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Puerto de Santa Pola,

16 de agosto de 2016

Pilar y David estacionan su coche en el aparcamiento del puerto. Los jóvenes descienden del vehículo con un bolso de playa y unas esterillas, dispuestos a romper la monotonía hotelera de sus vacaciones con un viaje a Tabarca.

—¡Vaya madrugón! —exclama ella.

—No te quejes tanto, que estás de fiesta —responde él jocoso—. Además, sabes que nos dijeron que la isla está muy concurrida en estas fechas. Cuanto antes lleguemos, mejor.

—Ya lo sé, solo te tomaba el pelo. A ver si no hay mucha gente…

Cuando alcanzan el paseo del puerto, comprueban que existen distintas casetas que ofrecen transporte a la isla, dispuestas a lo largo del muelle e identificadas con el color propio de cada empresa. Los dependientes se lanzan a captar clientes con avidez por lo que, al haber pocos turistas, Pilar y David acaparan toda la atención.

—¿Vais a Tabarca? ¿A Tabarca? —se oye preguntar desde una caseta amarilla—. Aquí os informamos de los precios. ¡Tenemos barcos con visión submarina!

Los chicos se acercan.

—¡Hola! Sí, queremos pasar allí el día.

—Mira, ese catamarán de ahí es el primero que sale; en diez minutos. Tenéis viaje de ida y vuelta cada media hora, podéis coger el que mejor os venga. También hay lancha rápida; pero en ese barco, al llegar a la isla, se hace una parada para contemplar el fondo marino y los bancos de peces. ¡Es una pasada!

—¿Cuánto cuesta? —pregunta él.

—El catamarán 15 €, la lancha 10 €; pero te merece la pena. Es precio de ida y vuelta por persona.

—Mejor el barco —sugiere Pilar.

—Está bien, dame dos para catamarán.

La chica mira ansiosa a David, que paga los 30 € y coge los tickets. Tras despedirse de la dependienta, se acercan a la embarcación y entrega los billetes al controlador de acceso, debidamente uniformado con el color de la compañía.

—Buenos días, buen viaje.

—Gracias.

Los chicos cruzan la pasarela y aprovechan que el barco tiene dos alturas para subir a la superior y admirar la totalidad del puerto. Para ellos, provenientes de La Mancha, resulta embriagador todo lo relacionado con el mar y disfrutan viendo los pequeños yates y barcos de pesca, así como las motos de agua. Poco antes de zarpar, buscan la planta baja para poder salir a cubierta cuando el barco esté en marcha. Los escalones son pequeños, y se hacen especialmente incómodos cuando se cruzan con turistas provistos de neveras, sillas y sombrillas.

Ya abajo, la pareja se sienta cerca de una de las trampillas que dan acceso a los habitáculos acristalados que permiten la visión submarina. Cuando comienzan a organizar su día de excursión, una breve música por megafonía da paso al saludo del capitán.

—Estimados clientes. Gracias por elegir nuestra empresa para el viaje a la isla de Tabarca, deseamos que disfruten de la travesía. Sean todos bienvenidos.

El barco empieza sus maniobras y avanza lentamente en aguas del puerto, para acelerar de forma considerable al salir de él. El movimiento que producen las olas a esa velocidad llama la atención de algunas personas, que deciden salir a cubierta para sentir la brisa marina en su rostro.

Pilar y David se levantan y aprovechan para hacerse fotografías apoyados en la barandilla de la cubierta, con la grandiosa estela que deja el catamarán de fondo. Cuando las olas rompen al paso del barco, el agua salpica en ocasiones a los viajeros, produciendo expresiones de sorpresa y admiración.

—¿Cuándo podremos ver los peces? —se pregunta Pilar.

—Poco antes de llegar. Al menos así ha sido otras veces —responde un chico que la escucha.

La pareja continúa amenizando el viaje haciéndose fotografías y grabando vídeos. Se regocijan de su día de vacaciones y se fascinan con la intensidad del azul que muestran las profundas aguas que surcan en su camino. En determinado momento, una sonrisa llena de ilusión conquista sus rostros y es que, al levantar la mirada, comienza a dibujarse la silueta de la isla, destacando la iglesia y el puerto.

—No creo que tardemos mucho en ver los peces —opina Pilar.

—No, no creo —coincide una chica que se encuentra cerca.

Sin embargo, el catamarán continúa su rumbo sin detenerse, finalizando la travesía y causando murmullo y extrañeza en los clientes.

—¡Bienvenidos a Tabarca! —exclama un trabajador de la naviera.

La pareja se posiciona en la fila de viajeros que descienden del barco, ligeramente defraudada por no haber disfrutado la visión submarina. Sin embargo, la ilusión por conocer las bondades de Tabarca hace que pronto aparten ese asunto.

Dada la lentitud con que avanza la cola, Pilar aprovecha para echar un vistazo a su alrededor, esbozando una sonrisa complaciente por la transparencia de las aguas del puerto.

