Читать книгу La naturaleza de las falacias - Luis Vega-Reñón - Страница 12
ОглавлениеPor desgracia, nuestros problemas de orientación con la fauna de las falacias no se limitan a los provocados por la presencia de remedos y de muestras artificiales o disecadas en su hábitat discursivo, y por el riesgo de que se confundan con ejemplares vivos o —digamos— “naturales” hasta suplantarlos en las “granjas” escolares. También tienen que ver con nuestros propios modos de discriminar y designar toda suerte de ejemplares y, en general, con la denominación misma de falacia, como ya hemos tenido ocasión de observar en el capítulo anterior y Dowden declara en el texto arriba citado. Más aún, el propio texto de Dowden sigue siendo vago o impreciso en otros sentidos, por ejemplo, en el de no recoger expresamente un aspecto y una dimensión determinantes del carácter falaz del tipo de error que aquí nos importa: no se trata solo de un fallo, un defecto o una equivocación de carácter discursivo o cognitivo; consiste además en un proceder incorrecto o ilegítimo y por lo tanto envuelve una dimensión normativa. Pues bien, con miras a procurarnos una especie de brújula conceptual para orientarnos por este terreno, podemos partir de las nociones siguientes.
1. A QUÉ LLAMAMOS ARGUMENTACIÓN FALAZ
Nuestros usos cotidianos de los términos ‘falaz’ y ‘falacia’ abundan en su significado crítico o peyorativo: insisten en la idea de que una falacia es algo en lo que se incurre o algo que se comete, sea un engaño o sea algo censurable hecho por alguien con la intención de engañar. Efectivamente, en los diccionarios acreditados del español actual, el denominador común de las acepciones de “falacia” y “falaz” es el significado de engaño y engañoso1. Son calificaciones que pueden aplicarse a muy diversas cosas: argumentos, actitudes, maniobras y otras varias suertes de actividades, tramas y enredos. Aquí vamos a atenernos a las actividades discursivas: solo éstas resultarán falaces. Ahora bien, dentro del terreno discursivo, la imputación de ‘falaz’ o de ‘falacia’ también puede aplicarse a diversos actos o productos como proposiciones (e.g. “el tópico de que los españoles son ingobernables es una falacia”), preguntas (e.g. “la cuestión capciosa «¿Ha dejado usted de robar?» es una conocida falacia”) o argumentos (e. g. “no vale oponer a quien se declara en favor del suicidio un argumento falaz del tenor de «Si defiendes el suicidio, ¿por qué no te tiras por la ventana?»”). Para colmo, no olvidemos que en el capítulo anterior hemos visto incluso representaciones o imágenes falaces.
Por otro lado, en ese vasto campo vienen a cruzarse y solaparse, amén de conchabarse, falsedades y falacias. Pero unas y otras son errores de muy distinto tipo: la falsedad tiene que ver con la falta de veracidad, en un sentido subjetivo, o con la falta de verdad, en un sentido objetivo; en el primer caso, lo que uno dice no se ajusta a lo que él efectivamente cree; en el segundo caso, lo que uno dice con referencia a algo no se ajusta a lo que esto efectivamente es. En cambio, el error del discurso falaz consiste en otra especie de incorrección o engaño que no es propia de unas meras declaraciones o proposiciones —lugares para la verdad o la falta de verdad—, sino peculiar de las tramas argumentativas de proposiciones y, en general, de las composiciones discursivas que tratan de dar cuenta y razón de algo a alguien con el fin de ganar su asentimiento —aunque para ello puedan envolver, como ya he sugerido, mentiras o falsedades—. Así pues, también supondremos que los términos ‘falaz’ o ‘falacia’ se aplican ante todo a ciertos discursos que cabe considerar “casos paradigmáticos”2, a saber: aquellos que son o al menos pretenden ser argumentos. Por derivación, podremos considerar falaces otras unidades discursivas (proposiciones, preguntas, etc.) en la medida en que forman parte sustancial de una argumentación o contribuyen a unos propósitos argumentativos.
Recordemos, por ejemplo, una encendida y despiadada soflama que Francisco Rico —académico de la Lengua y colaborador de El País— dirigió desde la tribuna de opinión del periódico (11/01/2011) contra la recién aprobada ley antitabaco, a la que tildaba de “ley contra los fumadores”. El artículo terminaba con la apostilla: “PS. En mi vida he fumado un solo cigarrillo”. Esta declaración levantó una nube de protestas contra la impostura de un Francisco Rico que había sido y seguía siendo fumador habitual. Pues bien, ¿constituye un remate argumentativo de la diatriba de Rico contra la ley, según entendieron la mayoría de los lectores del artículo? ¿O, más bien, representa una especie de juego irónico o de guiño para los conocedores de la vida y costumbres de Rico, una licencia retórica en suma? En el primer caso, podría oficiar como una especie de prevención frente al reparo de que sus ataques a la ley venían dictados por sus intereses de fumador y como una prueba adicional de la plausibilidad y neutralidad de las críticas vertidas en el artículo. En el segundo caso, no pasaría de ser una broma quizás poco afortunada en el marco de una tribuna de opinión de un periódico de información. En el primer caso, se trataría de una apostilla falaz a la que cabría acusar de falsedad o engaño en tal sentido. En el segundo caso, se prestaría más bien a una crítica estilística y a una sanción moral o deontológica. (Por lo demás, dada la ambigüedad quizás deliberada en que se movía esta nota final de Rico, no es extraño que se viera acusada y juzgada en todos estos sentidos). El ejemplo muestra, por otra parte, y una vez más, que no siempre será inequívoca la condición falaz o, siquiera, argumentativa del caso planteado.
Pero sigamos. Pasándonos de generosos, podríamos reconocer incluso ciertos procedimientos generadores de falacias o ciertas maniobras que producen unos efectos nocivos similares sobre la interacción discursiva en un marco argumentativo —así se habla, por ejemplo, de “maniobras falaces” de distracción o de dilación en una discusión o en un debate parlamentario—. Ahora bien, sea como fuere, convengamos en que las falacias tienen lugar de modo distintivo en un contexto argumentativo o con un propósito argumentativo. En suma, para empezar, vamos a considerar falaces ciertas argumentaciones o argumentos, incluidos los seudo-argumentos que traten de pasar por argumentos genuinos en un determinado contexto discursivo. Y por extensión también podrían considerarse falaces los elementos discursivos en la medida en que formaran parte de una argumentación o pretendieran tener valor o propósito argumentativo, como la apostilla antes examinada en la interpretación mayoritaria de sus lectores.
En este sentido, también será bueno recordar que nuestro término falacia proviene del étimo latino fallo, fallĕre, un verbo con dos acepciones de especial interés: 1/ engañar o inducir a error; 2/ fallar, incumplir, defraudar. Siguiendo ambas líneas de significado, entenderé por falaz el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —o al menos por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta o induce a error pues en realidad se trata de un seudo argumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. El fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas por su aparición o uso en un marco argumentativo, de modo que las razones aducidas para asumir la proposición o la propuesta que se pretende justificar no tienen realmente la fuerza o la virtud pretendida, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosas. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. A estos rasgos básicos o primordiales, las falacias conocidas suelen añadir otros característicos. Son dignos de mención tres en particular: su empleo extendido o relativamente frecuente, su atractivo suasorio o su poder de captación, su uso táctico como recursos capciosos de persuasión o inducción de creencias y actitudes en quien reciba el discurso.
De todo ello se desprende la ejemplaridad que se atribuye a la detección, catalogación, análisis y resolución crítica de las falacias. Pero, por otro lado, y más allá de estos servicios críticos, la consideración de las falacias también puede suministrarnos hoy noticias y sugerencias de interés en la perspectiva de una teoría general de la argumentación. Este papel de síntoma y de espejo del estado del campo de la argumentación, al que no suelen prestar atención los libros de falacias, será debidamente atendido y aprovechado más adelante —vid. Parte III, capítulo 3—. De momento, sigamos buscando y precisando algunos conceptos básicos para continuar avanzando en la exploración del terreno.
2. SOFISMAS Y PARALOGISMOS
En el campo de las falacias también se ha hablado desde antiguo de ‘sofismas’ y de ‘paralogismos’: un sofisma es un ardid o una argucia deliberadamente engañosa, mientras que un paralogismo es más bien un error o un fallo involuntario de razonamiento. Hay quienes, en la actualidad, han considerado esta distinción como una referencia intencional o psicológica, irrelevante a la hora de examinar un argumento3. Pero creo que resulta tan pertinente en el presente contexto como lo es en un contexto jurídico la existente entre dolo y culpa —pongamos por caso entre el asesinato y el homicidio involuntario—, a la hora de calificar y juzgar un acto delictivo. En todo caso, espero mostrar en lo que sigue el interés de la distinción y de la interrelación de sofismas y paralogismos para la teoría de la argumentación y, en particular, para la conceptualización de las falacias. Vayan por delante algunos ejemplos representativos.
Como muestra inicial de sofisma puede valer un argumento que Jaime Balmes aducía en El Criterio para justificar la pretensión del cristianismo de ser una doctrina verdadera: lo es efectivamente en razón de los milagros. He aquí el argumento:
«¿De qué medio se valieron los propagadores del cristianismo? De la predicación y del ejemplo, confirmados por milagros. Estos milagros, la crítica más escrupulosa no puede rechazarlos; que, si los rechaza, poco importa, pues entonces confiesa el mayor de los milagros, que es la conversión del mundo sin milagros» (cap. XXI, § 11; edic. BAC, t. III, p. 696)4.
De forma más nítida y terminante el argumento comparece como ejemplo de dilema en una nota que trata de compendiar la lógica escolástica en el capítulo dedicado al “Raciocinio” en ese mismo libro:
«El dilema es una argumentación fundada en una proposición disyuntiva que por todos los extremos hiere al adversario. O el cristianismo se difundió con milagros o sin milagros; si con milagros, el cristianismo es verdadero; si sin milagros, el cristianismo es verdadero también, pues se difundió con un gran milagro, que es el de difundirse sin milagros» (cap. XV, § 5; edic. cit., p. 648).
La pretendida prueba resulta no solo fallida, al descansar en una base acrítica como la milagrería, sino fraudulenta en la medida en que trata de enmascarar su carácter de petición de principio mediante una apelación aparentemente paradójica, pero en realidad equívoca a los “milagros” —a la milagrosa difusión de difundirse sin milagros—.
Entre las muestras de paralogismos merecen citarse las que Carlos Vaz Ferreira ha diagnosticado como falacias de falsa oposición. Dice a este respecto:
«Es una de las falacias más comunes, y por la cual se gasta en pura pérdida la mayor parte del trabajo pensante de la humanidad, la que consiste en tomar por contradictorio lo que no es contradictorio; en crear falsos dilemas, falsas oposiciones. Dentro de esta falacia, la muy común que consiste en tomar lo complementario por contradictorio no es más que un caso particular de ella, pero un caso prácticamente muy importante»5.
