Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери, Antoine De Saint-exupéry - Страница 10

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CAPÍTULO I

DIEZ AÑOS DESPUÉS

―Jamás hubiera podido creer a quien me pronosticase los cambios ocurridos en este lugar durante los diez últimos años ―dijo Jo a su hermana Meg.

Con orgullo y satisfacción ambas dirigieron una mirada a su alrededor. Luego tomaron asiento en uno de los bancos de la plaza de Plumfield.

―Así es. Son transformaciones debidas al dinero y a los buenos corazones ―respondió Meg―. Tengo la convicción de que el señor Laurence no podía tener mejor monumento que ese colegio, debido a su generosidad. Y mientras esa casa exista perdurará la memoria de tía March.

―¿Recuerdas, Meg? Cuando niñas creíamos en las hadas. Incluso estábamos preparadas para pedirle ―si se nos aparecía una― tres cosas. Las que yo quería pedir las he logrado: dinero, fama y afectos ―dijo Jo, mientras componía su peinado con un gesto que ya de niña le era característico.

―También se cumplieron mis peticiones y las de Amy. Sería completa nuestra dicha, como un cuento de hadas, si mamá, John y Beth estuvieran aquí ―la emoción quebró la voz de Meg. ¡Quedaba tan vacío el sitio de la madre!…

Silenciosamente, Jo tomó la mano de Meg y compartió su emoción. Las miradas de ambas hermanas vagaron por el grato y familiar panorama, mientras mentalmente asociaban pensamientos felices y tristes recuerdos.

En efecto, muchos y grandes cambios se habían operado en el pacífico Plumfield hasta convertirlo en un lugar de gran actividad.

La casa de los Bhaer se mostraba más hospitalaria que nunca, exhibiendo sus reformas, su bello jardín y cuidado césped. Ofrecía un aspecto de paz y prosperidad del que careció en otras épocas.

En la cercana colina se levantaba el majestuoso colegio construido a expensas del legado del señor Laurence. Por los senderos que fueron campo de travesuras de la chiquillería iban y venían ahora estudiantes de ambos sexos. Jóvenes que disfrutaban de las ventajas que la sabiduría, bondad y riquezas habían puesto a su alcance.

En el cielo ―antes surcado por majestuosas águilas― volaban ahora infantiles y multicolores cometas.

Entre los árboles, a las puertas de Plumfield, podía divisarse la finca donde Meg vivía, y muy cercana a la misma, la mansión donde el señor Laurence se había refugiado cuando el incesante progreso de la población llegó al extremo de que se instalara una fábrica de jabón junto a la residencia que entonces habitaba.

Los cambios importantes empezaron al emigrar nuestros amigos de Plumfield, y trajeron la prosperidad para la pequeña comunidad.

El profesor Bhaer, como presidente del colegio, y el señor March, en su calidad de capellán, vivían felices por la realización de su sueño.

Por su parte, las hermanas se habían repartido tácitamente el cuidado de la gente joven: Meg era la incondicional amiga de todas las muchachas; Jo, la inevitable confidente y defensora de los jóvenes; Amy, la protectora de todo aquel que necesitase ayuda. Ella proporcionaba a los estudiantes necesitados lo preciso para continuar los estudios. No es de extrañar, pues, que su casa hubiese sido bautizada con el significativo nombre de «Monte Parnaso», como morada de la música, la cultura y la belleza.

Como es natural, los doce niños con que había comenzado el colegio estaban esparcidos por el mundo. Habían tomado distintos derroteros, muy de acuerdo con sus naturales inclinaciones. Sin embargo, todos tenían siempre un cariñoso recuerdo para Plumfield, y con frecuencia aparecían por aquel lugar a recordar tiempos felices.

Luego, saturados de recuerdos, emprendían nuevamente sus deberes con redoblado ardor, con un intenso deseo de ser útiles a sus semejantes. Porque recordar los inocentes días de la infancia mantiene la ternura del corazón.

En breves palabras relataremos la historia de cada uno. Luego seguiremos con un nuevo capítulo de sus vidas.

Franz vivía en Hamburgo con un pariente suyo. Contaba ya veintiséis años y prosperaba en el comercio.

Emil era marino. Nunca otro más alegre que él surcó los mares. Su vocación marinera despertó súbitamente tras un viaje por mar, y pudo realizarla gracias a un pariente suyo, alemán, que le empleó en sus negocios marítimos. Era, pues, completamente feliz.

Dan seguía inquieto, vagabundo. Habíase dedicado a investigaciones geológicas en América del Sur. Ensayó luego un arrendamiento de ganado en Australia. Por aquel tiempo se hallaba en California, dedicado a prospecciones mineras.

Nath estudiaba con ahínco en el Conservatorio de Música, con el deseo de pasar un par de años en Alemania para perfeccionarse en sus estudios.

Jack iba en camino de hacer fortuna con los negocios de su padre. Dolly seguía en el colegio, así como Jorge, a quien seguían llamando «Relleno». Por su parte, Ned estudiaba Derecho.

Dick y Billy habían fallecido. De su pérdida se consolaron todos pensando en lo poco afortunados que habían sido en vida.

A Teddy y a Rob se les llamaba «el león y el cordero», a causa de su opuesto carácter. Mientras el primero era bravo e impetuoso, como el rey de la selva, el segundo era tranquilo y sumiso hasta la exageración. Ted destacaba por su voz bronca y enérgica, su crespo y rebelde cabello rubio y sus largas extremidades. Jo veía en él todos los defectos, antojos y faltas que ella poseyó de niña. Por este motivo era a la vez su orgullo y preocupación cuando pensaba en el futuro de aquel muchacho de inteligencia precoz y de condiciones extraordinarias.

Rob era su reverso. Dulce, apacible, afectuoso y de excelente carácter. Respecto a él su madre no tenía preocupación alguna. Le consideraba el mejor de los hijos.

John «Medio-Brooke» había coronado sus estudios en forma muy brillante. Su madre, Meg, intentó en vano inclinarle hacia la carrera eclesiástica. Deseaba ilusionadamente verle convertido en clérigo y se complacía imaginando oír su primer sermón. Pero John bien pronto manifestó unas intenciones bien distintas: deseaba ser periodista. Aunque Meg no quiso forzar su voluntad, Jo se indignó. Le parecía horrible tener un periodista en la familia.

Fiel a sus deseos, pese a las protestas de los mayores y a las bromas de los amigos, «Medio-Brooke» puso en práctica su determinación. Tío Teddy le alentaba en secreto.

También las muchachas se habían transformado mucho.

Daisy era como una compañera para su propia madre. Dulce, afectuosa y de excelente carácter.

Jossie tenía catorce años recién cumplidos y a esa edad era la más original muchacha, cuyas excentricidades causaban asombro. Por encima de todo, sentía delirio por el arte escénico y, aunque su madre y hermana se divertían con ella, en el fondo las inquietaba aquella afición.

Bess era ya una bellísima mujercita, que conservaba las delicadas maneras que le valieron el apodo de «Princesita».

Pero el orgullo de la comunidad era Nan. A los dieciséis años inició la carrera de medicina, que terminó a los veinte. Ahora era una linda mujercita, enérgica, activa y segura de sí misma. Bien lo demostraba con hechos al terminar la carrera de médico como anticipó, muy niña aún, cuando dijo resueltamente a Daisy:

―Yo no quiero una familia que esté pendiente de mí. Deseo la independencia. Con un botiquín y una caja de instrumental, andaré curando gente por ahí.

Nadie podía apartarla del camino elegido. Era tenaz.

No faltaba quien lo había intentado. Eran muchos los jóvenes que le habían ofrecido «una bonita casita y una familia a quien cuidar». Pero Nan no atendió ningún requerimiento. Bromeaba con los enamorados, les decía que tenían cara de enfermos y les ofrecía sus servicios médicos. Tal actitud fue enfriando los ánimos de sus pretendientes, que poco a poco fueron desistiendo.

Hubo uno que no abandonó, perseverando en una mezcla de constancia y tozudez: era Tom, que desde la infancia estaba encariñado con Nan.

Tom llevó a tal extremo su abnegación, que incluso estudió medicina como Nan, para poder estar con ella, cuando lo que a él le gustaba era el comercio. Pero Nan no se conmovía, aunque su amistad con él era firme y sincera.

La tarde en que Jo y Meg conversaban en la plaza de Plumfield, Nan y Tom se acercaban al pueblo por el mismo camino. Pero no iban uno al lado del otro.

Nan andaba elásticamente, ajena a la proximidad de Tom, que un trecho más atrás se esforzaba en atraparla sin hacer ruido para hacerse el encontradizo.

Nan era hermosa. Franca la mirada, fácil la sonrisa, firme y seguro el gesto, sano el color. De inmediato daba la impresión de entereza y seguridad que dominaba a los demás sin proponérselo ella.

Vestía con sencillez, pero con elegancia. Cualquiera que se cruzaba con ella volvía luego la mirada para admirarla, hermosa, alegre, sana y decidida.

Todas esas virtudes y más aún le encontraba Tom. Pero su esfuerzo en aquel momento estaba dedicado exclusivamente en alcanzarla. Cuando estuvo a unos metros de ella, la llamó. Ella se detuvo.

―¡Ah! ¿Pero eres tú, Tom?

―En efecto. Pensé que tal vez estuvieses paseando y…

―Lo adivinaste ―y tomando un aire profesional que desarmaba a Tom, preguntó―: ¿Qué tal va tu garganta?

Tom quedó desconcertado. Una supuesta irritación de garganta fue la excusa inventada días atrás para estar un rato con ella.

―¿Mi garganta?… ¡Ah, sí, claro! Pues… ya está bien. Lo que me recetaste obró maravillas. Eres un médico genial.

―Sí, ¿eh? Pues tú, como médico, eres una calamidad. Debieras saber fingir mejor y que para curar tu supuesta irritación te receté agua con azúcar.

Nan se puso a reír al ver el compungido aspecto del muchacho. Luego, ya seria, preguntó:

―¡Oh, Tom, Tom!… Dime ¿cuándo van a terminar todas esas tonterías?

―¡Oh, Nan, Nan!… ¿Dejarás algún día de burlarte de mí?

Sus risas se juntaron espontáneamente.

―Ya desesperaba de verte en toda la semana, salvo que inventase una excusa para ir a consultarte a la clínica. ¡Estás siempre tan ocupada!

―Eso es precisamente lo que debieras hacer tú ―sentenció Nan nuevamente seria―. Ocúpate de los libros. De otro modo no terminarás nunca los estudios.

―¡Dichosos libros! Estudio bastante. Entre libros y disecciones de cadáveres… Creo que un hombre de mi edad puede aspirar a tener algún rato de expansión, ¿no? De otra manera no podría soportar esas cosas tan desagradables.

―Si es desagradable para ti, ¿por qué no lo dejas? Mejor será dedicarte a otra cosa. Sabes bien que siempre consideré un disparate lo que estás haciendo.

Tom enrojeció pero siguió en sus trece.

―Seguiré adelante aunque me cueste la vida. Tú sabes bien por qué. Tengo aspecto de salud, pero en el corazón tengo una dolencia, que sólo puede curarme un médico en este mundo. Pero… ese médico no quiere.

La expresión de Tom al decir estas últimas palabras era tan resignada, que casi resultaba cómica. Nan frunció el entrecejo; ella sabía cómo tratarle.

―Ese médico trata de curarte, pero eres un enfermo díscolo. Veamos, ¿fuiste al baile como te indiqué?

―Sí, señor doctor.

―¿Y dedicaste tus atenciones a la encantadora señorita West?

―Sí, señor doctor…, aunque yo no veo que sea tan encantadora. Toda la santa noche bailé con ella y…

―Y ese corazón tan sensible que tienes, ¿no percibió ninguna influencia nueva?

―No, señor doctor. ¡Es decir, sí!

―¿Sí?… ―preguntó Nan con interés.

―Sí. Tenía unas ganas terribles de bostezar. Incluso lo hice cuando bailaba con ella. Además, cuando terminado el baile la llevé hacia su madre, lancé un suspiro de alivio que creo fue oído en toda la sala.

Nan contuvo la risa a duras penas. Con aire profesional recetó:

―Repita la dosis y estudie los resultados. Pronostico que dentro de poco estará usted curado y pedirá a gritos más medicina de ésa.

―¡Jamás, doctor! Esa medicina no va bien a mi constitución.

―Eso debo decirlo yo, no el enfermo.

Anduvieron en silencio durante un ratito. Se apreciaban sinceramente. El silencio trajo a Nan unos recuerdos lejanos.

―¡Cuánto nos hemos divertido en este bosque! ¿Te acuerdas cuando caíste del nogal y casi te rompes la nuca?

―Imposible olvidarlo. ¿Y cuando me empapaste de ajenjo?… ¿Y cuando quedé colgado de una rama por la chaqueta? ―Aquellos recuerdos hicieron reír a Tom como un chiquillo.

―¿Y cuando le pegaste fuego a la casa? ¿Todavía te llaman el «Atolondrado»?

―Sólo Daisy. Por cierto, hace una semana que no la veo. Bonita chica, ¿eh?

―En efecto, así es. Estos días está con tía Jo. Podrías aprovechar para tratarla y…

―¡Usted no lleva buenas intenciones, mi querido doctor! Nath me rompería el violín en la cabeza. Además, es otro el nombre que tengo grabado en mi corazón. Si tu lema es «No me rendiré», mi divisa es «Esperanza». Veremos quién vencerá al final.

―Eso son ilusiones de chiquillos y ahora ya somos mayores. Las cosas han cambiado mucho ―replicó Nan y, mirando ante sí, cambió de conversación―. Mira, ¡qué hermoso se ve desde aquí el «Parnaso».

―Muy hermoso, pero a mí me gusta más el viejo Plum. Tía March disfrutaría de poder ver los cambios que se han producido.

Ante la puerta se pararon a contemplar el hermoso paisaje que a sus ojos se ofrecía.

Pero un grito los sacó de su contemplación. Se volvieron con sorpresa y vieron a un muchacho alto, delgado, de pelo rojizo y encrespado, saltando como un canguro para salvar los zarzales. A su zaga corría una muchacha, entre furiosa y divertida; parecía ni darse cuenta de los pinchazos y desgarrones que las zarzas le producían.

―¡Tom, detenlo, por favor! ¡No lo dejes escapar! ¡Nan, ayúdame a salir de entre los pinchos! ―pedía a gritos la chiquilla.

Tom pudo interceptar el paso al muchacho y retenerle sujeto, pese a los intentos que hacía por soltarse. Entretanto, Nan acudió en ayuda de la chiquilla.

―Pero ¿qué es lo que os ha ocurrido? ―Y al preguntarlo, Nan se afanó en desprender la ropa de la niña de los pinchos que la sujetaban.

Jossie se explicó:

―Verás. Estaba yo estudiando mi papel. Me gusta hacerlo sentada en una rama baja, cerca del arroyo. Cuando más descuidada estaba, llegó éste; con la caña de pescar me quitó el libro de las manos y antes de que bajara del árbol, salió corriendo llevándose el libro.

Se explicaba con gran lujo de ademanes y con una expresión entre risueña y enfadada.

―Ya verás cuando me suelte. ¡Te pegaré una bofetada!…

Teddy, «el león», pudo desprenderse de Tom. Entonces, leyendo la obra teatral que el libro contenía, empezó a hacer una serie de ademanes ridículos y gestos exagerados, que lograron hacer reír a todos. Era realmente un chico gracioso.

Desde la plaza sonaron unos aplausos demostrativos de que la representación del travieso muchacho había tenido más espectadores.

Entonces Nan, Tom, Jossie y Teddy se encaminaron a la plaza al encuentro de Jo y Meg que eran quienes habían aplaudido la exhibición.

Mientras Jo se esforzaba en vano en alisar el rebelde pelo de su hijo y recuperaba el libro de la chiquilla, Meg trataba de componer los desgarrones que presentaba la falda de Jossie. Ya estaban todas acostumbradas a estas escenas.

Apareció entonces Daisy y la conversación se generalizó.

―¿No sabéis? Acaban de preparar una cantidad enorme de pastas para el té ―anunció Teddy con entusiasmo.

―¡Oh! Ted es un aficionado a ellas. La última vez comió tantas que ha engordado con exceso.

Y al decir eso, Jossie miraba maliciosamente a su primo, que precisamente destacaba por su delgadez.

Nan se excusó.

―Me gustaría quedarme. Pero tengo que visitar a Lucy Dove. Tiene un panadizo que ya debe ser cortado. Tomaré el té en el colegio.

Tom aprovechó la oportunidad.

―¿Sabes? Te acompañaré con objeto de sumar experiencias. Además, así podré ayudarte.

―¡Callad, por favor! ―suplicó «el león»―. Daisy se pone mala oyendo hablar de operaciones. Mejor será dedicarnos a las pastas de té.

―¿Qué se sabe del «Comodoro? ―preguntó Tom.

―Está camino de casa. También Dan va a venir pronto. ¡Oh, qué ganas tengo de tener reunidos a todos los muchachos en el Día de Gracias! ―contestó Jo, ilusionada ya con la idea.

―Por poco que les sea posible ninguno va a faltar. Incluso Jack sería capaz de arriesgar un dólar con tal de asistir a uno de nuestros almuerzos de viejos camaradas ―rio Tom.

―Y valdrá la pena, creo yo. Ya estamos cebando el pavo. Va a estar…

Y Teddy se relamía sólo de pensarlo.

―Además tendremos que organizar otra fiesta para cuando se marche Nath ―sugirió Nan, y añadió―: Estoy convencida que va a tener mucha suerte por esos mundos.

Daisy se ruborizó al oír que mencionaban a Nath, y en su fuero interno compartió el pronóstico de Nan.

―Tía Teddy dice que Nath tiene mucho talento y que después de pasar un tiempo en el extranjero estará en condiciones de labrarse un porvenir aquí.

―Son inútiles los pronósticos, cuando se refieren a gente joven ―terció Meg, suspirando―. Lo realmente importante es que sean buenos y de provecho. Por lo demás cada cual actúa en la vida según su íntima inclinación. Al que realmente quisiera ver establecido es a Dan. Tiene ya veinticinco años y ¿qué es lo que desea? Yo creo que ni él mismo lo sabe.

―Por de pronto podemos asegurar que la experiencia está siendo su mejor guía. No te quepa duda, ya encontrará algún lugar que le agrade y en él echará raíces. Por mi parte, aunque no llegase a hacer nada grande en la vida, me conforme con que sea un hombre honrado.

La defensa que Jo hizo de Dan, «la oveja negra», entusiasmó a Ted que le tenía como un ídolo. El muchacho aplaudió a rabiar.

―¡Muy bien, mamá! Dan vale por doce Jacks o por doce Neds, que andan por ahí desesperados por hacerse ricos. Ya verás como algún día nos sorprenderá con algo importante…

―También yo lo creo así ―intervino Tom―. Dan es de los que hace cosas gloriosas. Tiene fibra de genial. Ahora, ¿qué será? Lo mismo puede sorprendernos bajando las cataratas del Niágara dentro de un barril, como escalando el Everest solo y en invierno.

―Algo hay de eso ―aceptó Jo―. Pero yo prefiero que mis muchachos saquen directamente la experiencia de la vida. Lo que no me gustaría de ninguna manera es dejarlos solos en una gran ciudad, expuestos a infinidad de tentaciones. No me preocupa Dan, no. Se está forjando el carácter y como su fondo es bueno…

―¿Qué se sabe de John? ―preguntó Tom.

―Va por la ciudad como un desesperado. Tiene que apechugar con todo, desde las reseñas de los sermones a las carreras de caballos. Pero tiene voluntad y auténtica afición. Yo estoy convencida de que llegará a ser un auténtico gran periodista ―afirmó proféticamente tía Jo.

―«En nombrando al ruin de Roma…» ―exclamó Tom, gratamente sorprendido, mirando a un joven que se acercaba corriendo, y con un periódico sobre la cabeza.

Como una tromba, Ted corrió al encuentro de su primo, y gritó a todo pulmón en son de burla:

―¡Extra! ¡Extra! ¡Diario de la noche! Espantosa catástrofe…, ha explotado un polvorín. ¡Huelga de estudiantes de latín! ¡Extra! ¡Extra!

Por su parte, «Medio-Brooke» gritó también alegremente:

―¡Atención! ¡Ha llegado el «Comodoro»!

La noticia fue acogida por el grupo con alegría. Todos quisieron leer el periódico que anunciaba la llegada del Brenda, con matrícula de la ciudad de Hamburgo.

―He podido hablar con él. Está bien. Muy contento y curtido por el sol y el aire marino. Está muy contento. Espera ser segundo piloto, ya que el otro ha sufrido un accidente y está con una pierna rota…

Instintivamente pensó Nan: «Tendré que visitarle». Pero la conversación continuaba:

―¿Y Franz?

