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Llegados a este punto conviene reconsiderar la oportunidad y el propósito del presente estudio de las falacias. Puede que nuestras exploraciones iniciales nos hayan llevado al convencimiento de que hoy el tema de las falacias ya no tiene interés por dos motivos al menos. Bien porque nuestra tendencia al error y al engaño en el uso común del discurso nos es consustancial, nos acompaña en todos los lugares y en todos los tiempos. Entonces, ¿qué hace su estudio especialmente oportuno en un determinado momento, ahora pongamos por caso? O bien porque los argumentos falaces no solo son un mal pandémico, sino que, efectivamente, no tienen remedio. ¿Qué sentido tiene mortificarse con ellos? Procuremos sobrellevarlos con la resignación de quien padece un mal genético. Éstas son, a mi juicio, posturas no tanto escépticas como retóricas, y cabe oponerles la retórica contraria de un Alfred Sidgwick que —a finales del siglo XIX, recordemos— no se cortaba en absoluto al sostener que la razón de ser de la Lógica era precisamente combatir la Falacia, algo que, por entonces, a ningún lógico se le habría ocurrido. Asomados al campo de discusión abierto entre un extremo y otro, no estará de más detenerse a considerar brevemente las dos cuestiones apuntadas, la de la oportunidad y la del propósito del estudio de las falacias en nuestros días. En uno y otro caso nos vendrá bien, creo, una referencia contextual a su historia próxima. Su consideración también será útil para seguir reconociendo el terreno, al abrir un nuevo camino de aproximación complementario de las exploraciones ya practicadas.

1. EL ESTUDIO MODERNO DE LAS FALACIAS: ANTECEDENTES Y CIRCUNSTANCIAS

Como es bien sabido, la reflexión sobre las falacias data de los primeros momentos del interés por la argumentación. Nuestra fuente clásica es —¿hará falta recordarlo?— el apéndice de los Tópicos de Aristóteles dedicado a los argumentos sofísticos. Siglos más tarde, la fortuna de este opúsculo De sophisticis elenchis, en el Occidente medieval del s. XII, fue una vía no solo de recepción del análisis lógico aristotélico, sino de promoción de la lógica y filosofía del lenguaje propias de la Escolástica. Posteriormente, el estudio de las falacias tuvo una suerte dividida. Por un lado, conoció contribuciones más o menos individuales y aisladas que desarrollaron sus dimensiones discursivas y cognitivas, e incluso le abrieron nuevos espacios como el del discurso público. Esta es la historia digamos “mayor”, la historia de la construcción de la idea de falacia desde Aristóteles hasta nuestros días, que luego seguiremos en la Parte II de este libro. Pero, por otro lado o, mejor dicho, por debajo de esa historia, también discurrió otra historia “menor” más continua y duradera, donde el estudio establecido de las falacias se vio confinado a la rutina escolar de los catálogos de falsos argumentos o alegaciones espurias, sin mayores pretensiones que las preventivas y didácticas, hasta adquirir un inesperado impulso en los tiempos modernos. Esta renovación ha pasado por dos fases o etapas:

1ª. Una etapa inicial de despegue en la lógica británica, entre los años 80 del s. XIX y las primeras décadas del XX, pero que, en definitiva, se vio abortada.

2ª. Una fase de renacimiento que parte de 1970, se desarrolla en los años 80 del s. XX y a estas alturas del s. XXI ya ha asentado unas nuevas perspectivas sobre las falacias en el campo de la argumentación y en otros ámbitos de estudio vecinos o comunicados.

Detengámonos en ellas unos momentos siquiera, pues merecen recordarse y por añadidura, como ya he sugerido, su memoria puede ser instructiva para nuestros propósitos exploratorios.

