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Оглавление2. LA CONSTRUCCIÓN DEL CUERPO SEXUADO DE LA ESTRELLA (1945-1950)
Tras interpretar en Espronceda (Fernando Alonso Casares, 1945) a Teresa Mancha, la amante del escritor romántico, a quien da vida Armando Calvo, no estrenará nueva película hasta transcurridos dos años. Un tiempo en el que se integra en la compañía teatral de su madre. La compaginación de la actividad escénica y cinematográfica era frecuente entre los actores y las actrices del momento, y Amparo Rivelles las combinará prácticamente a lo largo de toda su trayectoria artística. Sin embargo, no formar parte de las novedades de la cartelera cinematográfica conlleva una escasa aparición en las revistas especializadas, ya que la presencia de los intérpretes en estos medios casi siempre va unida a la promoción de sus películas.
Probablemente, su alejamiento de los estudios cinematográficos durante este tiempo estuvo vinculado a la crisis de Cifesa entre 1945 y 1947. Al igual que la mayoría de los artistas de la plantilla, Rivelles decidió abandonar la compañía de Vicente Casanova, debido a las dificultades que venía arrastrando la productora para poner proyectos en marcha. Al parecer, nunca dejó de cobrar su salario semanal, a pesar de que no hubiera trabajo para ella. No obstante, la situación no era nada conveniente para su carrera y optó por dejar la compañía y entrar poco después en la nómina de Suevia Films.1 La compañía de Cesáreo González compartirá con Cifesa, tras su resurgimiento en 1948, el liderazgo de la industria cinematográfica española hasta 1951. A partir de entonces, Suevia Films permanece como la primera productora del país, alrededor de la cual giraría el nuevo star system nacional.2
Cuando en el otoño de 1946 se anuncia su regreso a la pantalla, Gómez Tello, una de las firmas más reputadas de la crítica cinematográfica, la describe como «la admiración y envidia de todas las mecanógrafas», «la pip-un-girl (sic) de los estudiantes», la heredera de una tradición artística familiar de prestigio que los «caballeros maduros» reconocen con nostalgia, «y sobre todo la musa popular en flor de romances que un día se cantaron por todas las calles de Madrid».3 Su imagen queda así perfectamente perfilada: atractivo físico y valor artístico. Una feminidad en la que no falta una apelación clasista, dado que son las trabajadoras las que quedan deslumbradas. Un ideal romántico que cada vez se dota de una mayor carnalidad. Puesto que Rivelles aúna como pocas ese carácter extraordinario y ordinario que constituye la condición de estrella. Por primera vez se la cataloga de pin-up y se le concede abiertamente el grado de objeto sexual; pero se suaviza en la consideración de que sus admiradores no son trabajadores embrutecidos, sino estudiantes. Su foto tal vez colgará de la pared de una casa decente, no de una fábrica. Al mismo tiempo se desliza cierta disponibilidad sexual, con el recuerdo de la copla apócrifa, y se reconoce que su vida da de qué hablar. Pero no hay censura grave, tal vez una pulla amable, puesto que tampoco ella resulta realmente transgresora.
Un año después, se estrenarán casi simultáneamente sus dos siguientes títulos: La fe (Rafael Gil, 1947), la primera colaboración de Rivelles con Cesáreo González, y Fuenteovejuna (Antonio Román, 1947), que había comenzado a rodar previamente para Alhambra Films y CEA. Ambos rodajes llegaron a solaparse y su promoción fue también coincidente en el tiempo y contribuyeron a proyectar los nuevos rasgos de su imagen en un mismo sentido.
La primera en llegar a las salas de exhibición fue La fe. Se trata, como se deduce de su título, de una producción de temática específicamente religiosa, que frente a lo que pudiera pensarse no eran abundantes en esta época. Dado que los valores espirituales que se pretendían divulgar estaban indisolublemente unidos a los morales y políticos, no era imprescindible que los mensajes doctrinales fuesen tan directos, sino que solían impregnar muchos de los argumentos no explícitamente religiosos. En este sentido, la adaptación de novelas de escritores del siglo XIX rabiosamente antiliberales, como Pedro Antonio de Alarcón, el padre Coloma o Armando Palacio Valdés, el autor de La fe, resultaba muy oportuna.4
El tema del filme propició la publicación de una de las escasas fotografías publicadas en las revistas cinematográficas en la que Rivelles aparece asociada a una actitud religiosa. Una instantánea en la que la actriz aparece arrodillada ante un sacerdote,5 de modo que la película de Rafael Gil aparentemente podría indicar una ruptura del discurso sobre la construcción del cuerpo sexuado de la estrella; y, sin embargo, como argumentaremos, lo refuerza.
La fe narra la historia del padre Luis (Rafael Durán), un cura joven y apuesto, de talante comprensivo y afable, que, tras cantar por primera vez misa, es destinado como coadjutor a la parroquia de un pequeño pueblo. Rivelles encarna a Marta, la hija malcriada y caprichosa de uno de los potentados del lugar, que desde sus primeras apariciones se muestra como una estricta devota que incluso se mortifica físicamente a través del ayuno o infringiéndose dolor, como acto de entrega a Dios. Cuando conoce al cura recién llegado, se enamora de él con una pasión malsana, y, de hecho, pronto el espectador intuye que es una joven psicológicamente desequilibrada. Su religiosidad se revela superficial. Cambia los velos por trajes a la última moda, y no tiene reparo en insinuarse abiertamente al sacerdote. Se comporta como una adolescente alocada, ridícula… «ligera», en palabras del padre Luis. Urde un plan para engañarlo, ponerlo en una situación comprometida y ganarlo para sí, sin importarle las graves consecuencias de sus propósitos.
Fotogramas de la película La fe.
Se inventa que su padre se opone a que profese como monja y le pide que la acompañe hasta llegar al convento. Él acepta para que no vaya sola. Durante el viaje trata de conquistarlo con zalamerías, y cuando hacen noche en una pensión lo reclama a su habitación fingiéndose enferma, donde lo recibe seductora, en camisón y con el pelo suelto, para confesarle su amor. Él no accede a sus insinuaciones, pero no puede evitar que se desencadene un gran escándalo. Pero, incluso cuando todo su plan se ha desbaratado y su padre la ha descubierto, Marta vuelve a pedir a Luis que huyan juntos. Cuando finalmente entiende que el rechazo es ya definitivo, troca su amor en odio y acusa de rapto al sacerdote, sin importarle que por su falso testimonio sea condenado a quince años de prisión. A la finalización del juicio, ambos viajan en el mismo tren, uno hacia el presidio y la otra de regreso a su pueblo. Entonces se produce un accidente ferroviario en el que ella queda malherida, y antes de morir confiesa a su padre que todo ha sido una infamia. Pide perdón y se reconcilia con Dios.
