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Seguidores en fuga

El director del siquiátrico dio la alarma. En sus instalaciones ya no cabían más influencers. La ansiedad y la depresión se apoderan de ellos tan pronto pierden a sus seguidores. Ángela Gentile, exitosa en redes sociales, ya no quiso vivir más luego de revelarle al mundo a través de sus cuentas su verdadera inclinación sexual. La sociedad, ahora sí que lo sabe, permanece atrapada en concepciones atávicas.

—Si estás hablando en este instante conmigo es porque la cuerda que me até al cuello para quitarme la vida se reventó con el peso de mi cuerpo.

Con esta frase, Ángela Gentile, la joven, atractiva y talentosa periodista a quién conocí como integrante destacada en el segmento de redes sociales en la gigantesca redacción de noticias para televisión en donde ambos trabajábamos, interrumpió la exposición desprevenida que yo hacía acerca de los llamados influencers. Le contaba a ella y a su padre acerca de la grave crisis de salud que alguien autorizado me acababa de revelar.

Ángela, con el impacto que bien supuso produciría, quiso situarse como protagonista de mi relato acerca de jóvenes que obtienen, sin desearlo, la calificación de suicidas debido a la profunda desazón en la que se sumen en cada inútil intento por mantener y hacer crecer el número de seguidores en sus distintas cuentas, una vez los pierden. Lo que Ángela tenía para contar sobre este tema, estuve seguro, atraería toda mi atención.

Esta historia tiene su génesis en una llamada que el director del hospital siquiátrico La Cañada, situado en Bogotá, decidió hacer a este cronista, con todo y los riesgos a los que sabía que se expone un galeno dispuesto a hablar públicamente de enfermedades de la mente, aun en estos días avanzados del nuevo siglo.

Pese al viejo tabú y según dejó que saliera de su boca durante la larga charla que precedió a su invitación, se estaba jugando el puesto de director que tanto pretendió, exponiéndose a ser juzgado por la junta médica como infidente, pero se mostró convencido de que era su obligación profesional, incluso de tenor hipocrático, alertar a la sociedad acerca del fenómeno patológico y desaforado que la estaba afectando.

—Por qué no vienes hasta mi oficina y hablamos de las razones por las que están saturadas las habitaciones de este gigantesco hospital con jóvenes que tomaron el camino, aparentemente fácil y de moda, de ser influencers.

Traiciones del discernimiento

Por supuesto que el director no debió hacer ningún otro esfuerzo por suscitar mi interés. Hora y media después estuve recorriendo las instalaciones de aquel gigantesco edificio construido en 1956, de corredores fríos e infinitos, sostenidos con arcos y columnas estilo español colonial, y sólidas puertas de madera de cedro tras las que arrinconadas y temerosas con toda seguridad, sucumben las vidas de personas perdidas en los laberintos de sus mentes, atormentadas por tricotilomanía, paranoia, esquizofrenia y demás traiciones del discernimiento.

Sin mucho tiempo que perder y ya en el despacho del regente del psiquiátrico, dispuse, en tanto que se sentaba ante la cámara, un simple set de entrevistador y entrevistado para dar comienzo sin dilaciones al interrogatorio que preparé en el camino.

La verdad, me indisponía, en agónica sensación, el infausto y lúgubre inmueble al que no haría mucho tiempo habían estremecido los gritos imposibles de acallar, lanzados por enfermos sometidos a choques eléctricos, o los lamentos y forcejeos bañados en llanto de rebeldes en camisa de fuerza, enfrentados a perversos y gigantes enfermeros por negarse a tragar las pastillas que a diario los convertían en dóciles imbéciles.

Los tiempos habían cambiado, es cierto, y con ellos los tratamientos para los enfermos mentales, pero las que parecían seguir intactas eran aquellas locaciones cargadas de vibraciones pesadas y sombras intramurales, en las que el dolor y la confusión aún jugaban a las escondidas.