A su juicio, estas falacias son paralogismos o estados de confusión en los que se incurre por inadvertencia, aunque no sean errores ocasionales sino más bien sistemáticos e incluso fuentes de error, con serias repercusiones tanto en el orden del pensamiento como en el terreno de la acción6. En la Lógica viva presenta tres variedades principales: una, muy genérica, consiste en tomar por opuestos contradictorios dos extremos que son contrarios o simplemente dispares pero no irreconciliables; las otras dos, más específicas, son el falso dilema de juzgar excluyentes entre sí los casos complementarios, y el empeño en tratar como incompatibles los factores o elementos concurrentes en un caso complejo; todas ellas suelen discurrir con miras a primar uno de los casos o elementos considerados y descartar todos los demás. Aunque Vaz no lo mencione por atenerse a las muestras de su entorno, uno de los ejemplos más brillantes de contraposición sesgada y forzada es precisamente el constituido por una de las argumentaciones que se suponen “fundacionales” en la historia de la filosofía occidental. Me refiero a los primeros versos de la revelación de la diosa en el Poema de Parménides (s. V a.n.e.).
Recordemos que, a juicio de Parménides o a tenor de lo que la diosa declara, sólo cabe concebir dos caminos de investigación acerca del ser: (i) que es y no es posible que no sea, i.e. la vía de la verdad bien redonda, y (ii) que no es y es necesario que no sea, i. e. la vía de lo absolutamente incognoscible e inescrutable (28 B 2, 3-5). Por consiguiente, no queda sino un único camino pensable o practicable, que es y no es posible que no sea (28 B 8 1-2).
Pero, ni que decir tiene que, entre los dos extremos contrapuestos, caben efectivamente otros casos no considerados, como el de que no es necesario que algo sea y el de que no es necesario que algo no sea; casos que abren, en suma, la vía de la contingencia frente a las dos vías anteriores de la necesidad de ser y la necesidad de no ser. Así pues, lejos de ser contradictorios los extremos iniciales de lo que es y lo que no es, se limitan a resultar —dentro de su imprecisión— contrarios y, en definitiva, no llegan a determinar esa suerte de silogismo disyuntivo que el Poema pretende: no establecen la disyunción excluyente sobre la que Parménides quiere sentar, dada la imposibilidad absoluta del no ser, la imperiosa necesidad del ser7.
Ahora bien, la distinción entre sofismas y paralogismos tampoco ha de tomarse como una demarcación neta y tajante en todos los casos —salvo que la hagamos recaer en ese mismo vicio de la “falsa oposición”—. Hay argumentos en los que no sería fácil dictaminar si hay dolo, es decir sofisma, o simple culpa, es decir paralogismo, y aún son más frecuentes las situaciones en las que casos de uno y otro tipo se entretejen en la trama de un proceso discursivo falaz. Veamos alguna muestra de estas complicaciones.
Consideremos la argumentación siguiente, esgrimida con la pretensión de establecer precisamente la necesidad de argumentar:
«Que argumentar es una capacidad inherente al ser humano es algo sobre lo que no hay duda alguna. Es más, si alguien no estuviese totalmente convencido de ello, no tendría más remedio que ofrecer razones para, así, poner en claro que su opinión está bien fundamentada, y tratar, por tanto, de convencer al resto de la validez de su posición; se vería, por tanto, inevitablemente condenado a argumentar para justificar y fundamentar su posición. El ser humano asienta su vida, pues, en su capacidad argumentativa»8.
El argumento cuenta, en principio, con la ventaja de partir de una creencia común o, por lo menos, ampliamente difundida en el sentido de lo que Aristóteles llamaba éndoxon, i. e. algo que estima plausible todo el mundo o la mayoría de gente o los entendidos, a saber: la creencia en que argumentar es propio del ser humano9. Siendo así, la carga de la prueba podría recaer sobre el que ponga en cuestión este sentir común. Ahora bien, la tesis de que argumentar es una capacidad inherente y, más aún, inevitable porque solo puede cuestionarse argumentando, no deja de envolver una petición de principio. De entrada, cabe argüir que no consiste tanto en una capacidad inherente como en una habilidad tal vez distintiva, pero en todo caso adquirida, como el lenguaje, por ejemplo, y seguramente ligada a determinadas prácticas lingüísticas —recordemos los célebres casos de niños “salvajes” crecidos sin contacto ni comunicación humana, que luego se ven seriamente limitados, cuando no imposibilitados, en el ejercicio de sus “capacidades lingüísticas”—. En segundo lugar, tampoco es cierto que, si alguien cuestiona la necesidad de argumentar, se ve “invariablemente condenado” a hacerlo, a argumentar, para justificar su posición: por un lado, puede adoptar esa posición escéptica sin justificarla; por otro lado, la necesidad o el compromiso de argumentar solo se vuelven imperiosos una vez que está decidido el jugar a este juego; salvo circularidad, no son autofundantes ni autocomprensivos10. En cualquier caso, para terminar, la aserción final acerca del asentamiento de la vida del ser humano en su capacidad argumentativa resulta a todas luces una extrapolación tan infundada como desmedida, a pesar del marcador ilativo “pues” que trata de presentarla como recapitulación y consecuencia. Conforme a este análisis, la parte primera, destinada a establecer de modo concluyente la necesidad de argumentar, representa un paralogismo. Es un tipo de confusión no infrecuente en filosofía, propiciada por el uso y abuso de los que se han venido a llamar argumentos performativos, es decir: argumentos cuya conclusión no cabe negar sin caer en una contradicción, ni cabe establecer deductivamente sin caer en una petición de principio; son argumentos típicamente llamados a sentar tesis trascendentales. En cambio, la segunda parte, que se cierra con una especie de conclusión infundada pese a su aparente cogencia consecutiva y recapitulativa, podría considerarse engañosa o especiosa y, en esa medida, representaría un sofisma.
Algo más complicados y no menos ilustrativos pueden ser otros casos en los que sofismas y paralogismos se anudan y combinan como ingredientes interactivos dentro de un mismo proceso discursivo, por ejemplo, en el curso de una discusión. Valga como muestra el caso imaginario siguiente, que ya he utilizado en otras ocasiones11.
Manuel y Emi, marido y mujer, llevan discutiendo desde hace unos días el tipo de Centro al que van a enviar a su hijo para cursar la enseñanza secundaria. Manuel, que prefiere un colegio privado y confesional, ha puesto de relieve el peso de razones como la existencia de buenas instalaciones (laboratorios, aulas de informática, zonas deportivas, etc.), el seguimiento personal de cada alumno, la información puntual a los padres sobre cualquier contingencia, la seguridad, el trato con otros muchachos de buena familia. Emi, por su parte, prefiere una enseñanza pública y, dentro de lo que cabe, laica, impartida por profesores especializados que han superado pruebas de acreditación oficial de sus conocimientos, en un ambiente que al parecer fomenta la asunción personal de responsabilidades por parte de los estudiantes. La discusión ha llegado a un punto muerto en el que las diferencias sobre las prioridades en la formación del hijo y sobre el peso relativo de las razones enfrentadas se manifiestan difícilmente salvables.
«- ¿Y si preguntáramos al niño? -sugiere Emi.
– Te contestará lo de siempre, que él irá donde vayan sus amigos; no nos sirve -descarta Manuel para adoptar luego un aire de abatimiento y cansancio-. Insisto en que debemos llevarlo al colegio San Tal. Bueno, ya sé que no te convencen el ideario y algunas otras cosas. Pero, como ya te he dicho, me parecen cuestiones menores. Venga, Emi, apiádate de mí. Me gustaría que resolviéramos este asunto ya. El tiempo apremia y yo, por lo menos, no puedo seguir dando vueltas a un problema que no me deja ni dormir: te confieso que me tiene bastante inquieto y apurado, la verdad.
– Pero, Manuel -opone débilmente Emi-, no te pongas así. A mí también me preocupa, ¿sabes? Es una cuestión importante que no conviene decidir a la ligera, sin discusión, por las buenas.
– Ni por agotamiento, Emi. Si llevamos días discutiendo ... Yo, por lo menos, me siento abrumado y agotado, me tienes vencido.
– Pero preferiría convencerte -Emi mira a su marido, cabizbajo y hundido en el fondo del sofá, y se entrega a un sentimiento de lástima; le pasa la mano por los cuatro pelos lacios de la cabeza-. Venga, Manuel, anímate. En fin, quizás durante un curso podríamos probar con tu santo colegio ...
– ¡Claro que sí, Emi! -Manuel vuelve a la vida-. Tienes toda la razón: a fin de cuentas, un curso no es más que un curso. ¿Vale, entonces? ¿Sí? Pues, no se hable más, mañana inscribo al niño en el colegio».
Esta escena se presta, desde luego, a más de una interpretación. Pero como se trata de un ejemplo, la interpretación que voy a destacar es la siguiente. Manuel ha desistido de convencer a Emi con razones, pero no renuncia a la consecución de su objetivo y ensaya otra estrategia: la de dejar que a ella misma la venzan sus emociones. Para esto tiene que propiciar el estado de ánimo oportuno y un medio eficaz de lograr esa finalidad instrumental será cargar la suerte sobre el aspecto más interpersonal y emotivo de la interacción discursiva. El primer paso de Manuel en esta dirección es la inserción de una apelación a la benevolencia: «Venga, Emi, apiádate de mí»; otro paso más decidido, en el que viene envuelto el reclamo de que urge una resolución, es una apelación de Manuel ad hominem, la apelación a sí mismo: «Me gustaría», «no puedo seguir» «te confieso». Emi trata de evitar este deslizamiento; se resiste a dejarse caer en las redes que tienden esos sofismas de falta de pertinencia para el punto en discusión. Pero Manuel presiona en la misma línea hasta el punto de inducir la impresión de darse por vencido. Emi cede: su resistencia intelectual está debilitada por sus deseos de no mantener ni aumentar el malestar de que da muestras su marido; además, por un lado, quiere estar a la altura de la bondad de Manuel que parece ponerse en sus manos, agotado; y, por otro lado, la presión moral del estado de postración que presenta su marido deviene irresistible. La mejor solución será una salida de compromiso capaz de salvar tanto su buena conciencia, con una concesión provisional, como sus buenos sentimientos, y Emi concede «podríamos probar durante un curso». Manuel, súbitamente redivivo, se apresura a darle la razón, «¡Claro que sí! Tienes toda la razón», y corrobora tan buena idea con un tópico tranquilizador y ambiguo —las tautologías valen para todo—: «un curso no es más que un curso». A Manuel solo le resta aprovechar la ocasión para fijar el acuerdo: ha conseguido no solo vencer la oposición de Emi y doblegar su voluntad —él no parece preocuparse tanto como ella de llegar a un convencimiento por razones—, sino que sea la propia Emi la que al final ha propuesto la solución que le conviene. Según esta reconstrucción, Manuel se ha valido de diversas estratagemas al servicio de la estrategia falaz de inducir a Emi a llegar a ese acuerdo. Para empezar (pasemos por alto su rápido descarte de la complicación que supondría contar con la opinión del niño), ha desviado el curso de la discusión hacia otro terreno, su propio y personal terreno. Luego, en este campo propicio, ha hecho las apelaciones oportunas para atraer la atención de Emi hacia unos aspectos colaterales pero con la fuerza suficiente para dirimir el punto principal; incluso, consciente del talante y la disposición de Emi, ha jugado la baza de declararse “vencido”. El éxito ha venido a coronar la efectividad de su estrategia inhibitoria de la oposición de Emi. Manuel no se ha interesado por la transparencia de sus movimientos y desplazamientos, no ha sido franco para declarar: «como nos separan diferencias sustanciales que ahora no podemos superar, dejemos la discusión para otro momento, o pasemos a considerar otros aspectos de la cuestión si los consideramos pertinentes»; ni Emi ha hecho gran cosa para prevenir o remediar la confusión y la desviación resultantes. Manuel tampoco se ha preocupado de que la interacción fuera simétrica, sino que, al contrario, él mismo y su abatimiento se han erigido en el principal y decisivo punto de referencia: ha tendido una red en la que Emi se ha visto atrapada, con sus opciones limitadas al plano emotivo y personal —las de aumentar o atenuar el estado de malestar manifestado por su marido— y orientadas hacia una solución sesgada de compromiso. ¿Por qué no probar el primer año, si «un curso no es más que un curso», en un colegio público?
