Читать книгу La naturaleza de las falacias - Luis Vega-Reñón - Страница 7
ОглавлениеIntroducción
«Sostengo que combatir la falacia es la raison d’être de la Lógica»
Alfred Sidgwick, Fallacies [1984] 1890, Introd. p. 3.
Las falacias son un fruto natural de nuestras interacciones discursivas. A juzgar por su mala prensa y su uso impenitente representan una especie de parásitos dañinos y afincados tanto en conversaciones privadas como en informaciones, deliberaciones y debates públicos. Vienen siendo también un asunto principal de la teoría de la argumentación desde su lejana fundación aristotélica hasta nuestros días. Pero, por cierto, combatirlas no constituye la razón de ser de la Lógica o, para el caso, del estudio de la argumentación. Hoy nos hace sonreír el énfasis de Sidgwick en su cruzada contra las falacias a finales del s. XIX, por más que formara parte de un programa bienintencionado de orientación práctica de la vieja disciplina1. En cualquier caso, al margen de esa vindicación exaltada, el replanteamiento de las falacias resulta obligado por varios motivos. Veamos algunos de muy distinto tipo y peso.
(1) Para empezar, en la perspectiva general de los estudios de la argumentación, el análisis de la argumentación falaz tuvo una estrecha relación con el despegue de estos estudios en los años 70 del pasado siglo y aún sigue desempeñando un papel crucial en la identificación y la evaluación de argumentos. Según Ralph H. Johnson y J. Anthony Blair, relatores oficiales del nacimiento y los primeros pasos de la actual lógica informal: «Dado el modo como se ha desarrollado la lógica informal en estrecha asociación con el estudio de la falacia, no es sorprendente que la teoría de la falacia haya representado la teoría de la evaluación dominante en lógica informal» (2002, p. 369)2. Ahora bien, ya ha pasado tiempo, más de cuarenta años, desde la publicación de la obra que iniciara el estudio moderno de las falacias, Fallacies de Charles L. Hamblin (1970)3: ha corrido bastante agua bajo los puentes desde entonces y parece haber llegado el momento de dejar que remansen las corrientes, observar el caudal y hacer balance.
(2) En esa misma perspectiva general, el estudio de la argumentación falaz puede servir de espejo en el que se reflejen la investigación y el análisis de la argumentación justa y cabal, y a través del cual podamos vislumbrar nuevos retos y desarrollos de la teoría de la argumentación.
(3) Hoy, por otra parte, en diversos medios relacionados con la práctica y la investigación de la comunicación y la argumentación —no solo académicos, sino jurídicos, políticos, periodísticos— crecen el interés y la preocupación por los usos y abusos del discurso público. El interés se debe al auge de las técnicas de comunicación y de las estrategias de inducir a la gente a hacer o pensar algo; la preocupación, al mejor conocimiento de los problemas que anidan en la trama cognitiva y discursiva del dar, pedir y confrontar razones de algo con alguien o ante alguien. La argumentación falaz, en particular, es un recurso socorrido en el maltrato del discurso público donde puede adoptar diversas modalidades, desde el simple bulo hasta las estrategias de desinformación, al amparo de ideologías confortables como la posverdad4.
(4) En fin, la idea misma de falacia resulta más complicada e incluso problemática de lo que da a entender su popularidad como tópico escolar y como arma dialéctica (“lo que Ud. dice es falaz”, “su posición descansa en una falacia”, “señor mío, no me venga con falacias”...)5. Es una idea necesitada de revisión y precisiones en vista de su condición multiforme y compleja.
Este libro trata de responder a estas demandas sobre la base de una concepción comprensiva y holística del discurso falaz, fundada en lo que filosóficamente cabe considerar su naturaleza. La empresa es arriesgada y tiene visos de paradójica pues aspira a dar una idea global y relativamente unitaria de una naturaleza que no es simple ni es única, sino compleja y susceptible como la trinidad cristiana de distintas “procesiones” o, como la trimurti india, de diversos avatares o encarnaciones según el punto de vista que se adopte o el aspecto que se resalte. Para hacerles justicia el libro consta de tres partes que corresponden a tres perspectivas fundamentales sobre la naturaleza de la falacia: una discursiva y etológica, otra histórica y la tercera teórica —o más precisamente analítica y metateórica—.