Influencers en peligro

—Lo que sucede, amigo periodista, es que ciertos trastornos mentales, especialmente la ansiedad y la depresión, son causas principales de morbilidad en la sociedad actual. En coincidencia con esta verdad comprobada por la Organización Mundial de la Salud, se nos pone de presente el fenómeno creciente de la nueva y empírica profesión que asumen en redes sociales cantidades enormes de personas deseosas de ser tomadas como influencers.

»Cómo no entender —continuó el director sin que mediara una nueva pregunta— la avalancha de personas que se lanza a este caudal mezclado con todo tipo de escombros, si el empleo es cada vez más escaso y si a partir de veinte mil seguidores, y a veces menos, ciertos comerciantes consideran exitosas algunas cuentas y se deciden a contactar a los dueños para que promuevan sus productos. Así los erigen en nuevas figuras dentro de ese mercado, y aquí es cuando lo grave comienza.

—¿Y de qué cantidad de personas estamos hablando, director?

—Pues la OMS garantiza que al menos trescientos cincuenta millones de personas en todo el mundo viven en estado depresivo. Mi estadística, parcial por supuesto, se conocerá cuando junto con el personal médico que me acompaña logremos segmentar a los influencers de los demás pacientes, y esto es algo que podría tardar algún tiempo.

»Lo que sí puedo decir ahora a la opinión pública es que, en la medida en que pasan los meses, crece la cifra de personas que llegan aquí en estado crítico luego de haber intentado segar su vida. Hoy estamos al borde de la saturación de nuestra capacidad. No quiero imaginar la dimensión real de este problema y el drama familiar y comunitario ocasionado por aquellos atormentados que sí cumplen su cometido de quitarse la vida.

»De los que aquí se internan, invariablemente obtenemos durante los primeros días de tratamiento un relato en el que describen, llenos de miedo, su impedimento emocional de mantenerse alejados de las redes sociales. Nos hacen un retrato del derrumbamiento de su seguridad personal cuando advierten que pierden seguidores. Pero quizá la perturbación de la que nos es más difícil sacarlos es la que se presenta cuando reciben comentarios negativos que juzgan su proceder y critican los contenidos que subieron a sus cuentas».

El director quiso mostrarse sincero al mencionar, en tono de confesión, que tanto su cuerpo médico como él mismo aún tratan de comprender los efectos de estas formas de interacción social. Los justifica, dice, que el uso de las redes sociales es un hábito relativamente reciente. No obstante, ya tienen claro que el tiempo dedicado a estas tiene que ver con la temporal y gratificante sensación de estar aislándose del mundo real. Un escape que más pronto que tarde contribuye al desarrollo de serios trastornos mentales.

La victima Gentile

No fue difícil admirar a Ángela Gentile por aquellos días en que la conocí. Si bien pertenecía a ese ejército de nuevos comunicadores a los que convenció el mundillo de los medios de que no son dignos de una paga justa hasta no haber regalado como practicantes un par de años su trabajo, también es cierto que escapaba de esas filas obsecuentes mediante una actitud, ahora rebelde, de encontrar información de interés para la opinión pública fuera de la que su computador le ofrecía.

Fue en ese anhelo que se acercó una y otra vez a este dinosaurio de cincuenta y tantos años, habitante de un cubículo un par de filas delante del suyo, en busca de algo de contexto histórico, reciente o no, que diera credibilidad a su nota, próxima a ser lanzada por esa infinitud de autopistas de la red de internet, trazadas con la intención expresa de enlazar en todas direcciones al planeta.

Mi aprecio por aquella novata del oficio periodístico a quien calculé estaría entre los veintitrés y los veintiséis años, dueña de una belleza de las que se revelan y cautivan con pausa y elegante discreción, fue mayor un día cualquiera en el que, luego de proporcionarle la información que estuve en capacidad de brindarle, me hizo su confidente. Exultante de orgullo, aunque con ciertos temores, creyó premiarme con el privilegio de enterarme primero que a los demás que pronto no volvería por aquella colmena parecida a un call center en la que junto con otros setenta colegas desarrollaba la práctica del periodismo profesional de televisión.