―¡Otra noticia! ¡Franz se va a casar! Sí, sí. La novia se llama Ludmilla Hildegard Blumenthal. De muy buena familia, y muy bella. Franz desea venir a ver al tío para pedirle el consentimiento. Luego, ¡ya lo tenemos convertido en un auténtico burgués!

―Es una alegría para mí. Nada me satisface tanto como ver que mis muchachos se van casando. Que encuentren excelentes mujercitas. Ahora ya estaré tranquila con respecto a Franz ―exclamó Jo, con satisfacción.

―Pues yo pienso lo mismo ―dijo Tom, mirando a Nan por el rabillo del ojo―. Soy de la opinión qué tanto los jóvenes como las muchachas deben apresurarse a contraer matrimonio. Cuanto antes, mejor. ¿No es cierto, John?

―Sí, claro. Siempre que se encuentre pareja. Desde luego no es conveniente que los jóvenes se vayan de Nueva Inglaterra. La población femenina excede a la masculina y a este paso no sé…

Nan aprovechó la oportunidad.

―Mejor así. Si sobran mujeres, nosotras podremos dedicarnos a lo que más nos agrade sin defraudar a nadie.

Tom dio un respingo al oír estas palabras. El suspiro que se le escapó hizo reír un buen rato a todos los concurrentes.

―Las mujeres útiles como tú son muy necesarias ―dijo Jo, mientras seguía remendando calcetines―. Por eso estoy orgullosa de tus propósitos y te deseo grandes éxitos. Incluso pienso a veces que también yo debí permanecer soltera. Sin embargo, me casé, y no lo siento.

―Tampoco yo. Porque ¿qué hubiera sido de mí sin mi mamaíta? ―exclamó Teddy cómicamente, Y con un súbito arranque, estrujó a su madre. Más que un abrazo era un zarpazo de oso.

Una vez se hubo librado de la efusión de su vehemente hijo, Jo recompuso su peinado, enderezó el cuello de su vestido y falsamente severa reprendió a Ted.

―Si de vez en cuando te lavaras las manos y reprimieras tus impulsos, mis vestidos te lo agradecerían. No te quepa duda.

En aquel momento sonó la voz de Jossie, que se hallaba en la plaza, algo separada del grupo. Con un gran patetismo, empezó a recitar los versos de «Julieta en la tumba». Tanto arte y realidad puso en su declamación que cuando terminó todos prorrumpieron en aplausos, que ella recibió sofocada, como sorprendida.

Jo arrojó un ramillete multicolor a su sobrina. Estaba compuesto por los calcetines que acababa de zurcir y era como un ramo de flores a una artista insigne.

―Ahora comprendo lo que sentiría mamá cuando yo decía que sería actriz ―se lamentó Meg.

―No tendrás más remedio que aceptar lo inevitable, Meg ―dijo Jo―. Es evidente que tu hija ha nacido para actriz.

John «Medio-Brooke», para contentar a su madre, quiso reprender a Jossie, pero la muchacha se burló de él.

Jo se puso a reír, verdaderamente divertida.

―Vaya par de hijos tienes, Meg. Jossie tenía que haber sido hija mía, y Rob, hijo tuyo. Sólo que entonces mi casa sería la torre de Babel y la tuya un paraíso.

Y recogiendo sus enseres de labor se levantó y, con Meg, empezó el regreso a su casa, dejando a Ted burlándose de Jossie.

Nan emprendió el camino hacia el domicilio de sus pacientes. A su zaga ―cómo no― el constante Tom, feliz de poder hacerle compañía.

CAPÍTULO II

«EL PARNASO»

El nombre era el más apropiado que se le podía haber puesto. Parecía realmente la mansión de las Musas, especialmente aquella tarde.

A través de una de las ventanas de la biblioteca podía verse a Clío, Calíope y Urania. En el salón, bailaban Terpsícore y Talía. Erato paseaba con su amante por el jardín, y de la sala de música salían las voces de un afinado coro. Era la mansión de las artes. Laurie, nuestro antiguo amigo, era un Apolo algo maduro ya; pero siempre guapo y simpático. Las preocupaciones y dificultades, de un lado, y el bienestar posterior, de otro, le habían remodelado. Era ahora un distinguido caballero, sereno y señorial, sencillo y amable.

Indudablemente, a ciertas personas les conviene la prosperidad y no las envanece. Son como flores que crecen mejor a pleno sol. Otras, en cambio, viven mejor en un modesto rincón.

Laurie, como su esposa, era de los primeros. Desde su boda, la vida fue para ellos como una especie de poema. No sólo feliz, sino también útil, pródiga en bondad, que unida a su fortuna permitía una constante y callada caridad.

El lujo de su casa era refinado, pero no ostentoso. Artistas de toda índole sabían que encontrarían en ella la amable hospitalidad de aquellos magnánimos anfitriones, amantes de todo cuanto representase belleza. Laurie se mostraba especialmente generoso con los músicos. Amy favorecía mayormente a jóvenes pintores, mucho más desde el momento en que su hija compartió con ella la inclinación a estas artes.

Sus hermanas sabían bien dónde la encontrarían. Por eso fueron directamente al estudio, donde trabajaban madre e hija. Bess se afanaba retocando un busto de un niño. Amy estaba terminando otro busto, el de su marido.

Podría decirse que el tiempo no había dejado huella en Amy. Después de diez años, sólo gracias a la felicidad vivida podía conservarse tan bella y joven. Era una dama muy distinguida. Por su posición e inclinación había adquirido una gran cultura. Tanto en los modales, en el gesto, en el hablar, como en el vestir elegante y sencillo, revelaba la delicadeza de sus gustos y un innato refinamiento.

Bess era el vivo retrato de su madre. De ella había heredado la bella figura de Diana cazadora, sus ojos azules, la blancura de su cutis y el fino y dorado pelo. Esta belleza se completaba con una naricilla correcta y una boca de perfecto trazo, que recordaban las de su padre. Vestida como estaba, con la sencilla blusa de trabajo, resultaba encantadora.

Jo entró alegremente en el estudio:

―Interrumpid vuestro trabajo y oídme. Traigo noticias.

Madre e hija dejaron sus obras y con Laurie, que acudió presuroso avisado por Meg, rodearon a Jo para escucharla. Ella les comunicó las nuevas que tenía de Franz y de Emil.

Laurie bromeó:

―Eso es peligroso, Jo. Te prevengo. Va a declararse una epidemia en tu rebaño, que lo diezmará. Eso se contagia. Prepárate, porque en esos próximos diez años van a ocurrir grandes cosas. Tus muchachos se meterán en aventuras y…

―Lo sé. Espero poder sacarlos con bien de ellas. Indudablemente es una responsabilidad para mí. Pedirán mi consejo en sus asuntos amorosos. Incluso querrán que se los solucione… En parte me gusta: lo confieso. En cuanto a Meg, más que gustarle le entusiasmará.

―¿Tú crees? No creo que goce mucho cuando Nath zumbe alrededor de Daisy. Verás, como director de orquesta también recibo alguna confidencia de los muchachos. También me piden consejo y me gustaría poder dárselo ―dijo Laurie ya en serio.

Discretamente, Jo indicó la conveniencia de no hablar de aquello en presencia de Bess, que se había puesto de nuevo a trabajar.

Laurie sonrió.

―¿Bess? No hay cuidado. No se entera de nada. En este momento, con su arte, es como si se encontrara en Atenas. De todas formas, es conveniente deje ya eso. Lleva demasiado tiempo en el estudio y conviene dosificar esfuerzos.

Se acercó a Bess y la tomó por los hombros.

―Debieras dejar eso por ahora. ¿Por qué no vas a enseñar a tía Meg los nuevos cuadros? ―Al hablar a su hija, Laurie la miraba con la complacencia con que Pigmalión debió mirar a Galatea. Consideraba a Bess como la más bella obra de arte de la casa.

―Muy bien, papá. Pero dime, ¿qué te parece lo que estoy haciendo?

―¿Quieres mi opinión sincera? Allá va, pues. Debo advertirte que ese niño tiene un carrillo más abultado que el otro. Sobre su frente tiene algo que más se parece a unos cuernos que a unos rizos rebeldes. Ahora, si dejamos aparte estos detalles, creo que podría rivalizar con los querubines de Rafael. Estoy orgulloso de ti.

Laurie subrayó sus palabras con francas risas. Recordaba las primeras tentativas artísticas de Amy y, hoy por hoy, le era imposible tomar en serio las obras de Bess.

―Lo que pasa es que sólo ves belleza en la música ―protestó Bess.

―En ti también la veo, hijita. Y no sé qué puede ser arte, sino lo eres tú. Pero te quiero más humana. Que sepas dejar la arcilla y el mármol para salir al sol, correr, bailar y saltar. Deseo que mi hija sea una niña absolutamente normal, aunque tenga alma de artista. ¿Comprendido?

Bess abrazó a su padre con mimoso gesto. Muy seriamente, pero con gran ternura contestó:

―No olvido nunca, papá, que me han dicho que tengo que hacer algo de que pueda estar orgullosa. Mamá insiste muchas veces en que no trabaje tanto. Pero, cuando estoy en el estudio, olvido todo lo demás. Me siento feliz y el tiempo pasa sin que me dé cuenta. Pero ahora voy a complacerte. Saltaré y correré como tú deseas.

Se despojó de la blusa que dejó en un rincón y salió del estudio. Parecía que con ella se iba la luz.

Amy suspiró; luego habló a su esposo:

―Me alegro que le hayas hablado en estos términos. Es demasiado joven para dedicarse al trabajo con tanto afán. Sueña demasiado con su arte. He de confesar que buena parte de culpa es mía. Veo con simpatía sus aficiones y tal vez por eso no la refreno bastante.

―Pero no olvides que una hija no debe ser necesariamente el espejo de su madre. Ni conviene que lo sea ―sentenció Jo―. Lo lógico es que padre y madre compartan el goce y la satisfacción de educarlos a fin de que en los hijos se manifiesten las características de ambos. No de uno solo.

―¡Estupendo, Jo! ―aplaudió Laurie―. Presentía que me ayudarías. Estoy algo celosillo de Amy por causa de Bess. Yo quisiera que no absorbiera tanto a nuestra hija. Que la niña se me pareciese más en los gustos y preferencias… ¿Sabes? Se me ocurrió una idea. Podemos convenir un trato. Nos la repartiremos por temporadas. En una época procuraré ir formándola yo; en otra, tú… ¿Te parece bien, Amy?

―Es muy acertado. Además, gustándote a ti me complace aceptarlo.

Los tres quedaron un momento silenciosos. Amy miró al jardín por la ventana para ver a Bess. Los recuerdos acudieron a su memoria.

―¡Cómo me gustaba montar a horcajadas en la rama baja del viejo peral! Ni montando caballos auténticos he gozado tanto como entonces.

―Había peleas por montar. ¿Y las famosas botas viejas? ¿Os acordáis de ellas? ―rio Jo―. Nos iban grandísimas, pero ¡qué apuestas nos sentíamos con ellas!

―Mis más gratos recuerdos son menos románticos. Se refieren a la cazuela, a las salchichas… ¡Cuánto hemos gozado! ¡Cuánto tiempo ha pasado ya de todo aquello! ―Y al decirlo, Laurie miraba a Amy y a Jo, como si le costase relacionarlas con aquellas muchachitas, fina y delicada la primera y terriblemente revoltosa la segunda.

―Pareces empeñado en hacernos aparecer como viejas ―protestó Amy―. La realidad es que acabamos de florecer. Es más, con nuestros capullos alrededor formamos un bonito ramo.

Para refrendar sus palabras, Amy compuso los pliegues de su vestido de muselina rosa y saludó gentilmente.

―De todo ha habido. Rosas, espinas, hojas muertas… No, no han faltado las preocupaciones. Incluso ahora ―añadió Jo.

―Bueno, bueno, bueno. No vayamos ahora a ponernos ―tristes. Permítanme, bellas damas, acompañarlas hacia el salón. Tomaremos una taza de té. Creo que ha de sentarnos de maravilla.

En el salón encontraron a Meg. En aquella habitación se había instalado una especie de santuario familiar. En las paredes había tres retratos, y sobre dos rinconeras, sendos bustos de mármol. Los únicos muebles eran un diván y una mesa ovalada con un búcaro de flores.

Los bustos eran de John y de Beth, ambos obra de Amy. Reflejaban la serena placidez y belleza que recuerda aquella frase: «el yeso representa la vida, el barro la muerte y el mármol la inmortalidad». A la derecha, colgaba el retrato del señor Laurence, con su clásica expresión en la que armonizaban la bondad y la altivez. Frente por frente, el retrato de tía March, legado a Amy, en que aparecía con un enorme tocado, ampulosas mangas y largos mitones.

En el sitio de honor figuraba el retrato de la madre amada, pintada por un gran artista, al que ella favoreció cuando era un desconocido. El lienzo era magnífico; tan lleno de vida que desde él parecía lanzar un perenne consejo a sus hijas: «Sed felices; aún estoy entre vosotras».

Las tres hermanas permanecieron un momento en silencio mirando el retrato de su madre. El recuerdo estaba en sus corazones y ningún otro podía reemplazarlo.

Con voz emocionada, Laurie formuló un deseo:

―Lo mejor que deseo para mi hija es que llegue a ser una mujer como vuestra madre. Todo lo bueno que pueda haber en mí a ella se lo debo.

En aquel momento, en el salón de música se oyó una voz juvenil que empezó a cantar el Ave María. Era Bess que, sin saberlo, parecía querer complacer el deseo de su padre cantando aquella dulce plegaria que tanto gustaba a «mamá».

Como atraídos por aquella voz llegaron Nath y John, Teddy y Jossie; después lo hicieron también el profesor con su fiel Rob, «el cordero».

El profesor Bhaer había encanecido, pero estaba fuerte y alegre como en sus mejores tiempos. Era feliz enseñando. Roberto se le parecía tanto que ya se le llamaba también «el joven profesor», lo cual le complacía mucho hasta el punto de esforzarse en imitar a su padre. Con expresión radiante, el profesor se sentó al lado de su esposa.

―De manera que vamos a tener entre nosotros al alguno de los chicos, ¿eh?

―¡Oh, Fritz! Estoy encantada con lo de Emil. Espero que lo de Franz te parezca bien. ¿Conocías a Ludmilla? Será una buena boda, ¿verdad? ―preguntó Jo, mientras servía a su esposo una taza de té. Inconscientemente se acercó a él, como lo hacía en ocasiones buscando refugio y protección.

―¡Oh, sí! Será una buena boda. A Ludmilla la conocía cuando fui a colocar a Franz. Entonces era una muchachita, pero muy bella y cariñosa. Me parece que Franz será feliz. Los Blumenthal son alemanes como yo, y esa boda unirá más la vieja patria con la nuestra.

―En cuanto a Emil, ¡va a ser segundo piloto en el próximo viaje! ¡Qué contenta estoy de que los chicos vayan saliendo adelante! Por ti especialmente. Sacrificaste tanto por ellos y por mí… ―dijo Jo con emoción, poniendo su mano sobre la de su marido, con la dulzura de una novia.

Rio él para disimular su turbación. Se inclinó suavemente y le susurró muy quedo al oído:

―El afortunado fui yo. De no haber venido a América no te habría conocido, mi queridísima Jo. Los tiempos duros ya pasaron, gracias a Dios. Ahora, la bendición de vivir a tu lado es insuperable.

Repentinamente, Teddy tuvo una de sus ocurrencias. A grandes voces gritó:

―¡Atención, señoras y señores! Aquí hay una parejita haciéndose el amor.

Jo quedó azorada por las risas de los presentes, provocadas por «el león». En cambio su marido sonreía satisfecho. Al profesor le complacía pregonar lo muy enamorado que estaba de su esposa.

A una señal del señor Bhaer, se acercó Nath, que respetuosamente escuchó las palabras de aquel hombre que tanto apreciaba.

―Tengo unas cartas de recomendación para ti. Van dirigidas a unos antiguos y buenos amigos míos de Leipzig, cuya ayuda te será muy valiosa en tu nueva vida. Tómalas y procura vencer la añoranza de tus primeros tiempos.

―Muchas gracias, señor. Sé que la sentiré de todos ustedes. Luego, cuando vaya haciendo nuevas amistades y progresando en la música, ya será distinto ―contestó Nath con sentimiento. Deseaba y temía el momento de dejar a todos sus viejos amigos. Lo sentía de veras. No podía remediarlo.

Era un hombre ya. Pero en sus ojos azules había todavía aquella ingenuidad de sus años infantiles, y de su expresión casi podría adivinarse la extraordinario afición que sentía por la música. Modesto, afectuoso y atento, Jo le consideraba digno de cariño y confianza. Sin embargo, dudaba acerca de sus posibilidades de ser alguien importante, salvo que el nuevo rumbo que emprendiera diera más entereza a su carácter.

―Todas tus cosas las ha marcado Daisy. De modo que en cuanto hayas recogido tus libros podremos hacer el equipaje ―le dijo Jo con naturalidad. Estaba tan acostumbrada a la partida de sus muchachos que ya era imposible la alterase una súbita excursión al Polo Norte.

Nath enrojeció al oír el nombre de Daisy mientras el corazón aceleraba el ritmo de sus latidos sólo de pensar que las blancas manos de la muchacha habían marcado su ropa con tanto cariño. Interiormente deseaba triunfar para poner gloria y dinero a ―los pies de Daisy.

Jo lo sabía bien. Aunque Nath no era el hombre que ella hubiera deseado para su sobrina comprendía que la influencia de la muchacha podía hacerle mucho bien. Tal vez por ella sería capaz de superarse y triunfar. Por otra parte, era indudable que se querían.

Sin embargo, Meg no se sentía satisfecha. Ella deseaba para su hija el mejor hombre del mundo. Se mostraba amable con el muchacho, pero, con la firmeza de que son capaces las personas de carácter dulce, se mantenía intransigente. Había sido siempre una romántica, pero tratándose del porvenir de su hija se mostraba firme. Opinaba que Nath no estaba aún suficientemente formado y que el porvenir de los músicos no solía tener mucha solidez. En cuanto a Daisy, era excesivamente joven para pensar en amoríos. Más adelante… tal vez. Ahora, no.

Como siempre, la interrupción de Teddy fue ruidosa y ocurrente:

―¡Atención! Ahí llegan Platón y sus discípulos.

«Platón», según el muchacho, era el señor March; sus discípulos, los muchachos y muchachas que le acompañaban.

Bess corrió a su encuentro. Desde que faltaba la abuelita, ella cuidaba del abuelo. Era conmovedor ver su solicitud, y contrastaban sus rubios cabellos con los blancos del viejecito cuando ella se inclinó para acercarle la butaca.

Laurie le ofreció té y pastelillos. Sin embargo el señor March tomó un vaso de leche fresca que Bess le ofrecía.

Se acercó entonces Jossie, acalorada por una discusión sostenida como de costumbre con Teddy, que gozaba molestándola. Apasionadamente, la muchacha preguntó:

―Dime, abuelo: ¿es cierto que las mujeres han de obedecer siempre a los hombres, sólo porque son más fuertes? ―y deseaba una respuesta negativa para apabullar a su primo.

―Así ha sido hasta ahora. Se trata de una antigua creencia. Pero las cosas van cambiando y mucho tendrán que apretar los jóvenes de ahora si quieren seguir llevando la batuta. Porque las muchachas van cada día más preparadas ―le contestó el abuelo.

―¡Claro que sí! ―corroboró Jossie, ya más animada―. Yo demostraré que una mujer puede hacer un trabajo tan bien como un =hombre. No quiero reconocer que mi cerebro sea menos valioso que el de ese cabezota, aunque sea algo más pequeñito que el suyo. ¡No quiero!

Teddy no se molestó por la alusión. Al contrario, continuó burlándose de su prima.

―Bueno, bueno. Pero yo de ti no movería así la cabeza. Porque tu pequeño cerebro debe rebotar dentro de ella de un lado a otro.

Para subrayar su broma, Teddy rio a grandes carcajadas. El abuelo intervino:

―Vamos a ver. ¿Cómo habéis empezado vuestra guerra civil?

Ted se lo explicó:

―Estábamos leyendo La Ilíada. Al llegar al pasaje en el que Zeus dice a Juno que si intenta averiguar sus planes le dará unos latigazos, Jossie se enfadó porque Juno se calla sumisamente. Yo le he dicho que me parecía muy bien que obedeciese porque las mujeres, que no entienden mucho de según qué cosas, deben obedecer a los hombres.

―La verdad es que no me convencéis ni tú ni los héroes de Homero. ¡Valientes héroes! Todo lo esperaban de las diosas Palas, Venus y Juno, y ellas, aunque diosas, eran mujeres. No lo olvides, Fred. Yo prefiero héroes como Napoleón y Grant. ¡Esos lo eran de verdad! ―replicó Jossie con ardor.

Tío Laurie intervino con una sonrisa comprensiva.

