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Playa del Moncayo – Guardamar del Segura,

10 de agosto de 2016

La hora y el color del día contribuyen al bullicio en la playa. Los bañistas disfrutan de su coqueteo con las olas, pero son mayoría los que, a la orilla, se regocijan al sol con libros, realizan figuras en la arena o regatean en los precios a los vendedores clandestinos que ofrecen sombreros, gafas, camisetas y bolsos. El reloj marca el momento de la cita. Son las once de la mañana y un hombre de mediana edad se acerca a la caseta de alquiler de pedalos.

—Buenos días. Quisiera alquilar uno.

—¡Hola! ¿Para cuánto tiempo? —pregunta la trabajadora.

—Media hora —responde sacando de la cartera el importe que marca la tarifa que hay sobre el mostrador.

—Un momento… —responde ella mientras rellena una especie de recibo—. Está bien. Puede usar aquel de allí.

El hombre se dirige a la pequeña embarcación observando el entorno con mirada inquieta. Por fin, a lo lejos, parece ver a aquel a quien busca. Con varios empujones lleva el patín a la orilla y, cuando consigue atravesar las primeras olas, salta a la superficie y se sienta en el lugar del piloto.

Después de comprobar nuevamente que la persona con quien ha quedado se encuentra a una distancia prudente, empieza a pedalear disponiendo la palanca del timón en la dirección que delimitan las boyas y se adentra en el mar.

En apenas unos minutos alcanza una zona alejada de la mayoría de bañistas y deja la embarcación a la deriva, a merced del oleaje y de un repentino y brusco movimiento procedente de la parte trasera.

—¡Qué rápido has nadado! ¡Estás en buena forma! —exclama el tripulante estirando la mano para ayudar a subir a la persona a la que controlaba desde hacía rato.

—Sí, soy exigente conmigo mismo. ¿Por qué me has citado aquí y qué quieres?

—Para hablar sin mirones, la gente que está aquí va a lo suyo. Verás, un superior tuyo me está estorbando en ciertas operaciones y quiero quitármelo de encima.

—¿Y qué gano yo con eso?

—Bueno, he visto tu historial y es fácil que, si él desaparece, tú ocupes su lugar. Y si existe algún otro candidato, yo podría hacer gestiones para que la elección fuese directa.

Se crea un silencio reflexivo que solo dura unos segundos.

—¿Cómo lo haremos?

—Eliminando gente sin control ni medida, él será desterrado. Tabarca debe quedar vacía— sentencia.

—¿De turistas? ¿Y por qué Tabarca?

—De todo: comerciantes, hosteleros, vecinos… Esa isla es un activo turístico muy valioso para la región. Caerá por su propio peso.

El nadador retira las gotas de agua de su frente bajo un sol que comienza a abrasarle la piel.

—Está bien, ¿alguna idea?

—Solo te daré el nombre de la primera víctima, el resto es cosa tuya; eso sí, no te manches las manos. Solo encárgate de mover los hilos, siembra el terror en Tabarca. Si necesitas algo, ya sabes cómo contactar conmigo.

Un apretón de manos cierra el encuentro, tras el que el visitante salta al agua de cabeza y el patinete pone rumbo a la orilla.

La venganza de las olas

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