Como en otros melodramas, el comportamiento transgresor de la protagonista es castigado, en este caso con la muerte, aunque sea redimida en el instante final. Un mensaje ejemplarizante que a ojos masculinos colocaba a la mujer en el lugar que le correspondía. Sin embargo, esta glorificación del sufrimiento en el contexto de la dura realidad material de los años del hambre podría alimentar una sensación de injusticia para muchas mujeres. Al mismo tiempo, el énfasis en el aprisionamiento femenino y en la histeria podía ser releído por las espectadoras como una exposición de los mecanismos por los cuales el deseo es reprimido.6 De ahí que el melodrama pudiera ser también entendido como «un género enemigo de la moral franquista: su presentación del deseo como motor de acción y su destape de los tabúes sociales eran amenazas que la moral católica no se podía permitir». De este modo, mediante un ataque contra las narrativas de deseo se culpabiliza a las mujeres que no cumplen con sus obligaciones y deciden actuar de manera libre.7
De igual manera, la misoginia eclesiástica que subyace tras el relato, que evoca la figura de Eva como instrumento de perdición del hombre a través de la tentación sexual, actuaría justamente en sentido contrario al que pretendía transmitir el filme y reforzaría la imagen de Rivelles como símbolo sexual, que se abría paso cada vez con más fuerza. El motor de las acciones de su personaje es, incluso más que el amor romántico, la pulsión sexual, y se enamora del cura con una pasión terrenal, física, no espiritual.
No deja de ser paradójico que, en una producción en la que se pretende ensalzar la religiosidad, se recurra a representaciones propias del imaginario anticlerical del primer tercio del siglo XX. Me refiero a las acusaciones de que muchas feligresas de la burguesía estaban subyugadas por el clero y que incluso había sacerdotes que mantenían relaciones lujuriosas con ellas.8 Estas mujeres adquirían la categoría de beatas en el discurso anticlerical republicano y eran caracterizadas sistemáticamente de forma negativa. A las esposas de los seglares se las ridiculizaba, en mucha mayor medida que a las monjas, como mujeres fanáticas, simples y que se escandalizaban fácilmente, pero que engañaban a sus maridos, a la vez que eran utilizadas por los curas para sacarles dinero.9
En la pensión, la protagonista utiliza sus encantos para tratar de seducir al clérigo, con una actitud claramente provocativa. Aparece como una mujer decidida, independiente, que trata de desembarazarse de la tutela paterna. Todo ello, bien es cierto, dentro de los cánones del drama decimonónico, con su fuerte carga de lección moral, tamizada por los códigos del género melodramático, y que por supuesto concluye con el castigo y el arrepentimiento. Pero la imagen de Rivelles que estamos describiendo no quedaría en absoluto afectada por el mensaje tradicional ultracatólico que la película pretende propagar. Es más, en cierta manera, y paradójicamente, contribuye a una proyección sexual, erotizada y empoderada de Rivelles. Puesto que, al enamorarse de un cura, se reivindica como una mujer que ama fuera de las convenciones.
De hecho, su papel no es el de una joven devota de convicciones profundas, sino el de una fanática. Su imagen no queda asociada a la religiosidad, ya que sus creencias y prácticas no nos remiten a un modelo positivo. Todo lo contrario que Rafael Durán. Él sí encarna a un personaje beatífico, que muestra la cara humana de la religión. El actor se siente encantado con su papel y además lo incorpora a su vida real, cuando explica emocionado a una periodista que utiliza en la película su propio devocionario particular, que siempre lleva consigo, con sus estampas de colegial.10
En el caso de Amparo Rivelles, es difícil hallar declaraciones acerca de sus convicciones religiosas. No obstante, en las entrevistas promocionales de La fe se vio obligada a opinar sobre su personaje y, como cabría esperar, lo define como «una mujer hipócrita, caprichosa y coqueta», y añade que no cree que «a nadie le guste ser así, aunque sea en una película».11 Puede que con tales palabras quisiera curarse en salud ante el riesgo de que alguno de sus rasgos quedara adherido a su imagen personal. Y no iba del todo desencaminada. La revista Cámara lo describía así: «He aquí la mujer en un papel odioso. He aquí la interpretación difícil, espinosa, impopular. He aquí la feminidad, la belleza al servicio diabólico del instinto, cometiendo uno de los mayores pecados: torcer la línea recta de una conciencia humana».
Sin embargo, parece mucha más auténtica la Rivelles que trata de seducir al curita que la que se arrepiente en el momento de la muerte. No se aprecia en la actriz la misma identificación mística «en cuerpo y alma» de Durán con su personaje, quien llega a afirmar que lleva a cabo su interpretación como un propósito de apostolado y pide a Dios que le ayude a realizarlo.12
Desde nuestra perspectiva, resulta significativa la polémica suscitada por la cinta debido a las críticas recibidas por parte de algunos sectores de la Iglesia. La revista Ecclesia, órgano oficial de Acción Católica Española (ACE) y portavoz oficioso del episcopado, «consideró intolerable que un sacerdote recién salido del seminario estuviera acechado por estas vicisitudes». Y todo ello a pesar de que había sido premiada por el Sindicato Nacional del Espectáculo, declarada de Interés Nacional y realizada por un director declaradamente católico.13 Una situación aún más sorprendente si se tiene en cuenta que a la gala de su estreno, celebrada unas semanas antes de la publicación de la reseña, había asistido el ministro de Asuntos Exteriores Alberto Martín Artajo,14 a la sazón presidente de la ACE hasta su nombramiento por Franco y hombre fuerte del sector católico.
LAURENCIA, LA SEXUALIDAD QUE DESPIERTA LA VIRILIDAD TIMORATA DEL «TODOS A UNA»
De forma paralela a la promoción de La Fe, las revistas fueron informando sobre la producción de Fuenteovejuna. Se trataba de la primera adaptación de una obra de Lope de Vega por el cine español. Como tal acaparó una notable atención y desde el principio se magnificó la importancia y dificultad de la empresa. No solo por la necesaria fidelidad en la ambientación histórica de una obra señera, sino porque era calificada como la primera película española «de masas», es decir, rodada en exteriores con un gran número de extras. Ante el complicado reto de llevar el drama de Lope a la pantalla se encarga el guion a José María Pemán, «para captar la esencia de sus valores», y ya se deja entrever que el tema podía ser problemático.15
Ciertamente, el texto facilita lecturas ambivalentes e incluso antagónicas. Puede ser tomado como una apología tanto de la democracia y defensa del tiranicidio como de la superioridad de la monarquía absoluta. Se comprende que para vencer las susceptibilidades que levantaba el proyecto se recurriera a un escritor inequívocamente fiable para el régimen como Pemán, y que cuando le fue concedido el permiso de rodaje por los censores se advirtiera de los riesgos de alentar un sentido revolucionario. En esta ocasión, no hay dudas sobre la intencionalidad del filme, y el guion introduce un mensaje en defensa de la religión católica que no estaba en el texto original, y lo conduce hacia una apología del poder jerárquico a través de las figuras de los Reyes Católicos y del alcalde, a quien dota de una inusitada importancia.16
Pero aquello que nos interesa particularmente destacar de esta película es el cambio en la mirada hacia el cuerpo de su protagonista. Tanto en su representación en la pantalla como en la manera en que esta es reproducida en los medios. El deseo sexual del antagonista, el pérfido y lujurioso comendador Fernán Gómez (Manuel Luna), es el desencadenante de la trama, y la sexualidad de Laurencia (Amparo Rivelles) pasa a un primer plano, incluso por encima, tal vez como contrapeso, del mensaje político, y al mismo tiempo mezclándose con él. La imagen del comendador atrayendo hacia sí con furia y lascivia a la campesina, mientras ella se resiste, es una de las fotografías promocionales más repetidas.17 Y en un pie de foto así se confirma: «Los turbios deseos del cruel Fernán Gómez encuentran en la virtud de Laurencia la sublime resistencia que habrá de levantar contra él a Fuenteovejuna».18 Otras fotografías facilitadas como material promocional también permiten anticipar al espectador que la presencia física de Rivelles será un elemento esencial del filme.