―Así me gusta, muchachos. Que defendáis con ardor vuestros puntos de vista. Nosotros seremos testigos de vuestra pelea oratoria. ¡Adelante con la polémica!

Pero en aquel momento apareció Jo, reclamando al «león» para la cena. Teddy dudó un momento, pero después siguió a su madre.

Jossie aprovechó la oportunidad para vengarse de las pullas que su primo siempre le lanzaba.

―¡Oh, qué vergüenza! Un soldado que abandona el campo de batalla porque la cena le espera.

Ted encajó bien el golpe. Señalando cómicamente a su madre contestó:

―Si no fueras tan ignorantuela sabrías que el primer deber del buen soldado es la obediencia. Y como el general ha dicho a cenar…, ¡pues a cenar!

En aquel momento entró un joven en la estancia. Estaba muy moreno, vestía un traje azul, y su rostro expresaba una gran alegría.

―¡Ah, de la casa! ¿Dónde se han metido ustedes?

―¡Emil! ¡Es Emil! ―gritó Jossie, y junto con Teddy corrieron a abrazar al recién llegado.

Pronto estuvieron todos reunidos a su alrededor, visiblemente satisfechos de tenerle entre ellos.

El recién llegado fue saludando a todos, feliz y emocionado.

―Realmente, no pensaba poder escapar hoy. Pero se presentó la oportunidad y como veis la aproveché bien. Pero en Plum no encontré ni un alma. ¡Afortunadamente aquí están todos los que buscaba! ¡Qué alegría! ―Y mientras así hablaba, permanecía como centro del grupo, erguido, con las piernas separadas como para conservar el equilibrio en un barco zarandeado por las olas.

―¡Oh, Emil, hueles a brea y a salobre! ¡Me encanta aspirar tu aroma!

―¡Tate, Jossie! Que te veo las intenciones. Deseas saber qué es lo que traigo, ¿verdad? Ahora lo veremos. Pero déjame fondear.

Sin soltar los paquetes que llevaba, Emil tomó `asiento. Luego empezó a distribuirlos formulando animadas observaciones.

―Para Jossie, la impaciente, las flores del mar: este collar de coral.

La muchacha lo recibió con entusiasmo, y se lo puso con presteza.

―El trabajo de las sirenas, para Ondina. ―Con estas palabras entregó una cadenita de plata con nacaradas conchas a la contentísima Bess.

―Daisy será feliz con un violín, ¿no es así? ―Y le entregó un afiligranado broche en forma de violín.

―Ahora le toca al turno a tía Jo. ¿Veis este oso tan bonito? Pues se le abre la cabeza y aparece un tintero.

―¡Muy bien, «Comodoro»! ―aplaudió Jo, verdaderamente complacida.

―Como tía Meg tiene debilidad por las cofias, le pedí a Ludmilla que me comprase unos encajes. Aquí están, espero que te agraden.

Meg tomó aquellos finísimos trabajos casi con veneración.

―Continuemos. Elegir algo para tía Amy es realmente difícil. Tiene de todo y de gusto superior. Espero que le agrade esa miniatura. A mí me recuerda a Bess cuando era chiquitita.

Amy tomó de manos de Emil el ovalado medallón, y lo contempló con satisfacción. En él había pintada una Madona con un rubito Niño en brazos, envuelto en su manto azul. Encantada, se lo colgó del cuello mediante una cintita azul que Bess llevaba para sujetar sus cabellos.

―También para Nan he encontrado el regalo apropiado.

―¿Sí? ¿Qué es? ¿De qué se trata? ―preguntaron todos, intrigados.

―Veréis. Es difícil encontrar un objeto de adorno para un médico. De modo que le traigo eso.

Ante la curiosa mirada de todos hizo balancear unos pendientes de lava, trabajada para darle la forma de sendas calaveras.

―¡Oh, qué horror! ―exclamó Bess a quien repugnaban las cosas feas.

―Pero si Nan no usa pendientes ―aclaró Jo.

―No importa ―continuó Emil sin inmutarse―. Será muy capaz de ponérselos para fastidiaros. Ya sabéis que a los médicos les gusta ir molestando a la gente.

Viendo que los muchachos esperaban también sus obsequios, los tranquilizó.

―Para vosotros traigo una infinidad de chucherías. Las tengo en la bodega. Quiero decir en el baúl. Pero como sabía que las mujeres no me dejarían hablar si antes no las obsequiaba… En fin, ahora vamos a intercambiar noticias. Contadme, contadme.

Tranquilamente sentado sobre la mejor mesa de mármol de Amy, Emil tomó la palabra. Preguntando cosas y explicando otras, estuvo hablando a diez nudos por hora hasta que Jo los llamó a todos para el té familiar que preparó en honor del «Comodoro».

CAPÍTULO III

CONSECUENCIAS DE LA FAMA

En la vida de la familia March no habían faltado sorpresas. Sin embargo, ninguna fue mayor que el inesperado triunfo de Jo como escritora. Como consecuencia de este éxito, Ugly Duckling, «el patito feo», resultó más aún que un bello cisne: se convirtió en una auténtica gallina de los huevos de oro. Porque sin apenas darse cuenta de ello, Jo se vio convertida en una escritora famosa y dueña de una pequeña fortuna debida a los libros, que ella usaba para superar los momentos difíciles.

La cosa tuvo su origen un año en que todo iba mal en Plumfield. Fue una época mala en la que incluso llegó a tambalearse el colegio. Abrumada por el trabajo, Jo cayó enferma. Laurie y Amy estaban viajando por el extranjero, y los Bhaer, por dignidad, se resistieron a pedir ayuda a nadie. Recluida forzosamente en su habitación, Jo se desesperaba buscando la forma de salir de aquel atolladero. Como único recurso se le ocurrió escribir para incrementar sus escasos ingresos familiares.

Casualmente llegó a sus oídos que un editor precisaba un libro para muchachas. Jo no lo pensó más. Febrilmente se puso a escribir una novelita en la que recogió varias escenas vividas por ella misma y por sus hermanas. Sin gran esperanza pero anhelando probar fortuna envió la novela al editor.

Era cosa sabida que a Jo las cosas le salieran al revés. Su primer libro, que le costó años completar y en el que había depositado sus más fervientes ilusiones, no alcanzó ni mucho menos el éxito esperado. A lo sumo, produjo a su autora unos centenares de dólares y ningún éxito literario. Sin embargo, la novelita que escribió en momentos de apuro, sin otra ambición que ganar con ella algún dinero que entonces le era muy necesario, dio a Jo fama y dinero.

Ella fue la más sorprendida. Pero no dudó. Siguió escribiendo con éxito cada vez mayor. La fama no la envanecía. Ni siquiera quería aceptarla. Pero el dinero no podía rechazarlo y mucho menos en aquellos momentos. Gracias al mismo, la familia Bhaer superó su bache económico y pudo afrontar el porvenir con mayor tranquilidad.

Jo se sentía pagada pudiendo proporcionar a su querida madre un bienestar material, que tan merecido tenía. Disfrutaba al verla sentada apaciblemente en su habitación, o dedicándose a obras de caridad que tanto placer le causaban. Poder proporcionar todo esto a aquella santa mujer, darle una vejez dichosa, era un pago completo a todos los esfuerzos. Jo no deseaba nada mejor.

Esto era lo bueno que había obtenido de su éxito como escritora. Pero, como todo en la vida, también había una parte que si no podía calificarse de mala, sí en cambio era molesta y engorrosa. Por ejemplo: la esclavitud que impone la fama. El público era un poco como propietario del pasado, presente y futuro de Jo. Por el solo hecho de haber leído sus novelas ya ¿se consideraban con derecho para escribirle e importunarla con peticiones, advertencias, críticas, elogios, consejos… Personas que ella no conocía debían ser atendidas casi como amigas de toda la vida, porque rechazarlas era tanto como exponerse a ser llamada orgullosa. Las peticiones para obras de caridad le llovían continuamente y era delicado tratarlas. Porque, por mucho que Jo se esforzaba, no podía remediar todas las calamidades que le comunicaban y, cuando debía reducir o suprimir sus dádivas, se la llamaba avara, egoísta…

Incluso representaba un problema contestar todas las cartas que le enviaban.

La continua producción literaria de Jo y su total entrega al trabajo llegaron a debilitarla. Ella pensaba en su fuero interno que debía mucho a todos aquellos que leían sus obras, pues gracias a ellos había salido de un mal trance. Por esta razón se esforzó en corresponderles mientras pudo.

Pero, cansada físicamente y agotada la paciencia, llegó un momento en que decidió cambiar. Ella tenía derecho a su propia vida. Desde entonces se dedicó más a la familia y no se dejó envolver por la red del éxito que corta toda libertad. Y la libertad era, precisamente, lo que más amaba Jo desde pequeñita.

Consideró haber hecho suficiente con esparcir autógrafos, fotografías y biografías por todo el país. O permitiendo que los artistas merodeasen por su casa buscando sorprenderla en su trabajo. O que las maestras y maestros acompañasen a grupos de colegiales hacia la «mansión de la insigne escritora», de la que todos procuraban llevarse algún recuerdo con aire de triunfo.

Para dar una idea del estado a que llegaron las cosas, bastará detallar lo que ocurrió un día. Una jornada cualquiera, en la que Jo se sintió una vez más víctima de sus admiradores.

―Hace falta una ley que proteja a los desgraciados autores ―se lamentó Jo ante un enorme montón de cartas que acababa de recibir―. Es importante que se defiendan los derechos de autor. Pero para mí lo es mucho más que se defienda mi tiempo. ¿No dicen que el tiempo es oro? ¿Y que la paz es salud? Pues no puedo disfrutar en paz de mi tiempo. Como si no me perteneciera. Dicen que son mis admiradores y obran como si fuesen enemigos, acosándome, atosigándome a todas horas y de todas formas. En ocasiones me dan ganas de refugiarme en la selva. Tal vez entonces podría respirar a pleno pulmón, sin que se me estudiara y observase. Ni siquiera en América, la libre América, es libre una persona de cerrar las puertas de su casa a quien le resulte molesto.

Mientras hablaba así, Jo leyó con desgana alguna de las cartas. Luego prosiguió:

―Hay que tomar una decisión y la tomo. No voy a contestar ninguna de estas cartas. ¿Ves ésta? Juraría que ya he mandado seis autógrafos a su autor. Seguramente los quiere para venderlos. ¿Y esta otra? Me escribe una colegiala. Si la contesto, escribirán todas sus condiscípulas. Nada; lo dicho: todas las cartas al cesto. No faltaría más.

La acción siguió a la palabra y al cesto fueron todas. Teddy se ofreció:

―Mientras tú desayunas, yo puedo leer algunas.

Tomó una de ellas y la leyó con curiosidad, porque el sello correspondía a una nación sudamericana.

―Oye ésa, mamá: «Señora: Ya que el cielo premió sus esfuerzos con la fortuna, me atrevo a dirigirme a usted confiando querrá proporcionarnos fondos para adquirir un nuevo servicio para el altar de nuestra capilla. Cualquiera que sea la religión de usted, estoy seguro responderá generosamente a la petición que le formulamos. Respetuosamente le saluda, X. Y. Zavier».

―Contéstale con una amable negativa. Dile que todo cuanto puedo dar lo destino a alimentar y vestir a los pobres que tengo a la puerta de mi casa. Ésa es mi acción de gracias por mis éxitos.

Jo miró uno de los sobres. La letra grande y desigual y los renglones torcidos le hizo suponer acertadamente que la había escrito un niño. Ganada por la curiosidad, le dijo a Teddy:

―Ésa la contestaré yo mismo. Es de una niña enferma, que me pide un libro que desde luego le enviaré. Pero no puedo atender a todos. ¿Y ésa que tienes?

―Es una cartita corta y simpática ―contestó Rob, que se había unido a la tarea―. «Querida señora Bhaer: He leído todas sus obras varias veces. Son estupendas. No deje de escribir, por favor. Su admirador, Billy Babcock».

―Sí. Realmente es simpática. De este niño debieran aprender muchos mayores. Ha leído las obras varias veces y sólo entonces se atreve a expresar su opinión, sin pedir nada a cambio de la alabanza. Ya que no pide contestación, escríbele y le das las gracias por su atención.

Rob se echó a reír leyendo otra carta.

―Escucha, escucha ésa. Es de una señora de Inglaterra. Tiene siete hijas. Te pide le aconsejes a qué podría dedicarlas… ¡Y la mayor tiene solamente doce años!

―Bueno, la contestaré también. Yo no tengo hijas, por lo cual mi consejo tal vez no sea el mejor. Pero a esa edad lo mejor que puede hacer es dejarlas correr y triscar. Que crezcan sanas y fuertes. Luego, tiempo habrá de pensar en su carrera.

―Aquí hay la de un individuo que pregunta si conoces alguna joven apropiada para él, que se parezca a las heroínas de tus novelas.

―Dale las señas de Nan ―sugirió «el león» en son de burla―. Sería interesante saber si era capaz de domarla.

―Esta otra es la de una señora que desea adoptes a su ―hijo y le envíes un par de años al extranjero para que estudie Bellas Artes.

―¡Ni pensarlo! Con vosotros dos tengo bastante.

Estos son unos ejemplos tan sólo. La correspondencia era abundantísima. Cada día en aumento. Cada día, también, más absurda. Esto justificaba sobradamente la decisión de Jo de prestarles la mínima atención posible. Era la única manera de defender su tiempo y defenderse ella misma.

―Bueno, ahora me pondré a trabajar, porque las continuaciones no pueden esperar más. Voy muy retrasada. No estaré para nadie. Sea quien fuere. Aunque se presentase la mismísima Reina Victoria.

―Espero que la jornada te sea fructífera ―le contestó su esposo, que también había estado despachando su correspondencia―. Almorzaré en el colegio con el profesor Plock que hoy nos visita. Los Junglinge van al «Parnaso». De forma que podrás trabajar tranquila.

Besó cariñosamente la frente de su esposa y salió, llevando los bolsillos llenos de libros, una cartera con diversas muestras de piedras para la clase de geología y un viejo paraguas.

―Desde luego, si todos los maridos fuesen como tú, todas las escritoras rendirían mucho más y vivirían más y mejor ―murmuró Jo, saludando afectuosamente al profesor Bhaer, en marcha ya hacia el colegio.

Siguiendo los pasos de su padre, tan cargado de libros como él y con idéntico caminar cachazudo y tranquilo, Rob se encaminó a la escuela.

Observándolos tan iguales y sabiendo lo buenos y pacíficos que eran, Jo sonrió complacida.

―Ahí van mis dos profesores. ¡Dios los bendiga!

Emil ya no estaba en casa. Había regresado al barco. Teddy andaba aún por la habitación, pretextando buscar algo.

Antes de ponerse a escribir, Jo quiso dar los últimos toques al arreglo de la salita. Estaba arreglando un visillo de la ventana cuando divisó a un artista tomando un croquis de la casa. Simultáneamente, vio detenerse un coche ante la puerta, y unos instantes después sonaba la Campanilla.

―Allá voy, mamá ―se ofreció Teddy, mientras con un manotazo trataba de dominar un mechón que le caía por los ojos.

―No deseo ver a nadie. Arréglate como puedas para darme tiempo a escapar ―murmuró Jo, disponiéndose a esconderse. Pero antes de lograrlo, un hombre entró en la habitación. Llevaba una tarjeta en la mano.

Jo tuvo el tiempo justo para esconderse tras una cortina. Teddy se encaró al desconocido con el ceño fruncido.

―Estoy escribiendo una serie de artículos para el Saturday Tatler. Deseo hablar con la señora Bhaer ―y mientras decía esto con acento de importancia tomaba mentalmente nota de todos los detalles de la habitación, con objeto de aprovechar el tiempo.

―La señora Bhaer tiene por costumbre no recibir periodistas.

―Pero seguramente hará una excepción conmigo. Unos segundos tan sólo…

―El caso es que no puede ser. Porque en este momento no está en casa. ―Y mientras afirmaba seriamente esto, Teddy trataba de adivinar si su madre había salido ya por la ventana como otras veces tuvo que hacer.

―¡Vaya, sí que lo siento! Volveré otro día. ¿Es ése su estudio? ―mientras hablaba se esforzaba por entrar en el aposento.

Teddy hizo honor a su apelativo de «león». Con firmeza mantuvo a raya al intruso.

―No. No lo es.

―Usted podría ayudarme. Por ejemplo: ¿qué edad tiene la señora Bhaer? ¿Dónde nació? ¿Cuál fue la fecha de su boda? ¿Cuántos hijos tiene?

―Verá…, tiene cerca de sesenta años; nació en Nueva Zembla; hoy, precisamente, se cumplen cuarenta años de su boda y tiene once hijos.

La disparatada respuesta y la cara totalmente seria de Teddy contrastaban tanto, que el periodista se echó a reír. Se daba por vencido.

Pero en el mismo instante irrumpió en la casa una señora seguida por tres muchachas recién acicaladas.

―Hemos venido desde Oshkosh, y desde luego no queremos marcharnos sin ver a nuestra querida tía Jo. Mis hijas han leído todos sus libros y están verdaderamente desesperadas por conocerla. Ya me doy cuenta de que es una hora intempestiva. Pero como debemos ir a ver a Holmes, a Longfeller y otras varias celebridades no podemos escoger. Dígale ahora mismo que no nos molestará esperar un poco, si aún está arreglándose. ¡Ah! Y dígale también que soy la señora Eratus Kingsbury Parmalee, de Oshkosh.

Teddy quedó sin entender la mitad de esta parrafada, dicha a toda velocidad y con aire de suficiencia. El muchacho quedó boquiabierto, mirando a las jovencitas. Al fin reaccionó.

―La señora Bhaer no está en casa. Si ustedes quieren pueden entretenerse mirando por ahí. Luego pueden pasar al jardín.

―¡Oh, gracias, gracias! ¡Qué sitio más encantador! Aquí es donde escribe, ¿verdad? Y éste debe ser su retrato, ¿no es cierto? Así me la imaginaba yo. ¡Qué serenidad, qué espíritu!

El retrato que alababan representaba a la honorable señora Norton. Se habían confundido porque estaba representada con la pluma en la mano, en actitud de escribir.

Teddy tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para no reír a carcajadas. Maliciosamente, señaló el retrato de su madre colgado detrás de la puerta. Era una obra muy desafortunada.

―Su retrato es aquél… Lo pintó mi tía y hay que reconocer que es bastante malo.

En su fuero interno, Teddy disfrutó lo indecible al ver los esfuerzos de las muchachas para disimular su desilusión. La más joven, que apenas contaría doce años de edad, manifestó su contrariedad al comprobar que su ídolo era un ser vulgar según aquel retrato.

―Pensaba que tendría unos dieciséis años y que se peinaba con dos largas trenzas. ―dijo, enfriando ya su entusiasmo―. Mejor será que nos vayamos. Podemos dejar nuestros cuadernos por si la señora Bhaer quiere escribir en ellos algún pensamiento suyo.

Su madre y sus hermanas trataron de disculparla y alabaron el retrato, del que hicieron grandes elogios que sonaban a falsos.

Parecía que iban a marcharse cuando la señora Kingsbury vio en la estancia contigua una mujer de mediana edad, con un pañuelo en la cabeza, atareada en sacar el polvo. Antes de que Teddy pudiera evitarlo la impetuosa señora se encaminó a la otra habitación y habló con su habitual rapidez.

―Ya que no podemos hablar con ella veamos por lo menos su santuario.

Teddy vio fracasados sus esfuerzos. Su madre iba a ser descubierta. A causa del artista que dibujaba en el jardín no pudo salir por la ventana y ahora sería identificada rápidamente porque acababan de ver su retrato.

La señora Kingsbury miraba todo aquello como si estuviera en éxtasis. Gracias a esto no pudo advertir que el rincón que ella admiraba contenía el butacón del señor Bhaer, con sus cómodas zapatillas al pie, sus habituales cigarros y un montón de correspondencia a él dirigida.

―¡Qué emoción! Parece como si advirtiese en este rincón la presencia de la Inspiración. Niñas, de aquí han salido esas obras maravillosas… que nos han conmovido, que nos han deleitado, que han hecho vibrar nuestra sensibilidad… ¡Qué emoción! Joven, ¿nos permite quedarnos con un pequeño recuerdo? Algo que ella haya tocado. Una pluma, un papel. Cualquier cosa.

En aquel momento, una de las muchachas se acercó a Jo.

―¡Mamá, ésa es la señora Bhaer! ¡Es ella!

La señora Kingsbury volvió a mirar a la mujer que ella había creído una criada.

―¡Claro! ¡Naturalmente que sí! ¡Qué agradable sorpresa!