Antes de presentar cada uno de estos enfoques, una cortesía elemental invita a avanzar una noción de falacia que nos permita saber de qué vamos a conversar y con qué vamos a encontrarnos. Convengamos en llamar falacia una mala argumentación que, a primera vista al menos, parece razonable o convincente y en esa medida resulta especiosa e induce a confusión o error. Es una noción harto genérica, pero recoge los aspectos crítico y normativo comúnmente reconocidos en las falacias y nos sitúa en el terreno propio de la interacción argumentativa. Nuestros usos cotidianos de los términos ‘falaz’ y ‘falacia’ abundan en su significado peyorativo: insisten en la idea de que una falacia es algo en lo que se incurre o algo que se comete, sea un engaño o sea algo censurable hecho por alguien con la intención de engañar. Así, en los diccionarios del español actual, el denominador común de las acepciones de ‘falacia’ y ‘falaz’ es el significado de engaño y engañoso6. Son calificaciones que pueden aplicarse a muy diversas cosas: argumentos, actitudes, maniobras y otras varias suertes de actividades, tramas y enredos. Aquí vamos a atenernos a las actividades discursivas: solo éstas resultarán falaces. Ahora bien, dentro del terreno discursivo, la imputación de ‘falaz’ o de ‘falacia’ también puede aplicarse a diversos actos o productos como asertos (e. g. “el tópico de que los españoles son ingobernables es una falacia”), preguntas (e. g. “la cuestión capciosa «¿Ha dejado usted de robar?» es una conocida falacia”), normas (e. g. “una norma tan tolerante que estableciera que no hay normas sin excepciones, sería falaz”) o argumentos (e. g. “no vale oponer a quien se declara a favor del suicidio un argumento falaz del tenor de «Si defiendes el suicidio, ¿por qué no te tiras desde el ático de la casa?»”).
Por otro lado, en ese vasto campo vienen a cruzarse y solaparse, amén de conchabarse, falsedades y falacias. Pero unas y otras son errores de muy distinto tipo: la falsedad tiene que ver con la falta de veracidad, en un sentido subjetivo, o con la falta de verdad, en un sentido objetivo; en el primer caso, lo que uno dice no se ajusta a lo que él efectivamente cree; en el segundo caso, lo que uno dice con referencia a algo no se ajusta a lo que esto efectivamente es. En cambio, el error del discurso falaz consiste en otra especie de incorrección o engaño que no es propia de unas meras declaraciones o proposiciones —lugares para la verdad o la falta de verdad—, sino peculiar de las tramas argumentativas de proposiciones y, en general, de las composiciones discursivas que tratan de dar cuenta y razón de algo a alguien con el fin de ganar su asentimiento —aunque para ello puedan envolver mentiras o falsedades. Así pues, también supondremos que los términos ‘falaz’ o ‘falacia’ se aplican ante todo a ciertos discursos: a los que son o pretenden ser argumentos. Por derivación, consideraremos falaces otras unidades, lingüísticas o semióticas7, en la medida en que forman parte de una argumentación o contribuyen a unos propósitos argumentativos, aunque esto nos complique la vida.
Recordemos una encendida y despiadada soflama que Francisco Rico —profesor universitario, académico de la Lengua y colaborador de El País— dirigió desde la tribuna de opinión del periódico (11/01/2011) contra la ley antitabaco recién aprobada entonces, a la que tildaba de “ley contra los fumadores”. El artículo terminaba con la apostilla: «PS. En mi vida he fumado un solo cigarrillo». Esta declaración levantó una nube de protestas contra la impostura de un Francisco Rico que había sido y seguía siendo fumador habitual. Pues bien, ¿constituye un remate argumentativo de la diatriba de Rico contra la ley, según entendieron la mayoría de los lectores del artículo? ¿O, más bien, representa una especie de juego irónico o de guiño para los conocedores de la vida y costumbres de Rico, una licencia retórica en suma? En el primer caso, podría oficiar como una especie de prevención frente al reparo de que sus ataques a la ley venían dictados por sus intereses de fumador y como una prueba adicional de la plausibilidad y neutralidad de las críticas vertidas en el artículo. En el segundo caso, no pasaría de ser una broma quizás desafortunada en el marco de una tribuna de opinión de un periódico de información. En el primer caso, se trataría de una apostilla falaz a la que cabría acusar de falsedad o engaño en tal sentido. En el segundo caso, se prestaría más bien a una crítica estilística y a una sanción moral o deontológica. (Por lo demás, dada la ambigüedad quizás deliberada en que se movía esta nota final de Rico, no es extraño que se viera cuestionada en todos estos sentidos). Así pues, no siempre será inequívoca la condición falaz o, siquiera, argumentativa del caso planteado.