1.1 En consideración a la 1ª etapa, retrocedamos por un instante a la lógica británica de la segunda mitad del s. XIX. En el dominio escolar de la lógica seguía vigente la tradición de las falacias de origen aristotélico —recordemos la clasificación antigua a partir de unas fuentes lingüísticas y otras extralingüísticas, mencionada en cap. 1, § 1—, con algunos aditamentos marginales más o menos afortunados, como los argumentos ad a partir de Port Royal (1662) y sobre todo de Locke (1690), o las “falacias políticas” exploradas por Bentham (1824), o las llamadas “falacias lógicas” introducidas por los Elements of Logic de Whately (1826) −más adelante, en la Parte II, podrán verse los textos pertinentes−. Whately, en particular, trataba de poner orden en la creciente maraña de las falacias escolares, tradicionales o adventicias, con una nueva clasificación fundada sobre un criterio de consecuencia o de ilación consecutiva: en toda falacia, la conclusión o se sigue o no se sigue de las premisas. En este último caso, cuando no se sigue, tenemos una falacia lógica que, a su vez, puede resultar una falacia formal o una falacia semi-lógica (por ambigüedad). En el otro caso, si se sigue, tendremos una falacia no lógica, sino material, debida a un defecto de las premisas o a una conclusión no pertinente. Pero, pronto, la Formal logic de Augustus de Morgan (1847) avanzó dos observaciones críticas. La primera, en el párrafo inicial del apartado sobre las falacias, sentencia: «No hay una clasificación de las maneras como los hombres pueden caer en el error; y es muy dudoso que pueda haberla siquiera» (o. c., p. 237). La segunda alega: si se da una falacia deductiva cuya conclusión no se sigue de las premisas, el caso es que se han violado una o más reglas del silogismo y entonces su estudio carece de entidad propia pues solo representa un apéndice didáctico de la silogística; pero en otro caso, cuando la conclusión se sigue, el fallo no reside en la inferencia lógica sino en la índole de las premisas —e. g. en su valor de verdad o en su poder de prueba—, lo que nos remite a cuestiones extralógicas. Así que, por una especie de ironía histórica, la identificación de unas falacias como lógico-formales viene a desembocar en la irrelevancia de las falacias para la lógica. Es una historia que hoy sigue siendo aleccionadora: continúa habiendo gente empeñada en hablar de falacias formales o estrictamente lógicas, como si la condición falaz de una argumentación pudiera adquirirse, preservarse o transmitirse a través de la forma lógica, lo cual no es cierto en absoluto —hay una discusión expresa de este punto más adelante, en la Parte III, cap. 1, § 1.2—.

En todo caso, la falta de interés del estudio de las falacias para la lógica quedó consagrada con la implantación y el desarrollo de los programas de lógica simbólica o algebraica: tomar en consideración las falacias, dentro de este marco, sería tan irrelevante como pararse a considerar los errores de cálculo en teoría de números o la torpeza en el manejo del cartabón y el compás en geometría plana. El triunfo ulterior —tras Frege, Peano, Russell— de la nueva lógica matemática no podía sino sancionar definitivamente esta exclusión: con el análisis lógico nada tenía que ver lo que solo era propio y privativo de la psicopatología del discurso ordinario.

Con todo, también es cierto que en los años 1880 se habían encendido algunas discusiones en torno a las paradojas y falacias, como las provocadas por Lewis Carroll a través de Mind1. En ellas despuntaban unos nuevos intereses del análisis lógico, en particular una orientación práctica y un tanto informal que presta atención al discurso común, cotidiano o especializado. En este contexto aparece el tratado lógico de Sidgwick (1884) titulado precisamente Fallacies, en cuya presentación el autor sienta la declaración de principios que ha servido de cabecera para la Introducción del presente libro: “sostengo que combatir la Falacia es la razón de ser de la Lógica” (Fallacies, 1884, 18902nd, Introd., p. 3)2. Aun tratándose de una orientación marginal, extemporánea y subterránea, no deja de emerger alguna vez más adelante, por ejemplo a propósito de los paralogismos en la Lógica viva de Vaz Ferreira (1910). Pero, desde luego, esta vía informal no tiene la menor oportunidad de desarrollo frente al irresistible ascenso de la nueva lógica formalizada, así que será una opción ocluida o descartada.