Y cerrando el paso a la apurada Jo que trataba de escabullirse, la señora Kingsbury le soltó su rápida y ruidosa verborrea:

―Por favor, señora Bhaer. Comprendemos que está usted muy atareada. No se preocupe por nosotras. Así como va está usted muy bien. ¿Verdad, niñas? Permítanos estrechar su mano, por lo menos. Será un honor y un placer para nosotras.

Resignadamente, Jo les ofreció su mano.

―Si algún día va usted a Oshksh no tendrá ocasión de pisar su suelo. Porque el pueblo la llevará en hombros, en triunfo. Tal es la admiración que se le profesa.

Ante esta perspectiva, Jo anotó en su mente la decisión de no visitar aquella población ni por error. ¡Porque si todos los habitantes eran como la señora Kingsbury!…

Satisfechas ya por el contacto directo con la famosa escritora, madre e hijas prosiguieron su itinerario, corriendo y atropellándose para poder visitar aquella misma mañana a Holmes, Longfeller «y otras celebridades».

Una vez libre de aquellas inoportunas visitas, Teddy y Jo respiraron aliviados.

―No me has dejado tiempo para escabullirme. Estuve oyendo los embustes que has soltado al periodista. ¿Qué va a pensar de nosotros? Claro que insistía tanto… ¡Dios mío, ni en casa puedo estar ya tranquila! ¡Son tantos contra una sola!…

Mientras Jo se lamentaba, Teddy estaba mirando hacia el jardín. Súbitamente se animó y con cara de guasa se dirigió a su madre.

―Pues eso no fue nada. Ahora, ahora viene lo bueno. Por el jardín avanza un verdadero ejército. Parece un colegio de señoritas con sus profesores al frente. ¡Ya se desparraman por el jardín!

Jo se llevó las manos a la cabeza. Dio media vuelta y desapareció escaleras arriba.

―¡Por favor, Teddy, enfréntate a los invasores! ¡Defiende mi tranquilidad!

El muchacho salió al encuentro de aquellos ruidosos visitantes y pudo evitar que penetrasen en la casa a base de una excusa. Lo que no pudo conseguir es que se desparramaran por el jardín, se sentaran por el césped y se dispusieran a almorzar allí como si fuera un parque público. Cuando finalmente se fueron quedaron visibles muestras de su paso: por las flores que se llevaron «como recuerdo de la gran escritora» y por los papeles que dejaron, como muestra de su poco cuidado.

Parecía imposible que las adversidades de aquel día fuesen superadas. En realidad, la calma duró unas horas, que Jo procuró aprovechar trabajando con intensidad. Su labor pronto hubo de interrumpirse, porque Rob llegó, jadeando por la carretera, con una mala noticia.

―¡Mamá, mamá! Prepárate en seguida. Van a venir los colegiales del Young Men’s Christian Union. Me vienen pisando los talones. ¡Y son bastantes! Papá pensó que seguramente querrías recibirlos. Dice que siempre atiendes mejor a los chicos que a las chicas.

―Naturalmente que sí. Los muchachos siempre son comedidos. No hacen ni dicen tantas estupideces. Las chicas, en su afán de demostrar sus sentimientos, se muestran empalagosas y sin pizca de sinceridad. ¡En fin, nos prepararemos! Aunque tengo la esperanza de que se desanimen, porque esos nubarrones presagian un chaparrón.

Jo intentó proseguir la tarea. Se había fijado la obligación de escribir treinta cuartillas diarias y estaba muy retrasada. Sonrió cuando oyó el primer trueno y vio caer el agua en fuerte chubasco. Pero cuando ya se creía segura, y se deleitaba mirando la lluvia salvadora, quedó paralizada por la sorpresa viendo una procesión de paraguas avanzando inexorablemente hacia su casa.

―¡Oh no; no es posible! Si son docenas…, vienen todos. Son más de cien.

Jo se arregló maquinalmente, mientras daba instrucciones para hacer frente a aquel auténtico ejército.

―Por la lluvia no hay más remedio que recibirlos en casa. Lo van a poner todo perdido. Colocad un barreño aquí para los paraguas, poned felpudos en la puerta, retirad las alfombras…

Dando precisas y enérgicas órdenes a Rob, a Teddy y a las criadas, lo preparó como mejor pudo.

Al llegar los colegiales a la puerta, el profesor Bhaer les dio la bienvenida con un breve discurso, que los muchachos oyeron encantados sin importarles en absoluto la lluvia que seguía cayendo.

Jo se compadeció de ellos. Salió a recibirlos y les pidió que pasasen al salón, cosa que todos hicieron con entusiasmo.

El barreño del vestíbulo quedó lleno de paraguas empapados y el perchero saturado de sombreros.

Trap, trap, trap, trap… Pares y pares de botas enfangadas fueron pisando rítmicamente el parquet de la casa, dejando visibles sus huellas. Vestíbulo y salón quedaron como un campo de batalla.

Con la mejor buena fe del mundo aquellos muchachos ofrecieron a Jo sus variadísimos obsequios: una colección de mariposas, una tórtola enjaulada, una cesta hecha con mimbres, un banderín del colegio, un castillo de papel… Jo saludó a los muchachos uno por uno, y les agradeció sus atenciones.

Pero cuando terminó pudo darse cuenta que sobre la mesa aparecía un considerable montón de tarjetas para que ella les dedicase una frase y un autógrafo. Ahora le tocaba a ella.

Resignadamente, Jo satisfizo la petición de aquellos muchachos.

Por fortuna salió entonces el sol, y brilló el arco iris con todo su esplendor. Los maestros decidieron que era el momento apropiado para marcharse.

Antes, no obstante, entonaron un himno en honor de Jo, «la insigne escritora», con más voluntad que acierto. Las voces eran potentes, seguramente demasiado, pero desafinaban con extraordinario acierto.

―¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Cuando se hubieron marchado, Jo miró desolada alrededor suyo. Se necesitarían horas y horas de enérgica limpieza para remediar los efectos de aquella ruidosa visita.

―Ellos no han tenido la culpa de que lloviera. Después de todo no han sino lo pesados que suelen ser otros. Pero necesito trabajar, tengo necesidad de hacerlo.

Pero estaba visto que era un día aciago. Al poco rato, Mary se presentó, conteniendo la risa a duras penas.

―Lo siento. Pero se presentado una señora que pide autorización para cazar langostas en su jardín.

―¿Qué dices? ―preguntó Jo con incredulidad.

―Sí, sí. Langostas o saltamontes, que es lo mismo. Le dije que usted estaba muy ocupada y me contestó: «Tengo una colección de saltamontes de las principales celebridades. Me falta uno del jardín de la señora Bhaer».

Jo rio, divertida por la extravagancia.

―Que se lleve todos los que quiera. No deseo otra cosa que librarme de ellos.

Mary no tardó en volver. Reía con ganas, sin disimulo.

―Ahora pide alguna prenda que usted haya usado. Está haciendo un cubrecama con retales de prendas famosas.

―Dale aquella toquilla roja. Y ¡por favor, Mary! Desearía trabajar. ¡Por favor!

Una vez más se presentó Mary.

―¡Señora, señora! Se ha metido un hombre en casa. Tiene un aspecto muy sospechoso. Le he dicho que usted no recibía a nadie y ha dicho que no se iría sin verla.

―¡Eso ya pasa de la raya! Por la fuerza no debemos someternos. Ahora bajo para tratar debidamente a ese impertinente ―exclamó Jo, ya decididamente enfadada.

Mary siguió a Jo, sofocada e indignada, pero deseosa de ver otra vez a aquel hombre misterioso, que a pesar de su aspecto desaliñado parecía muy interesante.

―Ha dicho que si no le recibía, lo iba usted a lamentar.

―Además, con amenazas, ¿eh? ¡Vamos, pues!

Súbitamente sonó una voz. Grave, firme, segura, y con un tonillo burlón.

―¿Y no es cierto que lo sentiría usted?

Jo quedó un segundo paralizada por la emoción. Luego bajó corriendo los escalones que faltaban y se abalanzó sobre el desconocido para abrazarle afectuosamente. Mary lo veía sin creerlo.

―¡Dan, Dan! ¡Hijo de mi alma! ¡Qué sorpresa! ¿De dónde sales ahora?

―De California. He venido sólo para verla, mamá Bhaer. ¿No lo habría lamentado si no llega a recibirme?

―¡Por Dios, calla, calla! ¿No recibirte yo a ti? Si llevo más de un año deseando verte…

CAPÍTULO IV

DAN

Más de una vez había pensado Jo que Dan parecía llevar sangre india en las venas. No sólo por su amor a los espacios libres y a las aventuras, sino incluso por su aspecto físico. Era muy alto, de miembros esbeltos y musculosos. Muy moreno, frente despejada, ojos negrísimos, y de mirada penetrante. Ponía tanto vigor y entusiasmo en todos sus actos que incluso parecía rudo. Pero todo era fruto de su apasionado modo de sentir y vivir las cosas.

Hablaba a Jo, feliz de poder hacerlo.

―¿Que yo he olvidado todo esto? No. De eso no se me puede acusar. Ése ha sido el único hogar auténtico que he tenido. Una prueba: en cuanto la suerte me ha sonreído, ¿qué es lo que he hecho? Correr a participarlo a tía Jo, a la familia Bhaer, a todos los amigos. Ni siquiera me he detenido para adecentarme. Por eso voy así, y más parezco un búfalo que otra cosa.

Y mesándose la barba rio alegremente.

―A mí me gusta el aspecto que tienes. Sabes que siempre me entusiasmaron los bandidos y piratas. A Mary sí la has asustado. Es nueva en casa y no te conocía. Jossie probablemente tampoco te conocerá. Pero Teddy, sí. Te adora y no bastará tu barba para disimular. Casi han pasado dos años desde tu última estancia aquí. ¿Cómo te ha ido desde entonces, Dan?

―De primera. Sabes que el dinero me tiene sin cuidado teniendo el preciso para vivir. No quiero la preocupación de una fortuna. Tengo un pequeño pero próspero negocio, ¿De qué me servirá entonces ahorrar?

―El dinero no lo es todo, hijo, pero es muy necesario. Debes pensar que cualquier día querrás casarte y establecer un hogar fijo…

―¿Casarme yo? ¡Ja, ja, ja, ja…! ¿Quién va a querer casarse con un vagabundo como yo? Me gustan las aventuras, ir de un lado para otro. Me encanta lo nuevo, lo desconocido. Y ya se sabe, a las mujeres les atrae todo lo contrario. Lo tranquilo, lo seguro, lo estable…

―Eso es lo que tú crees. De jovencita, a mí me entusiasmaban los hombres como tú. Los aventureros, los atrevidos. Ya encontrarás una mujer, ya. Entonces frenarás tus ímpetus.

Con una sonrisa burlona, Dan preguntó de repente:

―¿Qué diría usted si de repente me presentara casado con una india?

Jo no se inmutó. Cuando se trataba de Dan todo podía esperarse.

―La recibiría encantadísima si era una buena muchacha. ¿Es que acaso piensas casarte con…?

―¡Oh, no, no! Era sólo una broma para asustarte. La realidad es que no tengo tiempo para ocuparme de «esas tonterías», como diría Teddy. Por cierto, ¿cómo está «el león»?

Durante largo rato Jo estuvo hablando con entusiasmo de sus hijos. Pronto llegaron Teddy y Rob, precediendo al profesor Bhaer. Con exclamaciones de alegría se abalanzaron sobre Dan, y entre los dos muchachos y aquel tosco hombretón se entabló una lucha simulada, alegre y divertida, que terminó con los dos chiquillos hechos un ovillo por su forzudo adversario.

Juntos tomaron el té, generalizándose la conversación. Dan parecía enjaulado, pese a encontrarse a gusto con la familia Bhaer. Pero estaba acostumbrado a los grandes espacios. A largas zancadas recorría la habitación, se asomaba a la ventana y aspiraba profundamente, como ansioso del aire libre.

En una de las vueltas vio aparecer a Bess. La muchacha quedó parada en el umbral, y miró a Dan.

―¡Dan! ¿No me conoces?

―¡Caramba, si es Bess! Yo creí que era una princesa. ¡Cómo has crecido y qué bonita estás!

Inmediatamente entró Jossie que se lanzó en carrerilla sobre Dan, fundiéndose ambos en un abrazo.

―Ahora me doy cuenta de que estoy haciéndome viejo ―rio Dan―. Lo que eran unas mocosuelas son ahora unas mujercitas.

Llevando a las dos muchachas cogidas por los hombros, a la derecha la rubia Bess y a la izquierda la morena Jossie, Dan volvió al grupo que estaba en el salón.

Jossie hablaba con entusiasmo.

―Estás altísimo y tan moreno… ¿Sabes? Se me ocurre una idea genial. Vamos a representar Los últimos días de Pompeya. Tenemos el león y los gladiadores. Pero nos falta un hombre de tu color para el papel de Arbaces. Estarás irresistible vestido de egipcio. No lo dudes.

Dan se tapó cómicamente los oídos para evitar aquel diluvio de palabras. Inmediatamente llegaron los Laurence, Meg y su familia, y poco después Nan, seguida del inevitable Tom.

Con todos ellos se formó una tertulia de la que el centro, como es natural, fue Dan. Todos le acosaban a preguntas para que les detallase sus andanzas, y él lo hizo en forma tan amena e interesante, que a todos tuvo subyugados. Las muchachas, impacientes por saber lo que les había traído de aquellas maravillosas tierras; los mayores, admirando la energía y valor de Dan.

―Supongo que poco tiempo estarás aquí, ¿me equivoco? ―preguntó Laurie. Luego añadió―: De todas formas, ten presente que la especulación es un juego peligroso. Hoy tienes mucho y mañana nada.

―Por ahora no pienso ocuparme de eso. Tengo entre ceja y ceja probar suerte como granjero en el Oeste. Será un sedante después de la agitación de estos últimos tiempos. De ganados ya me ocupé en Australia y tengo una valiosa experiencia.

Todos sonrieron porque sabían que aquella «valiosa experiencia» del joven Dan se debía a un fracaso sufrido como ganadero.

―Me parece una estupenda idea, Dan ―aprobó Jo―. Te estable―ces, nosotros sabremos donde estás y, si es necesario, podemos enviarte a Teddy. Podría emplear en tu granja la mitad de la energía que le sobra.

El «león» arrugó el ceño. No le seducía la vida de granjero.

―Me parece mucho más interesante el negocio de minas ―y al decir eso con aire de suficiencia, examinaba y sopesaba las muestras de mineral que Dan había traído para el profesor.

John «Medio-Brooke» dio rienda suelta a su fantasía y a su vocación de periodista.

―Como eres capaz de grandes cosas, mejor será que fundes una nueva ciudad. Necesitarás un periódico y yo me encargará de él. Haremos grandes cosas. Siempre será mejor que buscar oportunidades en esos periódicos de por ahí.

―También podríamos fundar un nuevo colegio. Esas gentes del Oeste están ansiosas de aprender ―intervino el señor March, ilusionándose con aquella fantasía.

―Por mi parte, me sería muy grato colaborar económicamente ―se ofreció el señor Laurie.

―No sé, no sé ―dudó Dan, aunque halagado por el interés y la confianza de sus amigos―. Una granja le sujeta a uno… por lo menos durante algún tiempo. Claro está que luego puede dejarse. Hay que meditarlo bien. Precisamente deseo un consejo antes de elegir.

―Yo creo, Dan, que una granja te parecerá una cárcel, después de haberte acostumbrado a una vida tan libre ―sugirió Jossie, porque prefería que Dan siguiera aquella vida de aventuras.

―Y para el arte, ¿hay alguna cosa allí que tenga interés? ―preguntó Bess. E interiormente pensaba que tal como estaba Dan, a contraluz, sería un maravilloso modelo.

―Naturalmente que sí. La naturaleza es lo más artístico que existe. E indiscutiblemente la del Oeste es maravillosa. Bellos animales, magníficos paisajes… ―afirmó Laurie, deseoso de animar aquella idea que estaba germinando―. Incluso las prosaicas calabazas son allá como apropiadas para convertirse en carrozas para la «Cenicienta».

Nan se sumó al proyecto, medio en serio, medio en broma.

―Funda la ciudad, Dan. Crecerá de prisa y mientras, tendré tiempo para conseguir el título de médico. Yo seré el médico de la nueva ciudad, que llamaremos Dansville en honor y gloria de su fundador.

―No va a ser posible. Porque Dan no admitirá en su ciudad mujeres de menos de cuarenta años. Menos aún si son jóvenes y bonitas ―dijo Tom, que veía con inquietud la admiración que Dan despertaba en Nan.

―Los médicos están por encima de las leyes. De manera que eso no reza para mí. En Dansville, como todo serán personas sanas, activas y enérgicas, seguramente no habrá enfermedades. ¡Ah, pero eso sí! Descalabraduras y huesos rotos por domar potros salvajes o heridas causadas por los indios no van a faltar. De modo que un médico irá muy bien, ¿no crees, Dan?

―Cuento contigo, doctora. En cuanto haya un sitio apropiado será para ti. No temas, no te faltará trabajo. Aunque tenga que romper algún hueso a alguien para proporcionártelo.

―No creo que te costara romperlos porque debes tener una fuerza colosal. ¿Permites que te toque el brazo? A ver… ¿No decía yo? ¡Eso son bíceps! ¡Mirad, mirad, muchachos, qué dureza y qué desarrollo!

Tom no pudo soportar aquel entusiasmo de Nan. Disimuladamente se retiró a la habitación contigua. Mirando las estrellas a través de la ventana dobló el brazo varias veces comprobando la consistencia de sus músculos, que dicho sea de paso dejaba bastante que desear.

Dan seguía hablando:

―No me entusiasma la idea de la granja. En cambio sí me gustaría hacer algo por mis amigos indios de Montana. Necesitan ayuda de verdad. Fueron engañados y llevados a unas tierras que nada producen, y muchos mueren. Como son una tribu pacífica nadie se ocupa de ellos. En cambio, los sioux que siempre están a punto de amotinarse consiguen del gobierno todo cuanto desean, porque les temen. Yo conozco la lengua de los de Montana y podría ser su agente. Además, teniendo como tengo algún dinero, creo que lo justo sería compartirlo con ellos. ¿No os parece?

El apasionamiento y vehemencia de Dan se contagiaron a todos, especialmente por tratarse de remediar una injusticia y ayudar a unos necesitados. Jo, para quien la desgracia de los demás era insoportable, reaccionó con presteza.

―Hazlo, Dan, hazlo.

―Sí, sí. Hazlo ―aplaudió Teddy―. Hazlo y llévame contigo.

Laurie era más prudente. Por eso preguntó:

―¿Quieres ampliar más detalles? Así podremos aconsejarte si es o no convenientes.

En pocas palabras Dan contó cuanto sabía de los indios de Montana. Terminó emocionado:

―Son gente noble y valerosa, tratados injustamente. A mí me querían mucho. Incluso les debo la vida. Me llamaban Dan «Nube de Fuego», y mi rifle les tenía entusiasmados porque era el mejor que habían visto. Ahora pasan por unos momentos muy difíciles y me gustaría poder ayudarles.

Nadie se acordaba ya de Dansville. La nueva perspectiva les tenía ya completamente ganados, pero el señor Bhaer sugirió que como un agente solo poco podía hacer en favor de una tribu sería mejor procurarse primero alguna influencia. Entretanto, sería interesante estudiar el asunto de las tierras por si fuera conveniente.

―Me parece muy bien ―aceptó Dan―. Me llegaré a Kansas para estudiar las posibilidades sobre el terreno.

―Muy bien. Pero tu dinero se quedará aquí, Dan ―sonrió el señor Laurie, pero firmemente decidido―. Te conozco muy bien y sé que eres tan generoso que lo darías al primer desconocido que lo necesitase. Yo seré tu administrador.

―Me saca un peso de encima. Cuando tengo dinero parece que me quema. Ardo en deseos de gastarlo.

Sacó un cinturón forrado en cuyo interior había colocado una considerable suma de dinero.

―Tome usted. Si me ocurriera algo, disponga de esto en la forma que crea más conveniente. Tal vez sirva para ayudar a algún bribonzuelo, como sirvió el de usted para ayudarme a mí.

Precedido de la inevitable canción, que anunciaba su presencia, llegó Emil. Tras él, Nath. Ambos saludaron efusivamente a Dan y se renovaron las explicaciones.

Para hablar más libremente los muchachos y muchachas salieron a la plaza. El señor March y el profesor se retiraron al despacho, Meg y Amy fueron a preparar una serie de golosinas. Quedaron en el salón Jo y Laurie, oyendo a través del ventanal la conversación de los jóvenes en la plaza.

―Ahí está lo mejor de nuestro gran rebaño. Faltan algunos para siempre. Otros están desperdigados por todo el mundo. Pero éstos son mi orgullo y mi consuelo.

―Realmente ―admitió Laurie― hemos de estar contentos comparando lo que son y lo que eran o prometían ser. El cambio se debe a la educación que les hemos inculcado.