—¿Has visto qué claridad? ¡Es perfecta para bucear! ¿Cómo será la isla? —se pregunta ella inquieta.

Cruzan la pasarela que les lleva al muelle y observan que las trampillas de los camarotes inferiores permanecen cerradas. Mientras, un par de turistas hablan con el capitán.

—Nos habían informado de que, antes de llegar, pararíamos a ver la fauna marina.

—Sí, así es; lo que pasa es que, debido a unas labores de mantenimiento, no podemos dar ese servicio en este catamarán. Lo lamento mucho. En taquilla deberían haberles informado.

—Es que el billete es más caro que el de la lancha rápida. ¡Así no se hacen las cosas! —dice con un visible enfado.

—Lleva toda la razón, caballero, pero son órdenes de empresa. Yo no puedo hacer nada. Daré parte a mis compañeras de administración para que el barco de vuelta realice la parada protocolaria.

—¡Déjelo! —espeta dándole la espalda y dirigiéndose a la salida—. Ya da igual. A ver si los próximos peces y calamares que veo están encima de una fuente, y rebozados. ¡Qué vergüenza! ¡Qué tomadura de pelo!

—Te dije que viajar en una embarcación amarilla no me gustaba. ¡Ese color trae mal fario! —exclama el otro turista—. Si hasta el que lo dirige parece un canario con esa ropa…

Ambos viajeros abandonan el catamarán entre aspavientos mientras el capitán, que muestra una sonrisa irónica, revisa los habitáculos y cierra las puertas para salir a desayunar. El grupo se va dispersando a la salida del puerto. Unos buscan la playa y otros los restaurantes. Hay quien comienza por visitar la ciudad, mientras otros prefieren dirigirse ya a las coquetas calas que se reparten por la geografía tabarquina.

David y Pilar llegan a la playa central, girando la cabeza y mirando desorientados a su alrededor, perdidos en la búsqueda de un lugar que les han recomendado unos amigos. A escasos metros de su posición ven a una socorrista y se acercan hasta ella.

—¡Hola!

—Buenos días. ¿Puedo ayudaros?

—Espero que sí —contesta sonriente—. ¿Me puedes decir dónde está la Cova del Llop Marí? Es que nos han dicho que es buen sitio para bucear.

—Por supuesto. Tenéis que subir esa cuesta y caminar un poquito más adelante. Está bajo un trozo de la muralla que rodea la isla.

—Ah, vale. Pero… ¿qué es? ¿Una cala? ¿Una gruta?

—A ver, lo que tú dices forma parte de una cala, y es una cueva que está en uno de sus lados. ¡Parecido a un laberinto! —exclama, henchida de orgullo por tener siempre ese paisaje a la vista—. Está comunicada con otra gruta, tanto por encima como por debajo del agua. Es muy bonita.

—No habrá animales allí, ¿no? Por lo de Llop Marí y eso… —pregunta Pilar, temerosa del nombre del lugar.

—¡Qué va! La llaman de esa forma porque allí hace muchos años se cobijaban algunos ejemplares de foca monje, pero en plena Guerra Civil se cazó la última pareja que frecuentaba la isla. Era una amenaza para la pesca y, por tanto, rivales para los pescadores.

—Vale. Es que he preferido preguntar antes de llevarme algún susto —comenta Pilar justificando su pregunta.

—No, no te preocupes.

—A ver si la encontramos… Gracias.

—De nada. ¡Buen día!

Los jóvenes siguen las indicaciones recibidas, comprobando cómo en su caminar ascienden los pocos metros sobre el nivel del mar que posee Tabarca, motivo por la cual también la llaman Isla Plana. Pasan ante la fachada del Hotel Boutique, enclavado en la antigua Casa del Gobernador, y se detienen frente a un viejo aljibe en desuso. Las fotografías e imágenes vistas en internet les hacen comprender que se han movido correctamente y que se hallan sobre la cueva, descendiendo por la ladera del acantilado con sumo cuidado hasta alcanzar la orilla. Tienen suerte. No hay bañistas alrededor, lo que evitará que el ajetreo espante los peces y cangrejos que frecuentan la zona.

—Ven, que tengo que ponerte protector solar.

—Déjate de cremas. Son muy pegajosas.

—Calla y acércate, que luego te quemas y es peor.

—Pero si aún no hace sol.

—Es que tarda un rato en hacer efecto. ¡Va!

David acepta a regañadientes y se quita la camiseta para ser cubierto, casi literalmente, por una espesa capa de loción que la chica esparce en su cuerpo. Posteriormente es él quien aplica el producto sobre la espalda y brazos de su pareja, mostrando un gesto aprensivo al percibir las manos ligeramente grasientas. Después, Pilar se sienta en una roca para colocarse las aletas y tira otras al joven. Si bien es cierto que no son profesionales, han preparado la visita a conciencia para poder disfrutar de los rincones de la isla, con un amplio equipamiento conformado por relojes acuáticos, aletas, gafas y tubos de buceo.