1.2 La segunda fase comienza, en parte al calor de un creciente interés por el lenguaje común y el discurso informal, algo avanzada la 2ª mitad del siglo XX. Se considera fundacional la aparición de Fallacies (Hamblin, 1970)3. Hamblin fija el estereotipo del que llama “tratamiento estándar de las falacias”, marcado por la idea de que una falacia es un argumento que parece válido, pero no lo es, de modo que la construcción de una teoría de las falacias se vería abocada a dos arduas tareas: la de construir una teoría sistemática de la invalidez y la de construir una teoría explicativa de la falsa apariencia. El libro contiene además una propuesta de dialéctica formal que luego inspirará algunos de los primeros análisis característicos del estudio moderno de las falacias, como los de Woods y Walton en los 80. Otro hito de los 70 es el libro de texto Logic and Contemporary Rhetoric de Kahane (1971) que, haciéndose eco de los debates y demandas del campus universitario usamericano, convierte el estudio crítico de las falacias efectivas e informales en el núcleo del texto4. No es casual que también surja por entonces la orientación hacia el llamado “pensamiento crítico (Critical Thinking)”, hasta iniciar una pronta institucionalización escolar en la década siguiente. La demanda de competencias reflexivas y críticas para hacer frente a las tensiones ideológicas y sociales que agitaban a parte de la sociedad —e. g. desde movimientos pacifistas contra la guerra de Vietnam hasta vindicaciones de igualdad de raza o género—, así como la creciente conciencia de las tácticas y estrategias políticas o comerciales, representan una especie de amas de cría de los dos gemelos, el estudio de las falacias y el “pensamiento crítico”, al menos en algunos campus universitarios. Con todo, los manuales al uso siguen manteniendo algunos hábitos tradicionales como la actitud clasificatoria, “naturalista”, que lleva a hacer y rehacer sucesivos catálogos de falacias, o como la motivación formativa y preventiva de estas clasificaciones. Pero no faltan ciertas variaciones, por ejemplo: (a) van desapareciendo algunas viejas falacias de la tradición escolástica, demasiado deudoras de su latín formulario; (b) se tratan con mayor atención y discernimiento algunas otras, como las variantes falaces y no falaces de la petición de principio, de la argumentación ad hominem o de la carga de la prueba; (c) se incorporan al estudio nuevos casos y modalidades de discurso falaz, como los propiciados por matrices socio-institucionales de inducción de creencias, disposiciones o acciones en la llamada “esfera pública” del discurso, dentro de una gama de manipulaciones que van desde la propaganda ideológica o política hasta la propaganda comercial pasando por diversas modalidades de uso perverso de la publicidad5.

En todo caso, Ralph H. Johnson y J. Anthony Blair, nuestros relatores oficiales de la aparición y los primeros desarrollos de la lógica informal como alternativa a la disciplina establecida de la lógica formal, se han referido reiteradamente a la estrecha relación entre el estudio de las falacias y el despegue de la lógica informal, en particular sus primeros pasos en pos de una teoría de la evaluación crítica de la argumentación. En efecto, no dudan en declarar: «Dada la manera como se ha desarrollado la lógica informal en estrecha asociación con el estudio de la falacia, no es sorprendente que la teoría de la falacia haya representado la teoría de la evaluación dominante en lógica informal» (Johnson & Blair 2002, p. 369)6. Al margen de su uso no técnico del término ‘teoría’, esta afirmación cobra importancia si se repara en que las tres principales misiones que se han asignado tradicionalmente a la “teoría” de la argumentación son la identificación, el análisis y la evaluación de argumentos.

Las dos últimas décadas del siglo XX mantienen y desarrollan las líneas de trabajo antes mencionadas, en especial el estudio de falacias particulares, así como la confrontación de casos y usos argumentativos concretos. Estos desarrollos han favorecido no solo la discriminación analítica, sino la proliferación y dispersión de las variedades de una incontrolable flora y una amenazadora fauna. Han auspiciado incluso especies tan pintorescas como la de unas falacias que no serían falaces 7 y por tanto dignas de figurar en El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges. Así que, en suma, revelan la ausencia y la necesidad de mayor articulación y finura conceptual, y de cierta integración teórica. De hecho, otra línea de contribuciones al tema de las falacias, aunque menos sustantivas y más problemáticas que los análisis críticos, es la avanzada por las discusiones reflexivas, o digamos “meta-teóricas”, en torno a la caracterización, la viabilidad o, incluso, la conveniencia de la teorización en este terreno. Recordemos que, en la línea del “tratamiento estándar” del argumento falaz como argumento que no es válido, pero aparenta serlo, una teoría cabal de la falacia exigiría tanto una teoría de la invalidez, como una teoría de la falsa apariencia. Suele obviarse esta segunda arguyendo que es una tarea psicológica antes que lógica. Y por lo que concierne a la primera, su viabilidad se ha cuestionado en razón de una asimetría entre validez e invalidez: para establecer la validez de un argumento contamos con teorías sistemáticas y procedimientos de convalidación como los proporcionados por la lógica formal; para la invalidez, en cambio, no hay ni podría haber unos sistemas o unos métodos parecidos (Massey 1981). No es una crítica definitiva ni devastadora8, pero sí resulta sintomática de las dificultades de una teoría general en este campo, al igual que otros debates en curso a partir de los 80-90 como los provocados, de un lado, por las propuestas de reducción de las falacias a una forma básica o paradigmática de argumentación falaz, o como los suscitados, del lado opuesto, por la confrontación e integración de las diversas perspectivas tradicionales: la lógica, la dialéctica, la retórica, a las que cabe añadir la socio-institucional. Más recientemente, se ha discutido incluso la conveniencia de hacer prospecciones teóricas y filosóficas generales en este campo, dada su asociación con las cuestiones normativas y autorreferenciales de la racionalidad9. Basten por ahora estas indicaciones para formarse una idea de la situación. Luego, en la Parte III, veremos con calma las alternativas actuales y podremos intervenir en las discusiones al respecto.