Esta reconstrucción de la estrategia seguida por Manuel corre por cuenta de un “tercero en discordia”, corre a cargo de un observador o un analista del caso. No es preciso atribuir a Manuel una planificación cabal y premeditada de cada uno de los pasos a seguir; basta observar la coherencia de sus intervenciones dolosas en una línea discursiva determinada para avanzar la hipótesis de su interpretación en términos estratégicos. Así como basta tener constancia de sus intenciones expresas o tácitas, a la luz de sus intervenciones en el proceso de comunicación, para hacerle responsable de una actuación falaz. Basta, en fin, constatar la participación o la complicidad de Emi en esas maniobras, hasta su desenlace final, para detectar una o más falacias efectivas donde lo que en Manuel serían falacias intencionadas o sofismas, en Emi resultarían paralogismos o concesiones inducidas, sin que esto la exima de su colaboración y su corresponsabilidad objetivas en el curso y en el desenlace de la discusión —por lo demás, este combinado de una intención falaz del inductor con un error o una confusión del receptor es una combinación normal en las falacias efectivas—. En esta discusión, en efecto, pueden detectarse violaciones de las máximas que facilitan el curso de la conversación —por ejemplo, las que velan por una comunicación franca y veraz—, transgresiones de las reglas que gobiernan la discusión crítica —la de no cambiar subrepticia e inopinadamente de tema, la de aducir alegaciones pertinentes para el punto en discusión, la de respetar el curso de razonamiento del contrario—, y apelaciones ad —ad hominem, ad misercordiam—, que distraen o desvían el curso de la discusión. Claro está que todo esto depende, en cierto modo, de una interpretación argumentativa y argumentada: no deja de ser también el fruto de una historia y unas razones aducidas por el observador o el analista que procura dar cuenta y razón de la escena discursiva observada en términos de las nociones apuntadas: sofismas, por una parte, complicidad de paralogismos por la otra. Caben versiones alternativas de la situación: por ejemplo, ¿y si Manuel fuera una persona tan sensible como honesta, dada a plantear las cosas en el terreno de los sentimientos y las satisfacciones personales? ¿Y si Emi, buena conocedora de esa disposición de su marido, se prestara comprensivamente a seguirle el juego, de modo que ambos se vieran envueltos en un juego de espejos paralogísticos?
Estas y otras complicaciones del mismo género invitan a concebir el campo de la argumentación como un terreno común en el que medran tanto las buenas como las malas hierbas; entre las malas hierbas, figuran las múltiples variantes de la argumentación falaz que se extienden desde el yerro más ingenuo quizá debido a incompetencia o inadvertencia, en el extremo del paralogismo, hasta el engaño urdido subrepticia y deliberadamente, en el extremo opuesto del sofisma. Aunque muchas variantes se solapen y la región de la argumentación falaz parezca una especie de continuo, no se borra la distinción y separación entre ambos extremos, de modo parecido a como una gama de grises no difumina la distancia entre lo blanco y lo negro.
Los casos más interesantes de paralogismos son los que tienen lugar como vicios discursivos o cognitivos que pueden contraerse con la misma práctica de una pauta de razonamiento fiable en principio. Así, por ejemplo, confiamos en polarizaciones y oposiciones para introducir cierto orden en la conceptualización del mundo12 o para aprovecharnos de la eficacia y la economía discursivas de pautas de argumentación como “el silogismo disyuntivo”, aunque nos confundan las falsas contraposiciones o se nos vaya la mano en unas categorizaciones de falsos opuestos como las denunciadas por Vaz Ferreira. O, por poner otro caso, seguimos confiando en nuestra inveterada tendencia a generalizar, e. g. a efectos de identificación, previsión o prevención, aunque esto no deje de llevarnos a veces a generalizaciones precipitadas o a categorizaciones indebidas. Un ejemplo es la reacción de la paloma que empolla sus huevos cuando ve deslizarse hacia el nido a la alargada y zigzagueante Alicia, en el c. 5 de Alicia en el País de las maravillas de Lewis Carroll. La paloma recela de la niña que se mueve culebreando entre las hojas de la copa del árbol donde ha puesto el nido, tiene el cuello largo y, para colmo, confiesa que ha comido huevos… ¡Es una serpiente! De modo que la prudencia preventiva de la paloma, más bien infundada o irracional si se quiere desde un punto de vista teórico o cognitivo, parece hasta cierto punto razonable desde otro punto de vista práctico o estratégico13. En esta perspectiva del fallo de funcionamiento o de una mala ejecución de nuestras habilidades discursivas, se explica fácilmente la naturalidad con que podemos caer en paralogismos, la dificultad de corregirlos e incluso la peculiaridad de que a veces, aun siendo casos de mal proceder discursivo, nos parezcan buenos: se trataría de una situación parecida a la de los procedimientos o los mecanismos familiares que se nos descomponen o, en nuestra torpeza, descomponemos, de modo que, concluyendo con palabras de Vaz, lo que podría haber sido instrumento de la verdad se convierte en instrumento del error (2008, edic. c., p. 132). Un mérito de Vaz Ferreira ha sido justamente el haber llamado la atención sobre los aspectos discursivos, psíquicos y cognitivos de los paralogismos, tras la idea de falacia de confusión avanzada por el System of Logic de Stuart Mill (1843) —vid. más adelante los textos 9 y 10 de la Sección segunda de la Parte II y los comentarios históricos al respecto—. Este planteamiento de Vaz ha tenido posteriormente una inesperada confirmación y una notable proyección a través del estudio en los años 1980 y ss. de los llamados “heurísticos”, recursos eficientes en condiciones acotadas de procesamiento de la información por limitaciones de tiempo, memoria o competencia específica, que pueden prestarse a fallos de presunción o a distorsiones de juicio en casos no normales o en otros dominios cognitivos14.
Con todo, al margen de la significación cognitiva de los paralogismos y según una suposición habitual de la tradición lógica, las falacias más relevantes son las que tienden al polo de los sofismas efectivos y con éxito, es decir las estrategias capciosas que consiguen confundir o engañar al receptor, sea un interlocutor, un jurado o un auditorio. Han sido, al menos, las falacias más atendidas y mejor estudiadas. El secreto de su importancia radica, en principio, en su interés y su penetración crítica; se supone, desde luego, que la familiaridad con los sofismas es una exigencia de la formación del pensamiento crítico y de la madurez discursiva, sea a efectos defensivos o sea incluso a efectos agresivos, como estratagemas para hacer valer nuestra posición ante un adversario o para atraerlo a nuestra causa. Por otro lado, esta idea del sofisma como argumentación especiosa nos permite detectar no solo el recurso a argumentos espurios, sino la manipulación falaz de formas correctas de razonamiento —análogamente a cómo podemos reconocer el discurso que trata de engañar incluso con la verdad—. Este punto tiene cierto interés. Permite reparar en que, así como puede haber malos argumentos que no son falaces, también pueden darse argumentos válidos que obran como falacias15. Avanzando un paso más, podemos advertir no solo sus efectos perversos sobre la inducción de creencias o disposiciones, sino su contribución a minar la confianza básica en los usos del discurso. Este será un punto sustancial a la hora de considerar propuestas como la que se podría llamar “maquiavelismo preventivo” de A. Schopenhauer (1864, edic. póstuma) —vid. más adelante el texto 8 de la Parte II—.
Pero su importancia también estriba en lo que unos sofismas cumplidos nos revelan acerca de la argumentación en general. En tales casos, la argumentación falaz se perpetra y desenvuelve en un marco no sólo discursivo sino interactivo, donde la complicidad del receptor resulta esencial para la suerte del argumento: para que alguien logre engañar, alguien tiene que ser engañado. La dualidad de sofismas y paralogismos presenta así una curiosa correlación: el éxito de un sofisma cometido por un emisor trae aparejada la comisión de un paralogismo por parte de un receptor, de modo que la complicidad del receptor viene a ser co-determante de la suerte del argumento. Más aún, como es difícil, si no imposible, que una misma persona se encuentre al mismo tiempo en ambos extremos del arco de la argumentación falaz, el sofístico y el paralogístico —nadie en sus cabales logrará engañarse ingenua y subrepticiamente a la vez a sí mismo16—, entonces la eficacia del sofisma típico comporta la efectividad de la interacción correspondiente entre los diversos agentes involucrados. Dicho de otro modo y en homenaje a nuestro héroe de la infancia, Robinson Crusoe: Robinson, náufrago y solitario en la isla, no consumará un sofisma efectivo antes de Viernes. Pero no tiene por qué ocurrir así en el caso de los paralogismos, puesto que no todo paralogismo es el resultado de una estrategia deliberadamente engañosa, ni para su comisión es necesario contar con la intervención de otro agente distinto del que incurre en la confusión o el fallo discursivo. En suma: un paralogismo puede ser monológico, cosa de uno mismo, mientras que un sofisma es más bien dialógico, cosa de dos al menos, y un sofisma sólo se cumple efectivamente con la complicidad de un paralogismo17.
3. NOCIONES MÁS O MENOS AFINES DENTRO DEL CAMPO DEL ERROR, DEL FALLO O DEL ENGAÑO COGNITIVO O DISCURSIVO
Las falacias y sus especies, sofismas y paralogismos, no son desde luego los únicos habitantes del mundo del error o del fraude cognitivo y discursivo. Así pues, llegados a este punto, no estará de más ver cómo se sitúan las falacias con respecto a otros errores, fallos o fraudes relativamente vecinos o incluso cómo se relacionan con ellos. Cuando menos, podremos hacernos una idea general de este oscuro, pero poblado mundo y pergeñar una especie de mapa de las nociones relacionadas con los errores, los fallos o los fraudes cognitivos y discursivos, que nos ayude a identificar el lugar y la significación de la argumentación falaz en este terreno18.
