Читать книгу La venganza de las olas - Álvaro Ibañez - Страница 5

Оглавление

Isla de Tabarca, noche del

15 de agosto de 2016

El inspector Ferrer ya puede contemplar las luces de la iglesia de San Pedro y San Pablo a bordo de una lancha rápida. Le acompaña Joaquín Doménech, médico forense, el comisario Fortes y tres agentes, todos del Cuerpo Nacional de Policía de Alicante. El ambiente es de gran preocupación, ya que parecen encontrarse ante un caso atípico, motivo por el que el comisario ha decidido acompañar la comitiva en vez de permanecer en su despacho, como es habitual. Acuden a la llamada de alerta de dos turistas que han avistado, desde un velero que abandonaba Tabarca, un cadáver sobre el foco del faro de la isla. De forma paralela, un grupo de excursionistas en el lugar ha denunciado la desaparición de uno de sus compañeros, Carmelo Mateo, a la Policía Local. Las perspectivas son, de todo punto, funestas.

Los dos agentes de servicio en Tabarca que han atendido a los amigos del desaparecido se han desplazado de inmediato al faro tras recibir el aviso de la policía de Alicante sobre el macabro avistamiento. Sin embargo, después de hacer las primeras comprobaciones, aguardan desconcertados en el puerto la llegada de la lancha.

—Buenas noches —saluda uno de los policías.

—A la mañana lo veremos… —contesta apático el inspector—. ¿Qué ha ocurrido?

—En verdad, no lo sabemos. Esta tarde hemos atendido a unos excursionistas que decían haber perdido a un compañero, pero las labores de búsqueda no han tenido éxito.

—¿Han informado del descubrimiento del cadáver? ¿Coincide con la descripción del desaparecido? —pregunta el comisario.

—La noticia no ha trascendido; pero debo corregirle, no hemos encontrado ningún cuerpo.

—¿Cómo que no? —dice sorprendido el inspector Ferrer.

Los miembros de la policía se miran estupefactos y acentúan su gesto de preocupación ante el caso. El otro agente amplía la afirmación de su compañero.

—Ustedes nos han comunicado que, desde un barco, se ha visto un cadáver en el faro… pero allí no está. Los candados de las puertas han sido forzados y solo hay restos de sangre.

—¡Maldita sea! —grita Ferrer—. Veamos, comencemos por el principio. ¿Cuándo y cómo se perdió el chico?

—Sobre las cinco, aproximadamente. Parece que el individuo se separó del grupo para comprar unas gafas de buceo… pero no regresó.

—¿Dónde están los compañeros?

—Les han preparado dos habitaciones en el Hostal el Chiqui, no querían abandonar Tabarca. Para que lo tenga en cuenta, una de ellos es su hermana.

—Bueno, comencemos a trabajar —interviene el comisario—. Usted vaya a ese hostal e interrógueles sobre lo sucedido. Intente reconstruir los hechos con el mayor detalle posible, e intente averiguar si existe algún problema o rencilla en el grupo —ordena a uno de los agentes locales—. Usted nos llevará hasta el faro —dice señalando al otro.

—A la orden.

Tras dar los primeros pasos, el sonido de unas campanillas llama poderosamente su atención en un entorno del que ya casi se ha adueñado la oscuridad, el silencio y la soledad. Un lugareño, cual muñidor, tañe unas campanillas en su camino desde el campo en dirección a la ciudad. Viste una especie de sotana negra y, aunque está cerca de los cincuenta años, su aspecto desaliñado y descuidado le otorga una apariencia envejecida. Cojea visiblemente y da la sensación de ir hablando solo, lanzando regularmente exclamaciones ininteligibles al cielo que rasgan la armonía del sonido del mar.

—Lha merte vendrá a por todos. ¡Que descansen en pá!

Al llegar frente a ellos, el tabarquino no repara en su presencia y continúa su camino absorto en sus pensamientos. Los policías advierten serias dificultades en su vocalización, comprobando ya de cerca una boca casi deforme que le confiere una siniestra imagen.

—Es de aquí. Un pobre discapacitado al margen de la dinámica de la isla —informa el policía local que encabeza la expedición.