Una vez dentro de la sala, el espectador pudo comprobar que la belleza subyugante de Laurencia, la hija del alcalde, es el eje sobre el que giran todos los personajes. Puesto que junto al deseo ilícito del comendador se introduce el cortejo legítimo, emprendido por Frondoso (Fernando Rey), con quien acabará desposándose, con la ilusa creencia que será la solución para que cese el asedio del comendador. Entre ambos se establece un juego de seducción amorosa que no estaba en la obra, que sirve asimismo para retratarla como una joven atractiva y coqueta. Tampoco en la ceremonia nupcial se escatiman las miradas de deseo entre los contrayentes ni las bromas entre los asistentes sobre la noche de bodas. Cuando los novios danzan durante el festejo, la cámara rompe con la convención de que los intérpretes no miran directamente al objetivo. El montaje nos ofrece un plano y un contraplano subjetivos de ambos, en los que el espectador percibe el intercambio de miradas henchidas de deseo, y que es una de las técnicas que la modernidad cinematográfica ha incorporado para la representación de esa pulsión sexual. Ella no queda reducida a un único patrón de simple objeto, si bien tampoco es posible obviar el sentido trágico que pesa sobre la historia, que nos remite al deseo como portador de vida y de muerte, a la comunión entre Eros y Thanatos.19
Se sugiere su disponibilidad sexual, pero sin menoscabo de su virtud. Pues, a diferencia del drama de Lope, Laurencia evita en el último momento ser violada por el comendador, quien ha irrumpido en la fiesta y la ha raptado y llevado a su castillo. Se refuerza así su bravura, a la vez que se mitiga el impacto emocional del espectador, que ya antes había asistido a cómo el déspota Fernán Gómez saciaba a su antojo el apetito sexual con las muchachas de los pueblos bajo su jurisdicción, o cómo no tiene escrúpulos para entregar a otra moza a sus soldados para que disfruten impunemente de ella.
Cámara, 15 de marzo de 1947.
Imágenes, febrero de 1947.
En su huida, Laurencia se arroja al foso por una ventana y se presenta así, empapada y furiosa, ante el concejo del pueblo que, amedrentado, debate infructuosamente qué hacer ante tal afrenta. Cuestiona su virilidad y los llama medio hombres. Ella será quien consiga despertarlos del letargo, aunque será su padre, el alcalde, quien se erija en líder y lance al pueblo contra el abusador. Laurencia es quien encabeza el asalto al castillo, en una secuencia que permite algunas interpretaciones a las que en seguida nos referiremos. Puesto que lo que ahora interesa resaltar es que adquiere una representación en la pantalla absolutamente inédita en su carrera y que me atrevería a aventurar que también en la del resto de estrellas españolas a esas alturas de los años cuarenta.
Cuando ella se convierte en el despertar de las conciencias masculinas timoratas, resignadas y cobardes, su condición femenina no es irrelevante. No es un símbolo etéreo sino carnal, con sus ropas mojadas que ciñen su silueta y sus cabellos alborotados. El ultraje se ha cometido contra el cuerpo de la mujer, símbolo a su vez de la honra patriarcal, de manera que el anhelo de justicia parece entremezclarse con el deseo sexual. En su propio cuerpo, ella encarna una explosión contra la opresión, contra la injusticia. La llamada a la rebelión no es un orgasmo metafórico, sino emocional, que remite a un acto sexual.
Al observar desde esta perspectiva la secuencia, calificada de «cumbre», era consciente de que corría el riesgo de estar pecando de una sobreinterpretación a ojos del presente. Pero más tarde comprobé que la impresión causada por su primer visionado era muy similar a las sensaciones experimentadas por un periodista que había asistido a un pase de exhibición de las primeras secuencias montadas de la película, en concreto, de la escena del clímax dramático, que vale la pena reproducir:
Laurencia, con el traje mojado, los cabellos pegados a su bello rostro y una expresión de odio en su mirada, ha irrumpido en la sala.
Con hirientes frases, con arrestos de mujer bravía, con valor de fiera acorralada ha insultado a los hombres, los ha llamado cobardes, los ha despreciado y… los ha compadecido. En su mirada, en sus gestos, en sus movimientos, hay una huella palpable de un gran terror; pero junto a él se alza el deseo de la rebelión, el ansia de matar si es preciso, el anhelo de lograr la libertad a costa de cualquier sacrificio. De pie junto a la mesa, jadeante y temblorosa, la he oído gritar, he visto cómo sus hombros temblaban, y cómo sus ropas se le pegaban al cuerpo, al cuerpo de una moza de Fuenteovejuna.
Y Laurencia es la corriente que todo lo arrastra, el fuego que devasta todo, el huracán incontenible que destruye las ciudades y arrasa los poblados. Todos los hombres, yo con ellos, nos hemos puesto en pie. Hemos sentido la sangre quemar nuestras venas, el pulso latir con fuerza, el corazón saltar en nuestro pecho.20
Se trata de un reportaje previo al estreno, y el lector tenía que imaginar la escena, puesto que el material gráfico que lo ilustra no incluye imágenes de dicha secuencia, aunque otros medios ya las habían publicado. Entre ellas, una foto fija que sorprende que superara la censura. Es un plano medio en el que se dirige decidida al concejo, totalmente empapada y con arañazos en el cuello, pero con un maquillaje perfecto que resalta sus ojos y labios. Su mirada es desafiante. Sus cabellos sueltos están mojados y también su vestido, que se ciñe a su cuerpo. Y no pasa desapercibido que la blusa mojada se pega contra su pecho y dibuja levemente sus pezones. Una imagen indudablemente erótica, como no había visto de otra actriz española. Detrás de ella, un grupo de hombres del pueblo la observan.21
En relación con la representación del deseo femenino, Carlos Losilla sugiere que en el cine de los primeros años de posguerra este se establece desde dos puntos de vista complementarios: la deriva mística y el cuerpo-patria, que es el que aquí encajaría, en el cual se establece un paralelismo entre la mujer y la nación, que tiene que ser preservada como si se tratara de la virginidad.22 Esta sería una metáfora fácilmente reconocible a lo largo de la cinta, con continuas alusiones a la honra de las mujeres o en la secuencia en la que el padre de Laurencia pasa la noche en vela con un hacha en la mano por si los hombres del comendador tratan de arrebatarle a su hija. Y, por supuesto, es el ultraje que el tirano comete sobre el cuerpo de las mujeres aquello que acaba por soliviantar al pueblo de Fuenteovejuna y lo empuja a alzarse en armas.