—Bueno, hagamos una pequeña inmersión de reconocimiento. Tú por ahí y yo por allí. Nos vemos aquí en quince minutos y luego vamos al sitio que más nos guste —dice el chico.

—Vale.

Los jóvenes entran al agua con las dificultades propias de quien camina con aletas por un suelo rocoso. El oleaje es leve y las aguas permiten ver con claridad todo aquello que pisan. David bucea rodeando el acantilado, acercándose a la llamada Cova de Birros; mientras Pilar se prepara para adentrarse en la del Llop Marí, para ir posteriormente en la dirección opuesta a la de su pareja, camino de la playa central. La zona que están visitando les resulta realmente atractiva y tranquila por el momento, alejada del bullicio propio de lugares más accesibles y con la intimidad que permite la protección de los acantilados.

David nada con rapidez sobre la superficie mirando el fondo, pero no encuentra nada que llame su atención, comenzando a rodear en pocos minutos las rocas del siguiente acantilado. Pilar parece tomárselo con más calma y, en lo que él ha desaparecido de su vista, ella apenas ha llegado frente a la cueva. Su observación minuciosa le permite ver la vegetación marina y pequeños peces. El suave contoneo de las olas le produce un gran estado de relajación que le lleva a ensimismarse, hasta que un fugaz movimiento parece sorprenderla. Está algo alejado y durante unos segundos no puede definir el punto exacto donde se ha producido, pero una pequeña nube de polvo dentro del agua le hace concretar la visión y acercarse. Cuando está a escasos metros, parece distinguir la silueta de un pequeño calamar sobre las rocas. La chica se alegra y acude ilusionada a su posición para verlo más de cerca, pero este avanza unos metros con un gran impulso que le dirige hacia el interior de la cueva. Pilar agita nuevamente sus pies, con mucha delicadeza, desplazándose sin espantar al animal. Al avanzar por la gruta, la iluminación se atenúa y el color del molusco apenas se distingue del fondo, pero sus movimientos delatan el camino.

«¡Qué pasada! David no se va a creer lo que estoy viendo. ¿Cómo se moverá tan rápido?», se cuestiona en su mente mientras recoloca el tubo que le permite respirar.

Sin haberse percatado de la profundidad que ha alcanzado en la cueva, la chica se congratula al ver que el calamar descansa en una orilla y tiene poco margen de movimiento. Decide acercarse.

«¡Alucinante!», piensa para sí misma.

Pilar disfruta tranquila del entorno, del leve bamboleo de las olas y del pequeño descubrimiento que le ha deparado el viaje. Apenas unos centímetros le separan del molusco y, ahora que se muestra inmóvil, hace intención de tocarlo. Estira la mano y acaricia con extrema suavidad al animal. El rostro de la chica muestra una gran extrañeza. El calamar que ha recorrido de forma acelerada el camino hasta el interior de la cueva, no se inquieta.

«¿Qué te pasa, calamarcito?», piensa con ternura.

Sigue sin reaccionar y se decide a cogerlo, notando cómo su mano se enreda en algo. Parece una telaraña. Agarra al molusco inerte y comprueba que está atado a un sedal de pesca, invisible dentro del agua.

«¿Qué narices es esto?», se pregunta confundida.

Comienza a sentir un terrible pánico. Suelta al animal de inmediato y se gira para nadar con todas sus fuerzas hacia el exterior; sin embargo, se produce un gran estruendo en el agua y sus piernas se traban. Alguien la está agarrando. Intenta incorporarse para gritar, pero no puede. También trata de escupir el tubo de buceo para gritar, pero su captor lo aprieta bruscamente contra sus labios. La visión sufre intermitencias durante el forcejeo. Está arrinconada contra unas rocas y solo percibe unas fugaces imágenes, en las que ve una pequeña barca en el otro acceso a la cueva y la borrosa figura de aquel que la ha apresado, que viste polo amarillo. Quiere zafarse de él, pero le resulta imposible. La embocadura del tubo de snorkel casi llega a su garganta y le produce arcadas. Apenas puede respirar y su vista se va nublando mientras siente cómo su captor aprieta la mano alrededor del cuello. La fuerza con la que la mantienen contra la rocosa pared del acantilado y sus desesperados esfuerzos por liberarse, hacen que sienta dolorosos arañazos por su espalda, que comienza a sangrar al tiempo que su histeria y angustia colapsan su consciencia para desvanecerla en un profundo sueño.

***

Comisaría de Alicante

La corpulencia del comisario Fortes es notoria, aunque no derivada del ejercicio físico sino de horas de trabajo en la oficina, tras su traslado de las calles a la comisaría. Su despacho es una prolongación de su personalidad. Un hombre estricto, meticuloso, organizado… los papeles sobre su mesa están perfectamente distribuidos y separados en pequeños montones según temática y prioridad.