—¿Es peligroso? —pregunta Ferrer.

—En absoluto. Se llama Martín Luchoro. ¡Pobre infeliz! Es un desequilibrado que vive en un mundo propio, en el que solo le queda su anciana madre y unos hermanos que no vienen a verles —contesta con cierta ternura.

—Síguelo —ordena el inspector a uno de los policías.

Mientras la comitiva se dirige al faro, el agente vigila desde una distancia prudente a Martín. Justo al cruzar una de las puertas de la muralla, la de San Rafael, se detiene en el pórtico custodiado por dos hornacinas, una por lado. La Virgen del Carmen y la Inmaculada Concepción dan la bienvenida a todo aquel que se acerca a la ciudad por ese acceso. Martín se gira frente a la Virgen del Carmen:

«Dios te salve, María;

llena eres de gracia,

el Señor es contigo,

bendita tú eres

entre todas las mujeres,

y bendito es el fruto

de tu vientre, Jesús».

Acto seguido, se dirige a la Inmaculada:

«Santa María, madre de Dios,

ruega por nosotros, pecadores,

ahora y en la hora de nuestra muerte, amén».

Cierra su rezo persignándose y vuelve su paso al frente, ignorante de la presencia del policía, que sigue cauteloso su pista ante las inquietantes circunstancias.

Ya la noche se ha apoderado del cielo de la isla. Potentes linternas iluminan el camino que lleva al faro y los pequeños arbustos que lo rodean. El comisario Fortes solicita a su central que le hagan llegar al móvil la fotografía que los turistas del velero han tomado con su cámara. Un par de minutos después, el sonido de su teléfono advierte de la llegada de la imagen y avisa al policía local que le acompaña.

—¿Coincide con la descripción del desaparecido?

—Afirmativo.

—Mañana tendrán que visitar a sus compañeros para que confirmen su identidad. Tenemos que estar seguros de que es él, así que les haré llegar una copia de la fotografía a su oficina. No olvide pedirles discreción para que nuestro trabajo no se vea entorpecido.

A pocos pasos se encuentra la valla de obra que delimita el faro. Los policías comprueban que el candado del portón ha sido forzado y levantan los haces de sus linternas para visionar el conjunto de la construcción, conformada por dos alturas. La superior, de bloques de piedra, se dispone centrada sobre la inferior, mayor en extensión y de paredes blancas. Ya en el edificio, un trabajador municipal les aguarda en la puerta, que también ha sido forzada. Este les guía por unas angostas e irregulares escaleras, iluminadas por bombillas parpadeantes. El comisario escudriña cada resquicio de suelo y tabiques en busca de pistas, pero no hay nada. Al llegar arriba encuentran un pequeño charco de sangre en la terraza que rodea la lámpara, que parece estar perfectamente en marcha.

—Joaquín, te toca trabajar —ordena Ferrer—. Agentes, a ver qué encontráis.

Mientras el forense despliega el maletín para hacer los análisis pertinentes, los policías buscan por el suelo cualquier pista y Ferrer examina con detenimiento una escalera de hierro blanco cuyos peldaños conducen a la cúpula del faro.

—Está anclada al centro de la cúpula, pero tiene un eje que le permite girar hacia cualquier parte —dice Ferrer moviéndola ligeramente—. Puede que lo atasen aquí —conjetura señalando una pequeña mancha de sangre en uno de los largueros.

—¿Para qué querría matar alguien a un turista? —se pregunta el comisario.

—No deberíamos darlo todo por hecho.

—¿Qué quiere decir?

—Desde el barco han observado un cuerpo, tenemos la fotografía, pero no hay pruebas de que esté muerto. Lo suponemos, pero no está probado. La víctima podría estar herida y el agresor haberla expuesto ahí para llamar nuestra atención.

—¿Un rapto?

—Quizá.

—Demasiadas molestias para un secuestro —desconfía el comisario—. El que haya hecho esto es un psicópata.

El agente que vigilaba a Martín llega a la terraza.

—¿Alguna cosa relevante? —pregunta el inspector.