A mi juicio, en una perspectiva comprensiva y adecuada a estos efectos, cabe distinguir varios casos como los siguientes: (a) enredos o fallos más bien ocasionales; (b) sesgos (b.1) psicológicos típicos, (b.2) sesgos de juicio o ilusiones gnoseológicas; (c) paradojas; (d) ilícitos argumentativos; (e) casos mixtos que han cobrado especial relevancia con el desarrollo actual de las tretas y las estrategias tanto propagandísticas como desinformativas. Veamos brevemente en qué consiste cada uno de ellos para luego considerar sus diferencias y relaciones con (f) las falacias propiamente dichas.
A/ Errores, fallos o disfunciones ocasionales de diversos tipos, desde las que se podrían llamar “ilusiones inferenciales” por analogía con las ilusiones ópticas, hasta los que no pasarían de ser velos o enredos discursivos. Las ilusiones inferenciales tienen, sin duda, mayor relieve en la medida en que pueden representar una especie de paralogismos19. Valga como muestra un caso planteado por los psicólogos cognitivos Johnson-Laird y Savary en el estudio experimental de esa noción precisamente20.
Consideremos las siguientes aserciones referidas a una determinada mano de cartas o grupo de cartas repartido a cada jugador de un juego de baraja:
(i) “Si en la mano hay un Rey, entonces también hay un As o, en caso contrario, si hay una Reina, entonces también hay un As”.
(ii) “Hay un Rey en la mano”.
Pues bien, ¿qué se sigue lógicamente de (i) y (ii)?
Los sujetos experimentales, todos ellos con cierto nivel de estudios e incluso algunos familiarizados con la lógica estándar de conectores, concluyen habitualmente que hay un as en la mano. Esto se sigue bien por Modus Ponens a partir de la primera disyuntiva y (ii), o bien, en todo caso, porque las dos condiciones pertinentes son la presencia de un rey o de una reina, y según (i) tanto una como otra carta estaría acompañada por un as. Pero se trata de un error, según puede apreciarse a través de las condiciones de verdad del condicional veritativo-funcional. Veamos: la aserción (i) es una disyunción que puede ser verdadera tanto en la condición ‘si hay un Rey, hay un As’, como alternativamente en la condición ‘si hay una Reina, hay un As’. En otras palabras, la disyunción es compatible con la falsedad de una de las dos condicionales que la componen. Así pues, el primer condicional puede ser falso. En este caso, por definición, dada la prótasis, ‘hay un Rey’, no se daría la apódosis, ‘hay un as’; y el Modus Ponens tampoco sería aplicable. Por lo demás, nada asegura la presencia de una Reina en la otra alternativa, ni la de un As: pues el condicional ‘si hay una Reina, hay un as’ puede ser verdadero siendo sus dos miembros falsos. Por consiguiente, de (i) y (ii) no se sigue que haya un as en la mano.
Otra muestra también considerada por Johnson-Laird y Savary (1999) puede ilustrar otra ilusión inferencial interesante capaz de facilitar, llegado el caso, el uso falaz de una regla lógica. Se trata de la deducción siguiente:
Sólo una de las dos aserciones siguientes es verdadera:
(i) “Han venido Juan o Alicia, o ambos”.
(ii) “Han venido Carlos o Alicia, o ambos”.
Ahora bien, en todo caso es verdadera la aserción siguiente:
(iii) “Ni ha venido Juan, ni ha venido Carlos”.
Luego, se sigue en conclusión:
(iv) “Ha venido Alicia”.
Es una deducción lógicamente válida, pero ilusoriamente cogente o concluyente en el sentido pretendido. Reparemos en que lo estipulado de partida es contradictorio: la verdad de únicamente una de las aserciones (i) o (ii) es incompatible con la verdad de (iii), pues ésta exigiría que hubiera venido Alicia, dato que determinaría la verdad de ambas (i)-(ii), contra lo declarado a este respecto. Por tanto, la conclusión (iv) sobre Alicia sólo se sigue formalmente en aplicación de la regla “de una contradicción se sigue cualquier cosa”; pero esta aplicación no determina la cogencia interna y el carácter específicamente concluyente de (iv) en la medida en que la regla permite que se siga cualquier proposición y por ende también (iv*) “No ha venido Alicia” o, para el caso, (v) “Juan y Carlos se tienen manía”.
B.1/ Sesgos psicológicos del tipo de las desviaciones lógicas o probabilísticas que pueden producirse por sesgos heurísticos.
El caso más famoso es seguramente el de Linda, un personaje experimental de Tversky y Kahneman (1983)21. Valga aquí una versión simplificada. Linda es presentada como una mujer moderna, inteligente, informada y dinámica. Entonces se pregunta a los sujetos qué consideran más probable, (a) que Linda sea cajera de banco y feminista, o (b) que Linda sea cajera de banco. Los sujetos por lo regular estiman más probable la conjunción (a) de los eventos independientes, ser cajera y ser feminista, que (b) el simple evento, ser cajera, en contra de lo que dicta el cálculo de probabilidades a este respecto. De ahí que haya recibido el nombre de “falacia de la conjunción de probabilidades”. Pero más bien se trata de un sesgo heurístico en el que la “representatividad” de los datos relativos a la personalidad de Linda prevalece sobre la probabilidad matemática, sesgo que puede responder a un comportamiento que atiende a determinados aspectos significativos y pragmáticos de los procesos inferenciales y que normalmente puede considerarse inteligente22. Los heurísticos son una especie de recursos intuitivos, atajos o procedimientos expeditivos, que normalmente sirven para salir de apuros en situaciones de incertidumbre y en condiciones precarias de procesamiento de información, evaluación de datos y toma de decisiones. Además del heurístico de representatividad, se conocen otros como el de disponibilidad y el de anclaje y ajuste a un dato inicial. Los sesgos de este género son objeto de investigación empírica y de un tratamiento más bien descriptivo, aunque no han dejado de tener repercusión en discusiones sobre la presunción y la caracterización de la racionalidad de los sujetos experimentales; hay quien ha pretendido incluso inferir de tales sesgos el comportamiento ilógico y por ende irracional del ser humano, conclusión que, sin otras pruebas, es una extrapolación indebida. Por lo demás, dichos sesgos resultan desviaciones predecibles y corregibles, relacionadas con determinadas pautas o patrones de conducta en dominios específicos.
B.2/ Sesgos y predisposiciones de la razón o del juicio, que también cabría calificar de “ilusiones gnoseológicas” y difieren de los sesgos heurísticos anteriores. La historia de la filosofía permite reconocer dos tipos relevantes:
Las ilusiones de carácter socio-cognitivo, como los ídolos baconianos, los prejuicios denunciados por los ilustrados, las ideologías denunciadas por el marxismo. Las ilusiones trascendentales como las representadas paradigmáticamente por las ilusiones de la razón pura kantiana.
Parecen resultar prácticamente inevitables, al menos por lo común y en un principio, aunque sean detectables y se supongan no solo corregibles sino, incluso, censurables en atención a su carga epistémica como errores de juicio. Recordemos, por ejemplo, los ídolos de Bacon que consisten de modo algo confuso en predisposiciones sesgadas hacia, o representaciones deformadas de, la realidad. Son de cuatro tipos según se deban al propio género humano (ídolos de la tribu), a la índole del individuo (ídolos de la caverna), a la vida social (ídolos del foro) o a las ideas recibidas (ídolos del teatro), y a tenor de los aforismos 39-68 del Novum organum se caracterizan como sigue:
Son claros casos de errores cuya detección no asegura una prevención o una disolución efectivas, puesto que incluso los eliminables, como los generados por los ídolos del teatro, no dejan de volver a presentarse. También forman parte del campo infinito —o al menos indefinidamente abierto— de errores cognitivos y discursivos a los que se supone propenso el género humano, y cuya indeterminación suele oponerse a cualquier clasificación. Recordemos el dictamen de Horace W. B. Joseph (1906) «La verdad puede tener sus normas, pero el error es infinito en sus aberraciones y estas no pueden plegarse a ninguna clasificación», citado en el capítulo anterior. Si ahora pensamos en los repertorios tradicionales de falacias, es tentador oponer dicho dictamen a este inveterado empeño taxonómico. Aunque, por cierto, no siempre será una objeción justa y atinada en la medida en que no todo error discursivo o cognitivo constituye una falacia.
C/ Paradojas, en el sentido de anomalías que contravienen, o parecen contravenir, nuestras expectativas —discursivas, epistémicas, prácticas— hasta el punto de generar situaciones de disonancia cognitiva, por ejemplo, cuando se infiere de un modo aparentemente correcto o cogente una conclusión incongruente con lo que se daba por supuesto. Las paradojas se observan o se presentan, incluso se puede caer o incurrir en ellas, pero por lo regular no se cometen. Sin embargo, se consideran corregibles o solubles, salvo ciertos casos de antinomias lógicas, como los denominados “insolubilia” en tiempos medievales o como algunas paradojas que han dado lugar a replanteamientos fundacionales de la teoría semántica o de la teoría de conjuntos en tiempos modernos. Pero hay muestras más próximas e intuitivas de diversos tipos de paradojas que resultan llamativas bien por ser indecidibles, bien por ser autodestructivas. Una muestra del primer tipo podría ser el caso siguiente:
Ud. está disfrutando de una velada animada en casa de un amigo y de repente se oyen las horas que da el reloj de pared. “¡Caramba! ¡Ya son las tres de la madrugada! Es muy tarde, me tengo que ir”. “No creas que es tan tarde -replica el amigo-. Mi reloj de pared es un reloj raro: no ha dado las tres, sino tres veces la una. Podemos seguir charlando un poco más”.
¿Cómo distingue el agudo lector/a, sin referencias externas, entre un reloj de pared normal que secuencia o marca sucesivamente las horas y un reloj de pared raro que reitera la una?
La muestra del segundo tipo, que envuelve una regulación lógicamente inviable, es mucho más entretenida y ha conocido varias versiones. La más brillante se encuentra en el cap. LI de la Parte II de D. Quijote. Recordemos que, para entonces, Sancho Panza ejerce de gobernador de la ínsula de Barataria. Ahora, tras un frugal desayuno —receta del doctor Pedro Recio para avivar el ingenio—, se dispone a cumplir sus deberes de juez e impartir justicia. Este es el primer caso del día expuesto por un forastero:
«Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío, esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso... Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo de ella una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: “Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna”. Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad y los jueces les dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueves en el juramento y dijeron: “Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a la ley debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre”. Pídese a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces de tal hombre, que aún hasta agora están dudosos y suspensos, y habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuesa merced de su parte diese su parecer en tan intrincado y dudoso caso.