―De las chicas se encarga Meg; ella es prudente, cariñosa y paciente y se aviene muchísimo con todas ellas. Los chicos son para mí. Pero debo admitir que cada día dan mayores quebraderos de cabeza. Crecen y se empeñan en volar. Es difícil retenerlos y en ocasiones totalmente imposible como lo fue con Jack y con Ned. Dolly y Jorge «Relleno» vuelven en ocasiones por aquí e incluso aceptan algún consejo. Ahora los que más me preocupan son los que van a salir al mundo. Emil tiene un excelente corazón, y a la larga, eso siempre ayuda. Nath es algo débil de carácter y en cuanto a Dan, ya lo ves, está todavía por domar.

―Dan es un chico que vale. Casi siento que se limite voluntariamente a ser granjero. Si se lo propusiera podría ser mucho más. Quedándose aquí…

―¿Aquí? No, Laurie. De momento le conviene el trabajo y el aire libre. Con el tiempo irá bajando sus ímpetus. Nos quiere mucho y haría cualquier cosa por nosotros. Pero no debemos retenerle. Que corra, que vaya por doquier. Y que siempre sepa dónde encontrarnos cuando necesite ayuda.

Jo conocía bien a Dan. Le veía como un potro no domado, al que debe dejarse saltar y brincar hasta el fin de sus fuerzas. Luego suele ocurrir que el más rebelde potro es el más dócil una vez domado. Sin embargo, la vida debía tratarle muy duramente antes de que esto ocurriese.

Hasta Laurie y Jo llegaron las exclamaciones que provocaron los regalos de Dan. Poco después de las exclamaciones llegó Jossie. Venía radiante de alegría.

―Me ha traído un traje de india. Es auténtico. Ahora ya puedo representar el papel de Namioka en Metamora. ¡Qué alegría!

―Y para Bess, ¿qué es lo que ha traído? ―preguntó Jo, interesada.

―Nada menos que una cabeza de búfalo disecada.

―¿Una cabeza de búfalo? ¡No es posible! Aunque Dan es capaz de todo… ―exclamó el señor Laurie, divertido.

―Pues es cierto. Dice Dan que así podrá modelarla.

En efecto, eso repitió Dan una y otra vez a la indignada Bess.

―Piensa, Bess, que no progresarás si te empeñas en modelar siempre angelitos y gatitos. Debes intentar algo de más carácter, fuerte, vigoroso. Yo creo que una cabeza de búfalo…

―Muy bien. Puedo probar. Y cuando me canse colgaré esta cabezota en un lugar preferente para que nos recuerde a ti.

Dan se puso a reír a grandes carcajadas del enfado de Bess, que la niña se esforzaba en disimular, sin conseguirlo.

―Ya me doy cuenta de que no te agrada, y lo siento. Tomo nota para no invitarte a mi granja del Oeste, si es que llego a tenerla. Sería muy ordinaria para ti, ¿verdad?

―No me preocupa en absoluto. Voy a ir unos años a Roma. Lo mejor del arte universal puede encontrarse allí. No basta una vida entera para gozar tanta belleza.

―No digo que Roma no tenga cosas bonitas ―insistió Dan, medio convencido y en parte también para enfadar a Bess―, pero la Naturaleza ofrece cosas que no tienen rival. Piensa en un caballo al galope, libre y feliz en una pradera inmensa; las crines al viento, la armonía en todos sus movimientos. Si no encuentras belleza en ella, me doy por vencido. Es que no puedes encontrarla en nada.

―Tiempo me quedará para ver si esos caballos son más bellos que los del Capitolio y los de San Marcos. Procura no burlarte de mis angelitos y gatitos y yo no lo haré de tu salvaje Oeste.

―Eso ya está mejor. También vendrás a vernos al Oeste. Yo creo que debe conocerse bien el propio país antes de ir al extranjero.

―Pero debiéramos adoptar todo lo que los extranjeros tienen mejor que nosotros ―intervino Nan, que era de ideas avanzadas.

―¿Por ejemplo?

―En Inglaterra las mujeres tienen el derecho de voto. En los Estados Unidos, no.

Daisy quiso evitar una nueva discusión, pero a Dan le divertía.

―Cuando fundemos la nueva ciudad podrás votar. No sólo eso. Podrás ser alcalde, diputado y todo lo que se te antoje.

La conversación fue interrumpida por el anuncio de la cena. Sin excepción le hicieron los honores, y dieron cuenta con sano apetito de los suculentos platos.

Siguió luego una breve velada, ya más tranquilos los ánimos, hasta que poco a poco todos fueron retirándose del comedor.

Dan quedó en la terraza sentado cómodamente. Gozaba del aire que olía a heno recién cortado, a flores y a tierra húmeda.

Contemplaba las estrellas que tantas veces le habían guiado en sus solitarias caminatas por las praderas.

Jo se le acercó sin hacer ruido. Pensaba que tal vez era aquella la hora de las confidencias. El momento propicio para que el joven vertiera todo cuanto había en su interior.

Suavemente preguntó:

―¿En qué piensas, Dan?

Sin volverse, contestó, Dan con su ruda franqueza:

―En que daría cualquier cosa para fumar una buena pipa.

Aquella contestación decepcionó a Jo y le hizo reír al propio tiempo.

―Muy bien, señor fumador empedernido. Puedes hacerlo en tu cuarto. Pero ten cuidado de no quemarme la cama.

Dan se levantó. En el acento de Jo había advertido un tono de desilusión. Con toda la delicadeza de que era capaz se inclinó y besó a Jo.

―Buenas noche, madre.

A ella se le alegró el corazón. Era rudo, pero como un niño.

CAPÍTULO V

DE VACACIONES

Al día siguiente empezaron las vacaciones. En el momento del desayuno la alegría era general. Tía Jo, que estaba sirviendo, hizo observar:

―¡Oh! Ahí en la puerta hay un perro…

Más que perro era un perrazo. Se trataba de un enorme sabueso que permanecía en el umbral de la puerta sin decidirse a entrar.

Dan le habló:

―¡Vaya, vaya, amiguito! De modo que te has escapado, ¿eh? ¿No podías esperar a que viniese a buscarte? ―Y aclaró a todos los demás―: Es mi perro. Lo dejé con la yegua y mi equipaje en la hospedería antes de venir aquí. Pensé que si venía con ellos nos cerraríais las puertas.

Rio de buena gana su propia broma, porque sabía que en aquella casa sería siempre bien recibido en cualquier circunstancia.

El perro avanzó hacia Dan. Se levantó sobre sus patas traseras e intentó lamerle la cara, cosa que el joven esquivó a duras penas.

Dan miró hacia afuera. Su rostro se animó.

―Ahora comprendo. Don no ha venido solo. Lo han traído de la hospedería. También a Octto. Bueno…, ¡qué remedio!

―¿Tienes dos perros? ―preguntó Teddy.

―No. Octto es mi yegua. Vamos a verla.

En un momento quedó olvidado el almuerzo, porque todos salieron al jardín.

La yegua acudió al encuentro de su amo. Cariñosamente restregó su morro contra la cara de Dan, y relinchó alegremente.

Teddy quedó boquiabierto.

―¡Vaya, eso sí que es una yegua!

―Es realmente muy bonita, Dan. Y de aspecto muy inteligente. Se diría que quiere hablar.

―A su manera se hace entender.

―¿Qué significa Octto? ―preguntó Rob.

―Relámpago. Por su velocidad merece bien este nombre. Halcón Negro me la dio a cambio de mi rifle. Ella y yo hemos corrido grandes aventuras. ¿Veis esta cicatriz?

Todos se acercaron para ver mejor una pequeña señal que las crines de la yegua ocultaban.

―Cierto día salimos Halcón Negro y yo en busca de búfalos para la tribu. Las praderas estaban desiertas sin rastro alguno de los rebaños. Nos fuimos alejando del campamento durante varias jornadas hasta estar totalmente faltos de alimentos. Ni un animal a nuestro alcance. Ni un pájaro. Yo estaba realmente preocupado aunque procuraba disimularlo. Entonces Halcón Negro me dijo: «Voy a enseñarte cómo podemos resistir hasta que vuelvan los búfalos».

―¿Y cómo lo hiciste? ―preguntó Teddy.

―Comiendo gusanos como los australianos ―sugirió Rob.

―Cociendo hierbas y hojas ―digo Jo.

―Mataste uno de los caballos ―aventuró Teddy, más expeditivo.

―No. No matamos ningún caballo. Pero los sangramos. Aquí precisamente. Halcón negro les hizo una breve incisión, que nos permitió recoger parte de su sangre. Luego la cocimos con unas hojas de salvia.

―Pobre Octto ―se lamentó Jo, acariciando la yegua.

―No fue un corte doloroso, ni mucho menos peligroso. Además, la pérdida de sangre, que para nosotros representó un sano alimento, para ella no tenía importancia porque podía pastar y recuperarse. Por fortuna los búfalos volvieron y no tuvimos necesidad de repetir la operación. Pero se habría podido hacer sin peligro alguno para estos nobles animales.

Al «león» le llamó la atención una correa que pendía del cuello de la yegua.

―¿Para qué sirve esta correa?

―Cuando nos tendemos en plena carrera a uno de los lados del caballo, para disparar por debajo de su cuello, esta correa sirve para que nos podamos sujetar. ¿Quieres que haga la prueba?

―¡Sí, sí, hazla!

Dan montó de un salto. Casi inmediatamente Octto inició un armonioso y rítmico galope a través del prado. Súbitamente, la yegua pareció haber desmontado al jinete, que sin embargo no estaba por el suelo. Luego el jinete reapareció en la silla, para tenderse inmediatamente al otro flanco de manera que pudo verse cómo iba colocado y dónde se sujetaba.

Hizo más aún. En plena marcha montó y desmontó varias veces. Corrió al lado de la yegua, y la mantuvo sujeta de las bridas. Montó con la cara hacia atrás y ejecutó otras muchas habilidades, que demostraban su extraordinaria pericia de jinete.

Si acaso hasta el momento hubiese sido indiferente a Teddy, desde entonces habría contado con la admiración del chiquillo. Pero como Dan había sido siempre el ídolo del «león», aquellas piruetas acabaron de entusiasmarle.

También Jo se animó. Por un momento añoró aquellos tiempos en que era una revoltosa muchacha, que habría corrido a pedir a Dan que le enseñase aquellas habilidades.

―Es realmente maravilloso. Mejor que un número de circo. Me figuro que Nan deberá trabajar mucho componiendo huesos rotos. Lo digo por Tom. Mírale, mírale.

El profesor miró hacia donde estaba Tom. Vio al joven mordiéndose los labios y malhumorado ante las exclamaciones de entusiasmo con que Nan coreaba la exhibición del jinete. Sí, Tom probablemente querría imitarle.

Después de un corto galope de la yegua negra, Dan desmontó de un limpio salto ante el grupo, que prorrumpió en aplausos y felicitaciones. Teddy no tardó en pedir que se le dejase montar, a lo que accedió Dan porque Octto era tan dócil y manejable como briosa y veloz.

El ejemplo habría sido imitado por todos, pero llegaron los bártulos de Dan, que contenían los regalos, y eso fue lo que entonces acaparó la atención general.

―No me gusta llevar peso cuando viajo ―aclaró Dan―. Pero esta vez es distinto. Os iba a ver a vosotros, tenía dinero… y me he cargado como una acémila.

Así era. De los amplios baúles fueron saliendo cosas y cosas, que entusiasmaban a la concurrencia. Unas por su rareza, otras por lo valiosas; todas tenían algo interesante.

―Esa piel de lobo de las praderas será una alfombra para tía Jo.

―Es muy bonita, Dan. Me gusta muchísimo.

―Esa otra de oso pardo para el despacho del profesor.

El señor Bhaer acarició aquel pelaje con auténtica complacencia.

―Esos son trajes de indio. Auténticos. De piel de ante, adornados con abalorios y rabos de raposa.

Un momento después Teddy, Rob, Jossie y la misma Bess estaban más o menos vestidos con aquellos trajes o llevando las clásicas plumas. Teddy estaba armando un ruido fenomenal lanzando grandes alaridos que querían ser indios y bailando a grandes saltos, blandiendo hachas y arcos con flechas.

Dan sacó también una serie de hierbas medicinales, cuyo secreto sólo conocían los indios, delicados y curiosos trabajos en madera, mantas indias de tejido multicolor y originales dibujos, exóticos pájaros disecados, muestras de minerales para el profesor, puntas para hachas y flechas de sílex. Para Laurie había también unos melancólicos cantos indios grabados en unas tiras de corteza de abedul.

También salió la anunciada y esperada cabeza de búfalo. Enorme, majestuosa. Fascinaba por el poder que representaba, aunque a Bess no le hizo ninguna gracia. Para ella había también unos idolillos de barro cocido, policromados con tinturas vegetales.

Observando aquel despliegue de pieles, trajes, animales disecados, vestidos, armas e ídolos indios, el perrazo Don y la yegua Occtto, Jo sonrió con buen humor.

―Ya sólo faltarían unas tiendas.

―… y traigo dos ―interrumpió Dan, con acento burlón.

―Bueno, pues las dos tiendas plantadas por ahí y un asado campestre. ¿Qué nos darían tus amigos los Montana, Dan?

―Para obsequiaros os darían lengua de búfalo asada, jamón de oso, tuétanos con miel y frutas ácidas de las praderas. Para beber, agua limpia de los arroyos.

Aquél fue el principio de las vacaciones. Ruidoso, alegre y movido, como presagio de lo que habían de ser los días venideros.

Entre Dan y Emil animaron aquella pequeña colonia. Algunos colegiales, cuyas familias vivían muy distantes y estaban faltos de recursos para ir de vacaciones, se quedaron en Plumfield. Otros fueron acomodados en el «Parnaso» y todos se esforzaron en hacerlas gratos aquellos días.

Emil se encontraba tan a gusto entre los chicos como entre las chicas. Su carácter alegre le abría siempre un hueco. Dan sentía cierto respetuoso temor de las «lindas estudiantes». Cuando estaba ante ellas, y era frecuentemente porque ellas le buscaban, se sentía cortado, como inseguro. Eso era debido a que quería aparecer como un hombre bien educado y, por temor a soltar alguna inconveniencia, se retenía demasiado.

Aunque con ellas hablase poco, le encontraban simpatiquísimo. Le llamaban el «español», debido a sus ojos negros y a su tez morena. Pero Dan no se sentía expansivo.

Los paseos a caballo o en barca, las excursiones, las veladas musicales, algún baile al aire libre y las representaciones teatrales se sucedían en cadena. Nunca faltaba motivo de diversión y distracción.

Incluso Bess, por complacer a su padre, dejó de pasar horas y horas modelando en el estudio y colaboró activamente en las diversiones comunes. Pronto adquirió mejor color por aquella vida al aire libre.

Teddy se estaba revelando como un jinete de innatas condiciones y, en cuanto le dejaban, intentaba una y otra vez emular las exhibiciones de Dan con su montura.

Quien salía ganando era Jossie, que se veía libre de las travesuras y pullas del muchacho pelirrojo.

Rob, siempre pacífico, encontró amplia ocasión para practicar en la fotografía. Armado con su cámara y trípode, se fue ganando la admiración de todos por las cada vez más logradas fotografías, en las cuales ponía el gusto de un artista en la selección y composición, y el cuidado de un técnico en el revelado. Su modelo favorita era la lindísima y espiritual Bess.

Nath preveía, deseaba y temía su próxima partida. Por eso aprovechó al máximo las ocasiones de estar junto a Daisy. Faltaban sólo unos siete días para la partida del Brenda, y el tiempo pasaba rápidamente.

Llegó el momento de la partida de Nath. Dan, que ya estaba impaciente por reanudar su vida aventurera, anunció que le acompañaría y que luego marcharía por las suyas.

Por esta doble marcha se organizó un baile de despedida, que se celebró en el «Parnaso».

Tom se presentó ante Nan. Iba radiante de alegría por la oportunidad de bailar con ella. Se había esmerado de tal manera, que parecía un figurín. Pero Nan arrugó la nariz ante su presencia.

―¡Por Dios, Tom! ¿Eres tú quien huele así?

El muchacho enrojeció de placer, porque creyó que era una lisonja.

―Sí. Me he puesto un poco de cosmético para mantener el peinado y… ya ves.

―¿Un poco dices? ¡Si huele que apesta! Te habrás puesto un tarro, ¡seguro!

La sonriente cara de Tom se cambió instantáneamente por otra de aturdimiento. Tímidamente balbució:

―¿Tú crees que he puesto demasiado?

La respuesta de Nan fue concluyente. Con gran energía movió su abanico para alejar aquel perfume envolvente, y con voz firme dictó la sentencia:

―No intentes bailar conmigo. Ni te acerques siquiera. Me marearía.

El martirio de Tom aumentó aún cuando llegó Dan. Como no había tenido tiempo de encargarse un traje más apropiado para el baile, se le ocurrió vestir las ropas de charro mejicano que poseía. Su éxito fue total. Aquel traje negro recamado de bordados plateados, camisa blanca de encaje, fajín de seda roja y ancho sombrero le daban un aspecto interesantísimo. Al andar con pausados y elásticos pasos tintineaban las espuelas de plata y sus ojos parecían aún más negros que de ordinario. Desde que entró en la sala fue el centro de las miradas femeninas.

Emil tenía también un gran éxito. Los uniformes siempre gustan a las mujeres, especialmente cuando quien los lleva es un apuesto joven, alegre, bullicioso y excelente bailarín.

Jo, Meg y Amy procuraron animar a los remisos, a los tímidos. Las hermanas bailaron con ellos para que tomasen confianza. Cuando la tomaron, empezaron a bailar con entusiasmo de tal forma que los pisotones y empellones se sucedían sin interrupción.

También el profesor Bhaer y el señor Laurie dedicaron especial atención a las chicas menos agraciadas, vestidas con poca elegancia, o simplemente aquellas que la juventud, más egoísta, tenía un poco olvidadas. Era de admirar la exquisitez con que lo disimulaban.

Cansados de aquel trajín, Jo y Laurie se encontraron en un aparte.

―Tomémonos un respiro, Jo. Lo merecemos. Mientras, podemos contemplar unos cuadros que acabo de adquirir.

―Me parece excelente. Me han zarandeado tanto para bailar que me duele todo el cuerpo.

Desde la sala de música y encuadrados por el marco de un ventanal vieron a un interesante grupo.

Eran el señor March, sentado en la terraza sobre un cómodo butacón; a sus pies, sobre unos cojines, Bess. Y de pie ante ellos, gesticulando con vehemencia, Dan.

―Observa, Jo. Parecen Otelo y Desdémona.

―Así es. El brillante atuendo de Dan y su color cetrino, acentuado por las sombras, su apasionamiento, su voz grave, todo, todo es de un Otelo. Bess, tan dulce, vestida de blanco, de dorados cabellos que la luna ilumina, es una inmejorable Desdémona. ¡Ay! Casi me alegro de que Dan se vaya. Es demasiado pintoresco, demasiado arrebatador. Hay tantos corazones románticos por aquí, que causaría estragos sin proponérselo.

Un poco más allá, en la misma terraza, otra escena teatral. Pero tragicómica. La componían Nan y el inevitable Tom.

―¿Es que se ha herido en la cabeza? ―preguntó alarmado Laurie a Jo.

―¡Qué va! ―respondió ella riendo―. Nan le ha prohibido acercarse a ella porque olía demasiado, y él lo ha solucionado liándose la cabeza con un pañuelo. Lo que no sé es lo que estarán haciendo ahora.

Lo que Nan estaba haciendo era practicar en Tom, por necesidad, sus habilidades médicas.

Sintiéndose romántico, Tom había querido ofrecerle una rosa con tan mala fortuna, habitual en él, que se le clavó una espina. Al muchacho le fue de maravilla, porque ahora su mano estaba retenida por las de Nan, empeñada en sacarle el pincho.

―¿Duele?

―No, Nan. No duele. Me agrada. Me tiraría de cabeza al rosal si tú habías de quitarme los pinchos.

―Pruébalo. A lo mejor entonces tengo un enfermo más grave y te quedas como un cactus.

―¡Oh, Nan, porque no…!

―Por favor, Tom No acerques a mí tu perfumada cabezota. Me marea, ya te lo dije. En una cabeza, Tom, lo importante no es lo de fuera, sino lo de dentro.

―En mi cabeza, como en mi corazón, estás tú.

Jo y Laurie apenas podían contener la risa.

―Deberías intervenir, Jo. Aconseja al muchacho que deje de insistir. Está haciendo un papel demasiado ridículo.

―Ya se lo he insinuado muchas veces, pero es constante y tenaz hasta la ceguera. Necesita alguna emoción fuerte.

Jo y Laurie siguieron su paseo. Poco después se detuvieron un momento para contemplar a Teddy.

―¡Vaya, ya está haciendo alguna de las suyas! ―se lamentó la madre.