Decepcionada profundamente de no ser testigo presencial de los hechos que conmueven a una sociedad, tal como imaginó y estudió que los comunicadores obtenían la información que escribían y publicaban, renunciaba al canal internacional de noticias para irse a recorrer América del Sur, caracterizada como una intrépida influencer con poder de seducirnos a sus seguidores bajo el encanto de videos, fotos y textos breves con los que narraría las aventuras de una aguerrida e independiente viajera latinoamericana.

Alabé su valor. Fui sincero cuando le dije que la admiraba, pero no lo fui tanto al asegurarle que le iría maravillosamente en virtud de la confianza que se tenía y de las capacidades que había demostrado en el oficio de la comunicación.

La Gentile alzó vuelo

Dudé de su éxito porque sabía que, aun si alzaba el vuelo, pronto aterrizaría en la pista poco ensoñadora de la realidad. La experiencia con mi programa de crónicas me había dejado la enseñanza de que eso de viajar todo el tiempo, lo que sin duda fue mi sueño desde niño, traía consigo una carga abrumadora de cansancio, lo mismo que cierta sensación insufrible de destierro que en forma traicionera se convertía en nostalgia, sin contar con que lo que en un principio resultaba alucinante, como era conocer gente distinta, extraña o adorable, colmar el paladar con nuevas y variadas exquisiteces y dormir en tinieblas distintas noche tras noche, pasaba de ser una increíble aventura a transformarse en tediosa condena.

Pero la Gentile iba a aborrecer este tipo de augurios. La decantada experiencia impregnada con el veneno del escepticismo, descargada por un colega veterano, no iba a ser bien recibida. Creí que mis predicciones, emitidas en el justo momento en que apenas se disponía a enfrentar la primera y sesuda partida de ajedrez que implica hacer un ligero equipaje de mochilera para una travesía que enfrentaría todos los climas, podrían ser entendidas como el criterio malaleche de un periodista aguafiestas.

Suramérica. El cono gigante decorado por las blancas crestas de las montañas andinas, sofocantes desiertos, selvas de humedad explosiva, lagos sin fin y glaciares que ya no pararán de derretirse hasta acabarse, esperaba a ser descubierto, por millonésima vez, por estos ojos almendrados y ensoñadores de una influencer dueña de atributos evidentes: uno sesenta y ocho de estatura, larga cabellera ensortijada y castaña, cintura delgada, caderas torneadas. Su encanto, ella lo sabía, terminado en la sutil caída de unos muslos de espléndida firmeza, torneados por las exigencias de la natación regular y el voleibol escolar y de liga.

Junto con su laptop encajada en el bolsillo exterior de la mochila, su teléfono móvil y su aspecto casual, la Gentile constituía en sí misma la perfecta representación de una influencer. Un cliché tan obvio como el del exmarine proclive a convertirse en vengador justiciero.

Y efectivamente. A la Gentile solo se le volvió a ver durante largo tiempo en exóticos paisajes, junto a labriegos, mochileros, administradores de hoteles y restaurantes, barqueros, baquianos de difíciles senderos y guías turísticos, a través de videos cortos y fotografías. Escenas de su recorrido descritas en textos muy cortos, pero capaces de suscitar la envidia de quienes la vimos desde nuestra óptica de fieles seguidores o visitantes esporádicos a sus cuentas de redes sociales.

Una influencer fortalecida

Me inclino ante la Gentile por tener el valor que sus compañeros hubiéramos querido reunir para renunciar a nuestra condición de borregos pastoreados por un reconocido aunque no bien reputado medio de comunicación. Mis respetos y mi envidia. Lección aprendida, aunque tardía de mi parte, de autovaloración y confianza en las capacidades propias, lo mismo que en la buena fortuna que arropa al valiente cuando se lanza al vacío porque le persiguen.