A lo que respondió Sancho:
– Por cierto que esos señores jueces que a mí os envían lo pudieran haber escusado, porque yo soy un hombre que tengo más de mostrenco que de agudo; pero, con todo eso, repetidme otra vez el negocio de modo que yo le entienda: quizá podría ser que diese en el hito.
Volvió otra vez el preguntante a referir lo que primero había dicho y Sancho dijo:
– A mi parecer, este negocio en dos paletas lo declararé yo, y es así: el tal hombre jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, juró verdad y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no lo ahorcan, juró mentira y por la misma ley merece que le ahorquen.
– Así es como el señor gobernador dice -dijo el mensajero-, y cuanto a la entereza y entendimiento del caso, no hay más que pedir ni que dudar.
– Digo yo, pues, agora -replicó Sancho- que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar y la que dijo mentira la ahorquen, y desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del peaje.
– Pues, señor gobernador -replicó el preguntador-, será necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide, y es de necesidad expresa que se cumpla con ella.
– Venid acá, señor buen hombre -respondió Sancho-: este pasajero que decís, o yo soy un porro o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente, porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal. Y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador de esta ínsula, que fue que cuando la justicia estuviese en duda me decantase y acogiese a la misericordia, y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde» (cito por la edic. del Instituto Cervantes, Barcelona: Crítica, 1998, t. I, pp. 1045-7).
Está claro que la solución del problema no depende del ingenio o de la sabiduría de los jueces. Es la formulación misma de la ley la que determina la insolubilidad del caso, aunque su absurdo constitutivo solo se manifieste ante un tipo impertinente ‒¡mira que declarar su propósito de ir a que lo ahorquen!
Pero también pueden darse muestras algo más complicadas de regulaciones. Sigamos con nuestros clásicos del s. XVI: recordemos El mercader de Venecia de Shakespeare, acto IV, escena 1ª.
Nos encontramos en la sala de justicia del Dux de Venecia. El prestamista judío Shylock demanda el cumplimiento de un pagaré firmado por el mercader Antonio, tras haber vencido el plazo de reintegro. El pagaré da derecho al prestamista a «cortar una libra de carne del pecho del deudor en el sitio más próximo al corazón», si éste no satisface a su debido tiempo la deuda. Al no haber sido así, Shylock, indiferente a toda suerte de mediación y a todo ruego de clemencia, urge su cumplimiento. Entonces aparece Porcia disfrazada de doctor en leyes procedente de Padua, para intervenir en calidad de experto jurista.
«Porcia. — La demanda que hacéis es extraña y, sin embargo, de tal naturaleza legal que la ley veneciana no puede impediros proseguirla. (A Antonio) Caéis bajo su acción, ¿no es verdad?
Antonio. — Sí, es lo que dice.
Porcia. — ¿Reconocéis este pagaré?
Antonio. — Sí.
<…>
Porcia. — (A Shylock) Te pertenece una libra de carne de este mercader; la ley te la da y el tribunal te la adjudica.
Shylock. — ¡Rectísimo juez!
Porcia. — Y podéis cortar esa carne de su pecho. La ley lo permite y el tribunal os lo autoriza.
Shylock. — ¡Doctísimo juez! ¡He ahí una sentencia! ¡Vamos, preparaos!
Porcia. — Detente un instante: hay todavía alguna otra cosa que decir. Este pagaré no te concede ni una gota de sangre. Las palabras formales son estas: una libra de carne. Toma, pues, lo que te concede el documento: toma tu libra de carne. Pero si al cortarla se te ocurre verter una gota de sangre cristiana, tus tierras y tus bienes, según las leyes de Venecia, serán confiscados en beneficio del estado de Venecia».
Es discutible que una autorización del tenor del pagaré -a cortar una libra de carne sin derramar ni una gota de sangre- se ajuste a derecho y se vea amparada por la legislación veneciana en la medida en que también resulta literalmente inviable, aunque no ya por razones lógicas como la anterior ley de “la puente”, sino por causas anatómicas.
D/ Un caso muy distinto de los anteriores es el formado por los que podríamos llamar “ilícitos argumentativos”, entre los que pueden incluirse actuaciones tan dispares como los movimientos de bloqueo o ninguneo de las contribuciones del oponente en una discusión, las maniobras dilatorias en un debate parlamentario o el recurso a factores o condiciones matrices de la argumentación falaz —e. g. los determinantes de la falta de transparencia, simetría o reciprocidad de la interacción discursiva en el curso de una deliberación pública—. La clausura de la conversación entre el director del Centro y el tutor a la que asistimos en el capítulo anterior, i. e. la frase del director “Bien, no se hable más” y el gesto terminante que señala la puerta, representa por ejemplo un ilícito argumentativo. Se trata de un tipo de actuación censurable y corregible. Estos actos no constituyen naturalmente argumentos. Pero pueden formar parte de un proceso de discusión o de argumentación, o también conformar maniobras o estrategias falaces en un marco argumentativo.
E/ Casos complejos en los que concurren diversos recursos discursivos al servicio de la propaganda y la desinformación, como los empleados en la creación de estados amañados y deformados de opinión o, peor aún, situaciones de polarización o de crispación del discurso público23.
F/ Llegamos al fin a nuestras protagonistas, las falacias. Una falacia es, según hemos convenido, una acción discursiva en un contexto y con un propósito argumentativos. Las falacias resultan detectables, aunque también sabemos que a veces se dejan sentir con más facilidad que fijar y definir. Pero no siempre se pueden prevenir, ni mucho menos, a juzgar por la frecuencia de los casos de paralogismos. Más aún, según una opinión muy extendida entre los observadores críticos, el recurso a las falacias, al engaño o al autoengaño, se vuelve casi inevitable en las discusiones con alguien, incluido uno mismo. En cualquier caso, las falacias son censurables y se suponen corregibles, hasta el punto de que la detección de una falacia en una argumentación determina la refutación o anulación del pretendido argumento. Por ello se hacen acreedoras a un tratamiento normativo, no meramente descriptivo o taxonómico como mal parecen sugerir algunas clasificaciones al uso.
Según esto, no todo error o falsa apreciación de hecho constituye una falacia: la condición falaz envuelve un compromiso del agente discursivo. En este punto puede ser ilustrativo un ejemplo de la ya citada Lógica viva Vaz Ferreira. Al final de examen del paralogismo de la falsa precisión, esto es, la falsa medición de valores cualitativos o morales en términos numéricos mediante una correspondencia que se presume objetiva y exacta, Vaz recuerda los usos inevitables o convencionales de falsa precisión por parte de las aseguradoras o de los jueces cuando tienen que evaluar unos daños o lesiones para el efecto de fijar una indemnización y establecen ciertas cantidades de dinero de acuerdo con una tarifa. En tales casos no hay comisión de una precisión falaz porque se adopta como convención, pues siendo justa y obligada una indemnización se ha de arbitrar algún criterio al respecto, aunque nadie crea que las cantidades representan una medida cabal y exacta de los daños a reparar. Sería una creencia o compromiso de este tipo el que determinaría la responsabilidad de cometer el paralogismo de falsa precisión. Y, en fin, las falacias no son meros errores o fallos esporádicos, cognitivos o inferenciales, sino que más bien constituyen vicios discursivos comunes y relativamente sistemáticos que, aparte de obstaculizar el logro de los propósitos específicos de la conversación o de la discusión en que aparecen, pueden ser perniciosos en otros planos más generales al amenazar o bloquear
(i) en el plano discursivo: el entendimiento mutuo, de modo que pueden tener incidencia negativa en el curso de la conversación por su incumplimiento de ciertos supuestos pragmáticos de cooperación;
(ii) en los planos discursivo y cognitivo: la confianza mutua, con incidencia negativa sobre el propósito de la interacción (e.g. el debate de una cuestión, una investigación conjunta, la resolución de un asunto práctico de interés o de dominio público, etc.);
(iii) en el plano argumentativo: la confrontación misma de las proposiciones y propuestas sugeridas o sostenidas por los agentes involucrados.
Así pues, la gravedad de las falacias es cuestión de grados y el daño puede ir desde el más leve y reparable hasta el que determina su descarte total como argumento.
De acuerdo con esta caracterización, las falacias propiamente dichas suelen distinguirse de los ilícitos D —que también son acciones o actuaciones censurables— por la trama discursiva de las falacias y por su propósito específicamente argumentativo. Aunque, según el contexto de uso, dichas maniobras o movimientos bien pueden formar parte de una argumentación falaz y resultar por derivación falaces. Cabe incluso pensar en la existencia de una tradición más naturalista o cognitivista, dada a reconocer disposiciones o modos de proceder generadores de errores y falacias, como los ídolos denunciados por Bacon, que discurre en paralelo a la tradición principal procedente de Aristóteles, más lógica y analítica, dada a reconocer formas o casos de argumentos falaces, aunque a veces sus caminos confluyan. El contexto y el sentido argumentativos también nos sirven para diferenciar las falacias de los errores cognitivos y de los fallos o defectos de juicio en general, de tipo A y B, e incluso de las paradojas de tipo D. Pero, además, en relación con A no deja de tener interés la condición de vicio más o menos común o habitual que caracteriza a las falacias más nombradas. Y, en fin, su carácter de argumentos censurables y evaluables con respecto a unas normas de corrección e incorrección o con respecto a unas condiciones o criterios de cumplimiento e incumplimiento, u otras por el estilo, las separan de los sesgos heurísticos B, que remiten a pautas explicativas antes que a normas de evaluación o a criterios argumentativos, así como las distancian de las paradojas C en las que se puede incurrir pero que, por lo regular, no se cometen. Conviene reparar en la interesante relación entre normas y (buenas) razones en este contexto. Atenerse a la norma no solo significa adecuarse a un criterio o regla de corrección, de modo que tiene un sentido evaluativo, sino que además constituye una razón para actuar como es debido, de modo que cobra un sentido justificativo. Parejamente, en el caso de las falacias, su dimensión normativa negativa representa no solo un juicio de ilicitud o incorrección, en un sentido evaluativo de las acciones o interacciones de este tipo, sino una razón para evitarlas. Es decir, el ser un fraude —y no meramente un fallo— no solo implica que algo está mal hecho, sino que no debe hacerse y esto ya es de suyo un buen motivo para no hacerlo. De donde se desprende, en suma, que las falacias son unos argumentos que no deberían persuadir y menos aún convencer a ningún agente discursivo que se guiara por la razón.