En cualquier caso, vale la pena hacer notar que no se ha hallado en las revistas ninguna identificación del personaje de Laurencia con la nación española, ni siquiera que, simplemente, entre las alabanzas que se le dirigen haya alguna referencia a su españolidad. Probablemente, convertirla en una encarnación de la patria resultaría problemático. En primer lugar, porque, dado su origen popular, podría entenderse que hay una peligrosa traslación de la soberanía nacional al pueblo, o peor aún, una exaltación del espíritu revolucionario. Una interpretación «milicianesca o republicanista» de la que los críticos cinematográficos se congratulan de que haya quedado completamente desmentida en la cinta de Román.23 Pero desde una perspectiva de género, y no solo de clase, también resultaría inconveniente, ya que la actitud de Laurencia en el conflicto no es la de una mujer pasiva y subalterna. Parece oportuno recordar que en Eugenia de Montijo la españolidad del personaje de Rivelles era intensamente reivindicada. Probablemente, su condición de aristócrata y su defensa de un papel activo para la mujer, pero complementario respecto al varón, evitaba que resultara conflictivo para un régimen oligárquico y patriarcal.
Fuenteovejuna nos sumerge en un espacio donde la sexualidad forma parte de la vida cotidiana con una cierta naturalidad, cuando lo esperable sería su ocultamiento o su reclusión al ámbito de lo privado. El hecho de que la trama se desarrolle no solo en un tiempo lejano, sino también en un ambiente rural, puede ayudar a explicarlo. No es una amenaza proveniente de la modernidad que pretenda subvertir los valores tradicionales, sino la expresión de la naturaleza. Al tiempo, esa mirada hacia las sociedades rurales como territorio de libertad sexual, aunque reglamentada y sancionada, tiene su correlato en una indumentaria que deja a la vista una mayor parte del cuerpo femenino, con brazos al aire, e incluso exalta los pechos como símbolo de sexualidad, pero también de maternidad, que se enraíza en la tierra. De manera que podríamos relacionarlo con el discurso que vincula la feminidad con la naturaleza, mientras que la masculinidad encuentra su lugar en la razón y la cultura.24
Toda la cinta transmite una cierta liberalidad sexual. Las mujeres hablan abiertamente en el río, que es el lugar también de encuentro de los jóvenes de ambos sexos, fuera de la vista de los mayores. Es donde Frondoso trata de conquistar a Laurencia y también donde el comendador acude para intentar convencerla de que yazga con él, y al negarse acaba en el primer intento de violación. En la película, todas las mozas llevan el pelo suelto, cuando en la posguerra se consideraba que era el primer reclamo erótico y por ello se aconsejaba a las muchachas llevarlo recogido para evitar la tentación de la caricia, que, si no era en sí pecaminosa, podía ser motivo de desórdenes mayores.25 Una caracterización iría en el sentido de presentar los ambientes populares con un menor encorsetamiento en las relaciones que el mundo urbano, a la vez que reforzar la idea clásica de la representación artística de una cabellera femenina frondosa como símbolo de seducción y potencia sexual, que en el cine americano se había incorporado eficazmente para la plasmación de la mujer fatal en el género negro.26
Si únicamente dispusiéramos de una imagen erotizada en un papel de acompañamiento del héroe sobre el que gira la trama, podríamos interpretar que su función en el filme responde a una satisfacción del deseo masculino. Convendríamos que hay una cosificación del cuerpo, para satisfacción del público heterosexual masculino, y que en todo caso nos permitiría apuntar que, en un contexto de fuerte represión moral, el relajamiento que empieza a percibirse en los años cincuenta tiene tímidos precedentes.
En el caso de Amparo Rivelles, sería insuficiente quedarnos con la idea de que su construcción del personaje de Laurencia cumple solo una función de escopofilia, que la convierte únicamente en un objeto al servicio del espectador masculino heterosexual para ser mirado como fuente de placer, dado que la representación erotizada de la actriz tiene otras implicaciones. La constitución de la mujer como objeto de placer visual no es exclusiva del cine, sino que forma parte del modelo cultural del mundo del espectáculo, tal como ya sucedía con las artistas de la escena en el período finisecular, cuando no antes. Ellas utilizaban su capacidad de seducción como un instrumento para adquirir renombre, y evidenciaban que el conflicto entre cosificación y agencia femenina, entre reificación y empoderamiento, es difícil de resolver.27
La artista es presentada como un objeto para la mirada masculina; a priori, una constatación que queda lejos de ofrecer una vía de emancipación. Sin embargo, al mismo tiempo está contraviniendo los códigos de moralidad establecidos y los modelos de feminidad normativos, consolida su posición como celebridad e impulsa su presencia en la esfera pública. La clave se encuentra en su agencia, que infringe las reglas masculinas sobre el comportamiento femenino y trasgrede los ideales de domesticidad, sumisión y pureza. Estas figuras provocan ansiedades y se siente la necesidad de que deben ser controladas.28
No se pretende hacer una traslación del mundo de las artistas del espectáculo finisecular al de las estrellas cinematográficas de los años cuarenta, pero sí poner de relevancia que existen algunas concomitancias. La imagen que surge de esa figura de Rivelles erotizada no es en absoluto la de una mujer que se somete a la voluntad del varón, sino la de una joven que reclama el control de su propio cuerpo, que gusta de lucir su belleza y se resiste, hasta poner en riesgo su vida, a ser poseída contra su voluntad por un hombre. Se observa cómo en la pantalla el poder de las mujeres está asociado a menudo con su resistencia a la regulación sexual por parte de los hombres.29 Para ellos, poseer la sexualidad de una mujer sería poseer a la mujer, mantener un grado de control generalizado sobre ella. El glamour, una cualidad que se aplica casi en exclusiva a las mujeres, sería entendido así como una sensación de fascinación engañosa, de belleza acicalada, de encanto realzado mediante una ilusión. Una imagen glamurosa, de la que Anette Kuhn anota que es peculiarmente poderosa porque juega con el deseo de la espectadora en la medida en que propone una sexualidad deseable a la vez que idealizada e inalcanzable.30
Fotograma de la película Fuenteovejuna.
Como explica Jo Labanyi, a propósito del personaje de esa heroína fuerte del cine español de los años cuarenta que expresa las emociones que los hombres pasivos e ineptos son incapaces de comunicar:
In all these films women are the seducers and men the seduced, in a disavowal of male emotion and sexuality whose result is the projection on to women of a verbal and physical freedom and vitality that makes them the agents as well as the objects of desire. […] If on the one hand such strong female images represent the traditional Catholic notion of woman as sexual temptress, and construct her as not fully socialized (i.e. repressed), on the other they endow her with an agency and sexuality lacking in bourgeois constructions of femininity. This has important consequences for the female stars of the period…31
¿UNA PIN-UP CASTIZA?