Sigamos. Pasándonos de generosos, podríamos reconocer incluso ciertos procedimientos generadores de falacias o ciertas maniobras que producen unos efectos nocivos similares sobre la interacción discursiva en un marco argumentativo −así se habla, por ejemplo, de “maniobras falaces” de distracción o de dilación en una discusión o en un debate parlamentario. Ahora bien, sea como fuere, convengamos en que las falacias tienen lugar de modo distintivo en un contexto argumentativo o con un propósito argumentativo. En suma, para empezar, vamos a considerar falaces ciertas argumentaciones o argumentos, incluidos los seudo argumentos que traten de pasar por argumentos genuinos en un determinado contexto discursivo. Y por extensión podrían considerarse falaces así mismo ciertos procedimientos y elementos discursivos en la medida en que constituyeran o formaran parte de un proceso de argumentación o pretendieran tener valor o propósito argumentativo, como la apostilla antes examinada en la interpretación mayoritaria de sus lectores.
Además también será bueno recordar que nuestro término falacia proviene del étimo latino fallo, fallere, un verbo con dos acepciones de especial interés: 1/ engañar o inducir a error; 2/ fallar, incumplir, defraudar. Siguiendo ambas líneas de significado, entenderé por falaz el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —al menos por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta o induce a error pues en realidad se trata de un seudo argumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. El fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas por su aparición o uso en un marco argumentativo, de modo que las razones aducidas para asumir la proposición o la propuesta que se pretende justificar no tienen realmente el valor o la fuerza pretendida, sino que además pueden responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosas. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. A estos rasgos básicos o primordiales, las falacias conocidas suelen añadir otros característicos. Son dignos de mención tres en particular: su empleo extendido o relativamente frecuente, su atractivo suasorio o poder de captación, su empleo táctico como recursos capciosos de persuasión o inducción de creencias y actitudes en el destinatario del discurso. De todo ello se desprenden la importancia y la ejemplaridad atribuidas a la detección, catalogación, análisis y resolución crítica de las falacias. Creo, en fin, que más allá de estos servicios críticos, la consideración de la naturaleza de las falacias también puede suministrarnos hoy noticias y sugerencias de interés en la línea de una teoría general de la argumentación.
Antes de este inciso sobre la noción de argumentación falaz, había aludido a la existencia de tres perspectivas fundamentales sobre la naturaleza de las falacia. Recibirán la atención debida en las tres partes respectivas que componen el libro. Adelanto que estas tres partes han sido objeto de un planteamiento y un desarrollo relativamente autónomo, en correspondencia con su modo peculiar de desarrollar la naturaleza de la argumentación falaz: etológico, histórico, teórico, así que pueden leerse en cualquier orden que se prefiera. El lector/a, como a veces le encantaba sugerir a Julio Cortázar, es muy dueño de rehacer su propio libro; puede tomar estas partes como piezas del modelo a armar o de la composición a montar. Pero ya va siendo hora de presentar someramente siquiera cada una de ellas.
Un supuesto primordial es la adopción de una perspectiva o un enfoque etológico de la naturaleza discursiva de las falacias. Esto supone de entrada afirmar la naturaleza viva del discurso falaz frente a la naturaleza muerta de los ejemplares apilados en las clases y clasificaciones tradicionales de las falacias. Como ya había sugerido, las falacias son frutos naturales o parásitos de nuestra interacción discursiva en la conversación, la información, la deliberación, el debate; usos discursivos concretos que se dan de diversos modos en distintos marcos y contextos, donde se distinguen por inducir a error, confusión o engaño. Pero están hechas de la misma materia lingüística o semiótica que los usos legítimos y correctos; no llevan en la frente una marca distintiva ni un estigma indeleble y, peor aún, a veces solo se dejan entrever antes que identificar. Una imagen que ilustra esta condición natural es la presentada en mi libro sobre la fauna de las falacias y representada por el famoso cuadro “Le rêve (El sueño)”, una fantasía onírica pintada por Henri Rousseau en 1910, el año de su muerte8. Invito al lector/a a su visión directa, mucho más elocuente desde luego que el remedo de descripción siguiente.
