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El personal de estancias y fortines

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Los soldados y oficiales del ejército rara vez cobraban sus sueldos; algunos vivían en fortines de frontera comiendo los avestruces que podían bolear. Su sueldo llegaba cada seis meses, cada dos años o nunca.

Muchos ni siquiera figuraban como reclutas, estaban ahí cumpliendo penas lo mismo que delincuentes. También terminaban confinados los que no tenían un trabajo fijo.

Si alguno de los peones del campo necesitaba viajar debía presentar un certificado que establecía en qué lugar se desempeñaba, y qué día tenía que volver.

Había pocos habitantes, se tomaba a cualquiera que se ofrecía, no había posibilidades de hacer una selección.

En el campo trabajaban más negros o mestizos que indios; algunos eran mensuales, o sea que cobraban un sueldo; otros eran los llamados “agregados”, que no cobraban una cantidad fija, sino que estaban ahí como parte de la familia. Generalmente eran el capataz, el carnicero, el herrero, el encargado de la huerta.

Tenían un día franco semanal y se les daba plata para comprar cuchillos, ropa, tabaco, comida, pero no como un beneficio derivado del trabajo, sino como algo que les correspondía por estar ahí.

Cada uno de ellos tenía una casa separada para su familia.

Si ellos o sus hijos se querían casar, con la colaboración de todos se armaba una casa en un monte y ahí se mudaban; se les entregaba animales para cuidar en determinadas parcelas, una majada de ovejas propias y semillas para plantar.

Recibían pagos en especie porque el dinero prácticamente no existía; era una economía de trueque, se entregaban unas cosas y se recibían otras.

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