Parece pertinente preguntarnos sobre si Rivelles se sentiría cómoda en ese papel o si temía su cosificación, como objeto sexual, pero no hay indicios de que sea así en absoluto. Cabe pensar que, dado el estatus de estrella que había alcanzado, llegado el caso, se podría haber negado a interpretarlo de ese modo. Por el contrario, en algunas de las declaraciones a los periodistas no duda en identificarse con su personaje. Así sucede, por ejemplo, en un artículo en que se pregunta a varios artistas cómo sienten en la vida real el sentimiento que fingen en la pantalla. Rivelles, como suele ser habitual en muchas entrevistas, responde con sorna, probablemente como un mecanismo de defensa para evitar contestar a cuestiones personales, y bromea y dice que ella no ha matado nunca a nadie, como en El clavo. Pero, tal vez porque está de promoción de Fuenteovejuna, pone este filme como salvedad, y aparentemente seria afirma que «estoy segura de haberme conducido exactamente igual a como lo hubiese hecho en la vida real», frente al resto de títulos sobre los que asegura «que ha tenido que fingir de verdad».32
Todavía más elocuente es otro reportaje que ya desde el titular identifica al personaje con la actriz, y que es el mismo que antes he destacado por publicar la fotografía en que más claramente mostraba su anatomía.33 El texto se abre precisamente con una referencia a su belleza, a través de la descripción de su rostro y sus matices expresivos, para unas líneas más abajo sentenciar: «un temperamento de mujer, muy femenino, pero nada blando. Laurencia y Amparito son la sola mujer de la película». Da a entender así que entre persona y personaje hay un hilo que las une a través del tiempo, como si en dos momentos distintos las dos actuasen del mismo modo. Y, aunque probablemente solo se trata de un recurso retórico carente de intencionalidad, ¿el espectador reelaboraría los motivos de este paralelismo? Mientras tanto, el periodista afirma que «con su belleza, su juventud y su arte (…) resucita a Laurencia en toda su lozana magnificencia», y comenta, un tanto a contrapelo, que sus ropajes son amplios, «y solamente el seno es aprisionado por un corpiño de terciopelo». De nuevo la referencia a su cuerpo, inusual, injustificada, como si su personaje le hubiera causado una conmoción auténtica. Es ella quien finalmente establece el vínculo entre persona y personaje: «Laurencia soy yo. Verá, vamos a aclararlo. Laurencia es un tipo brusco de mujer, muy humano. Su mejor contraste es que esa brusquedad no resta a su alma una gran feminidad. Este es mi carácter y, aunque el papel es muy difícil, responde plenamente a mi temperamento».
Después de crear una imagen de mujer empoderada y autónoma, hay una reivindicación de su feminidad, a través de la utilización de su cuerpo. No es posible conocer si responde a una estrategia deliberada y ni siquiera si es una actitud plenamente consciente. Pero es indudable que en estos momentos ella es una gran estrella que puede permitirse, hasta cierto punto, dirigir su propia carrera y manejar su vida privada ante los medios.
Para muchos espectadores, Amparo Rivelles atesoraba una belleza natural que resultaba seductora por mucho que sus personajes aparecieran en la mayoría de sus películas envueltos en castos ropajes.34 Las revistas refuerzan esta imagen y se la llama «nuestra pin-up número 1» en el pie de foto de un retrato de Fuenteovejuna, con el pelo suelto, labios marcados, en el que se resalta la popularidad que ha alcanzado.35 También la crítica de ABC, aunque de manera eufemística, valora la relevancia que su cuerpo cobra en la pantalla: «[Rivelles] anima con su sola presencia y su despejada fisonomía (claridad y profundidad de ojos) toda la película».36
En cualquier modo, esa reivindicación de Rivelles como pin-up resulta compleja. En primer lugar, da la impresión de que se trata de un anglicismo del que se apropian los periodistas con la intención de introducir un vocablo moderno en sus textos. El término se popularizó durante los años de la Segunda Guerra Mundial y ha dado lugar a valoraciones contrapuestas. Así, María Elena Buszek propone una lectura feminista de la figura de la pin-up, en tanto que su representación remite a una identidad femenina subversiva y atractiva. Rompen con la subyugación patriarcal y se presentan con nuevos atributos de fuerza, independencia y valentía, pero retienen el uso de convenciones de representación de la belleza y la deseabilidad de las mujeres. No son solo una fantasía erótica, sino que también expresan sus propias aspiraciones.37 En cambio, otras interpretaciones, como la de Mercedes Expósito García, ofrecen una visión que no contempla ningún potencial subversivo. Respondería únicamente a las demandas de la masculinidad victoriana, en una síntesis de disponibilidad sexual y domesticidad.38
En nuestro caso, podríamos preguntarnos cuáles de estos significados referentes a la figura de la pin-up se pueden atribuir a la imagen que proyecta Amparo Rivelles. La respuesta es complicada, probablemente porque no sea más que una calificación vacía de contenido. La propia revista Primer plano, que la describe así de forma elogiosa, parece no acabar de tener claro a qué se está refiriendo. En un artículo titulado «Las chicas para clavar. El caso de Dinah Shore»,39 se explica a los lectores que se trata de fotografías de muchachas, que no eran actrices sino modelos, que se distribuían entre los soldados norteamericanos. Expone diversos ejemplos y se centra finalmente en el caso de la actriz mencionada en el titular, que resultó ser la preferida en una encuesta realizada en el frente. Pero aquello más significativo del artículo es que las fotografías que lo ilustran no son de pin-up y que los retratos de Shore no la muestran de cuerpo entero y tienen poco de sensuales. En las revistas consultadas no aparecen dibujos ni fotografías que se correspondieran con esa descripción y fueran presentadas como tales.
No hay, por tanto, posibilidad de comparación entre «nuestra pin-up número 1» y las genuinas, y, en cualquier caso, nada de lo que se cuenta en el artículo coincide con la trayectoria profesional de Rivelles. Tampoco una apariencia física exuberante que, aunque no se enseñe, cabría imaginar en una pin-up. Estrella indiscutible, «joven, con un rostro agradable y un cuerpo rotundo, como correspondía al gusto del momento», la actriz era una figura mediática.40 Pero no de pechos grandes y sin la exuberante figura curvilínea característica de las estrellas de los cincuenta; su fisonomía difícilmente correspondería a ese arquetipo. ¿Por qué entonces ese empeño en calificarla de pin-up? Apuntaré dos motivos que podrían causar que los redactores de Primer plano, y por extensión otros varones, se sientan atraídos por la imagen de Rivelles y, a la vez, la teman. Un significado que emerge del contexto sociocultural de la época, de manera que, como propuso Michel Foucault, la elaboración de un discurso sobre el sexo, al señalar aquello prohibido, aquello que queda fuera de los códigos morales, determina el objeto de deseo.41
Así, tenemos, por una parte, esa imagen empoderada, independiente, fuerte… que transmite Amparo Rivelles. Algunos de sus rasgos recuerdan al modelo de mujer moderna de los años veinte y se alejan del ideal de «la perfecta casada». La modernidad de Rivelles probablemente fuera más una adopción de las formas externas de la nueva mujer que de sus valores. Pero esas tímidas subversiones pueden ser entendidas como pequeños actos de rebeldía.