Ella regresó triunfal y fortalecida ante los pocos clientes con que se arrojó a la contingencia viajera y frente a todos los que ahora deseaban que ella promoviera sus artículos deportivos, hoteles boutique, bloqueadores solares, calzado para caminantes, tiquetes aéreos, sahumerios y esencias curativas, alimentos orgánicos y demás productos del multimillonario universo comercial inventados para gente fit, millennials, centennials, la generación Z y quienes los quieran emular.

Sus números, como se dice en el lenguaje actual de las percepciones que invitan a gastar dinero de manera compulsiva, arribaron al nivel de lo fantástico, próximos a ajustar las seis cifras, tal y como los estadounidenses también acuñaron al lenguaje simplificado de los números la manera de denotar una cantidad interesante, esta vez de seguidores.

La Gentile entonces fue motivada a incursionar en Medio Oriente. De esa altura era el Everest a escalar y aquella la cima en la que tenía que dejar clavada la bandera de su excepcional talento como influencer. Con el mismo poder de persuasión de maestros brujos del colegio Hogwarts, sus mejores clientes insertaron en su escala de creencias que sería en aquella lejura donde se toparía con las grandes ligas del consumismo mundial.

Allí, en esa parte del mundo donde la Gentile creyó que solo se suscitaban guerras religiosas desde las más tempranas eras de la humanidad, sería donde la situarían frente a vitrinas de ciudadelas comerciales enchapadas en oro que exhiben modernas fantasías elaboradas por excelsos artesanos elevados a la categoría de artistas. Firmas ennoblecidas con finísimas creaciones que ni siquiera hemos escuchado nombrar en nuestras latitudes y que superan en precios, extravagancia y sofisticación a rúbricas del prestigio de Gucci, Carolina Herrera, Hermes, Rolex, Chanel, Cartier y una lista no muy amplia de marcas que las clases en ascenso creemos inasequibles, pero que no son más que ordinario matute en el espectro reducido para el que se elaboran verdaderos primores al alcance solo de una élite que sí es la verdadera dueña del mundo.

Estar en sus zapatos

Cómo desearon sus seguidores ser quienes estuvieran frente a los aparadores que la Gentile posteaba, en los que exhibían zapatillas deportivas decoradas con piedras preciosas ensambladas a sus lonas y material sintético de última tecnología, al lado de fotos gigantescas de Shakira, Brooklyn Beckham o Millie Bobby Brown, quienes hacían las veces de usuarios desprevenidos del incosteable calzado por calles de grandes capitales del mundo.

Fue en el desierto de Abu Dabi donde la vimos sobre una duna perfecta, recostada en actitud expedicionaria al lado del logosímbolo de una camioneta obviamente vencedora del suelo traicionero de la arena ardiente. Seductora, enérgica, merecedora de todo lo mejor, dueña absoluta de una vida que le ofrecía experiencias extraordinarias cada día.

Nunca se le vio tan segura de sí misma como al regreso de este viaje que la llevó al territorio de Las mil y una noches. Su padre, Salvatore Gentile, don Salva hasta para sus más distantes conocidos, en ese mismo encuentro de plaza de comidas de centro comercial donde fungía como acompañante de su hija, trajo a su memoria los días en que la niña bajó la escalerilla del avión decidida a no detenerse hasta contar cada peripecia del recorrido por Oriente Medio, cual si fuera la narración de un cuento medieval tradicional adaptado por Aladín a la modernidad. Mercaderes de hoy, ciudades misteriosas, desiertos y oasis, tesoros enterrados, genios, reyes y princesas estaban inmersos en sus relatos.