—En absoluto. Se paró a rezar en la entrada del pueblo y caminó hacia una casa de la calle Génova.

—¿Sin más paradas?

—Ninguna.

—Pide al conserje que suba.

El fulgor intermitente del faro ayuda a contemplar el horizonte del mar, del cual puede observarse la espuma de las olas cuando rompen en mitad de sus aguas, provocando un sonido relajante en un ambiente único, mágico y utópico, que envuelve un caso rocambolesco.

—Es un lugar demasiado bonito como para estar aquí por estos motivos —se lamenta el comisario.

—¿Qué necesita? —interrumpe el conserje.

—¿Detecta algo raro en el funcionamiento del faro?

—No, todo está bien.

—¡Aquí hay algo! —exclama uno de los agentes que inspecciona el lugar.

Se encuentra en el lado opuesto de la terraza, con vistas al cementerio de la isla, que es retratado con los rayos intermitentes del faro. Acaba de encontrar una soga atada a la barandilla, cuyo extremo cuelga hacia el suelo. El comisario ordena a dos agentes que bajen y comprueben si hay algo en el otro extremo de la cuerda o en el terreno de la cara opuesta del faro. Al mismo tiempo, el forense se acerca al grupo.

—Como era de esperar, la sangre es humana.

—¿Cuánta sangre ha perdido? —pregunta Fortes.

—Una cantidad considerable, pero podría continuar vivo.

—Cuando terminen de revisarlo todo, quiero que averigües si esa soga es la que usaron para atarle. Además, Ferrer ha visto sangre en esa escalera; comprueba si es la misma que la del charco del suelo.

—Está bien.

—¿Qué opina de todo esto, comisario? —interviene Ferrer.

—Sinceramente, creo que esto no es un hecho aislado. Que alguien secuestre a una persona y la mate, porque mi instinto dice que está muerto, para después llamar nuestra atención exhibiéndola en un faro… me hace pensar que un loco está retándonos.

—¿Cree que habrán más desapariciones?

—Sinceramente, sí. Debemos extremar las precauciones.

—¿Solicitamos que se cierre el tránsito de pasajeros?

—En absoluto, debemos mantener la calma y las formas. No llamemos la atención para que no cunda el pánico.

Uno de los agentes que se encuentra abajo se comunica por el walkie con el comisario Fortes.

—No hay nada atado al otro extremo, pero hemos encontrado un fino reguero de sangre que continúa más allá del perímetro.

—¿Cómo que un reguero? ¿Dónde termina exactamente?

—No sé.

—Quédense ahí, enseguida vamos. Quien haya hecho esto quiere que veamos algo.

Ferrer y el forense se miran extrañados y bajan de inmediato, junto al comisario, a la planta baja. Se dirigen a la otra cara del faro dentro del recinto y comprueban que, efectivamente, hay una fina línea de sangre en el suelo que excede la valla. La irregularidad de la superficie y la longitud del reguero hacen insuficiente el área que abarcan las potentes linternas, por lo que cruzan el solar hacia la salida y bordean la parte exterior del cercado hasta llegar a la cara opuesta a la entrada. Siguen el sendero de sangre que parece guiarles a la última muestra de vida humana, el cementerio, construido en orientación a Italia como si los tabarquinos hubiesen querido rendir así homenaje a la patria atrás perdida.

—Allí termina —afirma un agente al cubrir con su ráfaga, desde la distancia, el último tramo de tierra hasta donde se alza la blanca muralla del camposanto.

El inspector dirige su linterna al frente, para iluminar la puerta del cementerio. El comisario teme lo peor, tiene una corazonada.

—Parece que hay algo escrito —advierte uno de los policías a escasos metros de la pared.

—Desde aquí es imposible leerlo —afirma Ferrer.

El pequeño grupo termina los pocos pasos que le resta hasta la puerta del santo lugar. Todos dirigen sus haces de luz al lugar que parece señalado por la pista que les ha llevado hasta allí. Sus gestos muestran un gran desconcierto ante un texto que parece trazado también con sangre. Puede leerse:

Tabarca è morto.

La venganza de las olas

Подняться наверх