―Espera, espera. Veamos en qué consiste.

Teddy estaba sobre un taburete, sosteniéndose sobre un solo pie. La otra pierna la tenía levantada hacia atrás, el cuerpo proyectado hacia adelante y las manos en actitud de querer alcanzar algo lejano. Jossie y dos amiguitas comentaban alegremente aquella exhibición.

Laurie, que en todo veía algo artístico, comentó:

―Se diría que es Mercurio intentando volar.

Si lo intentaba o no quedó en el secreto. Porque súbitamente cedió el taburete ante el peso del «león» que cayó tan largo como era. Con la misma rapidez se levantó, pero el taburete quedó prendido en su pierna, por más que con alocados gestos y grandes aspavientos intentó quitárselo.

Al oír las risas de Jossie y sus amigas, Teddy convirtió hábilmente su estéril lucha en una danza salvaje. Jo le miraba con una mal reprimida sonrisa.

―Es un auténtico potro por domar.

―Puede que tengas razón. Pero en todo caso, un auténtico potrillo pura sangre. Tiene carácter y no se arredra por nada.

―Estos «cuadros» que acabamos de ver enmarcados por las ventanas ―dijo Jo― son cuadros de vida y animación. Tal vez en algún libro salgan reproducidos algún día. Me has dado una buena idea.

Jorge «Relleno» y Dolly también asistieron a la fiesta. Aposentados en un rincón, junto a una mesa atiborrada de golosinas, se dedicaron durante la velada a comer y criticar.

Se esforzaban en aparentar finos modales y en hablar en forma distinguida, pero sus intentos se contradecían con la prisa y voracidad con que engullían sin parar. A pesar de todo, para ellos todo resultaba vulgar, basto y pueblerino.

En otro rincón tuvo lugar una conversación muy interesante.

―¡Es una fiesta magnífica! ―exclamó una muchacha mirando admirativamente a su alrededor―. ¿Te diviertes?

―Sí. Pero es que en esta casa es todo tan elegante, que aún con mis mejores vestidos me encuentro ridícula.

―Deberías pedir consejo a la señora Brooke. Conmigo fue muy atenta. Parece «imposible la maña que tiene. Con un par de retoques que me indicó, mi vestido parece realmente otro. Tiene un gusto exquisito en todo y se desvive por ayudar.

―Realmente resultas monísima con este vestido. Seguiré tu consejo y preguntaré a Meg. En realidad, ya me aconsejó en otros problemas y a Mary Clay también.

―A mí me aconsejó gimnasia. Me daba mucha rabia, porque me estaba poniendo como un tonel. Pero ahora ya lo digo tranquilamente porque lo he podido evitar.

―Son toda la familia muy buena gente. El señor Laurence paga todas las cuentas de Amelia Merril. ¿No lo sabías? Cuando su padre se arruinó, ella se vio obligada a dejar el colegio. Pero el señor Laurence corre con todos los gastos.

―¿Y el profesor Bhaer? ¿A cuántos chicos da clase gratuitamente por las tardes en su casa? A muchos, no lo dudes.

En la terraza fue reuniéndose un grupo numeroso. Cómodamente sentados en los peldaños de la escalinata, daban cuenta entre bromas de una suculenta cena fría.

Con su habitual sinceridad, Nan dijo:

―Lamento de veras que estos chicos se vayan. Vamos a estar aburridísimas.

―Yo también. E incluso Bess, que exige que los hombres sean un modelo de elegancia, hace un momento se lamentaba de lo mismo ―contestó Daisy.

―Allí está hablando con Dan. ¡Hay que ver lo que ha cambiado Dan! ¿Te acuerdas que siempre nos perturbaba con sus bromas? Decíamos que acabaría siendo pirata. Ahora me parece el más guapo y distinguido de la reunión.

―No estoy de acuerdo, Nan ―contestó la enamorada Daisy―. A mí me gusta mucho más Nath. Encuentro muy atractivo a Dan, lo confieso, pero me cansa con su desbordante energía.

―Eso es precisamente lo que me encanta ―interrumpió Nan con entusiasmo―. Un hombre debe ser fuerte, tenaz, activo, enérgico, audaz y si me apuras un poco… tal vez hasta un poquitín pendenciero. Sólo a un hombre así se le puede dar el título de «rey de la creación». En cambio, fíjate en Tom…

―Es un buen muchacho.

―Sí. Lo es. Nunca lo he puesto en duda. Pero ¿qué es lo que hace? Está perdiendo el tiempo, convirtiéndose en el hazmerreír de todos. No creas que no lo siento, no. Por mi gusto, ningún chasco le daría, pero si le trato con simpatía se forja esperanzas y vuelve a la carga sin darse cuenta de la realidad. Si le rechazo, ¿qué hace entonces? Se lamenta y enfurruña, como un niño que no le dan la golosina que quiere. La vida es lucha. Y el hombre debe luchar.

―La mayoría de las chicas desearían un enamorado tan fiel y constante ―aseguró Daisy―. Es muy bonita esta fidelidad.

―Lo juzgas así porque eres una sentimental. Los hombres deben volar por su cuenta. Estoy convencida de que a Nath le irá bien. También Tom debiera hacer lo mismo en lugar de estudiar Medicina sin vocación.

―¿Tú crees?

―No lo dudes. Los hombres deberían demostrarnos de lo que son capaces y dejamos a nosotras que también lo demostrásemos, antes de que se convirtieran en unos amos absolutos y las mujeres en esclavas. Como aún no se hace así, se producen muchos errores.

―Estoy de acuerdo ―exclamó solemnemente Alicia Heath, una joven que como Nan tenía un carácter firme―. Que se den oportunidades a las mujeres para que demuestren su valía. Y la demostraremos sin duda alguna.

―¡Enarbolad la bandera de la igualdad, mujeres! ―arengó John «Medio Brooke»―. Luchad por vuestros derechos y contad con mi leal colaboración y ayuda.

Su gesto teatral hizo reír a todos. Luego añadió:

―Aunque si en la vanguardia de las mujeres van Alicia y Nan, toda ayuda sobra.

―Gracias, John. Eres un buen chico. Admiro a los hombres sinceros que saben aceptar que no son dioses. Hay que verlos enfermos como yo los veo para darse cuenta de su verdadero valor, de su fortaleza.

―¡Así se habla! ―coreó John por seguirle la corriente.

Nan siguió hablando con calor del derecho de las mujeres. Unos aprobaban, otros disentían, y todos armaban gran revuelo.

Emil buscaba gresca con humorísticas intervenciones. Dan observaba, gozaba con aquel despliegue de energía.

―Vamos a ver ―siguió Nan―, parece que todos estamos aquí. Someteremos la cuestión a votación. Dan y Emil piensan como nosotras. No en vano han recorrido medio mundo; Tom y Nath han tenido hermosos ejemplos para decidirse también; de John y de Rob estamos orgullosas, y ellos están de acuerdo; Ted es un inconstante, y en cuanto a Dolly y Jorge, aunque ellos piensen ser unos grandes hombres, aún están por formar. Empecemos por el «Comodoro».

―Estoy dispuesto.

―¿Crees en el derecho de las mujeres?

―Creo. Tanto es así que estoy dispuesto a cambiar mis marineros por mujeres. Si ellas nos guían para volver a tierra, también nos guiarían en el mar.

―Muy bien, los marinos han sido nobles y generosos. Ahora tu, Dan. ¿Te parece justo que nos igualemos a vosotros?

―Sin dudarlo. Y desafío a quien diga lo contrario.

Nan sonrió a Dan con complacencia. Le agradaba aquella firmeza.

―Ahora le toca a Nath. Tal vez piense lo contrario, pero no se atreverá a decirlo. Sin embargo, yo espero que nos defienda ahora con su voto sin esperar a que la batalla ya esté ganada. Porque entonces ya no tendría mérito.

Nan dijo aquellas palabras para espolear a Nath. Quería que reaccionara de su abulia y languidez. Sin embargo, le dolió haber dicho aquello.

Nath enrojeció vivamente. Luego, con conmovedora expresión contestó:

―Sería el más ingrato de los hombres si no deseara lo mejor para las mujeres. Porque a ellas debo cuanto soy y todo cuanto podré ser en la vida.

Las muchachas aplaudieron y Nan le arrojó un ramo como premio, porque también se había emocionado.

Luego, adoptando un tono solemne, casi judicial, Nan interpeló a Tom.

―Tomás Bangs, diga la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad… si es que puede.

Tom se esforzó en seguir la broma. Levantó la mano con solemnidad como dispuesto a jurar.

―Creo en las mujeres, en su entereza, en su valor y en su inteligencia. También creo en su resistencia. Y estoy dispuesto a morir por ellas. Especialmente por una…

Todos rieron ante la clara insinuación de Tom. Pero Nan no se inmutó.

―Morir, morir. Los hombres siempre hablan de morir por nosotras las mujeres. Morir es muy cómodo. Cuesta más vivir, luchar cada día. Prometed a las mujeres que las haréis felices y cumplidlo. Morir por ellas sería dejarlas viudas… y desprestigiar a los médicos.

Como siempre que se enfrentaba con Nan, Tom quedó corrido, sin saber qué responder. Ella lo advirtió y puso fin a la cuestión.

―De todas formas, aprobado, Tom. Es satisfactorio ver que Plumfield va a dar al mundo seis hombres. Espero que ninguno de los seis nos defraudará. Y ahora, a bailar de nuevo. Pero cuidado con las bebidas frías; cuando mejor van causan descomposición.

Aquellas últimas palabras de Nan fueron una ducha helada para el romántico Tom. Pero ella era así: desconcertante.

CAPÍTULO VI

ÚLTIMOS CONSEJOS

El día de la partida era domingo. En grupo se encaminaron a la iglesia disfrutando en su paseo de un tiempo magnífico. Daisy se quedó en casa alegando jaqueca. Jo comprendió que era la congoja de la próxima partida de su amado lo que tenía, y se quedó junto a ella.

Antes, Meg habló claramente:

―Daisy sabe bien cuáles son mis deseos y puedo confiar en ella. De Nath debes encargarte tú, Jo. Hazle comprender bien claro que no me gustan ni deseo estos amoríos y que si no lo comprende así me veré obligado a prohibir toda correspondencia.

―No te preocupes, Meg. Hablaré con Nath. En realidad ya quería hacerlo, lo mismo que con Emil y Dan. Puedes marchar tranquila a misa con tu John, que más parece un novio que un hijo tuyo. Porque hoy estás guapísima y más joven que nunca.

―Me halagas para ayudar a Nath. Pero en eso no transijo. Lo sabes muy bien. De modo que haz lo posible por complacerme.

―Descuida, hablaré con el chico.

No tuvo que esperar mucho Jo para hacerlo. Poco después de haber marchado Meg del brazo de su apuesto John apareció Nath. En su paso había algo furtivo. Deseaba aprovechar los últimos momentos para estar con Daisy.

Jo le vio y le llamó. Nath no tuvo más remedio que acudir a su lado.

―Siéntate un momento, Nath. Aquí en la sombra es―taremos bien y podremos charlar un rato.

―Con mucho gusto ―contestó él, por compromiso.

―Apenas he tenido tiempo de enterarme de tus planes y me gustaría conocerlos.

―Aspiro a grandes cosas, que sé que me costarán. Como sé muy bien que si puedo empezar a luchar por ellas es gracias a lo que usted y el señor Laurie hacen por mí.

―No debes dar gracias con palabras, sino con actos. En tu carrera encontrarás muchas tentaciones, de las que sólo tu buen juicio podrá librarte. Es una ocasión que tienes para demostrar lo que valen tus principios. Como todo el mundo, cometerás equivocaciones, pero debes aprender a corregirte a tiempo. Procura estar siempre en paz con tu conciencia, hacer fuerte tu ánimo contra la adversidad y ser tan sencillo y afectuoso como ahora. Esto es lo importante.

―Lo procuraré, mamá Bhaer. Tal vez no llegue a ser un genio de la música. No lo sé. De lo que sí estoy convencido es de que no cambiará nada en mi corazón. Usted sabe que lo dejo aquí.

Sin poderlo remediar, Nath dirigió una esperanzada mirada hacia la ventana, tras la cual pensaba podía estar Daisy.

―Precisamente quería hablarte de eso. Voy a decirte algo que tal vez sea un poco duro. Tú me lo perdonarás, porque sabes que yo simpatizo lealmente contigo.

―¿Va a hablarme de Daisy? sí, hábleme del ella!

―Escucha bien. Voy a tratar de darte un consejo y un consuelo al mismo tiempo. Todos sabemos que Daisy te quiere. Todos sabemos también que su madre se opone a vuestras relaciones. Ella obedecerá a su madre. Los jóvenes pensáis que vuestros sentimientos son eternos. La realidad es que nadie muere de amor.

Al decir esto Jo sonrió pensando que en otras circunstancias consoló a un enamorado, que había olvidado ya sus penas.

Nath no contestó. Solamente negó con la cabeza.

―Pueden ocurrir dos cosas, más que probables. Que te enamores en Alemania o que te entusiasmes tanto con la música que olvides este amor que ahora tanto valoras. Además, también es muy posible que Daisy te olvide con el tiempo. Por eso os aconsejo que no os prometáis nada. Que ambos quedéis libres, como dos buenos amigos. Luego, el tiempo dirá.

Nath levantó la mirada. En su expresión había tristeza e incredulidad.

―¿De verdad cree que las cosas van a suceder así? ¿Que se olvida cuando se ama de veras?

Jo no se atrevió a afirmarlo, porque realmente no lo pensaba. El muchacho se animó ante aquel silencio.

―Entonces, si estuviera en mi lugar, ¿qué haría usted?

Jo estaba desconcertada. No sabía qué decir, porque simpatizaba con aquel sentimiento.

―Te diré lo que haría en tu lugar. Diría: «La madre de Daisy me rechaza. Yo conseguiré que se sienta orgullosa de darme su hija. Seré un gran músico para y por ella». Eso haría. Y si a pesar de intentarlo con todas las ansias no lo conseguía, algo habría logrado: ser mejor, valer más.

―Eso es lo que pensaba hacer. Lo que haré. Pero me gusta oírselo a usted. Es como una puerta abierta a la esperanza. Me doy perfecta cuenta de lo que sienten por mí. No olvidan que fui recogido por caridad, que mi padre fue músico ambulante; que pedía limosna. Pues bien, si antes fuimos ricos y por los reveses de la fortuna nos vimos en tal situación, ningún Blake cometió nunca nada deshonroso. Y no voy a cometerlo yo, pase lo que pase. De eso pueden estar todos muy seguros.

Nath hablaba con un calor y una energía extrañas en él. Jo pensó si estarían todos algo equivocados con él. Tal vez ese amor fuese el acicate que el muchacho necesitaba para salir de su indolencia.

Pero estaba ya tan excitado que procuró calmarle:

―Hazlo así, Nath. Nadie podrá negar entonces tu mérito y estoy convencida que mi hermana te verá con otros ojos. ¡Ánimo, muchacho! Alégrate. Escríbeme semanalmente. Yo te contaré todo cuanto pase en este lugar. Y, cuando escribas a Daisy, ya sabes, como a una amiga. Lo demás debes ganarlo a pulso.

―Lo ganaré. Trabajaré sin descanso.

―Pero no vayas a enfermar.

―Descuide. Tengo en cuenta sus consejos. ―Y el muchacho señaló el libro de consejos que Jo le había dado la víspera.

La señora Bhaer aún añadió otros de palabra. Luego se interrumpió al ver llegar a Emil.

―Bueno, ya nos hemos desahogado, ¿eh, Nath? Ahora quisiera hablar un momento con el «Comodoro». Puedes ir a hablar un ratito con Daisy.

Nath no se lo hizo repetir. Salió corriendo.

Emil estaba de broma, como siempre.

―¿Por qué no vienes conmigo, tía? A bordo estarías como en casa. Cuando atracásemos, verías otros países.

―Yo ya estoy anclada aquí. Soy un barco viejo.

―¿Viejo? ¡Ni soñarlo! Pero ¿sabes? Una cosa me gusta. Eso que no estropeas las despedidas con lágrimas.

―¿Para qué? ―bromeó Jo―. Las lágrimas son gotas de agua salada. Y un marino ve tantas que ya no les prestaría atención. Cuando tengas un barco propio, efectuaré un viaje contigo. Lo deseo de verdad.

―Si llego a tener un barco, su nombre será Jovial Jo. Tú serás la madrina y presidirás el primer viaje.

―Siempre he soñado con un viaje por mar. También en vivir un naufragio en un mar embravecido…

―Si ése es tu gusto procuraremos complacerte. El capitán dice que le traigo la suerte y el buen viento. Será cuestión de esforzarse para proporcionarte una tormentita.

―Todo lo tomas a broma, Emil, y eso es bueno en ocasiones. Pero ahora vas a embarcarte como oficial. Tu deber será mandar, no sólo obedecer. ¿Estás preparado debidamente? Mandar cuesta más. Es de mayor responsabilidad. No debes permitir tampoco que el poder te convierta en un tirano.

―Pierde cuidado. Ya tengo experiencia en viajes anteriores. Procuraré conseguir que me quieran, no que me teman.

―Obedece al capitán. No hacerlo sería insubordinarte y por este camino nunca llegarías a serlo tú.

―Descuida, tía. Seré un buen oficial. Más adelante un buen capitán. Y te llevaré. Queda decidido.

―Otra cosa quiero decirte. Leí en algún lugar que todas las cuerdas de los barcos de la armada británica llevan trenzado un cordelito rojo que las identifica dondequiera que estén. La virtud, la honradez, el valor y la buena reputación, o sea, todo lo que forma el carácter de una persona, es ese cordelito encarnado que señala al hombre bueno dondequiera que se encuentre. Trata de que se te conozca por tu conducta en todas partes y en todas las ocasiones. La vida del mar es dura, ya lo sé. Pero siempre se puede ser un caballero. Tanto como tu cuerpo, cuida de tu alma. Y cumple tu deber hasta el fin.

Emil oyó aquellas palabras completamente serio. De pie ante Jo, con la gorra en la mano, casi firme. Luego contestó con acento seguro:

―Así será, si Dios quiere.

Poco después la señora Bhaer terminó con Emil para aprovechar la circunstancia de que Dan se acercaba.

―Ven aquí, Dan. Después de tu paseo te vendrá bien sentarte un rato.

―No quisiera molestar. En realidad no estoy cansado en absoluto.

―Tengo ganas de charlar. Como buena mujer…

―Como guste. ¿Sabe una cosa? Llega el momento de la marcha y no parece alegrarme demasiado. Como si no lo desease.

―Te estamos civilizando, Dan. Ésa es la causa. Llegará el momento en que desearás echar raíces.

―Eso pienso también. Parece que me canse de estar siempre solo. Incluso pienso si no me habré equivocado desechando los libros por sistema. Ahora tendría una cultura. En cambio…

La señora Bhaer tuvo dificultades en disimular su sorpresa. Porque sorprendente era ese súbito afán de Dan por los libros y la cultura.

―Ahora lo ves así, Dan, porque vas cambiando. Pero un tiempo atrás, lo que realmente precisabas era expansionar tu caudal de energía, dar suelta a tu inquietud. Lo que pasa es que ahora vas viendo las cosas de otra manera. Tiempo llegará en que estaré absolutamente orgullosa de ti.

A Dan le agradó aquella afirmación, pero no lo creía posible y lo dijo sinceramente.

―No creo que llegue ese día. Aún soy medio salvaje. Intento establecerme, pero termino cansándome del ocio y emprendiendo una nueva aventura. No me extrañaría nada que cualquier día ocurriese algo.

Jo se inquietó.

―Imagino que habrás tenido alguna aventura peligrosa, Dan. No quiero preguntarte si tú no me lo cuentas por propia iniciativa. Pero si pudiera ayudarte en algo…

―No hay que darle demasiada importancia ―se excusó Dan―. Aunque confieso que Frisco no es precisamente un nido de ángeles.

―Ese dinero que has traído, ¿lo has ganado en el juego?

―No. En el juego gané mucho dinero. Pero acabé por perderlo todo. Éste que he traído lo gané especulando, que no deja de ser un juego, pero de categoría. El otro juego lo dejé antes de que fuese demasiado tarde. Las cartas son mala compañía.

―Gracias doy a Dios porque lo decidiste. No vuelvas a jugar. Si sintieras esa tentación, aléjate a tus praderas, a tus montañas. Ésa es una pasión que lleva a todo lo peor.

―Por este lado no hay cuidado. Ya estoy bien escarmentado. Lo que realmente me preocupa es mi carácter. Cuando me excito, no me contengo. Bien está que uno se lie la manta a la cabeza cuando lucha con un búfalo. Pero con un hombre ya es distinto. Quisiera dominarme más, porque temo que algún día mate a alguien. Por ejemplo: me sacan de quicio las personas falsas, los hipócritas.