Estas distinciones ayudan a clarificar el lugar que les corresponde y la dirección en que se mueven las falacias. Pero, una vez más, no deben considerarse demarcaciones tajantes, sino zonas fronterizas que, en ocasiones, pueden llegar a solaparse. Así también admiten combinaciones, como la contribución de una denuncia de una ilusión inferencial A —o de un sesgo de tipo B.1 o B.2, un recurso E o una paradoja C, incluso— a una refutación, de modo que tales confusiones, sesgos o artimañas, sin constituir quizás argumentos de suyo, ni por ende falacias típicas, pueden obrar en un contexto argumentativo y con unos propósitos falaces. Sirva de muestra la reacción de algunas asociaciones, durante el curso 2008-2009, contra la implantación de la asignatura Educación para la ciudadanía en la ESO y en el Bachillerato, reacción debida —según se alegaba— a su “doctrinaria y nefasta” influencia sobre la formación moral de los hijos de padres católicos -en especial. La reacción comprendía dos fases principales, una primera, “pre-argumentativa”, y la otra segunda, argumentativa:
1ª/ Se extraen determinadas declaraciones de los manuales de la asignatura como datos de cargo. Por ejemplo, esta: «Es preciso que los jóvenes sean injustos con las personas mayores», frase que pasa con otras seleccionadas del mismo modo a un repositorio de “perlas” [sic] o evidencias de lo que esta asignatura enseña. Ahora bien, la extracción silencia que se trata de una cita de André Maurois, no de una declaración del autor del texto de donde se toma —el manual de Educación para la Ciudadanía de J. J. Abad, publicado por MacGraw-Hill—; además se presenta truncada, pues la cita completa dice: «Es preciso que los jóvenes sean injustos con los hombres mayores. Si no, los imitarían y la sociedad no progresaría»; y, para colmo, la extracción también oculta que la cita, lejos de representar una tesis del libro, pertenece a un apartado encabezado por este epígrafe: “Analiza críticamente los siguientes pensamientos”.
2ª/ Sobre la base de varias “perlas” por el estilo, listadas en la prensa —en el periódico ABC del 30 de enero de 2009, por ejemplo—, se monta la argumentación que denuncia y trata de probar la gravedad y el desvarío del adoctrinamiento impuesto en la asignatura.
Pues bien, la fase 1ª podría considerarse una maniobra de selección y distorsión de tipo combinado D y E, que pasa en la fase 2ª a formar parte de una falacia argumentativa.
Gracias a estas nociones podremos avanzar un mapa provisional y una brújula de bolsillo para señalar algunos puntos cardinales en este terreno discursivo:
Ahora bien, como ya he advertido, unos casos concretos de los tipos (a) y (b) pueden tener o adquirir un carácter falaz de acuerdo con su papel discursivo o su propósito argumentativo en su contexto. Hay, por lo demás, otros factores generadores o promotores de usos incorrectos, ilegítimos, falaces o perversos como los relacionados con la conformación del marco discursivo en determinadas prácticas del discurso público. Pensemos, por ejemplo, en un marco deliberativo no inclusivo de la voz de los afectados por el objeto de la deliberación, no simétrico o no autónomo.
Los rasgos principales de las falacias de acuerdo con esta localización y aproximación vienen a ser, en suma, los tres siguientes:
(i) la comisión de una falta o un fraude contra las expectativas o los supuestos de la comunicación discursiva y de la interacción argumentativa en curso, que desde un punto de vista normativo trae consigo la anulación o la confutación del argumento en cuestión;
(ii) el hecho de tratarse de una comisión común o relativamente sistemática, esto es, de un vicio discursivo y no de una mera falta de virtud —como si se redujera a un simple fallo o una transgresión ocasional, un despiste aislado—;
(iii) el encubrimiento del vicio o la (falsa) apariencia de virtud, así que una falacia siempre será de modo inadvertido o deliberado engañosa.
A estos rasgos primordiales de las falacias les pueden acompañar, sobre todo en los manuales, otros secundarios o subsidiarios a los que ya hice alusión al principio. Recordemos, en particular, su uso extendido y su fortuna popular, es decir: un especial atractivo; la ejemplaridad consiguiente de su detección y de su reducción o disolución crítica; el rendimiento práctico de su estudio como recursos suasorios, como estratagemas erísticas o, incluso, como ejercicios de formación y entrenamiento en el dominio de las artes del discurso; y en fin su probada eficacia al servicio de estrategias de confrontación y de lucha dialéctica en la palestra del discurso público.
4. UN EXCURSO: MENTIRAS Y FALACIAS
Como colofón de esta labor de ubicación, comparación y correlación de la idea de falacia con diversas ideas convecinas en el ancho mundo del error y del fraude discursivo, merece la pena considerar otra noción asociada al engaño por medio del lenguaje y, en este sentido, más o menos próxima y afín a la idea de falacia, a saber: la noción de mentira. Mentir, en general, es algo que puede hacerse a través de cualquier signo o cualquier representación significante de cualquier otra cosa. Según Umberto Eco, la semiótica puede contemplarse como una “teoría de la mentira”, en el sentido de que «la semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir»24. Pero no estará de más atenerse al sentido específico de mentir con palabras, frente al sentido genérico de hacerlo con gestos o actos, esto es fingir o simular.
Mentir, según una concepción clásica que se remonta al estudio sobre la mentira (De mendatio) de Agustín de Hipona, es una actividad que reúne tres condiciones. X miente si: (i) X cree o es consciente de que W, por ejemplo, de que él mismo ha sido el autor del robo; (ii) X dice deliberadamente que no-W, i.e. que él no ha sido el autor del robo; (iii) X trata así de que su interlocutor llegue a creer que no-W, que en efecto X no ha sido el ladrón. Mentir es entonces declarar algo contra lo que uno considera verdadero con la intención de engañar a alguien al respecto. Por extensión, puede aplicarse a otros actos de habla no asertivos, como una promesa —miente el que promete algo que está seguro de no cumplir—, o una propuesta —miente el que propone algo que juzga irrealizable—, o una insinuación —miente el que da entender algo que sabe incierto—. En todo caso, la mentira envuelve la intención de engañar a alguien y, por ende, cierta interacción dialógica real o virtual; al tiempo que supone una ocultación de las propias creencias e intenciones con el fin de lograr ese propósito, de modo que el autoengaño no siempre es un empeño fácil o siquiera viable. Cuando se trata de engañar de forma deliberada a alguien, sabiendo perfectamente lo que se le oculta, uno no puede mentirse a sí mismo. Por lo demás, el engaño viene a ser un efecto perlocutivo que puede no producirse cuando se intenta, si el destinatario se percata de la patraña y no se deja engañar, y puede producirse cuando no se intenta, por ejemplo, cuando alguien se pasa de suspicaz y toma por una falsedad subrepticia lo que se ha dicho con verdad25.
La concepción clásica puede desarrollarse en dos aspectos dignos de atención. Por un lado, [a] en el sentido de que la mentira no se opone propiamente a la verdad, sino a la veracidad, al propósito de ser veraz con independencia de la verdad o falsedad real de lo que uno dice. Así pues, si X creyera algo que fuera efectivamente falso, e. g. que el sol gira en torno a la tierra de este a oeste, y lo declarara como cierto, no estaría mintiendo; estaría simplemente equivocado. Por otro lado, [b] en el sentido de que la mentira no solo envuelve falta de veracidad, sino también falta de sinceridad en la comunicación: la mentira es una ocultación de lo que se considera verdadero, o de su consciente diferencia con lo considerado falso, hecha con la intención de engañar al interlocutor o en un contexto en el que resulta previsible la inducción a engaño. Pero puede darse la segunda sin la primera, como indica el judío suspicaz al acusar a su compañero de viaje no tanto de no ser veraz, como de no ser sincero y de inducirlo a engaño porque, diciéndole la verdad, le quiere ocultar su intención desviada.
Frente a esta concepción clásica, se ha propuesto alguna otra más restringida. Por ejemplo, Tomás de Aquino parece sugerir un contexto dialógico más débil en atención a las condiciones de: (i´) falsedad material, X miente si dice lo contrario a la verdad; (ii´) falsedad formal, X miente si lo que dice se opone de modo deliberado a lo que efectivamente considera verdadero; y (iii´) falsedad efectiva, X miente si de este modo trata de engañar a alguien. A su juicio, la condición esencial es (ii´), mientras que (iii´) viene a ser no ya un rasgo constituyente sino una consecuencia (véase Summa Theologica, II IIae, q. 110). En esta línea, la mentira se contrapone a la veracidad antes que a la sinceridad. Dando un paso más en esta dirección, Carson (2010)26 considera que mentir no implica tener la intención de engañar, pero sí conlleva que el mentiroso: (1) haga una aserción falsa; (2) él mismo la crea falsa o al menos no la crea verdadera; (3) la asevere en un contexto en que su declaración cuenta como acreditación o garantía de que la aserción es verdadera. Por lo demás, X engaña a Y si causa intencionadamente que Y crea algo que es falso y que el propio X no considera verdadero.
Una concepción más restrictiva aún, casi minimalista podríamos decir, es la sostenida por Shibles (1988)27, que se mueve en un contexto monológico y toma el perjurio como paradigma. Mentir, entonces, ya no implica una interacción lingüística; consiste, simplemente, en la contraposición entre lo que una persona dice y lo que ella misma cree. Tampoco implica falsedad objetiva, ni intención de engañar. Esta intención puede corresponder al propósito de la mentira, pero no a su constitución, así como el engaño efectivo de alguien corresponde a su eventual resultado.
En todo caso, al margen de estas variaciones sobre la idea de mentira, no suelen considerarse mentiras otras expresiones que se despreocupan de la verdad o falsedad de lo que se dice y, en realidad, no tratan de engañar ni sobre el objeto o la historia referidos, ni sobre las creencias que se tienen al respecto, sino que más bien simulan una intención de comunicación, como podría ocurrir en la mera cháchara o charlatanería. Un caso similar serían los cuentos y las canciones infantiles (recordemos e. g. “por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas”).
Aquí voy a adoptar la concepción clásica y sus tradicionales desarrollos28. Así que entenderé por mentir la acción de pretender, a través de la interacción lingüística o en el curso de la comunicación, que el receptor crea algo que el emisor considera falso. Esta pretensión puede obrar bien por un medio directo, por la expresión convincente de la falsedad en cuestión como si tratara de algo que se cree verdadero, de modo que el emisor no resulta sincero ni veraz. O bien por un medio indirecto, como la expresión ladina de algo que se cree verdadero con el fin que el receptor lo tome por falso debido a la desconfianza inducida por el propio emisor, de modo que el emisor no es sincero, aunque sea hasta cierto punto veraz. Dos rasgos cruciales del mentir son su condición intencional, al descansar en las creencias y pretensiones del emisor, y su carácter dialógico y contextual. Ambos permiten reconocer como mentiras ciertas insinuaciones y otras formas de inducir a error o a engaño con la verdad. Un famoso ejemplo de insinuación insidiosa es la historia del cuaderno de bitácora del buque Valiant.
Se cuenta que el capitán y el primer oficial del Valiant discutían a menudo por la tendencia del primer oficial a embriagarse a bordo. Al fin un buen día, el capitán, harto de esta conducta, hizo constar en el cuaderno de bitácora: “Hoy el primer oficial estaba ebrio”. Al día siguiente, tocó el turno de guardia al primer oficial quien aprovechó para escribir en el cuaderno: “Hoy el capitán estaba sobrio”.
