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La poesía chilena en el período de la dictadura Un enfoque general

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Han sido diversas las perspectivas de los estudiosos y críticos sobre este tema, entre ellas, las que instalan la mirada desde ángulos ya sea internos o externos al país; también, y a veces en relación con lo anterior, desde puntos de vista ideológicos más o menos explícitos. Se han dado también otras perspectivas de menor significación.

Sobre lo que no existe disparidad de apreciación, es en que nunca antes se había editado tal número de libros de poesía a partir de 1973, como lo señala explícitamente Javier Campos13. Según una revista mencionada por él, El espíritu del valle (1985), la cantidad sería, solo en ese año, de ciento veinte obras. Ahora bien, Campos, de acuerdo a lo que señala el título del ensayo, sustenta la tesis de que el Golpe apresuró la transformación “agónica y crítica”, sobre todo a través de las imágenes (indelebles para todos aquellos que las vivimos y que, espero, hayamos sido capaces de transmitir por diversos medios a nuestro alcance) y que en el arte, tanto literario como plástico, performativo y cinematográfico, han quedado como testimonios. Así, explica el impacto causado por las imágenes del 73 en La ciudad de Millán, la transformación en la visión de la muerte de Óscar Hann, las Huerfanías, de Jaime Quezada, por citar ejemplos.

Ya sea leyendo La ciudad o viendo documentales del bombardeo de La Moneda, la impresión que dicen experimentar los jóvenes es la misma.

Al hablar del considerable número de obras de poesía publicadas, hay que recordar que en el período de la Dictadura, dichas obras ven la luz tanto en el país como en el extranjero. La diáspora fue provocada por el exilio impuesto, y muchas veces marcado con una L en el pasaporte (prohibición de entrar) o bien por otro, buscado, por no poder soportar las nuevas condiciones de vida a que los chilenos se veían sometidos.

Las condiciones, en cambio, en los otros países, frente al exiliado, eran, en general, de acogida. Y cuando se trataba de artistas, países de larga tradición en el culto del arte, o bien en la investigación, se hacían, por supuesto, mayormente favorables, facilitando la producción artística y la publicación literaria. Claros ejemplos encontramos en cuanto a la poesía del propio Javier Campos en Estados Unidos y de Gonzalo Millán, en Canadá.

Con respecto a quienes permanecieron en Chile, en cambio, todo estaba en contra, al considerar no solo la inseguridad en cuanto a la persona misma de quien pensaba como opositor al gobierno de facto, sino también, en el caso de los productores de arte, a las restricciones a la libertad de expresión, sujetos a una autorización firmada y timbrada por organismos que se sucedían, por ejemplo, el Ministerio del Interior. Tal censura abierta, producía a la vez otra, la autocensura, disfrazando el texto con máscaras, metáforas, etc. En mi análisis surgen, patentes, tales elusiones.

Se vivía, consecuentemente con ello, la carencia de editoriales y medios a través de los cuales publicar.

Así también, la fragmentación del contexto país deja penetrar por intersticios la posible denuncia o testimonio textual, hecho que fue muy bien recogido por las mujeres en su primer congreso de literatura, casi clandestino, realizado en la Casa de Ejercicios San Francisco Javier, en la calle Crescente Errázuriz de la comuna de Ñuñoa, en 1987 (a poca distancia de una recordada casa de tortura). Las ponencias de dicho congreso están compiladas por seis de las organizadoras y editadas por Cuarto Propio en el libro Escribir en los bordes14.

Esas mismas circunstancias provocaron el nacimiento de publicaciones clandestinas de poemas en hojas sueltas, trípticos hechos en mimeógrafos y, en el mejor de los casos, de revistas igualmente clandestinas, por tanto, de circulación restringida.

Así lo observa Javier Bello en su Tesis de licenciatura15 : fue el estado de las cosas el que modificó la práctica de la poesía. Hubo escritores que intentaron romper el silencio, dando testimonio y algunos buscaron otra expresión, desbordando las barreras genéricas, volcándose a lo instantáneo, pero llamativo (llamativo en el buen sentido de atraer la atención, interesar), por ejemplo en las instalaciones del grupo Colectivo Acciones De Arte (CADA) en que participaban la artista visual Lotty Rosenfeld, la novelista Diamela Eltit y el poeta Raúl Zurita, entre los más conocidos. Tales intervenciones tenían también como objetivo cultivar la unión entre arte y vida. Por supuesto, acciones como estas requerían la mayor parte de las veces del espacio público que era necesario conquistar en Santiago de Chile.