―Esta agresividad la tienes de pequeño. Comprendo bien lo que eso representa, porque también yo he debido luchar para dominarme. Pero por mucho que te cueste, debes conseguirlo. No se puede permitir que por un momento de ira o de ofuscación se pierda toda la labor de una vida. Te aconsejo como a Nath. En los momentos difíciles, la oración es un buen consuelo y la mejor ayuda.

―Con sinceridad debe confesar que rezo pocas veces. Pero procuro dominarme todo cuanto puedo. Lo mejor será que me vuelva a las Rocosas y no regrese hasta que esté manso como un cordero.

―O bien todo lo contrario. Que procures alternar con personas de verdadera categoría moral que te vayan puliendo. A mí me parece que con nosotros no has estado violento, ¿verdad? Eso es porque te hemos tratado con cariño, con lealtad y con sencillez.

―No crea que no lo agradezco…

―Cuanto te vayas procura leer mucho. Yo te proporcionará ahora algunos libros.

Ambos se encaminaron hacia los estantes llenos de libros.

―Escoja libros de viajes y aventuras. No me dé libros piadosos, porque no los leo con gusto.

Jo se volvió y le miró serenamente.

―Dan, no te esfuerces en aparecer peor de lo que eres. Ni hables con desprecio de las cosas buenas. No vayas a abandonar la religión por una falsa vergüenza, que sólo sienten los hombres sin carácter. No es necesario hablar de religión a todas horas. Basta que obres de acuerdo con, ella y le tengas abierto siempre el corazón para todo lo bueno que de ella pueda venirte. No rechaces esta esperanza. Ella te ayudará a superarte.

La mirada de Dan se dulcificó bajo las palabras de Jo. Tenía en realidad un corazón bueno y generoso, pero a sus rudas maneras parecía estorbarle cualquier concesión de tipo espiritual.

Jo prosiguió; sabiendo que había llegado a la conciencia del muchacho:

―En tu equipaje he visto aquella Biblia que te regalé. Me alegra que la conserves. Pero más contenta estaría si se viera menos nueva, más usada. Haz una cosa por mí, Dan. Muy poca cosa. Prométeme que cada domingo, estés donde estés, la leerás un ratito. Siempre te enseñará algo. Siempre te guiará. ¿Lo harás, Dan? No te pido mucho.

―Lo haré ―y en el rostro de Dan nació una amplia sonrisa, sincera, como todas sus reacciones. Jo no quiso hablar más. Se consideraba dichosa con aquella seguridad.

Por eso dejó los sermones y consejos y se dedicó a elegir algunos libros. Dan también curioseó en la biblioteca.

―¡Vaya! aquí está Sintram. Recuerdo que ése era uno de los pocos cuentos que me gustaban cuando niño. ¿Se acuerda usted?

Jo tomó el libro. Mientras lo hojeaba deteniéndose en las láminas fue trazando una comparación.

―Tú y Sintram tenéis muchas analogías. Como él, tú debes luchar solo. Tus enemigos son el pecado y las pasiones; el mal espíritu te hace andar errante por el mundo en busca de fuerza y paz. Incluso como Sintram tus dos compañeros son una yegua y un perro: Octto y Don. No tienes armadura para defenderte, como él, pero acabo de aconsejarte una que te irá maravillosamente: la Biblia. ¿Recuerdas que Sintram luchaba por su madre? Lucha y vence por ella, Dan.

Era conmovedor ver aquel hombrón, ganado por aquellas sugerencias; Sin embargo, se resistía. Quería aparecer duro, escéptico.

―No es posible que tengamos el mismo fin Sintram y yo. Él encontró a su madre, yo…

―… a ti te espera en el cielo.

―¡Bah! No me convence esa idea. ¿Por qué había ella de esperarme?

―¿Preguntas por qué, Dan? Yo te lo diré. Porque las madres nunca olvidan, si son buenas. Y la tuya lo era. Ella huyó lejos de tu madre para salvar a su hijito, para salvarte a ti, de su mala influencia. Si ella viviera todavía, tu vida habría sido mucho más feliz, Haz que su enorme sacrificio no haya sido estéril.

Sorprendida por el silencio de Dan, Jo le miró. Por un instante pudo ver una lágrima rebelde deslizándose por su mejilla curtida.

Al sentirse observado, con un enérgico restregón Dan la hizo desaparecer al momento.

―Bien, me llevaré el libro y lo leeré. Me gustaría encontrar a mi madre donde quiera que ella esté. Pero duda que sea posible…

―Llévatelo y ten la seguridad de que «tus dos madres» pensaran siempre en ti.

La partida de los viajeros fue muy emocionante. Numerosos pañuelos agitados con emoción los despidieron. Ellos correspondían mientras se alejaban, dedicando sus postreros adioses a mamá Bhaer.

Jo se enjugó unas lágrimas. Casi murmurando dijo:

―Tengo el presentimiento de que a uno de los tres ya no volveré a verle… o le veré totalmente cambiado. ¡Que Dios los guarde!

CAPÍTULO VII

EL LEÓN Y EL CORDERO

La marcha de los tres jóvenes fue la señal para una desbandada casi completa.

El profesor llevó a Jo a las montañas para que descansase. Los Laurence se tomaron unas vacaciones en la orilla del mar. La familia de Meg y los hijos de Jo se turnaban en la vigilancia y cuidado de las casas, en Plumfield, entre visitas al mar o a la montaña.

Cuando ocurrieron los sucesos que vamos a relatar, en Plumfield estaban Meg, Daisy, Rob y Teddy. Los dos muchachos acababan de regresar.

Como Nan había ido a pasar una semana con su amiga, y John y Tom estaban de excursión, el lugar había quedado desierto.

El hombre de la casa era Rob que ayudado del viejo Silas estaba de vigilante general.

Tal vez fueran los efectos del aire de mar, pero el caso es que Teddy estaba más revoltoso que nunca. Meg andaba literalmente de cabeza a causa de las travesuras de su sobrino. Octto, la yegua de Dan que estaba temporalmente a su cuidado, estaba rendida de cansancio porque «el león» no le daba tregua. El perro Don estaba ya cansado de lucir sus habilidades ante el muchacho y se rebelaba gruñéndole.

―Me parece que este perro está enfermo. No obedece ya, apenas bebe ni come. Mira que si le ocurriese algo… ¡Dan nos mataba!

―Debe ser el calor. Pero es posible que añore a su amo. O tal vez presiente que a Dan le ha ocurrido algo. Yo he oído decir que los perros…

―¡Bah! ¿Cómo puede saberlo el perro? Lo que pagó que se está acostumbrando a la vida de holganza. ¡Eh Don, ven acá!

―Déjalo, hombre. Mañana podemos llevarlo al veterinario. Él nos dirá si está enfermo.

Pero Teddy ya estaba lanzado, y no atendió a razonamientos. Intentó hacerse obedecer sin conseguirlo. Insistió varias veces ordenando con severidad. Pero el perro estaba irritado y no hacía más que gruñir.

―De manera que no obedeces, ¿eh?

Teddy se había ofuscado ya. Cogió un palo que tenía al alcance y se dirigió hacia Don. El perro se le enfrentó, gruñendo sordamente. Pero el muchacho estaba ciego a cuanto no fuera su propósito. Sin ver el peligro que ello podía representar siguió en su intento.

―¡Detente, Ted! ―gritó Rob.

Y viendo que su hermano no le hacía ningún caso, porque ya hurgaba al perro con el bastón, se puso frente a Don para impedir fuese maltratado.

―Me plantas cara, ¿eh? Tú verás ahora.

Con rapidez Teddy sujetó a Don con la cadena. El perro pareció desconcertado, porque sólo había sido sujetado así un par de veces por su amo. Sele erizó el pelo y hasta tembló de rabia.

―Vamos a ver ahora. Te daré tu merecido.

―¡No le pegues, Ted! ¡Te lo prohíbo!

El pacífico Rob había dado una orden tajante a su hermano. Pero Teddy estaba demasiado enardecido y con el palo golpeó al perro.

Cuando levantaba el brazo para repetir el golpe, Don se abalanzó hacia él, descompuesto por la rabia, aumentada por el hecho de estar encadenado.

Temiendo por su hermano, cegado por la ira, Rob se interpuso con tan mala fortuna que el perrazo cerró sus fauces sobre una de sus piernas, en la que produjo una apreciable herida.

Serenamente, Rob amansó al perro con dulces palabras. El noble animal pareció darse cuenta del tremendo error sufrido, y quedó sumiso a los pies del bravo muchacho.

Luego Rob se dirigió cojeando hacia la casa, seguido de Teddy que estaba consternado.

A solas, los dos hermanos miraron la herida con detención. No era profunda, pero sangraba. Teddy quiso animarle.

―¡Bah, no es gran cosa! Yo me he hecho heridas mucho peores.

―No pienso en la herida. Lo que me asusta es la hidrofobia ―y con toda sencillez, Rob agregó―: Aunque de todas formas, prefiero que me haya mordido a mí que a ti.

Al oír aquella terrible palabra Teddy quedó aterrado.

―¡Oh, no, Rob! ¡No es posible! ¿Qué podemos hacer?

―Hay que llamar a Nan. Está pasando unos días en casa de Alicia. Mientras, me lavaré la herida. No creo que Don esté rabioso, pero se me ha ocurrido la idea pensando que el perro últimamente ha estado algo raro.

Teddy voló al encuentro de Nan, con la que volvió al poco rato.

La muchacha miró atentamente la herida. Luego habló serenamente:

―No podemos esperar a saber si Don está rabioso, ni nos queda tiempo para buscar un médico. Podemos hacer algo, pero me apena hacerlo porque te va a doler.

En aquel momento Nan no actuaba como una profesional. El amor que sentía por los dos muchachos y la ansiedad que veía en sus rostros llevaban las lágrimas a sus ojos.

―Ya lo sé, Nan. Hay que quemar la herida, ¿verdad? Hazlo inmediatamente. Lo soportaré. Pero será mejor que Ted se vaya.

El valor de aquel muchacho, tan tranquilo, tan reposado, era patético. Incluso cuando iba a soportar una dolorosa prueba se preocupaba más de su hermano que de sí mismo.

Teddy, haciendo esfuerzos desesperados por no llorar, afirmó rotundamente:

―Si él lo soporta, yo también lo aguantaré. No quiero irme por nada del mundo. Debo estar con Rob. No faltaría más…

―Muy bien, Ted. Quédate con Rob un momento. En seguida vuelvo.

Era día de plancha y afortunadamente el fuego estaba encendido.

Sin perder un segundo Nan puso un asador en el fuego. Mientras se ponía al rojo vivo, rogó a Dios que le diera fuerzas para soportar la prueba.

Trémula de angustia, Nan procedió a cauterizar la herida. Rob lo soportó con un valor extraordinario y sólo un leve gemido se escapó de su apretada boca. Teddy ayudó cuanto pudo, pero la impresión y el remordimiento pudieron más que su fortaleza y cuando Nan hubo terminado le vio tendido, desmayado, sin haber dicho nada.

Una vez repuesto Teddy, Nan le dio instrucciones:

―Ensíllame a Octto. Iré a ver al doctor Morrison. Tú, Rob, no te muevas en absoluto. Procurad que nadie se entere. Se alarmarían sin fundamento.

Después de una buena galopada, Nan contó detalladamente el accidente y el remedio al doctor, que aconsejó se llevase el perro al veterinario, por si acaso, aunque quitó importancia al asunto.

El veterinario se hizo cargo del perro, y dio seguridades de que no padecía hidrofobia.

Estas autorizadas opiniones tranquilizaron a Nan. Pero quedaba por resolver la cuestión de ocultar el accidente a los demás.

Afortunadamente, el carácter tranquilo de Rob le había acostumbrado a pasar largas horas leyendo en su habitación. Eso le permitió descansar sin que le encontrasen raro.

Teddy era otra cosa. Estaba tan preocupado e impresionado por lo ocurrido y por las terribles consecuencias que podía haber tenido, que a cada paso estaba a punto de delatarse. Nan tuvo que imponerse para tranquilizarle, incluso administrándole algún calmante. Pero no pudo evitar que en el muchacho se produjera una gran transformación. Seguía siendo inquieto, pero cuando la obstinación iba a producirse en él, se sobreponía en el acto, y hacía marcha atrás.

Desde aquel momento, el travieso y revoltoso «león» aprendió a mirar a su tranquilo y pacífico hermano con una admiración, que los que no estaban en el secreto encontraban extraña.

A la vuelta de la familia Bhaer, Jo lo comentó con su esposo.

―Me admira el cambio experimentado por Ted. No sé si atribuirlo a la influencia de Meg, o a las comidas de Daisy. Pero parece otro.

―También Rob parece más sereno y firme. Más hombre. Debe ser que van creciendo.

En un rincón de la estancia, ajeno por completo a la conversación de sus padres, Ted escuchaba atentamente las explicaciones geológicas de Rob, al que tenía pasado un brazo por el hombro. Era una escena inconcebible un tiempo atrás, porque el «león» siempre se había burlado de las pacíficas aficiones del «cordero», que ahora respetaba y casi compartía.

La realidad es que el sereno y callado valor de Rob le habían admirado profundamente.

La ligera cojera de Rob la atribuyeron a una caída casual y sin importancia en la escalera. Así los padres quedaron tranquilos.

El profesor Bhaer los llamó:

―Rob, Teddy, acercaos. Con mamá comentábamos el cambio operado en vosotros. ¿A qué se debe?

―Verás ―dijo Rob enrojeciendo por la mentira, porque nunca mentía―, hemos estado solos estos días. Nos hemos dedicado más el uno al otro…

―… y ¡claro! ―añadió Ted, con cara de inocencia―, estamos más compenetrados.

Teddy lo quiso arreglar mejor aún, sin darse cuenta que se metía en un laberinto.

―Me he dado cuenta de que Rob vale muchísimo más de lo que pensaba y ¡claro!…

―Pues no lo veo tan claro. ¿A causa de qué has podido valorar mejor a Rob? ―preguntó Jo, con agudeza.

―Yo pensé que no era valiente y…

Ted ya empezaba a estar apurado. Sofocado y acosado a preguntas, ya no atinaba a salir del atolladero.

―¿No será que en nuestra ausencia le has atormentado mucho y ahora estás arrepentido, o simplemente temes que nos lo cuente?

Ted calló. Era demasiado noble para mentir y no deseaba decir la verdad. Entonces su madre se interesó más aún.

―Vamos a ver, Rob. Puesto que Teddy no quiere contestar, prosigue tú.

―Mamá es que…

―Deseo que me lo cuentes todo. Algo ha ocurrido y debemos saberlo.

―Contesta a mamá, Rob ―ordenó el profesor.

Procurando quitar importancia a la cosa y, especialmente, disculpando en lo posible a su hermano, Rob contó lo sucedido.

Los padres quedaron aterrados pensando en las terribles consecuencias que el genio y obstinación del muchacho podían haberle acarreado.

«El león» no parecía tal. Avergonzado por su acción, parecía empequeñecido. Por gusto habría desaparecido de las miradas de sus padres, que nunca había visto tan severas.

Jo se abrazó a Rob entre sollozos. Aquella escena aún encogió más a Ted, que se sentía culpable del dolor de su madre, como antes lo fue del de su hermano.

El profesor permaneció sereno y ecuánime.

―Mujer, no te pongas así. Ya todo ha pasado, afortunadamente. En el fondo debemos estar orgullosos del valor demostrado por nuestro hijo. Y si la prueba ha servido para unirlos más…

Jo besó otra vez a Rob. Luego miró a Teddy:

―Ahora comprendo tu cambio. Era el arrepentimiento por tu acción y la admiración hacia el valeroso hermano del que muchas veces te habías burlado. Pero no basta el arrepentimiento; debes hacerte el firme propósito de corregir esta terquedad.

―Sí, mamá. Estoy dispuesto a dominarla.

―Yo te ayudaré. También a mí me costó lograrlo.

Valerosamente, Ted se dirigió a sus padres.

―Podéis imponerme el castigo que queráis, que lo aceptaré de buen grado. Pero perdonadme como ya me perdonó Rob.

―Ya has sido bastante castigado por la preocupación. No hace falta otro castigo.

Sin darse cuenta, los cuatro terminaron abrazados, gozosos de que lo que podía haber sido una desgracia irreparable pudiese atraer, como paradoja, un bien para uno de ellos.

Jo, como siempre, estuvo en todo.

―Me ha admirado también el comportamiento de Nan. Es una gran muchacha con un magnífico carácter. ¿Qué podría hacer para demostrarle mi extraordinaria gratitud?

Teddy explotó:

―Es muy fácil. Procura que Tom la deje en paz.

―No es mala idea ―añadió Rob―. La atormenta a todas horas con su insistencia. Apenas la deja estudiar.

―Me parece excelente. Nadie tiene derecho a estorbarla en su firme propósito de ser médico, para lo que tantas virtudes posee. Ella podría ceder en un momento de cansancio y entonces, ¡adiós carrera! Veremos qué es lo que podemos hacer.

Pero la intervención de Jo no fue necesaria. Sabido es que en materia de amor las intervenciones ajenas tienen poca efectividad.

CAPÍTULO VIII

LA SIRENITA ACTRIZ

Mientras que los dos hermanos habían pasado tan mal trago, Jossie se divertía extraordinariamente en Rocky Nook. Los Laurence sabían convertir el descanso veraniego en algo atractivo en grado sumo.

Bess adoraba a su primita. Por otra parte, Amy estaba decidida a pulirla por considerar que tanto si llegaba a ser actriz como si no, una perfecta educación social le sería muy conveniente.

Jossie y Bess estaban pasando unos días maravillosos. Juegos, excursiones por las vecinas montañas, baños en el mar, largas galopadas y animadas reuniones se sucedían sin interrupción.

Todo el mundo las colmaba de atenciones. Era lógico que no deseasen nada más.

Sin embargo, Jossie estaba interiormente inquieta. La causa estribaba en la señorita Cameron, su famosa e inaccesible vecina.

La señorita Cameron era una actriz de primera categoría. Una auténtica gloria de la escena que después de una cargadísima temporada, y, según se decía también, a causa de un desengaño amoroso, se había recluido a descansar en una magnífica torre cercana a la de los Laurence.

Los tíos de Jossie la conocían bien, pero sabían de su deseo de aislarse, y lo respetaban escrupulosamente. Pero Jossie ardía de, impaciencia por conocerla.

―Tengo que hablar con ella. Deseo conocerla.

―Pero ¿no ves que no desea tratar con nadie?

―Es igual, Bess. Si me las ingenio, tratará conmigo. Por ejemplo, podría subirme a aquel pino que está junto a su verja y dejarme caer en su jardín. O tal vez…, ¡eso!, pasar galopando y hacer que el caballo me derribe ante su puerta. Seguro que me asistiría.

―Pero, Jossie, debes tener juicio.

Jossie continuaba sus fantasías.

―No sería mala idea simular que me ahogo cuando ella vaya a bañarse. Pero no. A lo mejor mandaba un bañista a que me salvase. Y yo deseo entrar en contacto con ella.

―No precipites los acontecimientos ―aconsejaba juiciosamente Bess―, probablemente se presentará alguna oportunidad.

Mientras así hablaban paseaban tranquilamente por la playa, esperando la hora del baño que aquel día tomarían por la tarde, porque por la mañana estuvieron de pesca.

―Podemos ir hacia la roca grande. Allá es donde menos gente hay. Especialmente por la tarde estará casi desierto.

Se encaminaron hacia allá. Jugaron un rato en la arena y después se zambulleron en las transparentes y quietas aguas.

De repente, Jossie se movilizó. Emocionadísima, indicó a su prima:

―Mira, Bess. Allá está. ¿No la ves?

―¡Es la señorita Cameron!

―En efecto, ella misma. ¡Qué suerte! Ahora podré estudiarla detenidamente y ver cómo anda y se mueve. ¡Qué elegancia! ¡Qué finura!

―No debieras escrutar así; Jossie. Eso no es correcto. Menos aún sabiendo que desea aislarse de la gente ―dijo Bess, con su habitual delicadeza.

―¡Pero es que se trata de una oportunidad única! Mira, mira, ahora se acerca a las rocas. Está melancólica, ¿no te parece? Mira como observa las olas. ¡Yo voy hacia allá!

―¡Espera, Jossie, por favor! No debes ser indiscreta.

―No te preocupes. Disimularé.

No muy segura de la prudencia de su prima, Bess la siguió. Jossie fue bordeando la orilla saltando de roca en roca. Estaban en una pequeña enseñada rocosa que por carecer casi de playa era muy poco frecuentada. Precisamente por este motivo la eminente y bella actriz estaba allí: porque no había gente.

Con distintos motivos, las dos muchachas se fueron acercando. Estaban a pocos metros cuando la señorita Cameron dejó escapar una exclamación de sorpresa y disgusto:

―¡Oh, qué lástima!