A su vez, un afamado ejemplo de juramento que declara solemnemente la verdad para engañar a los asistentes al acto de jura, es el juramento de la reina Isolda, que ya he relatado en otro lugar29.
Isolda, como se recordará, ha sido acusada sotto voce de haber cometido adulterio con su amante Tristán y el caballero se ha visto obligado a dejar la Corte. Para disipar de una vez por todas los rumores y las sospechas, Isolda se presta a jurar su inocencia conforme a la fórmula veredictiva «si m’aït Dieu (sea Dios mi valedor, pongo a Dios por testigo)», fórmula que la obliga a no incurrir en perjurio so pena de arriesgar su salvación eterna. Isolda prepara el escenario: el juramento tendrá lugar ante todo el pueblo, en un prado que se extiende al otro lado del vado de un río. Hace volver a Tristán y lo disfraza de mendigo leproso. La mañana de la ceremonia, cuando la comitiva real y las gentes del lugar llegan a la orilla del río, Isolda ordena al falso mendigo que la suba sobre los hombros, a horcajadas, para cruzar el vado sin mojarse el vestido. Luego, colocados todos en sus puestos en el prado, Isolda se dispone a jurar flanqueada por el rey Marc, su esposo, y por el rey Arturo, que actúa como garante del acto. Este fue su juramento: «Pongo a Dios por testigo y juro por la salud de mi alma que jamás ningún hombre ha estado entre mis muslos, salvo el rey Marc, mi esposo, y ese del que ahora me he servido para cruzar el vado». La versión francesa del s. XII termina aquí; otra versión germana de principios del XIII comenta que Isolda hizo verdad de una mentira y se salvó con un juramento envenenado.
En suma, una buena señal de la mentira es la intención deliberada de inducir a alguien a error o a engaño con lo que se le dice, sea una verdad o lo que se considera verdad, sea una falsedad o lo que se considera falsedad.
Sin embargo, esta señal intencional no se traduce en una marca lingüística. La expresión mendaz o engañosa y la expresión veraz y sincera pueden actuar a través del mismo acto de habla. Naturalmente, esta indistinción dificulta la detección de la mentira, aunque la gente no deje de consolarse con tópicos al uso como “la mentira tiene las patas muy cortas, de modo que al mentiroso pronto se le atrapa”, y otras sentencias parecidas. En este caso, como ante algunos otros equívocos, nos vemos en la situación que lamentaba Teseo en el Hipólito de Eurípides: «¡Ay, los mortales deberían tener una prueba clara de los amigos y un conocimiento exacto de los corazones para distinguir el verdadero amigo del falso! Todos los hombres habrían de tener dos voces: una justa y la otra como fuese, de modo que la que tiene pensamientos injustos pudiera quedar en evidencia por la justa y así no nos engañaríamos» (l. c., 925-931). La mentira es un falso amigo de este tipo. Como ha observado Galasiński (2000)30, consiste en un acto pragmático que viene a ser parasitario de un acto convencional de habla, es decir en un acto encubierto de comunicación que, a través de la ejecución del acto convencional, simula ser cooperativo y así pretende tener éxito como engaño. Pero, más aún, al proceder de este modo no solo envuelve un componente intencional y comunicativo encubierto u opaco para el receptor, a través de un disfraz cooperativo, sino que, llegado el caso, puede verse desmentido y cancelado por el propio emisor. De ahí la dificultad de probar que alguien ha mentido en una ocasión determinada, aunque sea fácil probar en esa ocasión que no es verdad lo que ha dicho; puesto en evidencia, el embustero puede en principio excusarse: “lo siento, me equivoqué; pero te aseguro que lo decía de buena fe”. En estos casos, la (apariencia de) sinceridad corre a sostener la veracidad frente a cualquier sombra de mentira.
Por otra parte, la mentira, vista desde una perspectiva cognitiva, descansa en una manipulación lingüística bien de la información transmitida, por ejemplo haciendo parecer verdadero lo que se considera falso para dar lugar a un engaño extradiscursivo, o bien de la transmisión misma de la información, por ejemplo haciendo que parezca cooperar y cumplir las reglas de la conversación una acción que precisamente las viola, o que viola al menos los supuestos de veracidad y sinceridad, y oculta la violación para dar lugar a un engaño metadiscursivo. Dando un paso más, cabe considerar que la mentira es, en su caso extremo, un intento de manipular también a aquel o aquellos a quienes se dirige, en la medida en que comunicar algo a alguien es un modo de generar su confianza y, así, no solo hacerlo dependiente de lo que le aseguramos sino, más aún, darle aparentemente, sobre la base de esa confianza, una razón para creernos.
Con todo, no estará de más reiterar y resaltar el carácter parasitario de la mentira al acompañar, sin marcarlo, a un acto de habla. Así cabe decir que su eficacia es lingüísticamente parasitaria pues se alimenta de ciertas implicaciones pragmáticas del acto al que acompaña, e. g. de las presunciones de veracidad y sinceridad, si se trata de una aserción, o de las presunciones de compromiso y realizabilidad, si se trata de una promesa. También cabe suponer que la eficacia de la mentira es epistémicamente parasitaria de las expectativas de verdad que normalmente gobiernan nuestras interacciones informativas y discursivas. Si todos mintiéramos siempre, nadie se llamaría a engaño y nada obraría como mentira pues nadie sabría a fin de cuentas qué es verdad. Este supuesto de la eficacia de la mentira sobre la base de lo que podríamos llamar “un umbral de credibilidad” salta a la vista incluso en las ficciones y los artificios de falsificación que constituyen una especie de género sofisticado de invención literaria y comunicación. Suelen incluirse dentro del género del “hoax”, pero se sobreentiende que los destructivos propósitos de un “hoax” o un bulo interesado están sustituidos por el cultivo de la ficción como arte del engaño y de la impostura con sentido del humor. Sirvan de muestra la presentación y discusión de la obra de un filósofo inexistente, “Goldhauer (1769-1822)”, a través de las actas de un congreso justamente sobre su “contribución” a una filosofía de la impostura, o la publicación de un número de la revista Quimera, escrito de cabo a rabo por su director a través de veintidós seudónimos y la suplantación de varios colaboradores habituales31. Es obvio que la fortuna de estas ficciones, aunque pueda contar con la inteligente complicidad de los lectores y de hecho la busque, descansa ante todo y en general en nuestra disposición común a creer lo que se nos presenta como un cuerpo de información.
Por último, la mentira es una acción censurable en la medida en que atenta contra las virtudes y las posibilidades del entendimiento mutuo y la comunicación efectiva. Esta sanción moral tiene una larga tradición que condena toda suerte de mentira, entre otros motivos, por atentar contra la función o el sentido natural del lenguaje —como pensaban Agustín de Hipona o Tomás de Aquino—, o contra la libertad y la autonomía propias del hombre como agente moral y racional —a juicio de Kant—. Pero, por otra parte, no faltan consideraciones más liberales y pragmáticas —o utilitarias en la línea de H. Sidgwick—, que la consienten en determinadas circunstancias. Lo que nadie discute es la dimensión normativa inherente a su evaluación que, por lo regular, se juzga en términos negativos, como una violación o una desviación de la comunicación normal, aunque no deje de reconocerse al mismo tiempo la imposibilidad práctica de desterrar su uso. En suma, según la sabiduría popular, tan imposible sería mentir siempre como no hacerlo alguna vez32.
¿Son significativas la concepción y las características clásicas de la mentira para iluminar los conceptos relacionados con la falacia? En cierta medida sí, en particular por lo que concierne a la idea de sofisma. Cierto es que las nociones de mentira y de sofisma parecen discurrir en paralelo antes que entrelazadas, aunque un sofisma bien puede descansar en una patraña. Pero el paralelismo es apreciable en varios puntos. Para empezar, en su constitución intencional, consciente y deliberada, con el corolario de la dificultad del autoengaño tanto en uno como en otro caso: tan difícil puede ser que uno se mienta deliberadamente a sí mismo, como verse inducido subrepticiamente a engaño por el sofisma que uno deliberada y conscientemente se ha fabricado. Otro punto parejo es el de la manipulación discursiva que involucran ambos casos: manipulación que parte del intento de inducir al receptor a pensar o actuar de modo instrumental para los fines u objetivos del emisor, y procede de manera oculta, subrepticia u opaca, para no permitir al receptor conocer o estar al tanto de los planes y propósitos del emisor. Un tercer punto de coincidencia o al menos de semejanza es el carácter parasitario y derivado de las mentiras y de los sofismas, como procedimientos no marcados lingüísticamente que, sin embargo, para ser eficientes y tener éxito dependen de las condiciones pragmáticas y cognitivas de la comunicación inteligible entre agentes discursivos. También a propósito de los sofismas, o de la argumentación falaz en general, Teseo podría lamentarse de que los hombres no tuvieran dos voces distintas, dos discursos distintivos, para que supiéramos a qué atenernos ante cualquier argumento. Aquí hay, no obstante, una diferencia: si la mentira es, en primera instancia al menos, cancelable mediante una apelación a la veracidad: “lo siento, me he equivocado; pero lo he dicho de buena fe”, ya no ocurre lo mismo con el carácter falaz: el que incurre en una falacia puede disculparse con una apelación similar, pero con esto solo logra exculparse del cargo de sofisma a costa de confesar la comisión de un paralogismo. Y, en fin, otro punto común es la dimensión normativa que funda la valoración negativa de las mentiras y las falacias como recursos viciados y censurables, en la perspectiva del buen curso de la interacción lingüística y del desarrollo sostenible del discurso público. Pero, naturalmente, estas coincidencias no borran las diferencias existentes entre la falacia y la mentira o, incluso, entre una mentira falaz y una mentira no falaz: la primera suele envolver una intención deliberada de engañar a otra u otras personas en beneficio propio y, en todo caso, implica un uso o un servicio argumentativo.
Tras este largo —y espero que animado— paseo por el ancho mundo de los errores, los fallos y los fraudes discursivos, no estará de más recapitular y reiterar la idea básica y paradigmática de argumentación falaz. Entiendo por falaz en este sentido el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —o al menos por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta a error o induce a engaño pues en realidad se trata de un falso (seudo-) argumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. Recordemos también que el fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas por su expresión en el marco argumentativo dado —e. g. con vistas a lograr una convicción razonable o la resolución cabal de un debate o una justa decisión—, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosa. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. De ahí que las falacias sean un recurso no por más socorrido menos censurable, una tentación que hemos de vigilar en aras de la salud y el valor del discurso sea el nuestro propio, e. g. para cuidarnos de incurrir en paralogismos, o sea el de nuestras conversaciones y discusiones con los demás, para cuidarnos de los sofismas y de toda suerte de falacias en general.
