muestra A**, en la que el orden de los cuantificadores <universal, existencial> y sus dominios en la premisa —i.e. “para todo x hay un y tal que...”, donde el existencial cae bajo el dominio del universal—, se permutan de modo incorrecto en la conclusión —“hay un y tal que para todo x...”, de modo que es el universal el que queda bajo el dominio del existencial—. El recurso del contraargumento está especialmente indicado en contextos que se prestan a una normalización formal o esquemática: consiste en aducir un argumento de la misma forma que el puesto en cuestión, pero con una conclusión notoriamente falsa. Considérese, por ejemplo, un argumento B del tenor: “Todos los leones son mamíferos; todos los felinos son mamíferos; luego, todos los leones son felinos”. A pesar de que tanto ambas premisas como la conclusión son todas ellas proposiciones verdaderas, el argumento es una deducción inválida, según revela el contraargumento B* de la misma forma: “Todos los números pares son números naturales; todos los números impares son números naturales; luego, todos los números pares son impares”, cuyas premisas son parejamente verdaderas, pero la conclusión resulta palmariamente falsa, contradictoria por más señas.

Bien, el discreto lector/a sabrá en cada caso a qué recurso, más informal o más técnico, podría o debería atenerse: lo cual no dependerá solo del argumento mismo, sino también de los agentes discursivos en juego y de la situación de uso −contexto y campo de discurso, competencia del interlocutor o del jurado o del auditorio, etc.−. En todo caso, la ventaja de la contrastación del argumento en cuestión con un claro absurdo o con un manifiesto contraejemplo reside en la evidencia y contundencia con que puede actuar este procedimiento.

Para la falsa moneda se han hecho los contrastes.

X. Hay, en suma, varios y diversos procedimientos de hacer ver y hacer saber, o de explicar y justificar, que un argumento dado es especioso. Pero no hay métodos efectivos ni de detección, ni de prevención de toda suerte de falacias, como tampoco hay vacunas universales o estigmas indelebles. Así que tratemos de convertir las reglas de juego del dar y pedir razones en hábitos de conducta argumentativa, y procuremos estar precavidos frente a la eventualidad de argumentaciones que resulten sutil o sigilosamente falaces, aunque a veces sea difícil hallar o identificar una falacia determinada y tengamos que confiar en el olfato discursivo y la sabiduría pragmática que cabe esperar no solo de las luces teóricas, sino de la práctica deliberada y consciente, sobre aviso, de la argumentación.

«Buen entendedor. Arte era de artes saber discurrir; ya no basta: menester es adivinar, y más en desengaños», avisaba Gracián20. Valga como invitación no a la desesperación, sino a la cautela.

1 E. Damer (20055th rev), Attacking faulty reasoning. A practical guide to fallacy-free arguments. Belmont, (CA): Thomson Wadsworth, p. 43; las cursivas pertenecen al original. En consecuencia, una enumeración de los criterios del buen argumento puede deparar a contraluz una matriz clasificatoria de las falacias; esta es efectivamente una tarea a la que se aplica Damer, entre otros muchos autores en este campo.

2 Cf. Falacias. Trad. de H. Marraud. Lima: Palestra, 2016; p. 18.

3 Cf. A. de Morgan (1847) Formal logic, London: Walton & Maberly; H. Joseph (1906) An introduction to logic, Oxford: Clarendon Press; Scott Jacobs (2002) “Messages, functional contexts, and categories of fallacy. Some dialectical and rhetorical considerations”, en F.H. van Eemeren & P. Houtlosser, eds. Dialectic and rhetoric: The warp and woof of argumentation analysis, Dordrecht: Kluwer, pp. 119-130.

4 Véanse, por ejemplo, los socorridos listados del ya citado Damer (20055th) o de M. Pirie (20033rd) How to win every argument. The use and abuse of logic. London (New York: Continuum. En español, cf. los de R. García Damborenea (2000) Uso de razón, Madrid: Biblioteca Nueva o A. Herrera y J.A. Torres (20072ª), Falacias, México: Torres. En la red, “Fallacy Files” < www.fallacyfiles.org> presumía de una “complete alphabetical list of fallacies” con 175 especímenes, aunque el artículo “Fallacies” de Bradley Dowden en la Internet Encyclopedia of Philosophy <http://www.iep.utm.edu> suma 205 —30 más que la anterior— bajo lo que llama “partial list of fallacies”, modestia que augura a los taxónomos una tarea de Sísifo, es decir: inagotable. Por lo demás, también disponemos de versiones y actualizaciones españolas de la famosa Guía de falacias de Stephen Downes, por ejemplo, en http://filotorre.sinnecesidad.com/falacias.pdf. Cuando me refiera a falacias concretas en este libro, daré por supuestos estos listados y sus denominaciones tradicionales. En fin, para un replanteamiento general de los problemas de detección e identificación subyacentes en las taxonomías tradicionales de las falacias, me remito a mi (2015), Introducción a la teoría de la argumentación. Lima: Palestra; cap. 3, §1.2, pp. 178-200.

5 F.H. van Eemeren, B. Garssen, M. Meuffels (2009) Fallacies and judgements of reasonableness. Empirical research concerning the pragma-dialectical discussion rules. Dordrecht: Springer; p. 2.

6 Como mucho Fray Luis de Granada, sin citar sus fuentes, informaba de que «los espíritus animales se engendran en los sesos de la cabeza» y «son para dar a los miembros movimiento y sentido» (1583, Del símbolo de la fe, I, c. xxviii). También valdría decir algo parecido de algunas falacias de orden práctico.