Estudia algo con atención en la pantalla del ordenador, pero la posición del sol le dificulta la vista y se levanta para regular las láminas de la persiana. Cuando se gira, llaman a la puerta. El inspector Ferrer acude puntual a la cita.

—¿Se puede, comisario? —pregunta protocolario mientras gira la manivela.

—Adelante, tome asiento. En cualquier caso, permite que te tutee; creo que pasaremos demasiado tiempo en esto. El trato es recíproco. —Finaliza con una sonrisa.

—De acuerdo, ¿alguna novedad?

—En absoluto. Hemos cubierto el mensaje del cementerio con una tela y varios agentes continúan realizando labores de búsqueda para hallar el cadáver, pero no hay rastro. Van vestidos de paisano. No quiero que en la isla se arme mucho revuelo.

—Es lo mejor.

—Te habilitaremos un apartamento en Santa Pola mientras dure la investigación. Además, pondremos a tu disposición una lancha para que puedas viajar libremente. Debes ser lo más discreto posible. Si el crimen se airea, podría tener consecuencias nefastas para la economía turística de la isla —advierte Fortes.

—Lo resolveremos pronto, no te preocupes.

—Me alegra tu seguridad, pero no me tranquiliza. Lo de ayer no ha tenido precedentes en esta comisaría, y la forma en que se ha llevado a cabo me preocupa. Cuando has llegado estaba revisando expedientes de inspectores destacados en España con experiencia en este tipo de casos. Eres mi hombre de confianza, pero creo que las características del crimen y la dificultad de encontrarnos en medio del mar harán que necesites ayuda para que la isla no quede sin vigilancia cuando estés en la península. Quiero que cuentes con el mejor de los apoyos. No es que no tenga expectativas en ti, pero el caso merece que hagamos los mayores esfuerzos posibles.

Tras unos instantes de silencio y con un ligero gesto de reprobación, Ferrer continúa la charla.

—En fin… acataré tus órdenes, pero ¿qué quieres decir con “este tipo de casos”?

—Pues eso… crímenes macabros, escenarios que se salen de lo común, asesinos en serie…

—Quizá debería echar yo también un vistazo a esos posibles compañeros.

—¡Por supuesto! Tengo la preselección casi terminada. Mira…

El comisario gira la pantalla del ordenador para que ambos puedan observarla. En un procesador de texto aparece una lista que contiene a cinco candidatos provenientes de las provincias de Murcia, Madrid (dos), Valencia y Sevilla.

—Este. —Señala Ferrer tras un par de minutos.

—A ver… ¿de Sevilla?

—Sí.

—Es el que vive más lejos, no conocerá nuestra tierra. ¡Para verano se irá a Cádiz, o donde sea!

—Observa los datos de su último caso. También parece rocambolesco.

—Eso es cierto —dice tras una leve reflexión—. Está bien. Si va a trabajar contigo, es justo que elijas. Le llamaré de inmediato. Mañana tendrás que recogerlo en el aeropuerto. Quiero que la isla esté siempre vigilada por uno de los dos… y, por supuesto, discreción total.

El inspector se levanta para abandonar el despacho cuando suena el teléfono.

—¿Sí? … ¿Otra vez? … ¿En Tabarca?

La cara de Fortes acaba de desencajarse. Cuelga el auricular y mira serio a Ferrer.

—Acude de inmediato a la isla. Ha desaparecido una chica.

El comisario se abandona en su sillón, cubriendo la cara con sus manos y suspirando profundamente ante el desconcierto de lo que está sucediendo.

—Tenemos que hacer algo cuanto antes —susurra cogiendo otra vez el teléfono.

Mira atentamente la pantalla del ordenador y marca un número en el teclado.

—Buenos días. ¿Policía Nacional de Sevilla? Con el comisario jefe, por favor.

***

Hostal el Chiqui – Isla de Tabarca

La mañana no ha sido más que la continuación de las angustiosas horas que los amigos y la hermana de Carmelo Mateo, Sara, viven en la isla. Apenas han pegado ojo y no se separan del teléfono. Lo que pretendía ser una jornada de diversión y aventura se ha transformado en una horrenda pesadilla, cuyo desenlace aparenta ser fatal. Son malos momentos para todos, en especial para Sara. Ha informado a sus padres de lo ocurrido y espera su llegada a Tabarca en unas horas. Durante la noche ha sufrido ataques de ansiedad y ha intentado salir dos veces en busca de su hermano, hecho que han impedido los compañeros aconsejándole que dejase trabajar a las autoridades.