Por otro lado, se toma consciencia de que parte de ese empoderamiento procede de su representación cada vez más sexualizada. La actriz ya no es solo bella, sino que adquiere una carnalidad evidente. Bien es cierto que limitada, puesto que el propio discurso propone las fronteras de lo lícito. El canon del ángel del hogar era una mujer maternal y asexuada. Al mito de Eva se contraponía el de la Virgen, que remarcaba su asexualidad. La imposición de este modelo cerraba el paso al movimiento de reforma sexual de las primeras décadas del siglo en la Europa occidental, y que en España habían emprendido figuras como Gregorio Marañón.42 Parece recuperarse la teoría del dimorfismo sexual, que establece un discurso hegemónico que ordena jerárquicamente los cuerpos masculinos y femeninos, y que, en contraposición al hombre, la mujer aparece como un ser desapasionado.43 La «fogosa naturaleza del varón español» frente a la apatía sexual de la mujer, cuyo cuerpo era un «santuario divino» que no debía ser profanado y mantenerse puro y virgen hasta el matrimonio. Un ideario moral cuyo máximo valedor era la Iglesia, que asociaba la sexualidad femenina con «el pecado, la culpabilidad y el miedo». Incluso en el matrimonio, «el sexo se convertiría en algo sucio, que había que evitar, salvo concesión a los impulsos masculinos», y por supuesto para el fin de la procreación.44 Esa idea es la que, de manera limitada, empieza a romper ahora Amparo Rivelles, y es esa ruptura, como veremos, su rasgo más sobresaliente tanto fuera como dentro de la pantalla en los años venideros.
Amparo Rivelles llega a finales de 1947 en la cresta de la ola. Las revistas informan del estreno casi consecutivo de sus dos últimas películas, por las que ha recibido conjuntamente el premio a la mejor actriz del Círculo de Escritores Cinematográficos. En los reportajes gráficos de ambas premieres, aparece con peinados y trajes modernos y elegantes, que le hacen resaltar entre las asistentes a los actos. Una de las consecuencias de su contrato con Suevia es su repetida asistencia a eventos, especialmente a estrenos, aunque no sean de producciones en las que participa, y en cuyos reportajes se destaca cómo su presencia es ovacionada por su belleza.
Sin embargo, los cuatro siguientes trabajos de Amparo Rivelles no alcanzaron una notoriedad similar a los dos anteriores en los medios ni, presumiblemente, en las taquillas. Hemos de considerar, por tanto, que su incidencia en la construcción de su imagen fue menor. Así, casi cinco años después, tras media docena de títulos de ambientación histórica, la actriz vuelve a caracterizarse como un personaje contemporáneo. La única excepción en este grupo es María de los Reyes (Antonio Guzmán Merino, 1948). Si bien en clave de comedia romántica y no de drama, en la que ella da vida a una joven aristócrata que, según subrayan las revistas, ya que no he podido localizar copia de esta cinta, «trae revolucionada a media Sevilla. Pero la niña es caprichosa, voluble y antojadiza. Hoy le gusta un hombre, mañana coquetea con otro, pasado mañana…».45 Es factible pensar que, para muchos, la imagen de la Rivelles auténtica no sería disonante con la de su personaje, como tampoco la de su compañero de cartel, José María Seoane, que encarna al hombre cabal, sereno y formal que la hace entrar en razón, es decir, quien la lleva al altar. Seoane estaba casado con la actriz Rosita Yarza. Su relación fue una de las más seguidas en la prensa durante los años cuarenta. Las revistas se ocuparon de informar cumplidamente tanto de su noviazgo y de su boda como del nacimiento de su primer hijo. En cierta manera, eran un modelo familiar tradicional, que los propios actores se prestaban a representar en diferentes reportajes.
Sin embargo, ni en Angustia (Nieves Conde, 1947) ni en La calle sin sol (Rafael Gil, 1948) ni en Sabela de Cambados (Ramón Torrado, 1949), el público reconocería atisbos de la verdadera Rivelles, por mucho que en ellas se vistiera como una mujer contemporánea. Ni la historia entre el drama psicológico y el suspense policíaco de la primera, ni el retrato de influencia neorrealista de la segunda, ambientada en el barrio chino barcelonés, sintonizarían probablemente con muchas de sus seguidoras. Tampoco en Sabela de Cambados, con un guion maniqueo y esquemático, de fuerte sesgo conservador, que pretendía erigirse en una fábula moral. Contrapone el mundo rural, garante de las tradiciones y de las virtudes familiares, al urbano, corrompido por la modernidad, que propicia el consumo ostentoso, las relaciones superficiales y, lo que es más grave, la ruptura de matrimonios y el abandono de las obligaciones paternales. Un ambiente disoluto que se asociaría al período republicano, acusado de corromper la sociedad fundamentalmente a través de sus ataques a la institución familiar, cuya defensa, como en la película, recae en las mujeres de hondas convicciones católicas.
Por primera vez desde su ascenso al estrellato, Rivelles no es la primera figura del filme. Este lugar lo ocupa su madre y es el principal motivo que justifica su participación en la cinta. La irrelevancia en su filmografía se ve reforzada porque funciona a la contra de su trayectoria, tanto en la pantalla como en la vida real. Frente a los caracteres fuertes a los que nos tenía acostumbrados, aquí aparece como una joven sencilla y apocada, subordinada al varón, profundamente religiosa…
EROTIZACIÓN Y ROMANCES ANTE MICRÓFONOS APAGADOS
Sabela de Cambados tiene, para nuestros fines, otro punto de interés: se trata de su primera actuación con Jorge Mistral, con quien, al parecer, mantuvo un romance. El actor valenciano era el gran galán español del momento, y en cierta manera ocupaba el lugar que había dejado vacante un ya maduro Alfredo Mayo. Para ambos, su imponente presencia física era su carta de presentación; pero mientras que uno era el héroe español franquista por antonomasia, el otro era percibido como «un perfil anglosajón», «muy a lo Hollywood».46 Los personajes que interpretaba exudan en la pantalla una sensualidad no comparable a ningún otro, y la cámara busca enfatizar su belleza, mostrando a menudo su torso desnudo.