7 Suponga que nuestro imaginario profesor de Lengua de 1º C interpela a un alumno después de un examen: “Ud. ha copiado, seguro. ¿Y lo niega? Venga, demuéstreme que no lo ha hecho”. La máxima citada sanciona el carácter ilegítimo de las demandas de prueba de este género que traspasan al imputado la obligación contraída justamente por quien hace la imputación. A lo que en este caso habría que añadir lo difícil que le resultaría al acusado probar un “hecho negativo” de este tipo.

8 Recordemos este texto publicitario del antiguo Fiat 500: «Cómo encontrar el amor gracias al Cinquecento. El Cinquecento consume poco. Por lo tanto, harás economías. Luego, tendrás dinero. Así que podrás jugártelo. Luego, podrás perderlo. Así que serás desgraciado en el juego. Luego, afortunado en el amor. En conclusión, lo que necesitas es un Cinquecento». ¿Es efectivamente un argumento o se trata más bien de una parodia urdida por la secuencia de las premisas y las conclusiones al hilo de los correspondientes marcadores ilativos?

9 Vid. El libro de las argucias. Relatos árabes. Recopilación de René R. Khawm. Barcelona: Paidós, 1992; t. II, Califas, visires y jueces, c. viii, pp. 293-294.

10 Recordemos una anécdota que se contaba del antiguo fabulista Esopo. Siendo niño, era tartamudo y tenía serías dificultades para expresarse oralmente. Estaba, junto con otros siervos jóvenes, al servicio de un agricultor que poseía una frondosa y fértil higuera. Un buen día, la higuera amaneció limpia de higos. El dueño preguntó quién había sido el ladrón comilón y los compañeros de Esopo, que se habían atracado de higos la noche anterior y conocían su defecto, no dudaron en señalarle con el dedo: “Él ha sido”. Esopo negaba con la cabeza, pero enrojecía de impotencia al no poder defenderse: no le salían las palabras. Al fin se le ocurrió pedir por señas que todos los siervos, él mismo incluido, bebieran una especie de leche agria que provocaba vómitos. Cuando todos vomitaron, los restos de higos denunciaron a los granujas, de modo que Esopo se vio libre de la imputación al mostrar su inocencia. Entendido así el recurso gestual de Esopo, ¿no tuvo valor argumentativo? ¿No fue una defensa convincente y efectiva?

En relación con el caso de la argumentación fílmica, puede verse Jesús Alcolea (2009), “Visual arguments in film”, Argumentation, 23/2: 259-275.

11 La figura apareció en L’Illustration en febrero de 1909, con el rótulo: “El hombre de La Chapelle-aux-Saints: una reconstrucción exacta del hombre de las cavernas prehistórico cuyo cráneo fue hallado en el Departamento de Corrèze”. Fue reproducida en Illustrated London News el 27 de febrero de 1909, pp. 312-3, bajo el título: “Un ancestro: el hombre de hace veinte mil años”. Para más detalles, puede verse Cameron Shelley (1996).

12 Se publicó en Illustrated London News el 27 de mayo de 1911, p. 779.

13 Recuerdo que al hablar de “argumentación visual” en este caso no me he referido a una argumentación visual monomodal, solo gráfica —aunque podría haberla como puede haber argumentos únicamente lingüísticos—, sino a una argumentación visual polimodal, en la que pueden concurrir soportes y medios discursivos de diversos tipos (sin ir más lejos, visuales y lingüísticos o incluso gestuales en el ejemplo anterior de Esopo, vid. supra, nota 11).

14 Pueden verse otras muestras de esta campaña publicitaria de Reynolds, y detalles sobre su contexto, en Frans H. van Eemeren, Rob Grootendorst, Sally Jackson y Scott Jacobs (1997), “Argumentación”, recogido en T. A. van Dijk, comp. El discurso como estructura y proceso, Barcelona: Gedisa, 2008 3ª reimp., pp. 320-328. El propósito de salvar la cara o de presentar una buena imagen de la compañía ha sido especialmente destacado por E. Gamer (2000), “Comments in ‘Rhetorical Analysis within a Pragma-Dialectical Framework’”, Argumentation, 14: 307-314.

15 El anuncio es una espléndida muestra de la moderna tendencia publicitaria que trata de “vender” una buena imagen social o incluso ética de la marca, antes que, o incluso al margen de, la venta de sus productos.

16 “Sinister interests” es una expresión consagrada del estudio de las falacias políticas emprendido por The Book of Fallacies de Jeremy Bentham (1824, edic. de O. Bingham); véase infra Parte II, texto 6.

17 Recordemos la observación de John Stuart Mill (1859, 1869): «Permítaseme que haga una observación: lo que yo considero presunción de infalibilidad no consiste en sentirse seguro de una doctrina, sea cual sea, sino en la posibilidad de decidir en nombre de otros acerca de una cuestión, sin escuchar lo que pueda alegarse en contra», Sobre la libertad, Madrid: Edaf, 2004, cap. II, p. 78.

18 Procedía de una famosa alocución radiofónica del general De Gaulle: «Quoi qu’il arrive, la flamme de la résistence française ne doit pas s’éteindre et ne s’éteindra pas» (18 de junio, 1940).

19 Puede verse la presentación comprensiva de Douglas Walton, Chris Reed y Fabrizio Macagno (2008) Argumentation schemes. Cambridge. Cambridge University Press.

20 Baltasar Gracián (1647), Oráculo manual y arte de prudencia, aforismo 25. En la edición a cargo de L. Sánchez Laílla, Obras completas, Madrid: Espasa Calpe, 2001, p. 212.

La naturaleza de las falacias

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