Reflexionando sobre todas estas cosas, salta a la vista un mapa laberíntico que ofrece la ciudad de ese entonces, de vericuetos que es preciso sortear, en los ámbitos de las relaciones (familiares, económicas, sociales), que llegaron a alterarse a consecuencia del Golpe, ya que todos los modos del habitar fueron subvertidos.

En esta etapa ven la luz, al parecer por primera vez, textos escritos desde las prisiones, desde campos de confinamiento o de concentración –terrestres o marítimos– como las Cartas de prisionero (1984) de Floridor Pérez, recordadas por Soledad Bianchi en su estudio “Una suma necesaria” en Poesía chilena y cambio (1973-1990)16 , quien nos dice además que la democracia “permitirá enterarse de sectores ignorados de nuestro disperso pasado, habrá que realizar la suma necesaria del arte público, privado, semiprivado y clandestino, mostrado y reservado. Así se tendrá una imagen más o menos fiel de lo que fue el conjunto de la literatura 73-90.”

Estas expresiones cobran toda su fuerza al dar cuenta de la bipolaridad en que se daban los espacios, no menos que de la oscuridad en que se mantuvieron algunos, ignorados. A propósito de tales sectores ignorados, que se dieron en la poesía chilena de esos días, Manuel A. Jofré publicó una antología de poemas escritos en las poblaciones de Santiago17. Si bien no todos logran una categoría estética perdurable, vierten expresiones auténticas del habitar ciertos sectores marginales de este Santiago caracterizado siempre negativamente a través de su historia. Baste recordar cómo han contribuido a ello las políticas de vivienda y urbanismo, según lo señalado en la obra Santiago, dos ciudades18, que la convirtieron, primero, en una ciudad escindida y más adelante en una ciudad segmentada.

Muchos de los textos incluidos por Jofré eran leídos en veladas culturales en las comunas mismas. Se dio así como característica la cercanía entre el productor y su receptor (o consumidor). Acerca de los productores, se dice allí:

Estos poetas eran casi marginados de los procesos educativos institucionales, eran testigos y actores de un proceso de ebullición, crisis, y desastre social, político y económico (…) y atestiguaban al mismo tiempo de condiciones de aislamiento, amenaza, acosamiento, exclusión, marginación, pauperización, pasividad, etc.”19.

En esta selección de treinta y tres autores, de los cuales seis son mujeres, destaca una de las poetas cuyos textos se seleccionan aquí, Malú Urriola.

Ateniéndose a las diferencias que establece Soledad Bianchi20 sobre cómo los textos enfrentan la ciudad, podría decirse que, en el sentido de la intención comunicativa, en general los textos en un principio fueron testimoniales y denunciatorios. Así lo podemos constatar en los de Carmen Berenguer y en los de la llamada Generación NN, que incluye a Jorge Montealegre, José María Memet y Aristóteles España, entre otros. Algunos sufrieron directamente la detención y la tortura y sus textos dan cuenta de esos hechos. Respecto a cómo presentan la ciudad, hay mayor diversidad.

Para aludir a textos denunciatorios, mostramos una cita:

El río Mapocho que cruza la ciudad de Santiago lleva brazos, manos, rostros, bocas 21

Se dan diferencias en los textos de este período en relación a cómo se construye la urbe en el texto, a juicio de Soledad Bianchi. Se erige, en el caso de La ciudad de Gonzalo Millán, o bien se rememora con nostalgia o sin ella; en ocasiones, se parodia desde dentro el país o desde el retorno frustrado. En el caso paródico destaca El Paseo Ahumada de Enrique Lihn, que a mi juicio también construye una ciudad representada en su calle símbolo del centro, la más transitada, heterogénea y decidora del fracaso en el objetivo que se propuso el dictador de emular la avenida Manhattan de Nueva York, o la calle Florida de Buenos Aires, con retazos de naturaleza dispar: avisos, letreros, recortes de prensa, etc., a la manera de un pastiche, o mejor dicho en términos de costura, como un patchwork asimétrico (ya que pastiche, en arte, representa un término peyorativo).

Las cartas olvidadas del astronauta, de Javier Campos, por su parte, expresan el desencanto de volver a una ciudad que ya no existe. Poemas de Rodrigo Lira, a su vez, iluminan el ámbito ecológico y además, a su herencia huidobriana, anexan asimismo una tendencia paródica más extrema que las de Parra y Lihn. Es de observar que los tres últimos poetas mencionados permanecieron en Chile durante la dictadura, y tal hecho puede abrir el espectro para reflexionar que pese al terror que regía, el país se podía también parodiar, en tal etapa de estrechez y mediocridad.

Santiago. Fragmentos y naufragios.

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