Podemos imaginar que, como también sucedería con otras parejas cinematográficas, reales o ficticias, muchos fans proyectarían los romances entre las estrellas fuera de la pantalla, y en este caso con cierta complicidad por parte de los medios. Se trataba de dos de las grandes estrellas españolas. Asisten juntos a actos y estrenos, y sus seguidores pueden albergar la duda de si, más allá de la promoción de la película en que aparecen juntos, mantienen una relación sentimental. Irrumpen como una pareja muy atractiva. La actriz bella y moderna junto al galán más deseado. En las fotos, vestidos él con esmoquin y ella con traje de noche y abrigo de pieles, resultan envidiables.47 La prensa deja entrever que entre ambos existe algo más que amistad y compañerismo, pero sin presentarlos como novios, como sí hace con otras parejas de artistas. En la columna de chismorreos de Primer plano se sugiere que ella no ha asistido a una fiesta porque no iba Mistral.48 Se narran anécdotas entre ambos que a menudo se utilizan como situaciones tópicas entre los enamorados. Por ejemplo, él la espera en un taxi para acudir a un acto, mientras ella se retrasa acicalándose: «Y cuando salió estaba para desmayarse. Jorge dijo: Voy a tener que pegar a alguno. El comentario de Amparito fue este: Hazlo, para eso eres hombre».49
La sensación que el lector puede percibir es que entre Rivelles y Mistral existe una relación sentimental, pero que no se nombra abiertamente. El interrogante que surge es por qué ocurre así, por qué pudiendo ser la pareja más mediática del momento no se pone el foco sobre su relación. Se puede intuir que es difícil enmarcar su relación en un noviazgo convencional. Son una pareja de película en un mundo ajeno al real. Resultan mucho menos tangibles por su condición de estrellas. Además, en 1948, Rivelles vuelve a la compañía de Casanova y firma un contrato en exclusiva con Cifesa, de modo que, como había ocurrido con Mayo, ambos comparten la misma productora, lo que los uniría de nuevo en su siguiente filme.
No obstante, no fueron nunca propuestos como un modelo de noviazgo. Tal vez porque recordaban a esos romances entre estrellas de Hollywood, tan a menudo criticados por inconsistentes, que eran expuestos como ilustración del poder disolvente de la modernidad para la institución familiar. Se podría deducir que, dado que su relación no era oficial, tampoco estaba sujeta a las rígidas normas del noviazgo. Sucedería como en Italia, donde la incidencia de la moral católica en la vida diaria dificultó la libre circulación de noticias relacionadas con las estrellas. Se ocultaba al público, por ejemplo, algunos de los romances de Marcello Mastroianni. No así de Ingrid Bergman o Sofía Loren, que recibieron críticas, alentadas por la Iglesia, debido a sus respectivas relaciones extramaritales y premaritales.50
Aunque no sea una cuestión recurrente, no era tampoco inusual que las revistas se hicieran eco de los noviazgos de los actores y las actrices, sobre todo, si ambos pertenecían al mundo del cine. Si la pareja llega a contraer matrimonio, a menudo se convierten en modelos familiares. Es el caso ya comentado de Seoane y Yarza, pero también de Francisco Rabal y Asunción Balaguer, o de Marta Santaolalla y Carlos Muñoz, entre otros.
En cambio, la vida sentimental de Amparo Rivelles no parece ajustarse adecuadamente a los códigos de un noviazgo decente. A partir de un determinado momento, se le deja de preguntar por sus pretendientes y menos aún por si tiene intenciones de casarse. Quienes la conocieron dicen que «no le gustaba hablar de amores y desamores y se cuidaba muy mucho de dar los nombres de sus pocos novios y de sus muchos amantes».51 Cabe suponer entonces que Rivelles tuvo la oportunidad de disfrutar de manera más o menos libre de su vida sentimental y sexual, si bien bajo la condición de conducirse siempre de manera discreta. De ahí puede derivarse que el hipotético idilio entre Rivelles y Mistral tan solo fuera reflejado en las revistas cinematográficas como una continuación del juego romántico y de seducción que las dos estrellas representaban en la pantalla. Ninguno de los dos da pie a que sus seguidores puedan formular más que conjeturas sobre su romance en sus apariciones en los medios, y tampoco hacen ningún tipo de insinuación al respecto.
La duquesa de Benamejí (Luis Lucia, 1949), basada en la obra de Antonio y Manuel Machado, escrita en 1931, es la primera de las cuatro películas de su nueva etapa en Cifesa. En esta ocasión, Rivelles asume el reto de encarnar dos papeles: el de la aristócrata de la que se enamora el bandolero a quien interpreta Jorge Mistral, y el de la gitana que convive con los bandidos. La película no alcanzó el récord de público que Cifesa había conseguido el año anterior con Locura de amor (Juan de Orduña, 1948), pero se convirtió en el mayor éxito de la temporada 1949-50.52 La presencia en cartel de las dos estrellas españolas del momento contribuiría a atraer el público a las salas. Lorenzo (Jorge Mistral) es el jefe de una partida de bandoleros de Sierra Morena a quien el pueblo adora por su generosidad. Secuestra a la duquesa de Benamejí (Amparo Rivelles) y la lleva a su refugio en las montañas. Entre ambos prenderá una pasión imposible dadas sus diferencias sociales, pero que desencadenará la rivalidad y los celos de Rocío (Amparo Rivelles), una gitana físicamente idéntica a la duquesa.
El filme ofrece una multiplicidad de lecturas alternativas, si se analiza a partir de conceptos como raza, clase y género. Para Jo Labanyi, La duquesa de Benamejí es un exponente de que el cine histórico del primer franquismo no propone un regreso al pasado sino una modernidad conservadora con la que se establece un proceso de negociación.53 Así, la película pone en evidencia las diferencias sociales y propaga que en el fondo todos somos iguales, pero también sanciona las fronteras y los prejuicios raciales y de clase, al convertir en imposible el amor entre la aristócrata y galán de origen humilde, y a la gitana, en traidora y asesina.
El hecho de que Rivelles encarnara a dos personajes antagónicos, no solo desde el punto de vista dramático sino en cuanto a posición social y pertenencia a una etnia distinta, también alienta valoraciones diferentes. Se ha destacado que, al ser interpretada la gitana por una actriz tan admirada, se facilitaría que el público se compadeciera de su sufrimiento y de su final dramático, mientras que por otra parte se mantiene la práctica muy extendida de que actores blancos se maquillen para caracterizarse de otra etnia, lo que podía ser también entendido como una afrenta a la raza, ya que subyace la idea de que la industria considera que una gitana auténtica no sería capaz de despertar las mismas simpatías por sí misma.54
Fotogramas de la película La duquesa de Benamejí.