En “El sueño” asistimos a un amplio espectro de matices y figuras que van desde los seres animados más expuestos hasta los apenas entrevistos cuando parecen fundirse con la espesa jungla del fondo. En primer plano resalta una mujer desnuda de largas trenzas, recostada en un diván en actitud incierta: como si soñara y observara su sueño. Hay dos pájaros sobre ella, en la parte alta a la derecha del cuadro. En segundo plano y casi confundido con la espesura, se vislumbra por encima y a la izquierda de la mujer un elefante con la trompa levantada. Por el centro del cuadro asoman dos leonas. Tras ellas viene un mono con delantal multicolor que toca una especie de flauta. Más atrás y por encima, contra un raro trozo de cielo, se perfila un pájaro de larga cola. Sobre él, a su izquierda, apenas se deja ver un mono pequeño colgando de una rama. En la parte baja, a la izquierda del cuadro, zigzaguea una cola de serpiente. Al fondo y por diversas partes, fundidos con la vegetación, parece haber otros animales no identificables, quizás monos o pájaros. Creo que esta es una buena imagen, exótica pero cabal, de la fauna de las falacias como seres vivos que habitan en la jungla del discurso: unas falacias se muestran nítidas y flagrantes, otras se hallan medio escondidas hasta a veces confundirse con la espesura y las hay, en fin, que parecen dejarse sentir antes que definir como ocurría a los llamados en el s. XVI “espíritus animales”. El cuadro es, en suma, una viva estampa de lo que cabe encontrar en la animada etología de la argumentación falaz antes de adoptar otras perspectivas de discusión y revisión analítica.
Los problemas suscitados por esta condición natural son, en fin, los relacionados con la detección y el tratamiento de las falacias, habida cuenta de que no hay procedimientos efectivos de identificación, menos aún de prevención de toda suerte de usos discursivos falaces. La primera parte de este libro se centrará en esta perspectiva de la naturaleza discursiva de las falacias.
Pero las falacias, además de su condición natural como productos de nuestra interacción discursiva, también tienen historia9. En efecto, la idea misma de falacia es una construcción histórica a través de dos tradiciones principales, una más bien discursiva y pendiente de la argumentación falaz, la otra más bien cognitiva y pendiente del error. Pues bien, en ambas líneas a veces separadas y a veces complementarias de desarrollo cabe apreciar tanto los aspectos estables y distintivos de la idea de falacia como los mudables y cambiantes, relacionados con su empleo en diversos marcos y contextos discursivos. La segunda parte del libro tratará de hacer justicia a esta naturaleza histórica de las falacias tanto en el plano de las ideas como en el plano de los propios textos, seleccionados a guisa de documentos.
La tercera parte, en fin, abordará algunas cuestiones sustanciales para la comprensión y explicación de las falacias que han ido apareciendo en el curso actual de la investigación empírica y del estudio analítico y conceptual de las falacias. Se plantean en el marco de su posible —o al menos pretendida— contribución no solo a una teoría de la argumentación falaz sino, en cierto sentido a una teoría de la argumentación, pues las dos son saberes que se buscan —como decía Aristóteles de la metafísica—. Me limitaré a mencionar dos problemas capitales. Uno, diríase metateórico, es el de la integración de las diversas perspectivas teóricas desde las que cabe contemplar las falacias, a saber: lógica, dialéctica, retorica, socio-institucional. El otro, de muy distinta índole, es la cuestión de por qué deberíamos renunciar a las facilidades engañosas y a las estratagemas ventajistas que nos deparan las falacias en nuestras interacciones discursivas comunes o especializadas; en definitiva: ¿por qué hacerlo bien si se trata de argumentar?
…………………………………………….