Tras este breve repaso a la historia reciente de las falacias, hemos de reconocer que a pesar del renacimiento del interés por ellas y de las discusiones en torno suyo, más aún: a pesar de su papel decisivo en los primeros momentos de la nueva disciplina de la lógica informal, hoy las falacias no parecen ser un tema obligado en el estudio de la argumentación. Peor aún: hay quienes, ante la trivialidad de los catálogos escolares y la falta de entidad teórica de las instrucciones al uso, se preguntan qué sentido puede tener seguir ocupándose del asunto. Por lo demás, ¿acaso no es más importante aprender a argumentar bien que perder el tiempo con las innumerables formas de hacerlo mal? Esta consideración puede alentar una mala idea, a saber: la de prescindir del estudio de las falacias para concentrarse en los usos buenos y benéficos, racionales, del discurso. Es una mala idea, amén de impertinente, al no reparar en el carácter complementario del estudio de la mala argumentación con respecto a la buena, según había advertido Stuart Mill. En todo caso, no es en absoluto una buena idea, como tampoco lo sería retirar del campo de la medicina el estudio de las enfermedades y patologías, para limitarse a estudiar las condiciones saludables del ejercicio y la dieta. Pero, al margen de esa impertinencia, sigue siendo acuciante la pregunta por la motivación y la significación actual del estudio de las falacias. ¿Por qué ocuparse hoy de ellas?

2. LA MOTIVACIÓN Y SIGNIFICACIÓN DEL ESTUDIO DE LAS FALACIAS

En términos algo sumarios podemos reducir a tres los tipos principales de motivos y razones: uno arraiga en la tradición, los otros dos responden a cuestiones más actuales.