Al llegar el mediodía, los dos policías locales de servicio se personan en el Hostal el Chiqui, situado en la calle D´en Mitg, con una fotografía que han recibido de la comisaría de Alicante. Conforme a las órdenes del comisario, buscan que la pandilla confirme la identidad del cuerpo que aparece en la imagen. Por otra parte, hace poco más de una hora los agentes han tomado nota de la desaparición de una joven llamada Pilar. Dos de los miembros de la Policía Nacional que se encontraban investigando en las inmediaciones del faro se encargan de su búsqueda.

La pareja de locales sube las escaleras y dan dos suaves golpes en la puerta de la habitación, que no tarda en abrirse.

—Hola. ¿Se sabe algo ya? —pregunta con ansiedad Sara, con los ojos anegados en lágrimas y tez palidecida.

—Hola. Sí, verán… lo lamentamos mucho, pero las noticias que tenemos no son nada buenas —responden accediendo al interior y cerrando la puerta.

—¡Oh, Dios mío! —grita la hermana.

—La situación a la que nos enfrentamos es difícil, así que pedimos su colaboración. Deben mantener la calma y no airear nada de lo que hablemos. La indiscreción no ayuda en este tipo de asuntos.

Los chicos se miran cariacontecidos y se sientan sobre las camas, en lo que los guardias continúan con la información.

—Al final de la tarde de ayer, unos turistas a bordo de una embarcación visionaron un cuerpo sobre el foco del faro de Tabarca, e hicieron una fotografía. Esta es una imagen ampliada con los ordenadores de la Policía Nacional. Necesitaríamos que confirmasen si se trata del desaparecido.

Uno de los chicos toma el papel que le entrega el agente como si no quisiera mirarlo, como si quemase entre sus dedos…

—Sí, es él —confirma entrecortado.

La mayoría de miembros del grupo se echa a llorar y uno rompe a puñetazos contra la pared de la habitación, debiendo ser calmado por el otro policía. Tras dejar que se produzcan las primeras reacciones, continúa dando más datos de forma dosificada.

—Entendemos los momentos por los que están pasando. Para nosotros también es duro enfrentarnos a esto, pero sabemos gestionar los nervios para resolver crímenes. Y este no quedará sin respuestas. Cualquier colaboración por su parte, por mínima que sea, puede ser crucial.

—¿Y dónde está…? —pregunta uno de los chicos, sin poder terminar la frase.

—¿El cuerpo? No ha aparecido. Se lo llevaron del faro poco después de que tomasen la instantánea. En cualquier caso y aunque no tengamos el cadáver, hay pocos motivos para pensar que Carmelo sigue vivo. Lo sentimos.

Cuando Sara se repone, entre suspiros y gimoteos, comienza a preguntar a los policías:

—¿Quién ha sido? ¿Por qué?

—Tenemos poca información por ahora. Solo sabemos lo que acabamos de indicarle: el cuerpo fue avistado y luego desapareció. Nada más. ¿Hay alguien con quien hubiesen discutido en la isla durante su estancia?

—No… no sé… No hablamos con nadie. Nos bañamos, luego fuimos al restaurante… lo normal.

—Está bien. Mi compañero les tomará una serie de datos y les facilitará un teléfono de contacto, por si recuerdan algún detalle de interés. Mientras, me gustaría que usted me acompañase para hacerle unas preguntas —dice refiriéndose a Sara.

La chica se abraza fuertemente a una amiga y sale tras el agente secándose las lágrimas, que no paran de brotar. Tras cruzar un pequeño patio que hay en la planta, acceden a una pequeña habitación de uso privado del hostal que se encuentra vacía.

—¿Tardaremos mucho? No me encuentro muy bien.

—No, seré breve. ¿A qué se dedicaba Carmelo?

—Era gestor de inversiones en una empresa inmobiliaria.

—Hay un detalle del caso que no hemos querido comentar delante de sus compañeros porque… bueno… en este tipo de investigaciones debemos ser cautelosos y reservados. Hemos encontrado una inscripción en la muralla del cementerio, muy probablemente hecha con sangre.

Las palabras del policía causan gran sorpresa en Sara.

—¿Qué inscripción? —pregunta visiblemente angustiada.

—No creo que tenga relación con su hermano. Parece impersonal. Además, está en italiano: Tabarca è morto.

—No sé qué tiene que ver Carmelo con eso. Es la primera vez que estamos aquí, y maldita la hora en que vinimos…

—Puede que su hermano fuese escogido al azar. Ahora, si no le importa, necesitaría una muestra de su ADN para cotejar con la sangre encontrada. Es para certificar que efectivamente es la de su hermano —dice el agente entrecortado, muestra de lo difícil que le resulta este caso tan extremo—. Sé que son momentos duros, y espero que no se ofenda, pero hay unos protocolos que seguir.

—Por supuesto. ¿Qué necesita? ¿Sangre?

—No, un pelo bastará. Con su permiso… —El policía toma una muestra con unas pinzas y la introduce en una bolsa hermética—. Ya está. Muchas gracias. Le acompaño a la habitación.