Con todo, para la construcción de la imagen estelar de Amparo Rivelles, resulta muy significativa la representación de la feminidad a través de los personajes de la duquesa y de la gitana. Ambas comparten rasgos comunes, como la fortaleza de su carácter, su independencia y, por supuesto, su belleza y sensualidad. Aunque las dos contienen una fuerte carga erótica, su plasmación es diferente, en este y en otros aspectos. La duquesa es inteligente, elegante y sofisticada. Altiva, como corresponde a su condición, pero sin que su arrogancia le impida empatizar con los plebeyos, pues es noble tanto de cuna como de corazón. A diferencia de la gitana, que lleva en casi toda la película la misma indumentaria, ella se cambia continuamente de vestido. El vestuario de época le permite lucir trajes entallados y con escotes abiertos, que a menudo desnudan sus hombros. Se resalta su cuello con joyas, y porta peinados elaborados y sombreros elegantes. Transmite un moderno mensaje consumista, en un mundo de suntuosidad y confort, idílico en su cortijo, donde ella es la dueña de sus decisiones, donde puede elegir libremente entre la vida cortesana que le ofrece su pretendiente el marqués, el romance con el bandolero o, por qué no, seguir disfrutando de su independencia en su universo propio. Pero ni siquiera adopta una actitud pasiva a la espera de propuestas. Ella misma toma riesgos e iniciativas, mueve influencias, y consigue el perdón de su amado, aunque realmente se le conceda como un intento de debilitar a la banda de bandidos, al privarlos de su jefe.
Por su parte, la gitana es también muy atractiva, pero frente a la pasión contenida de la duquesa Rocío es una pasión terrenal e incontrolada, que perdida por los celos actúa compulsivamente. Ella misma dice que «una está muy pegada a la tierra y cría espinas para librarse de los pisotones». De una sexualidad más explícita, aunque más vulgar, su blusa ajustada y con transparencias deja adivinar sus formas y no tiene reparos en ofrecerse a su amado, pero en cambio no participa del atractivo juego de seducción en el que sus rivales se han visto atrapados. Con su traje de campesina y el pelo suelto y arremolinado, en contraposición a los peinados recogidos y cuidados de la otra, recuerda a la caracterización de la actriz en Fuenteovejuna, pero aquí es salvaje y en cierta manera embrutecida.
Al fin y al cabo, Laurencia era la hija del alcalde y no una burda labradora. Pero Rocío es una gitana sin familia, que se ha criado en tabernas, bailando, y es fácil suponer que dedicándose a la prostitución, y que hasta que conoció a Lorenzo no había dado con un hombre bueno. Su caso provoca conmiseración, pues es incluso una paria entre los pobres. Una gitanilla a la que desprecian los miembros de la partida y le espetan que era una ilusa si pensaba que era merecedora de su líder. La llaman «princesa de las sartenes», «reina de la cocina», mientras que la duquesa es vitoreada como «la capitana», como «la reina de Sierra Morena». Resulta paradójico que los insultos que se vierten para humillar a la gitana estén relacionados con la domesticidad, con su papel subalterno, mientras que a la duquesa se la elogia por su presencia en el espacio público, por su diligencia en el liderazgo.
En esencia, la historia puede ser reducida a un drama pasional, al estallido provocado por un triángulo amoroso inestable e irresoluble, pero en el que no todos los vértices tienen el mismo peso. Sin duda, sobre la duquesa, que da título al filme, gravita la acción y todo gira en torno a ella como objeto de deseo. En buena medida es el personaje que más fácilmente parece acoplarse a las características de Rivelles y en el que resulta más creíble. La belleza sofisticada frente a la belleza natural. La aristócrata fuerte y autosuficiente en un mundo de hombres frente a la gitana cuya vida desgraciada la ha conducido, como horizonte de felicidad, a servir a los hombres y a encargarse de las tareas domésticas.
El filme no solo sublima la erotización de los personajes femeninos, sino también el de su protagonista masculino. La cámara se aplica a destacar su apostura, con un vestuario de camisas desbotonadas que dejan ver su torso velludo o pantalones de perneras ajustadas, que también serían fuente de placer visual para ambos sexos, aunque en diferente sentido.55 Lorenzo es un héroe viril, pero a la vez pasional, tierno y sensible, que llora cuando la duquesa huye de su lado. Hasta el punto de que ante esas mujeres fuertes y, en este sentido, masculinizadas, cuya erotización coincide con su agencia narrativa, hallamos un héroe feminizado, que es también objeto de deseo, y que, por tanto, difumina las categorías de género.56
La película plantea también una vía de ascenso social entre amantes de diferente clase social, pero que es el contrario a los musicales folclóricos en el que una mujer de clase baja, a veces gitana, contrae matrimonio con un varón de una posición social superior, lo que podría ofrecer recompensas emocionales a las espectadoras. Aquí, que el conveniente asesinato de la duquesa frustre un enlace inadecuado tampoco es irrelevante.57
En cualquier caso, hay que insistir en que los dos rasgos más sobresalientes que se pueden atribuir a la figura de Rivelles tras el visionado de la película son su empoderamiento y erotización, si bien ambos bajo el tamiz de la censura y del contexto cultural franquista. Las apariciones de Rivelles en los medios especializados en los últimos meses de la década y primeros de la siguiente así lo atestiguan. Por ejemplo, ocupa dos portadas de los doce números de la revista Radiocinema en 1949 y, al año siguiente, también dos de Imágenes y otras dos de Primer plano (siendo, junto a Aurora Bautista, la única actriz española que repite en 1950 en la primera página del semanario, dominada por las extranjeras), además de varias fotografías a una plana en páginas interiores de diversas revistas, que estaban destinadas a ser desgajadas para servir como pósteres o fotos de un álbum. Es decir, los retratos no son entendidos simplemente como una imagen, sino que funcionarían como artefactos y toman cuerpo en objetos y en prácticas de producción y de uso.58 Se convierten en un ente de veneración que, salvando las distancias, y en línea con la «liturgia estelar» que describe Edgar Morin,59 recuerdan a las estampas de vírgenes y santas, puesto que en cierta manera ambos proponen modelos de feminidad que contribuyen a la formación de identidades personales.
Una notable presencia en los medios que sin duda responde a la alta cota de popularidad que ha alcanzado, pero en la que es fácil barruntar que se encuentra la labor de mercadotecnia de Cifesa, que facilitaría los materiales gráficos promocionales. Junto a estos, se publican un buen número de fotografías de estudio, la mayoría realizadas por Juan Gyenes. Por el estudio del fotógrafo húngaro, instalado en España desde 1940, paradigma de retratista que se afanaba por embellecer al máximo el rostro de sus modelos, pasaron personalidades del espectáculo, la política y la sociedad de la época.60
Las instantáneas, además de resaltar su belleza, elegancia y sensualidad, la dotan de una sensación de seguridad personal, con un cierto aire de estrella de Hollywood, ora con guantes largos, ora con un gracioso sombrero. Siempre a la moda y ofreciendo una imagen moderna e interesante, sofisticada y un tanto inaccesible. Ojos y cejas con un maquillaje muy marcado y labios retocados de un color rojo intenso, como era frecuente en muchos retratos. Una imagen lógicamente preparada, pero que tampoco resulta impostada, pues está acorde con sus apariciones públicas en estrenos u otros actos. En varias, se engalana con alguna joya, como en la foto de una portada en la que ofrece un inusual aire de folclórica y en la que luce una sortija con una gran piedra. La mano perfectamente podría haber quedado fuera de campo, pero su presencia llamativa hace pensar en una deliberada voluntad de ostentación.61
Portada de Primer plano, 1 de octubre de 1950. Filmoteca de Catalunya.