2.1. Tradicionalmente se han atribuido al análisis de las falacias unas virtualidades tanto formativas, como preventivas. Hay quienes, hoy en día, añaden alguna lúdica: el juego con los hilos y las tramas del discurso de la provocación y de la réplica10. El motivo más socorrido, desde su fundación aristotélica, ha sido su contribución al dominio de las artes de la argumentación. En las falacias se incurre, cabe suponer, por inexperiencia o por incompetencia; así que su estudio contribuirá a adquirir la capacitación y las habilidades relacionadas con la lucidez y el discernimiento en los usos comunes y especializados del discurso argumentativo. ¿Y de tal formación y dominio no debemos esperar además una prevención o una inmunización específicas? He aquí una ilusión que todavía perdura. Pero me temo que a estas alturas de los tiempos hemos de dudar del éxito de cualquier método o cualquier fórmula preventiva, más allá de ciertos dominios restringidos: en general, como ya adelantaba bajo la forma de avisos para navegantes (cap. 1, § 4), no podemos aspirar a mucho más que a adquirir una sensibilidad más fina o cierto olfato con el aprendizaje y la experiencia reflexiva, y a adoptar actitudes de cautela y resistencia. Como ya observara Vaz Ferreira en carne propia, en algún desliz de su propio discurso11, la competencia técnica no nos pone a salvo de incurrir en paralogismos. Al igual que la competencia teórica tampoco nos libra de la tentación de vencer al oponente por medios ilegítimos si fuera el caso —según confesaba la Medea de Ovidio: «video meliora proboque, deteriora sequor [veo lo mejor y lo apruebo, sigo lo peor]» (Metam. 7, 20.21)—. Por otra parte, una moderna línea de investigación en neurociencia parece desmentir la confianza intuitiva en nuestro control de acciones a través de deliberaciones y decisiones precedentes, de modo que su incidencia tendría lugar más bien de modo indirecto, mediante la conformación de marcos de conducta que generen los estados que en realidad lo causan inconscientemente12. Más aún, puede que la pretensión de una prevención o inmunización cabal contra las falacias resulte no solo ilusoria, sino inconveniente. Y, en efecto, lo es en la medida en que nuestro aprendizaje en el terreno de argumentación, como en otros campos del conocimiento, constituye un proceso indefinidamente auto- e inter-correctivo a partir del reconocimiento y la gestión de los errores tanto propios como ajenos. Lo que nos hace buenos o mejores en este tipo de empresas discursivas, cognitivas y argumentativas, no es la imposibilidad de errar, una “infalibilidad” que no pasaría de ser estanca y estéril, sino la posibilidad siempre abierta de aprender de nuestros errores. Ahora bien, los errores que nos informan y nos hacen progresar en este sentido no solo son los que se prevén y rehúyen de antemano, sino más aún los cometidos y reconocidos. Desde luego, de ahí no se sigue que cometer errores sea recomendable. Pero cuando menos, si son inevitables, bueno es saber que en todo caso podremos sacarles algún provecho. Tampoco estará de más conocer los “secretos” de su eficacia para ponerlos al servicio de la buena argumentación y hacerla más atractiva y eficaz.

Pero, en esta línea tradicional, el estudio de las falacias también puede justificarse positivamente sobre la base de que hay buenas razones para conocerlas y evitarlas. Si tenemos buenas razones para hacer algo, las tenemos para poner en práctica los medios necesarios para tal fin. Tenemos buenas razones para evitar las creencias falsas y las decisiones equivocadas, así como para contar con creencias verdaderas y decisiones acertadas, en la medida en que nuestra supervivencia y nuestro bienestar dependen de ellas. Razonar bien es uno de los medios indicados para tales propósitos —no es una garantía de acierto, pero sí es un procedimiento fiable y el que nos permite aprender de nuestros desaciertos—. Así pues, tenemos buenas razones para razonar bien y, por lo tanto, buenos motivos para conocer las formas paradigmáticas de hacerlo mal y evitarlas.

2.2. Hoy, además de los tradicionales, tenemos otros motivos para estudiar las falacias. Son motivos de diverso orden. Unos, más filosóficos, tienen que ver con la pérdida y la restauración de la confianza en la comunicación discursiva, con la sutura del tejido de la conversación que las falacias parecen romper o con la recuperación de la interacción razonable y responsable que parecen amenazar. Estas consideraciones no solo tienen relieve desde el punto de vista de la calidad del discurso, tanto privado como público, sino que pueden alcanzar a la calidad de vida intelectual si nos remitimos a algunas indicaciones platónicas sobre el papel del debate socrático en el desarrollo del discurso interior y en el mejoramiento del propio yo. Otros motivos, de distinto orden, residen en su significación teórica, puesto que a través del espejo de las falacias se reflejan y dejan ver varias de las cuestiones abiertas o pendientes en la teoría actual de la argumentación. Como serán motivos de ambos tipos los que alimentarán en buena medida las discusiones planteadas en la parte III de este libro, se irán precisando y desarrollando allí, en el contexto de esos problemas y al hilo de esos debates —e. g. sobre la relación entre marcos de discurso y acciones e interacciones argumentativas, o en torno a la integración de las actuales perspectivas teóricas del campo de la argumentación, o acerca de cuestiones de normatividad y “racionalidad”—.