No sería justo despedir esta introducción sin el colofón de los debidos reconocimientos. Este libro es un ensayo de revisión y actualización de planteamientos ya avanzados en La fauna de las falacias, tratados ahora en un marco más amplio y preciso, y más atento a los malos tiempos del discurso público que hoy nos tocan vivir. Agradezco en principio al prof. Pedro Paulino Grández por haberme sugerido esta reelaboración e invitarme a publicarla en la editorial de su dirección, Palestra Ediciones, que actualmente lidera a través de su colección Argumentación & Derecho las publicaciones sobre teoría de la argumentación en español. En otro orden de cosas, algunos puntos, en especial de las Partes I y III, han sido objeto de consideración y discusión desde hace años, en varios foros y ante diversos auditorios: en el marco de másteres y simposios en las universidades de Alicante, Valencia, Salamanca, Santiago de Compostela, UNED, Nacional de Colombia (Bogotá), Francisco Mallorquín (Guatemala) y en el curso de congresos y seminarios en Cambridge (UK),UAM-Iztapalapa, UNAM [IIF], Xalapa, Morelia, Guadalajara, Diego Portales (Santiago de Chile), Nacional de Córdoba (Argentina), SADAF (Buenos Aires), PUCP y San Marcos (Lima), Nacional de Montevideo. Recuerdo especialmente conversaciones con Carlos Pereda, Raymundo Morado, Alejandro Herrera, Gabriela Guevara, Ariel Campirán, Carlos Oller, Cristián Santibáñez y Roberto Marafioti, en el otro lado del Atlántico; con Jesús Alcolea, J. Francisco Álvarez, Manuel Atienza, Lilian Bermejo, Eduardo de Bustos, Huberto Marraud, Paula Olmos, Pablo Ródenas, José Miguel Sagüillo y Javier Vilanova, aquí —digamos— en casa. Pero, claro está, aunque ahora no pueda nombrar a todos los demás interlocutores uno por uno, he de agradecer su inteligencia y comprensión en todas esas ocasiones. Y, por último, pero en primer lugar, sigo en deuda con M.ª Luisa Puertas, mi compañera de cuerpo y alma.
Madrid, septiembre de 2021.
1 Alfred Sidgwick (1884), Fallacies. A view of Logic from the practical side. London: Kegan Paul, Trench, Trübner & Co., 1890, 2ª edic.
2 “Informal logic and the reconfiguration of logic” en D.M. Gabbay et al., eds. Handbook of the logic of argumentation. The turn towards the practical, Amsterdam: North Holland [Elsevier Science B.V.]. Véanse en especial las pp. 355-6, 369, 374-7.
3 London: Methuen & Co. Reimpreso en Newport Reports (VA): Vale Press, 2004. Aquí citaré la versión en español de H. Marraud, Falacias, Lima: Ediciones Palestra, 2016.
4 Es sintomática la vigilancia crítica que van mostrando los títulos de algunos libros contra los sinsentidos que nos rodean, como el de Julian Baggini (2010) ¿Se creen que somos tontos? 100 formas de detectar las falacias de los políticos, los tertulianos y los medios de comunicación. Barcelona: Paidós.
5 Por ejemplo, según Maarten Boudry, Fabio Paglieri y Massimo Pigliucci, la identificación de la argumentación falaz ha de afrontar este dilema destructivo: o es trivial en casos flagrantes pero artificiales o deviene incierta en los casos más complicados y reales. Vid. su (2015) “The fake, the flimsy and the fallacious: Demarcating arguments in real life”, Argumentation, 29/3: 431-456.
6 Cf. por ejemplo el Diccionario de la lengua española, de la Real Academia, Madrid: Espasa, 2001 22ª edic.; el Diccionario de uso del español, de Mª Moliner, Madrid: Gredos, 1998 2ª edic., o el Diccionario del español actual, de M. Seco, O. Andrés y G. Ramos, Madrid: Aguilar, 1999. También pueden verse las asociaciones comunes de ‘falacia’ con ‘fraude’ y ‘engaño’ en la dirección < http://ideasafines.com.ar >.
7 Por ejemplo, imágenes o incluso gestos (véase más adelante el caso de las falacias visuales, en el cap. 1 de la Parte I, o recuérdese el —remedo de— debate gestual entre el sabio griego y el pícaro romano en El libro de buen amor del Arcipreste de Hita, estrofas 46-63).
8 Vid. Luis Vega Reñón (2013), La fauna de las falacias. Madrid: Editorial Trotta, 2018 1ª reimp. Agradezco al editor el detalle de reproducir Le rêve de Rousseau como portada.
9 Un leitmotiv de José Ortega y Gasset, en la primera mitad del s. XX, fue la oposición entre naturaleza e historia. Insistía, por ejemplo, en que «el hombre no tiene naturaleza sino historia». Vaz Ferreira habría diagnosticado en esta tesis un paralogismo de falsa oposición (vid. más adelante, P. II, Sec. 1, 10.2). Desde luego, no es el caso de las falacias: su naturaleza no las priva de tener historia.