Allí, el otro agente está terminando la toma de datos a los amigos:

—Por último, les aconsejo que vuelvan a su alojamiento de vacaciones. En la isla poco pueden hacer, y tenemos su contacto para cualquier cosa que surja.

—Yo esperaré a que lleguen mis padres. Después decidiremos… —interviene Sara mientras cruza la puerta.

—Está bien. Nos marchamos, gracias por todo.

Los policías se van mientras Sara es arropada y abrazada por sus amigos.

—Volved a la península. Mis padres no tardarán en venir.

—No te dejaremos sola —dice una amiga.

—Creo que lo mejor será recoger lo poco que llevamos e irnos en cuanto lleguen sus padres, en el primer barco que salga —opina un chico.

Conformes con la propuesta, los jóvenes comienzan a organizarlo todo para abandonar la isla. La desgracia ha prolongado una excursión que, para ellos, toca su fin.

***

A primera hora de la tarde, el inspector Ferrer llega a la isla y se dirige al lugar donde se encuentran los dos agentes que, junto a David, buscan frenéticamente a Pilar. Uno de los guardias se acerca a su superior para ponerle al tanto de lo sucedido.

—¿Qué ha pasado? —pregunta autoritario.

—Buenas tardes, inspector. El chico dice que esta mañana llegó a Tabarca junto a su pareja, y que descendieron a la Cova del Llop Marí para bucear. Comenzaron por separado para reconocer la zona y poco después, aproximadamente quince minutos según él, ya no se ha sabido nada de Pilar, que es el nombre de ella.

—¿Han entrado en la cueva?

—Sí, pero no hay nada. Parece que las expectativas sobre una cadena de crímenes se confirman —sugiere bajando la voz.

—Mantengamos la calma. Todavía no hay nada que relacione los casos, aunque es verdad que la espectacularidad de lo del faro es tan grande que no se puede comprender. También conviene que el chico no sepa nada de eso, para que no se ponga más nervioso.

—Entendido.

—Si encontráis algo, avisadme.

—A sus órdenes.

Posteriormente, el inspector pone rumbo a la zona en la que apareció la inscripción. Atraviesa la isla a paso veloz, a unas horas y en un día en el que el calor es especialmente sofocante. Tras cruzar la puerta de San Rafael, distrae su mirada al conjunto de restaurantes que se muestra a su derecha. La sensación de sed aumenta al ver las mesas de las terrazas llenas de cervezas y jarras de sangría, hasta el punto de ser incontenible unos metros más adelante, por lo que se detiene en el Restaurante Los pescadores a tomar un refresco. Después, continúa su camino hacia el cementerio, al que llega con la tez enrojecida, más por la radiación solar que por el esfuerzo de la caminata.

—¿Habéis encontrado algo?

Los agentes le dedican una rápida mirada de indiferencia ante la falta de saludo. Uno de ellos comienza a informarle.

—Hemos dividido el área entre el faro y el cementerio en cuadrantes, para estudiarla de la forma más minuciosa posible. Aparte del sendero de sangre, solo hay una cosa que ha llamado nuestra atención —dice señalando el suelo, a escasos metros de la puerta del camposanto.

—¿De qué se trata?

—En una de las porciones más arenosas hay una huella que interrumpe la línea de sangre. Alguien pasó sobre ella poco después de que se trazase.

—¿Habéis sacado el molde? ¿Fotografía de la pisada?

—Todo —contesta el otro.

—Perfecto. Cuando terminéis, mejor antes que después, dejadlo todo limpio. No quiero que los turistas empiecen a cotillear.

—Enseguida.

Los policías ven cómo Ferrer se marcha sin despedirse. Cuando este toma algo de distancia, los agentes se sienten libres de su control.

—Será muy bueno y todo lo que tú quieras, pero educación le falta —comenta uno de ellos.

—Pues sí. Tiene dotes de mando, carácter… pero no respeto.

—Es nuestro superior, pero no nuestro líder. Te lo digo sinceramente —zanja continuando su trabajo.

—¡Tú lo has dicho!

El inspector va camino del Hostal el Chiqui, para interrogar a la hermana de Carmelo. Antes de llegar al puerto, cruza sus pasos con Martín Luchoro. El tañido de campanas avisa de su lúgubre presencia, llamando la atención de quien se encuentra a su paso.

—Lha merte vendrá a por todos. ¡Que descansen en pá!

Martín anda en sentido opuesto al de Ferrer, con la apariencia y estilo del día anterior.

—Allí no´stán mertos, tambén viven —susurra.

El inspector mira de reojo a Martín y saca el móvil de su bolsillo para llamar a uno de los agentes a los que acaba de ver.

—Oye, que va para allá el loco. Averigua dónde se mete y qué hace.

Al llegar al hostal, pide disponer de un lugar donde poder hablar a solas con Sara. El encargado le facilita el acceso a la habitación que se encuentra junto al patio de la primera planta, donde esta ya ha sido interrogada previamente. Pocos minutos después, la chica aparece acompañada de sus padres, que acaban de desembarcar.