1 Cf. por ejemplo el Diccionario de la lengua española, de la Real Academia, Madrid: Espasa, 2001 22ª edic.; el Diccionario de uso del español, de Mª Moliner, Madrid: Gredos, 1998 2ª edic., o el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, Madrid: Aguilar, 1999.
2 Entiendo “caso paradigmático” en el sentido empleado por Daniel J. O’Keefe (1982), “The concepts of argument and arguing”, en J.Robert Cox & Charles Arthur Willard (Eds.) Advances in argumentation theory and research, pp. 3-23. Carbondale IL: Southern Illinois University Press.
3 Por ejemplo, Walton 2011, “Defeasible reasoning and informal fallacies”, Synthese, 179, p. 378, afirma que el ser intencionado o no, es algo que no importa desde el punto de vista del análisis del argumento y de la determinación de su carácter falaz. Bueno, tal vez no sea un punto decisivo en este último caso, pues tanto los sofismas como los paralogismos son falaces; pero es importante para su análisis, evaluación y juicio, en los planos discursivo, cognitivo y argumentativo.
4 Cito El criterio (1843) según la edición “Balmesiana” de Jaime Balmes Obras completas, Madrid: BAC, 1948; t. III, pp. 551-755.
5 Vaz Ferreira (1910, 19454), Lógica viva, Montevideo: Biblioteca Nacional/Universidad de la República, 2008, p. 39. Las cursivas se encuentran en el original.
6 Cf. mis (2008a), “Sobre paralogismos: ideas para tener en cuenta”, Crítica, 40/119: 45-65, y (2008b), “Los paralogismos según C. Vaz Ferreira: una contribución a la discusión actual en torno a la idea de argumentación falaz”, Praxis, 10/13: 151-162. Entre los paralogismos de Vaz se encuentran tanto argumentaciones falaces como disposiciones o modos de proceder generadores de falacias.
7 Por lo demás, la posibilidad —después reconocida (28 B 8 51 ss.)— del parecer de los bicéfalos o aturdidos sobre lo que es y no es, se refiere a otro género de fenómenos, el cosmológico, y pertenece a otro dominio cognitivo y expresivo, el de las opiniones de los mortales.
8 Félix García Moriyón y otros, Argumentar y Razonar, Madrid: Editorial CCS, 2007; p. 13. El énfasis tipográfico de negritas y cursivas pertenece al original
9 Una expresión más afortunada y desenvuelta de esta creencia podría ser lo que dice uno de los personajes de la película Los amigos de Peter [Kenneth Branagh 1992]: «Podemos pasar algún día sin beber y varios días sin comer, pero ninguno sin justificarnos». En la medida en que una justificación sea —o envuelva— una argumentación, no podremos pasarnos ni un día sin argumentar.
10 Puede traerse a colación en este punto la crítica paralela de Popper a la pretendida autofundamentación del racionalismo ingenuo. «La actitud racionalista se caracteriza por la importancia que le asigna al razonamiento y a la experiencia. Pero no hay ningún razonamiento lógico, ni ninguna experiencia que puedan sancionar esta actitud racionalista, pues sólo aquellos que se hallan dispuestos a considerar el razonamiento y la experiencia y que, por lo tanto, ya han adoptado esta actitud, se dejarán convencer por ella. Es decir que debe adoptarse primero una actitud racionalista <…> y esa actitud no podrá basarse, en consecuencia, ni en el razonamiento ni en la experiencia», Karl Popper (1945, 1950), La sociedad abierta y sus enemigos. Buenos Aires, Paidós, 1957; pp. 413-4. En suma, el reconocimiento de la argumentación, con los compromisos y las obligaciones correspondientes, presupone la disposición a argumentar o la adopción de una actitud “pro-discursiva”, antes que a la inversa.
11 Cf. mis libros (2003) Si de argumentar se trata, Barcelona: Montesinos, pp. 234-5; (2015). Introducción a la teoría de la argumentación. Problemas y perspectivas, Lima: Palestra, pp. 220-221.
12 Recordemos el papel sociocultural de ciertos pares de opuestos como izquierda/derecha, estudiados hace tiempo por los antropólogos, o en un terreno cognitivo más concreto, el papel que las tablas de opuestos desempeñaron en unos primeros desarrollos del pensamiento griego, como la cosmología pitagórica o la teoría tradicional de los elementos. Puede verse a este respecto Geoffrey E.R. Lloyd (1966), Polaridad y analogía. Dos tipos de argumentación en los albores del pensamiento griego. Madrid: Taurus, 1987.
13 En esta misma línea, investigaciones experimentales sobre el aprendizaje han mostrado que ciertos animales, tras una mala experiencia con determinados alimentos, descartan todos los que se ofrecen en análogas circunstancias: drástica medida que, si bien les depara más creencias o prevenciones falsas que verdaderas, puede contribuir a mejorar sus probabilidades de preservación y supervivencia.
14 Ahora, al parecer, casi nadie se acuerda ya de Vaz Ferreira. Las primeras proyecciones de este punto de vista sobre el terreno de las falacias proceden de los años 90; cf. por ejemplo Sally Jackson (1995), “Fallacies and heuristics”, en F.H. van Eemeren, R. Grootendorst, J.A. Blair y C.A. Willard, eds. Procds. Third ISSA Conference on Argumentation, vol. II. Amsterdam: Sic Sat, pp. 257-269.
15 El reconocimiento de casos de este tipo, bajo la forma de silogismos o refutaciones deductivas que resultan sofísticas en su contexto de aplicación, se remonta a Aristóteles (SE, 169b20-25). También cabe pensar, por poner otro ejemplo, en el uso de ciertas reglas deductivas clásicas como la que permite derivar una proposición cualquiera de una contradicción (“de una contradicción se sigue cualquier cosa”), con el propósito —así, infundado— de establecer una proposición concreta o una conclusión determinada. Valga recordar un famoso ejemplo medieval: “Sócrates corre y Sócrates no corre, luego tú estás en Roma”, que los lógicos de finales del s. XII empleaban para mostrar la validez de una regla y no, desde luego, para establecer el lugar donde alguien se encuentra —conclusión que sería obviamente falaz—.
16 Aunque uno pueda transitar más o menos clara o confusamente entre los extremos del arco. Así como no se excluye la existencia de múltiples casos intermedios entre ambos extremos, el sofístico y el paralogístico, tampoco cabe excluir la de otros casos no infrecuentes en los que uno puede —e incluso a veces quiere— engañarse a sí mismo. Lo que no puede es hacerlo a la vez con plena deliberación y total inadvertencia: hallarse en uno y otro extremo al mismo tiempo. Todo esto supone cierta analogía de la idea de sofisma con una concepción clásica de la mentira, de raíz agustiniana, como luego veremos (en el § 4), y remite a la discusión abierta en torno al “autoengaño”, punto en el que ahora no puedo detenerme pese a su interés discursivo y cognitivo.
17 Una observación de paso: vengo siguiendo la práctica habitual de referirme indistintamente a los agentes discursivos y a los argumentos como incursos en falacias. Sería más apropiado decir que un agente comete o incurre en una falacia, mientras que su argumentación contiene o consiste en una falacia. Pero supongo que esa práctica común es inocua y no representa una confusión mayor añadida.
18 La necesidad de nociones y localizaciones claras es tanto más imperiosa en el momento actual de proliferación de los llamados “sesgos cognitivos”. Como muestra de cajón de sastre donde se amontonan sesgos, prejuicios y falacias, vid. el “Anexo: Sesgos cognitivos” del artículo “Sesgo” en Wikipedia.
19 Las ilusiones inferenciales pueden considerarse una especie del género de las ilusiones cognitivas en la línea de las tratadas en Rüdiger F. Pohl, ed. 2004, Cognitive illusions: A handbook on fallacies and biases in thinking, judgement and memory. Hove (UK)/New York: Psychology Press.
20 Philip N. Johnson-Laird y F. Savary (1999), “Illusory inferences: a novel class of erroneous deductions”, Cognition, 71: 191-229.
21 Amos Tversky y Daniel Kahneman 1983, “Extensional vs. intuitive reasoning: the conjunction fallacy in probability judgment”, Psychology Review, 90: 53-68.
22 Un estudio que contribuyó a la interpretación actual, más comprensiva, de esa presunta “falacia de la conjunción”, fue el de R. Hertwig y G. Gigerenzer (1999), “The ‘conjunction fallacy’ revisited: How intelligent inferences look like reasoning errors”, Journal of Behavioural Decisión Making, 12: 275-305.
23 Cf. Luis Vega Reñón (2020), Fake news, desinformación y posverdad. Malos tiempos para el discurso público. Beau Bassin [Mauritius]: EAE.
24 Tratado de Semiótica general, Barcelona: Lumen, 1977; p. 31 (cursivas en el original).
25 Una caricatura de la suspicacia de este tipo es un famoso chiste recordado por Sigmund Freud en El chiste y sus relaciones con el inconsciente. Dos judíos polacos se encuentran subiendo al tren en una estación de Galitzia. “¿A dónde vas?” —pregunta uno. “A Cracovia” —responde el otro. “¡Qué mentiroso eres! —salta el primero— Si dices que vas a Cracovia es que quieres que crea que vas a Lemberg. Pero sé que la verdad es que vas a Cracovia. Así que, ¿por qué me mientes?”.
26 Thomas L. Carson, Lying and deception. Oxford/New York: Oxford University Press, 2010.
27 Vid. Warren Shibles, “A revision of the definition of lying as an untruth told with intent to deceive”, Argumentation, 2 (1988), 99-115.
28 Sobre la idea clásica y su raíz agustianiana en De mendatio (h. 195-6), cf. Peter King, “Augustine: the truth about lies”, ponencia presentada a la UCLA Moody Conference on “Lies and Liars” (Feb. 14, 2004). Pueden verse desarrollos modernos en Jacques Derrida (1995), Historia de la mentira: Prolegómenos, Buenos Aires: UBA, 1997; Darius Galasiński, The language of deception, Thousand Oaks (CA) / London: Sages Publications, 2000; Kamila E Sip, Chris D. Frith et al., “Detecting deceptions: the scope and limits”, Trends in Cognitive Sciences, 12/2 (2008), 48-53.
29 Vid. mi (2003, 2007), Si de argumentar se trata, pp. 183-4.
30 Dariusz Galasiński 2000, The language of deception. A discourse analytical study. Thousand Oaks (CA). Sage Publications.
31 Vid. José E. Burucúa y Mario Caimi, comps., Presencia de Ernst Goldhauer. (Actas del I Simposio Goldhauer, Buenos Aires 1997), Buenos Aires: Dunken, 1998; Quimera, nº 322, septiembre de 2010.
32 Cf. John A. Barnes 1994, A pack of lies. Towards a sociology of lying. Cambridge, Cambridge University Press. Vid. sobre Agustín de Hipona y la tradición posterior, Sergio Pérez, La prohibición de mentir, México: Siglo XXI/UAM Iztapalapa, 1998.