2.3. Un tercer tipo de buenos motivos para ocuparse de las falacias es el que consiste en los servicios heurísticos, analíticos y críticos que hoy está prestando su investigación y confrontación con otras nociones vecinas o asociadas en las fronteras de la argumentación a otros estudios como los psicológicos y los cognitivos, o los dedicados al análisis crítico de diversos géneros de discurso, desde el publicitario hasta el político. Esta es, quizás, la proyección más cultivada y fructífera del estudio de las falacias fuera del recinto escolar de la lógica informal, pero sus propios éxitos ya nos empiezan a exigir un esfuerzo de diversificación y de precisión conceptual. Unas primicias en tal sentido han sido las ofrecidas en el apartado 3 del cap. 2, a propósito de algunas nociones vecinas o afines en este terreno cognitivo y discursivo, como las de ilusión inferencial, sesgo heurístico, planteamiento paradójico, maniobra o movimiento ilícito y argumentación falaz. Pero en la actualidad van medrando otras especies tóxicas que ponen en peligro la salud, siempre delicada, del discurso público. Me refiero, en particular, a la proliferación de bulos, a las estrategias y campañas de desinformación y, en fin, a la cobertura ideológica de la posverdad.

Por bulo cabe entender un contenido de apariencia informativa, pero intencionadamente falso, concebido con visos de verdad para engañar al público (cliente o ciudadano) y difundido por cualquier plataforma o medio de comunicación social 13. Desde luego, tanto esta como otras especies afines de distorsión y perversión de la comunicación, algunas tan populares como las fake news, cuentan con una amplia y arraigada práctica en la historia de las comunidades conocidas. Con todo, su desarrollo actual ha traído consigo algunas novedades bajo el sol, en especial las derivadas de la intervención de la inteligencia artificial y de los agentes artificiales (e. g. bots) en acciones y procesos de información y comunicación 14. La desinformación, a su vez, se distingue de la información meramente falsa o errónea y consiste en una falsa información que pretende pasar por auténtica15, responde a motivos o intereses ideológicos, políticos o socioeconómicos y envuelve alguna suerte de manipulación discursiva del público “informado”. Esta manipulación es una compleja operación falaz. No solo se propone unos objetivos como los siguientes: (i) actuar sobre el receptor de modo que éste no sea consciente de tal proceder, de sus propósitos y sus efectos; (ii) inducirlo a confusión o engaño con respecto al objeto de la manipulación; (iii) utilizarlo al servicio de los intereses del emisor o de la fuente del discurso. Además, a diferencia de las falacias y mentiras convencionales, no corre por lo regular a cargo de agentes individuales ni descansa en relaciones interpersonales, sino que suele ser obra de agentes y entidades sociales y moverse en espacios del discurso público. El tercer personaje de los nuevos tiempos es la blanda y acogedora cobertura que proporciona la posverdad. En principio y en línea con el DEL, es posverdad la distorsión deliberada de una realidad que manipula creencias y opiniones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Pero esta noción no tiene en cuenta dos rasgos distintivos del marco de la posverdad: uno es no solo el desvío sino la indiferencia hacia la verdad o la falsedad de lo juzgado o referido; otro es la complicidad pública generalizada con esta disposición complaciente con nuestros sesgos cognitivos y alentada por el que llamo “pensamiento confortable” en contraste con el denominado “pensamiento crítico” 16. Una muestra de su deletéreo alcance puede ser el caso siguiente.

En las últimas elecciones al Parlamento de la Comunidad de Madrid (mayo de 2021), Vox exhibió un impactante cartel de propaganda electoral que representaba a un mena —menor extranjero (migrante) no acompañado—, ataviado como un yihadista, frente a una respetable anciana, situados en torno a este lema central: “Un mena, 4700 € al mes; tu abuela, 426 € de pensión/mes”. El cartel fue denunciado no solo por dar señales de odio, como la identificación del mena con un joven radical encapuchado, sino por atribuir una subvención de la Comunidad de Madrid a los menas notoriamente infundada y falsa: ni la cantidad asignada es de libre disposición individual, ni la cifra responde a la realidad. Pues bien, la Audiencia Provincial de Madrid ha archivado la denuncia en aras de la libertad de expresión y «con independencia de si las cifras que se ofrecen son o no son veraces» 17. Creo que esta declaración es clara señal de la propagación de la posverdad entre algunos magistrados madrileños. En todo caso, frente al derecho del emisor a su libertad de expresión habría que ponderar el derecho del público receptor a no ser engañado18, un derecho obvio en cualquier democracia sana aunque todavía no parezca reconocido y protegido.