—Hola, soy el inspector Ferrer —dice presentándose y estrechando la mano a cada uno de ellos—. Estoy encargado del caso de Carmelo. Supongo que su hija ya les habrá informado de la situación…

—Sí —afirma el padre con voz débil—. ¿Se ha producido algún avance en la búsqueda?

—Por el momento, no. Estamos ante un escenario que fue tratado con mucha meticulosidad. No hay muchas pistas por ahora, pero pondremos todos los medios necesarios para resolver esto cuanto antes.

—¡Ay, Dios mío! —exclama la madre.

—Nuestro objetivo prioritario es encontrarle; pero, como ya les habrán dicho, los restos de sangre que hemos encontrado hacen pensar que es difícil… que siga con vida —concluye tras una pausa dramática—. Si finalmente se cumple esa posibilidad, descubrir el cuerpo y practicar la autopsia serviría para conocer detalles importantes que nos ayudarían a contextualizar más el crimen y capturar al asesino. Por ahora, poco más les puedo decir.

—¿De verdad no tienen nada? —pregunta la madre.

—Lo lamento, pero no.

El inspector toma unos segundos para reconducir unos momentos en que comprende el dolor y desesperación que deben estar soportando los familiares. Sin embargo, para él todos llevan el cartel de «sospechoso» a sus espaldas, así que continúa con la rueda de preguntas.

—Me consta que los amigos de Carmelo y Sara ya han sido interrogados. Aparte de recabar datos sobre la forma y la hora aproximada de la desaparición, no hemos escuchado nada relevante a lo que aferrarnos. No sé si ahora, en la intimidad, Sara tiene algo que contar sobre el grupo.

—¿Algo? ¿Como qué? —pregunta con un tono irascible.

—No sé. Quizá alguna pelea, rencillas del pasado…

—¡No hay nada de eso! Cada uno tenemos nuestros defectos, pero no como para matar a alguien, por Dios.

—¿Había algún motivo especial por el que quisieran venir a Tabarca?

—Mi hermano nos había hablado del encanto de esta isla, era una simple excursión. ¡Esto es de locos! —La chica empieza a perder los nervios ante las preguntas, casi al ataque, de Ferrer—. Usted está cuestionándonos como si tuviésemos algo que esconder. Solo vinimos por lo mismo que tantos turistas en verano. Sabe de sobra que mi hermano fue una víctima al azar, ¡aquí hay un asesino suelto!

Los padres intentan tranquilizar a la chica, cuya paciencia se ha colmado de preguntas inoportunas.

—¿Por qué dice lo de “víctima al azar”?

—Carmelo no tiene nada que ver con el mensaje que encontraron en el cementerio. ¡Deberían cortar el tráfico de turistas a la isla! ¿Quién asegura que no habrá más muertos?

El inspector queda petrificado, ignoraba que la familia tuviese información sobre ese hecho que, en teoría, nadie de la policía debería haber comentado. Además, durante la conversación ha guardado para sí el hallazgo de la huella. Prefiere no mostrar sus cartas porque piensa que podría ser contraproducente, y quiere ser él y no las circunstancias el que marque los tiempos de la investigación.

—Señorita, entiendo su rabia; pero en la policía nos movemos por evidencias contrastables, no por creencias o suposiciones, y debemos estudiar todo lo que sucede alrededor del caso con sensatez. Además, no procede impedir el tránsito de turistas porque airear el caso no es conveniente, tampoco para la investigación; así que, por el bien de todos, lo mejor es ser discretos. Lo contrario podría poner sobre aviso al culpable. Aún desconocemos la relación que puede haber entre Carmelo y ese mensaje.

La familia se derrumba en abrazos, entre lágrimas y sollozos. Ferrer prosigue, suavizando el tono de su intervención.

—Les repito que sé que esto es difícil para ustedes, y lamento si las preguntas les han resultado ofensivas, pero mi trabajo requiere de toda la información posible. Solo necesito una respuesta más. ¿Vinieron solos de vacaciones?

—¿A la excursión? Sí.

—No me refiero solo a Tabarca, sino al hotel en el que se encuentran alojados.

—Sí, no vino nadie más. ¿Por qué lo pregunta?

—Los datos nunca sobran. Debo entender bien el escenario de esto que ha ocurrido.

—Si lo ha preguntado será por algo, ¿no? ¿Qué nos oculta? —insiste Sara encolerizada.

La chica se levanta encarándose con el inspector pese a que los padres intentan contenerla. Cuando logran sentarla, sufre un nuevo ataque de ansiedad, desbordada por la situación límite a la que se enfrenta.

—Debes ser fuerte —le susurra el padre mientras acaricia sus mejillas, mirándola con ternura—. Perder los papeles no soluciona nada. Debemos dejar que la policía trabaje.