Pasada la ebriedad que le produjo la esencia de aquellos días en los que creyó ser la Sherezada de hoy, la Gentile decidió aprovechar el momento e hizo acopio de toda su seguridad personal para intentar deshacerse de un nudo que ataba su vida a la mentira y que saboteaba toda esta exultación de autenticidad que ahora derrochaba. El éxito reconocido por su creciente grupo de amistades y por un número cada vez mayor de seguidores y clientes la convenció de haber adquirido la coraza que la protegería al enfrentar cualquier batalla. Salir ilesa. Victoriosa.

Y así parecía que había ocurrido luego de que tomó bocanadas de aire para poner en blanco su mente y atraer a su sistema las buenas energías, antes de dar clic a la foto en que besaba a Johana, su novia y cómplice de un tórrido romance, con quien compartió hasta ese día, en cuidadosa clandestinidad, un idilio que las hacía tocar las estrellas en cada apasionado encuentro que lograban tener. Y ahora sí que se entregaban la una a la otra, en esta pausa que la influencer viajera se estaba tomando en tanto que un nuevo plan de negocios la obligara a hacer su equipaje una vez más.

Repudio por la influencer

En la leyenda o pie de foto de la selfi, breve como lo dictan los nuevos medios, la Gentile parafraseó la letra de una vieja canción: «Johana es mi amor, solo con ella vivo la felicidad». Y punto, nada más. El resto que lo construyera cada cual en su mente con la perversidad y la lujuria que le quisieran adherir a su salida del clóset o con los parabienes de las mentes abiertas, capaces de legar a las relaciones el ámbito celeste en el que ella idealizó que retozan los amores desprovistos de ataduras de género.

Likes por centenares y luego por miles. Signos de interrogación, caritas de asombro, palpitantes corazones rojos. Más corazones, pero rotos en zigzag. Las primeras reacciones a semejante acto de valor o atrevimiento, de carácter o desvergüenza, fueron de respaldo. Pero no tardaron demasiado en expresarse aquellos navegantes que censuraban sin ambages a la Gentile. Le dijeron libertina, degenerada, descompuesta, invertida, depravada. Construyeron párrafos cargados de repudio y de veneno que jamás creyó podrían ser dirigidos en su contra.

La Gentile recuerda un comentario que martilló su mente hasta minarla. Extensa perorata en la que una madre cuestionó con enojo de fiera en defensa de su cría que alguien con su ascendiente se valiera de su éxito como influencer para promover el lesbianismo en las jóvenes, toda vez que quienes la admiraban iban a asumir tal comportamiento, con el desparpajo que lo hacían cada vez que adoptaban una moda impuesta por las redes sociales.

La balanza de los buenos y malos comentarios se terminó inclinando del lado adverso al que recibía felicitaciones, enhorabuenas y los mejores augurios. Por vez primera era blanco de la maledicencia bañada en hiel que otras veces vio pasar como flechas en dirección a influencers que desconocía, pero que ahora se incrustaban impiadosas en su pecho desprovisto de armadura.

Apenas entraba en un estado de honda melancolía cuando fue sorprendida por Johana, su compañera del alma. Su más dulce soporte. La increpaba por haberse valido de un momento de ensueño, bastante íntimo, en el que ambas proclamaban su amor a los cuatro vientos. No le perdonaría nunca que la hubiese tomado por sorpresa con aquella publicación en redes que ella no había consentido, para la que no tuvo oportunidad de preparar ni a su familia ni a sus amigos. Entre sollozos de dolor sincero, la señaló de farandulera, oportunista, manipuladora y utilitarista, capaz de traicionar a quien fuera con tal de catapultar su popularidad y hacer crecer su cifra de seguidores en redes sociales.

Nadie vino en su rescate

Era de no creer. Tanta certeza de sí misma que la vida le había regalado a manos llenas en el último par de años. Tanto amor tejido como una filigrana. Aquella estructura financiera casi mágica que extrajo del universo virtual. Su prestigio. Su identidad. Todo, todo se derrumbó ante sus ojos en un instante.