Este nuevo escenario de los males que amenazan la salud del discurso público no solo evidencia la inagotable vitalidad de la fauna de las falacias en nuestro tiempo; también justifica en justa correspondencia el renovado interés de su estudio. Y, en fin, obliga a revisar los avisos de actuación frente a las falacias avanzados al final del cap. 1, que se atenían a escenarios tradicionales y se referían a agentes individuales; en la tesitura actual, unos avisos como II, IV y VII implican actitudes y resistencias más bien colectivas para ser efectivos.

El resultado de esta nueva vía de aproximación a las falacias, a través de los motivos y razones de su estudio hoy, es complementario de las anteriores. Si nuestros primeros pasos a lo largo de los capítulos 1 y 2, nos han conducido a una caracterización etológica básica de la argumentación falaz, esta aproximación en el presente capítulo, con el preludio histórico que incorpora, puede anunciar además algunas de las cuestiones que hacen que el estudio específico de las falacias tenga especial interés en la perspectiva global de los estudios de la argumentación. Con el fin de apuntar una idea general y relativamente comprensiva de la situación, me limitaré a recordar tres muestras de problemas y asuntos de muy distinto tipo como las siguientes: 1) Los problemas de detección e identificación de falacias. 2) Las perspectivas de su explicación y su integración teórica. 3) Las cuestiones de normatividad y sus proyecciones filosóficas −por ejemplo, qué hay de malo en las falacias y por qué debemos evitarlas. Como ya he sugerido, todas ellas representan puntos pendientes y problemas abiertos. Así que, en orden a su tratamiento y resolución, nadie a estas alturas, en la tercera década del s. XXI, ha nacido tarde, sino muy a tiempo, y toda contribución es bienvenida.

Pero antes de abordar esas cuestiones sustanciales en su momento, en la Parte III, y con el fin de recabar todos los elementos de juicio pertinentes, hemos de considerar otro aspecto fundamental de la naturaleza de las falacias, su formación y desarrollo históricos, en suma: la construcción del concepto de falacia a través de sus hitos y tradiciones, más concretamente sus autores y sus textos.

1 E.g.: (1894) “A Logical Paradox”, Mind NS III/11: 436-438; (1895) “What the Tortoise said to Achilles”, ibd., IV/14: 278-280. El propio Lewis Carroll, en la Introducción de su Symbolic logic (1896), recomendará el estudio de la Lógica por su capacidad formativa y, sobre todo, por su poder para “detectar falacias y despedazar los argumentos insustancialmente ilógicos” que se encuentran por todas partes; vid. El juego de la lógica y otros escritos, edic. de A. Deaño. Madrid: Alianza, 1972; pp. 29-30.

2 Cito por la segunda edición: Alfred Sidgwick (1890) Fallacies. A view of Logic from the practical side. London: Kegan Paul, Trench, Trübner & Co. Recientemente han empezado a reconocerse y apreciarse las aportaciones de Sidgwick, entre las que se cuentan no solo la propuesta de una lógica práctica como órganon crítico, sino una revisión de la presunción y de la carga de la prueba en el discurso cotidiano.

3 Charles L. Hamblin (1970), Fallacies, London: Methuen & Co. Reimpreso en Newport News (VA). Vale Press, 2004. Hay trad. de H. Marraud y presentación de L. Vega. Falacias, Lima: Palestra, 2016.Vid. una revisión y revalorización de la contribución en Hamblin en el monográfico de la revista Informal Logic, editado por D. Walton y R.H. Johnson, 31 /4, 2011.

4 Vid. la edición actualizada: Howard Kahane & Nancy Cavender, Logic and Contemporary Rhetoric. The Use of Reason in Everyday Life, Belmont (CA): Thomson - Wadsworth, 200610th .

5 Sin que esto implique, desde luego, que todo uso de la publicidad y de la propaganda sea perverso o manipulador. Con respecto a la idea de manipulación, confusa y cargada en este contexto, recordemos las tres operaciones que caracterizan un discurso manipulador en sentido propio: (i) actuar sobre el receptor de modo que éste no sea consciente de tal proceder, de sus propósitos y sus efectos; (ii) inducirlo a confusión o engaño con respecto al objeto de la manipulación; (iii) utilizarlo al servicio de los intereses del emisor o de la fuente del discurso.

6 Ralph H. Johnson y J. Anthony Blair 2002, “Informal logic and the reconfiguration of logic”, en D.M. Gabbay, et al. eds. Handbook of the logic of argumentation. The turn towards the practical, Amsterdam: North Holland [Elevier Science B.V.], pp. 355-6, 369, 374-7.