Ferrer mira su reloj. A continuación, saca su móvil para ver si tiene algún mensaje. Cuando el clima de la conversación se relaja, el padre de Sara se sitúa frente a él con un gesto desconsolado.

—Comprenderá que esto es muy desagradable para nosotros. Tenemos el alma en vilo ante tanta desinformación, y pensamos que ese tipo de preguntas que no tienen sentido para nosotros responde a algún tipo de datos que ustedes sí manejan.

—Le entiendo perfectamente, pero le puedo asegurar que son consultas esquemáticas, de protocolo, que solo pretenden dibujar un escenario lo más amplio posible. Quizá luego algún dato no sirva de nada, pero también podría ayudarnos a seguir investigando en futuras fases —contesta viendo nuevamente la hora, tratando de omitir la desaparición de Pilar—. Les aseguro que cualquier pista les sería rápidamente comunicada.

—Está bien, pero concretamente esa última cuestión que le hacía a ella… —insiste el padre cuando el teléfono del inspector comienza a sonar.

—Disculpen —se excusa girándose y saliendo de la habitación—. ¿Dígame?

—Inspector, el perfil de ADN coincide. La sangre es de Carmelo. Fue mezclada con agua para marcar el camino hasta el cementerio y escribir el mensaje.

—Vaya… ¿alguna cosa más?

—Sí. Tras analizar la huella encontrada, tenemos la certeza de que la ha provocado un calzado ortopédico. Es algo muy peculiar, quizá nos ayude a encontrar al culpable.

—Sí. Está bien, iré para allá.

Ferrer guarda su teléfono y vuelve a la estancia, aliviado por tener justificación para salir de un interrogatorio que se le ha vuelto en contra.

—Lo siento. Como ven, me reclaman en comisaría —dice excusándose para salir de la situación—. Les mantendremos informados, de verdad. Vuelvan a su hotel. En la isla poco pueden hacer…

—Pero…

—Tengo que irme urgentemente —insiste—. Les llamaré pronto, seguro.

La reunión se cierra repentinamente y el inspector estrecha la mano del padre, haciendo a continuación un leve gesto de saludo hacia las mujeres. Definitivamente se va, cruzando raudo el patio y perdiéndose por el pasillo que da a la escalera. Los miembros de la familia se miran desolados mientras secan sus lágrimas con pañuelos de papel, insuficientes en cualquier caso para contener tanta desolación.

—¿A qué han venido esas cuestiones sin sentido? ¿Qué más dará si vinimos solos? —comenta Sara irritada.

—Ya te ha respondido. Démosle un voto de confianza —sugiere el padre.

—Esas preguntas vacías me angustian más todavía; porque o no nos dicen lo que saben, o no tienen ni idea de lo que pasó.

—¡Ay, Dios mío! ¡Mi hijo! —exclama la madre, que no sale del shock y solo tiene imágenes dolorosas en bucle dentro de su cabeza, ajena a todo cuanto sucede alrededor. Es incapaz de distinguir si se enfrenta a la realidad o a una terrible pesadilla.

El hombre coge su mano y la acaricia suavemente antes de continuar hablando.

—Bueno… tenemos que pensar dónde nos vamos a quedar mientras resuelvan el caso.

—Yo no vuelvo a casa sin Carmelo. Vivo… o muerto —espeta Sara, sacando fuerzas de flaqueza para ponerse en lo peor.

—No me refería a irnos. Sería bueno que estuviésemos cerca de los investigadores, para que puedan informarnos con facilidad… Pero aquí no pintamos nada.

—Tampoco me quiero quedar en Tabarca. Esto no ha sido algo personal contra Carmelo. ¡Un desequilibrado anda suelto!

—Buscaremos algo en Santa Pola, lo que sea, para estar cerca del puerto y poder desplazarnos si fuera necesario, ¿vale? Espero que esto no dure mucho —concluye el padre mirando a su mujer, que se limita a asentir.

La familia recoge lo poco que queda en la habitación en la que el grupo de amigos ha pasado la noche. Después, buscan a la recepcionista para entregar la llave.

—Gracias por todo. Han sido muy amables dejándonos un hueco en las fechas en que nos encontramos —dice Sara.

—De nada.

—¿Sabe cuándo sale el próximo barco?

—Eh… sí —responde mirando su reloj—. En diez minutos.

—Está bien. Vamos para allá.

—Tengan buen viaje.

Dejan atrás el Hostal el Chiqui camino del puerto, para navegar a Santa Pola. Su realidad se cruza con la de turistas que recorren alegres las calles, disfrutando de un entorno idílico, único… empapándose del encanto y la identidad de un pueblo que echó sus anclas para siempre en mitad del mar.

Por desgracia, el destino real de la familia no es la península, sino un purgatorio en el que seguir contando las horas de espera con un reloj de arena cuya medida es la inmensidad del desierto.

La venganza de las olas

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