Entonces la Gentile conoció el terror. Comenzó a percibir que aun más frágil que todo cuanto creyó edificado era su capacidad de lidiar con las emociones adversas. La marea turbulenta de sus sentimientos tristes revolcó su ser en todas direcciones. Olas poderosas agotaron sus fuerzas. Sumergieron su ser descontrolado en oscuras y turbias profundidades e hicieron que tomara bocanadas de aguasal. Y nadie, nadie venía en su rescate. Nadie iba a evitar su ahogo.

La trama fantástica de aquella historia con rasgos cinematográficos que la hizo sentir protagonista de una película de argumento feliz cambió de manera repentina. Otro libretista pareció irrumpir en la trama para agregar hilos de tensión y miedo. Le hizo saber con crudeza que el contexto idílico de las historias usualmente cambia para arrojar enseñanzas y moralejas a veces detestables. A veces coautoras de la fatalidad. La Gentile creyó no poder batallar con tanta desazón y, si era honesta, no deseaba hacerlo. Detestó el giro inesperado de su vida y, por ese camino, terminó detestándose también.

Si algo no podía hacer era permanecer en aquella condición de profunda tristeza y desconsuelo. Entonces midió sus fuerzas e hizo un inventario de las alternativas que creyó tener. Pronto concluyó que bracear para salir de las profundidades era algo que requería de un aliento que no tenía. Le pareció ver con claridad diamantina que para retornar y reparar los daños hechos a las personas y a la vida que adoraba no solo era tarde sino imposible. Recuerda que, a manera de una luz que fingió iluminar su entendimiento, se dibujó perfecta la idea de poner fin a su existencia.

Soltó una lágrima cuando imaginó el regaño que su madre le daría si la sorprendiera parándose con zapatos sobre el colchón de su cama. Pasó por el lomo de uno de los travesaños de madera que cruzan el techo de su habitación la soga de cabuya que luego ató a su cuello. De inmediato se lanzó al corto vacío entre la cama y el suelo, en una operación que no contempló vacilación alguna.

Tendida en el suelo

Segundos después, una vez sintió que efectivamente agonizaba, escuchó un latigazo y su cuerpo cayó desgonzado contra el piso, donde recuerda haber admirado, con singular claridad y como si fuesen fotos instantáneas, los rostros de cada uno de los seres que había amado, en tanto que su pecho luchaba por hacer entrar algo de aire a los pulmones.

Don Salva corrió a la habitación de su hija al escuchar el estruendo. La niña estaba tendida. Tosía, lloraba y fruncía los parpados para no verlo mientras él la juntaba a su pecho y desanudaba la soga alrededor del cuello lacerado. La quiso consolar, pero los espasmos de su propio llanto no lo dejaron emitir otra cosa que un lamento inmoderado, profano, desgarrador.

—Si la soga hubiera tardado un poco más en reventarse…

Ahora quien hablaba junto a su padre en la plaza de comidas de centro comercial no era propiamente la Gentile. Era Ángela. Una Ángela pausada, circunspecta, reflexiva y de mirada perdida en un horizonte nublado. No podía creer en lo equivocada que estuvo al sentir el engañoso impulso de querer renunciar al fantástico regalo de la vida. No obstante, se preguntaba en voz alta cómo sería la instancia a la que quiso marcharse con tanta decisión y no pudo, porque también fracasó en ese intento.

Luego contó que estaba medicada y que asistía con regularidad a consulta en la misma clínica a la que yo había sido citado para hablar de una tragedia social cuyo elenco estaba compuesto por muchos, quizá demasiados influencers. También reveló que había sido alejada, por prescripción, de las redes sociales, su laptop y su teléfono móvil.

Don Salva, en un apretón de manos, me rogó con encarecimiento que usara lo mejor posible aquella información que ambos me habían dado. Con Ángela nos abrazamos y con un beso en la mejilla nos dijimos adiós. Me marché pensando, y aún lo hago con insospechada frecuencia, en aquellos centenares, tal vez miles de influencers de los que nadie habla y a quienes la soga no se les reventó.

Un mundo raro

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