7 Vid. Joel Marks 1988, “When is a fallacy not a fallacy?”, Metaphilosophy, 19 /3 & 4: 307-12.

8 Cf. Gerald J. Massey (1981), “The fallacy behind fallacies” Mildwest Studies in Philosophy, 6: 489-500, y la réplica de Trudy Govier en el cap. 9, “Four raisons there are no fallacies?”, de su (1987), Problems in argument analysis and evaluation, Dordrecht: Foris. La lógica actual conoce, por lo demás, ensayos e investigaciones de sistemas de relaciones de no-consecuencia o anti-consecuencia, e. g. en el ámbito del razonamiento automático y la inteligencia artificial, que desmentirían esa imposibilidad de principio.

9 Cf. Hans H. Hansen & Robert C. Pinto (eds.) (1995), Fallacies. Classical and Contemporary Readings, University Park (PA): The Pennsylvania State University Press. Las partes II, Contemporary Theory and Criticism, y III, Analyses of Specific Fallacies, de esta compilación de Hansen y Pinto contienen muestras ilustrativas de los debates en torno a la viabilidad de una teoría de las falacias, así como alguna propuesta reductiva (e.g. a la equivocidad como falacia madre de todas las falacias). Sobre otras cuestiones debatidas en la actualidad, puede verse el panorama desplegado en mi informe 2008c, “La argumentación a través del espejo de las falacias”, en C. Santibáñez y R. Marafioti, eds. 2008, De las falacias. Argumentación y comunicación. Buenos Aires: Biblos, pp. 185-207; vid. también más adelante la Parte III del presente libro.

10 Vid. por ejemplo Adelino Cattani (2008), Come dirlo? Parole giuste, parole belle. Casoria (NA); Loffredo Editore (trad. bajo la versión algo apagada Expresarse con acierto. Una palabra para cada ocasión, una ocasión para cada palabra. Madrid: Alianza editorial, 2010).

11 Cf. por ejemplo, Lógica viva, edic. c., pp. 23-24. Vaz cuenta que mientras corregía las pruebas de uno de sus libros se tropezó con un nuevo paralogismo de falsa oposición o contraposición forzada entre alternativas no excluyentes. «Pero lo interesante es lo siguiente: cuando ayer preparaba estas lecturas para la presente lección, tenía apuntada la página 119 de mi libro Moral para intelectuales, donde se encontraba el paralogismo. No lo había subrayado. Empiezo a leer esa página, creo encontrarlo; y era otro; otro, que se me había escapado no solo al escribir el libro sino en la misma corrección» (p. 24).

12 Cf. Benjamin Libet (1985), “Unconscious cerebral initiative and the role of conscious will in voluntary action”, Behavioral and Brain Sciences, 8: 529-566. No son pertinentes aquí las derivaciones de esta línea de investigación con respecto al viejo problema del libre albedrío. Lo que importa es su significación para la adopción de actitudes y hábitos de cautela y prevención como las anteriormente mencionadas.

13 Una noción similar ha servido a Ramón Salaverría, Nataly Buslón, Fernando López-Pan, Bienvenido León, Ignacio López-Goñi y Mª Carmen Erviti para un reciente estudio empírico (2020), “Desinformación en tiempos de pandemia: tipología de los bulos sobre la Covid-19”, El profesional de la información, 29/3: 1-15, e290315.

14 Vid. detalles en mi ya citado (2020), Fake news, desinformación y posverdad. Malos tiempos para el discurso público. Beau Bassin, Mauritius: EAE; en especial, I, pp. 9-52.

15 Según el Diccionario de la Lengua Española (DLE), informar es enterar o dar noticia de algo, de modo que la expresión “información falsa” tiene cierto aire paradójico que parece salvarse con la expresión alternativa “falsa (o seudo) información”.

16 Critical Thinking. Cf. sobre el marco de la posverdad la parte III del ya citado (2020), Fake news, desinformación y posverdad, pp. 144-165.

17 Fuente: El País, 05/07/2021.

18 Cfr. Antonio Garrigues Walker y Luis M. González de la Garza (2021), El derecho a no ser engañado. Epulibre. Editor digital: Titivillus (ePub base r2.1).

La naturaleza de las falacias

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