Bes susurró:

―¿Te das cuenta? Ya nos ha visto y se ha molestado.

―No. Mírala. No es por nosotras. Parece que le ha caído algo al agua ―replicó Jossie, que no perdía de vista a su ídolo.

En efecto. La señorita Cameron escrutaba las aguas con inquietud, como buscando alguna cosa.

―¿Ha perdido algo, señorita?

La actriz miró hacia la muchacha que tal cosa preguntaba.

―En efecto. Descansaba en esta roca y me ha caído una pulsera. Representa mucho para mí. Desde aquí parece que se ve.

Era la oportunidad deseada por Jossie. Y con su natural viveza y decisión la aprovechó.

―Yo la atraparé.

Hecha esta afirmación se lanzó de cabeza al agua, y desapareció en ella.

―¡Oh no, puede correr peligro! ―dijo la actriz.

―No se preocupe por Jossie. Nada como un pez.

Jossie apareció jadeando por el esfuerzo. Sacó la mano del agua y al abrirla salieron una serie de piedrecitas.

―¡He fallado! Pero no se preocupe. La encontraré.

Aspiró con fuerza y se zambulló nuevamente. Desde arriba podía vérsela nadar con soltura, rastreando el fondo. La señorita Cameron miró a Bess. Como se parecía tanto a su madre le preguntó:

―Usted es la hija del señor Laurence, ¿verdad? Está muy crecida ya. ¿Cómo están todos en casa?

―Muy bien, muchas gracias.

―Dígale a su papá que iré a verlos. No deseo visitas ni recepciones, pero naturalmente con ustedes debo hacer una excepción. Y la haré con muchísimo gusto.

―A mamá y a papá les encantará también recibirla. Y en cuanto a mi prima, se volverá loca de alegría.

En aquel momento afloraba nuevamente Jossie. Además de unas piedras había atrapado unas algas. Las tiró con disgusto y se dispuso a continuar su labor.

―¡Por favor, chiquilla, déjalo! Has hecho mucho ya y temo por ti.

―Tengo un lema: «No renunciar nunca». He dicho que la encontraré, ¡pues la encontraré!

―Es una muchacha tenaz. Si en todo pone tanto empeño…

―Así es. ¿Y sabe usted una cosa? Está dispuesta a ser actriz. La tiene a usted como una diosa y no sosiega desde que supo que usted vivía ahí.

―¿De verdad? ―preguntó la actriz con complacencia―. Entonces, ¿por qué no vinieron ay visitarme? Generalmente huyo de las aspirantes a actriz. La mayoría son tan engreídas como ignorantes. Pero tratándose de ustedes…

Jossie salió nuevamente a la superficie, esta vez con éxito. Quiso anunciarlo tan de prisa, que empezó a hablar cuando aún la cubría el agua. El resultado fue que tragó unos sorbos del líquido salado, que la hicieron resoplar como una marsopa. Recobrado el aliento, expresó su alegría ruidosamente.

―¡Ya está, ya está! ¡La he encontrado!

En cuatro brazadas llegó a la orilla y subió a las rocas con presteza. Con una gentil reverencia entregó la pulsera a la señorita Cameron.

―Muy bien. Muchas gracias, gentil sirenita. Eres tan servicial como excelente nadadora. ¿Cómo podré pagar esta amabilidad?

Aquellas palabras sonaron como música celestial para Jossie.

Había imaginado tantas escenas para acercarse a la actriz soñada, había deseado con tanta intensidad que se presentase una ocasión, y ahora le preguntaban «¿Cómo podré pagar esta amabilidad?».

Pero aunque fuese un sueño había que aprovecharlo. Por si acaso. Y para ello había que salir de aquel éxtasis.

―De una manera muy sencilla, señorita Cameron. Por favor, dígame que sí.

―Pero ¿a qué debo decir que sí?

―¡Ah, claro! Con la emoción… Permítame visitarla. Una vez. Una sola vez. Me gustaría que fuese usted quien me dijera si tengo aptitudes o no para la escena. Nadie mejor que usted. Lo verá en seguida. Y si me lo dice usted… yo lo creeré a ciegas. ¿Querrá usted hacerlo?

―¿Cómo negarlo? Me has hecho un gran favor, eres sobrinita del señor Laurie y, especialmente, eres también una incondicional admiradora que ama la escena… Son muchas virtudes, ¿no te parece? Concedido.

―¡Oh, gracias, gracias! ¡Qué ilusión, señorita Cameron! ¿De verdad que no sueño, Bess? ¡Pellízcame!

―¿Te parece bien mañana a las once? Charlaremos, me demostrarás qué es lo que puedes hacer y yo te daré mi opinión.

―Yo la aceptaré. Si usted me dice que no sirvo, me esforzaré en dominar este ardiente deseo. Si el veredicto es favorable, haré todos los esfuerzos para seguir adelante. No me importarán los sacrificios.

―Entonces, ¿hasta mañana?

―Hasta mañana. Hoy no dormiré de ilusión.

Así fue. Aquella noche no pegó un ojo y al día siguiente se encontró en un estado de nervios extraordinario.

A tío Laurie le divirtió mucho lo de la pesca de la pulsera. Tía Amy se esforzó en elegirle el mejor vestido y en prepararla para que tuviese la mejor apariencia posible.

Cuando aún faltaba más de una hora para la entrevista, Jossie estaba totalmente preparada. Su impaciencia la tenía hecha un manojo de nervios.

Un rato antes desapareció para volver con un bonito ramo de flores silvestres, arreglado con indudable gracia.

Quiso ir sola.

―Así estaremos con mayor libertad. Bess. Reza por mí, pide a Dios que ella diga que puedo servir. ¡Tío, por favor, no te rías! Éste es un momento solemne en mi vida. ¡Oh Dios mío! ¡Qué feliz soy!

Tía Amy la arregló cuidadosamente, le dio los últimos toques y con su esposo y Bess la despidieron, viéndola marchar con un bagaje de ilusiones.

A medida que se acercaba a la torre de la actriz, Jossie fue recuperando su acostumbrado aplomo. Llamó con seguridad a la puerta y siguiendo a un criado entró en un saloncito.

En la habitación había multitud de retratos de actores y actrices famosos en sus más logradas creaciones. Después de curiosear un poco, instintivamente fue copiando las actitudes de aquellos artistas distinguidos. Poco a poco se fue animando. Incluso llegó a recitar algunos fragmentos de obras, acompañando la voz con el gesto.

Jossie estaba tan absorta que no advirtió la entrada de la señorita Cameron, la cual pudo estudiarla un momento.

―Bien, veamos qué nos ofrecerá nuestra sirenita.

Jossie se sorprendió por aquel jovial saludo. Pero reaccionó bien.

―Me gustaría ofrecerle estas flores. Son modestas. Flores silvestres, recogidas por mí esta mañana. He pensado que una actriz tan famosa no encontrará ya placer en las flores de invernadero. Éstas son más… más ¡más auténticas!

―Muy delicado el gesto. Y muy acertado. Tú debes ser también quien ha recogido y dejado en la verja de mi jardín unos ramitos parecidos a éstos, que varias mañanas hemos encontrado. ¿Es cierto?

―Sí, señorita. No pensé tener ocasión de hablarle. Pero quería ofrecerle el testimonio de mi admiración.

Aquella actriz, acostumbrada a toda clase de ofrendas, se conmovió ante la de aquella niña. Era un delicado y sentido homenaje. Auténtico y enternecedor.

―Pues sí. Me gustan las flores silvestres y en esta ocasión me gusta mucho también la persona que me las trae. Estoy tan acostumbrada a las alabanzas, insinceras y rebuscadas, que aprecio extraordinariamente los afectos puros y sinceros como el tuyo.

En la voz de la actriz hubo un leve tono de tristeza y melancolía. Se decía de ella que se había dedicado al arte en forma total, como consecuencia de unos amores desgraciados, que la habían afectado muchísimo.

Como si quisiera olvidar pensamientos tristes, la actriz habló con un acento más duro y autoritario.

―Manos a la obra ya. Demuestra lo que eres capaz de hacer. Por supuesto habrás pensado en un fragmento de Romeo y Julieta, ¿verdad? ¡Pobre Julieta! ¡Cómo me la asesinan!

Jossie había pensado, en efecto, empezar por Julieta. Pero como pudo percibir el tonillo de burla de la actriz, astutamente cambió de planes. Resueltamente y con una gran sinceridad declamó la escena de la locura de Ofelia. Aunque tan joven, la feliz entonación, lo acertado de las inflexiones, la propiedad del gesto, incluso su mismo vestido blanco y las flores silvestres de que se había adornado y que desparramó sobre la imaginaria tumba, le dieron una gran propiedad.

Tal fue su acierto que la señorita Cameron aplaudió entusiasmada y no regateó elogios.

Aquello envalentonó a Jossie.

Después recitó un fragmento de comedieta, lleno de gracia y juvenil malicia, terminado en un sollozo muy bien logrado.

―¡Muy bien! La cosa va resultando mucho mejor de lo que yo esperaba. ¿Otra cosa?

La muchacha recitó el discurso de Porcia con muy buen resultado. Ante el éxito, tuvo un fallo. No quiso renunciar a lo que más le gustaba e incluyó en el programa la escena del balcón de Romeo y Julieta.

Al terminar estaba segura de haberlo hecho perfecto. Esperaba oír nuevamente los aplausos de su insigne oyente. Por eso su decepción fue tremenda cuando la actriz empezó a reír a carcajadas.

―Siempre me dijeron que lo hacía bien ―dijo Jossie, resentida―. Lamento que usted no piense igual.

―No lo hiciste bien. Eso está mal, muy mal, querida niña. Y no te extrañe. ¿Qué puede saber una niña del amor, del temor, de la muerte? Eso no es para tu edad. Deja la tragedia por ahora. Tiempo vendrá en que podrás afrontarla.

―Pero usted me aplaudió en el papel de Ofelia.

―Lo representaste bien. Pero fue una Ofelia juvenil, de tu edad. No precisamente la que Shakespeare imaginó. Mejor estuviste en la comedia; era cómica y patética a la vez. La parte de Porcia fue excelente. Éste debe ser el camino. Te educará la voz y te enseñará matices de expresión. Tienes una voz muy bonita y la mejorarás.

―Menos mal que tengo algo bonito ―suspiró la niña con desencanto.

―Mi opinión es leal. Absolutamente sincera. Siempre lo he hecho así aunque muchos se han molestado por no creer en sus aptitudes. Pero generalmente no me he equivocado. Otras, en cambio, tenían cualidades innatas. Les dije que siguieran. Unas lo hicieron, otras no pudieron soportar los sacrificios. La fama no está a la vuelta de la esquina.

―Pero yo…

―A menos que hubieras sido un auténtico genio, de los que no suelen existir, a los quince años no puede decirse aún si se tienen o no buenas condiciones. Eres demasiado joven aún.

―Yo no creo ni pretendo ser un genio. Lo único que deseaba saber es si tengo condiciones o no para seguir estudiando y sacrificándome. No me importa estudiar cuanto sea necesario, años y años. Pero me dolería estar obcecada y pretender algo que está lejos de mi alcance. No pretendo ser una Siddons ni una señorita Cameron a pesar de que me ilusionaría.

―Si tienes esta ferviente ilusión, debo darte un consejo. Estudia y estudia. Adquiere una cultura lo más amplia posible. Todo cuanto aprendas será beneficioso para tus deseos. Serán los cimientos sobres los que edificar poco a poco, muy lentamente, la realización de tus propósitos. Pero ten en cuenta una cosa. La fama es como una perla en el fondo del mar, que muchos la buscan y muy pocos elegidos tienen la suerte de encontrar. La suerte se debe a la constancia y al sacrificio.

Jossie sonrió ante estas palabras.

―Yo encontré la pulsera en el fondo. Insistí y me sacrifiqué. Puedo ser constante y sacrificada en lo que deseo de verdad.

La Cameron sonrió a la muchacha. Le gustaba su firme decisión.

―Me gustará saber que cuando tenga que dejar la escena tú me sustituirás. Sería menos penoso para mí. En tu mano está.

―Eso sería un sueño.

―Procura cultivar tu estilo por sencillos caminos. Huye de lo grandilocuente. De lo trágico, de lo fantástico. Acógete a tu propia forma de ser, sencilla, agradable, natural, y a las obras que permitan ponerla en evidencia. Es un don especial ese de poder hacer reír o llorar, conmover y emocionar. Mucho más meritorio que helar la sangre de pavor o estimular la fantasía.

―Tío Laurie dice lo mismo.

―Es muy inteligente. Él sabe bien lo que te conviene. Déjate guiar por él y dile a tu tía Jo que escriba una obra para ti. Sencilla y humana. De las cosas que ocurren cada día, que parecen ordinarias y son sublimes. Porque todo lo que tiene vida es sublime. Cuando la representes, estaré allí para aplaudirte.

―¿De verdad? ¡Qué ilusión! Se lo diré a tía Jo. Ella escribirá algo tierno y natural.

Aún tuvo la actriz otra alegría para Jossie.

―Ayer tuviste un gesto muy bello y meritorio. Me gustaría que lo recordaras. Y para ello, esto me parece apropiado para una sirenita. ¿Te gusta esta aguamarina?

Antes de que se repusiera Jossie de su asombro, la señorita Cameron desprendió un magnífico broche que llevaba y lo colocó en el vestido de la muchacha.

Cuando Jossie llegó a casa de sus tíos los sorprendió extraordinariamente. Ellos esperaban que, según hubiese sido la calificación de la famosa actriz, Jossie habría entrado loca de alegría o llorando de desconsuelo.

Sin embargo entró serenamente, los fue besando uno a uno a los tres. Se despojó de su sombrero y con toda naturalidad dijo:

―Me falta mucho todavía. Pero con tiempo y sacrificio lo conseguirá. Ella me lo ha dicho.

Luego, acosada a preguntas, relató cuanto había sucedido en la famosa entrevista, que por cierto no fue la última.

Jossie volvió con frecuencia a ver a la actriz. De sus conversaciones nació el responsable convencimiento de que debía sacrificarse mucho, y la voluntad de hacer todo cuanto fuese necesario.

Cuando pasadas las vacaciones volvió a casa, día a día sorprendió a quienes la conocían con el cambio experimentado. Porque con una voluntad férrea se fue preparando para el papel que Dios le tenía reservado en la vida, cualquiera que fuese.

CAPÍTULO IX

MÁS TRANSFORMACIONES

Declinaba ya aquella tarde de septiembre cuando dos ciclistas subían la cuesta que llevaba a Plumfield. Su aspecto, sudoroso y polvoriento, denunciaba una larga excursión. Pero sus rostros parecían ajenos a todo cansancio, porque estaban radiantes.

Eran John y Tom.

―Adelántate, Tom, y suelta la noticia. Aunque el periodista sea yo, esta vez te cedo las primicias.

―Sí, será mejor que lo diga yo.

Tom siguió pedaleando, mientras John se detuvo ante la puerta de Dove-cote.

Al llegar Tom, Jo estaba sola, lo cual alegró al muchacho.

A la señora Bhaer le bastó una mirada para darse cuenta de que algo anormal ocurría.

―¡Bien venido, Tom! ¿Ocurre algo?

―Un lío. Un lío tremendo. Y me encuentro en medio, liado a más no poder.

―Bueno, eso no me sorprende. Es una especialidad tuya. ¿De qué se trata? ¿Has atropellado a alguien con tu bicicleta?

―Peor, mucho peor ―gimió Tom.

―¿No te habrás atrevido a recetar a nadie, verdad? Eres capaz de administrar estricnina sin darte cuenta.

―No, no es eso. Es aún peor.

―Me doy por vencida. Dime pronto qué es lo que pasa, porque ya estoy intrigada.

Tom puso una cara de auténtico pesar.

―Tengo novia.

Aquello era lo último que Jo podía esperar. Por unos instantes quedó silenciosa, con gesto de asombro.

―¿De manera que lo has conseguido? ¡No se lo perdonaré nunca a Nan! ¡Adiós carrera!

―No, no, señora Bhaer. No se trata de Nan. Es otra muchacha.

―¡Ah, bueno, entonces ya todo cambia! Pero es realmente sorprendente un cambio tan radical. ¿Cómo ha sido eso?

―Ya le contaré. Pero ¿qué dirá Nan?

―No debes preocuparte por ella. Estará la mar de contenta de haberse sacado un moscón que la importunaba a todas horas. Pero, dime, ¿quién es la novia?

―¿Es que no le escribió John acerca de ella?

―Creo recordar que se refería a una tal señorita West. ¿Es ella? Creo que se cayó…

―Ahí empezó todo. Sin querer le di un chapuzón. Naturalmente, después tuve que mostrarme galante y servicial con ella. Es lo lógico, ¿no? A todos les pareció muy natural. Si no hubiéramos ido en seguida todo se habría evitado, pero John se empeñó en quedarse para hacer unas fotografías… ¡y me perdió!

―Realmente, nadie diría que acabas de prometerte. Más pareces un recién sentenciado.

―Entre retrato y retrato, yo estaba siempre con ella…

Sacó una serie de fotografías que enseñó a Jo.

―Ya veo, debe ser ésa, ¿verdad? Siempre está junto a ti.

―Sí. Es «ella». Se llama Dora, ¿le parece a usted bonita?

―¡Hay que ver qué clase de hombre eres! ¿Me preguntas a mí si me parece bonita? Sí, me lo parece. Pero lo esencial es que te lo parezca a ti. Y que sea algo más que bonita, por supuesto.

―¡Oh, sí! Es muy hacendosa, sabe llevar una casa, coser y una infinidad de cosas. Tiene un carácter muy dulce, canta y baila que da gusto, y le encantan los libros. Los de usted los ha leído todos y me pidió que le dijera cuánto le han gustado.

―Bueno, todo eso son elogios interesados. Tú deseas que te ayude en algo. Pero primero empieza por contármelo todo.

―Se formó un grupo. La mayoría eran conocidos de John. Salimos a remar. La verdad es que lo estábamos pasando bien. De repente, ¡el chapuzón! Involuntariamente causé la caída de Dora al agua. Creí morirme del susto. Afortunadamente es una buena nadadora y todo terminó en un remojón y un bonito vestido echado a perder.

―Debió ser todo un espectáculo.

―Sí, lo fue. Como es natural nos quedamos un día para saber si el incidente había tenido otras consecuencias. La visité y me recibió muy bien. La verdad, no estaba preparado para ser tan bien tratado. Acostumbrado a los desplantes y chascos de Nan me encontré a gusto con Dora. Me sonreía, se alegraba cuando iba y se entristecía cuando me marchaba. Me escuchaba, daba importancia a todo cuanto yo decía… Eso halaga. Uno se siente un hombre importante y no un tonto que hace el ridículo tras una chica cerril.

Jo le escuchaba, contenta de que las cosas hubieran terminado así.

―No te falta razón. Yo, en tu lugar, me dedicaría definitivamente a Dora y olvidaría esta obcecación. Porque no te quepa duda que es obcecación y no otra cosa lo que tenías. Pero, dime, ¿cómo llegaste a declararte?

―Fue como consecuencia de un accidente. No tenía intención de hacerlo, pero el burro se metió de por medio…

―Oye, oye, Tom. ¿A quién te refieres al decir burro?

―A un burro, naturalmente, ¿a quién había de ser? En el grupo causaron sensación las bicicletas que John y yo traíamos. Como es natural, procurábamos lucirnos con ellas. Todas querían que les diésemos un paseo. Estaba paseando a Dora cuando se cruzó un burro ante nosotros. Yo pensé que se apartaría y seguí adelante. Cuando quise frenar viendo que no se apartaba ya era demasiado tarde. Chocamos contra el pollino que se defendió propinando un par de coces a la bicicleta. Dora y yo rodamos por el suelo. Me llevé un susto tremendo pensando que podía estar herida de consideración.

―¿Lo estaba?

―No, afortunadamente. Como consecuencia del susto tuvo un ataque de nervios. Reía y lloraba al mismo tiempo. Me conmoví. Me atolondré. La llamé «paloma mía», «querida mía», ¡qué se yo! Le pedí perdón por mi torpeza y me sorprendió quitándole importancia con una gentileza encantadora. Entonces ya no me contuve y me declaré. Y lo que es peor… ¡me aceptó!

La compungida expresión de Tom venció a Jo, que ya hacía rato estaba pugnando por dominar sus ganas de reír. Las carcajadas de la señora Bhaer fueron un alegre colofón a aquel cómico relato.

―No se ría por favor. Ahora me encuentro con Dora, que está anunciando a los cuatro vientos nuestro noviazgo, y con las promesas de amor eterno que le he hecho a Nan durante años. Además, no son sólo promesas. También la quiero de verdad.

―No sigas por este camino. Estás diciendo tonterías. Ahora te aferras a lo de Nan, porque te humilla reconocer que todas aquellas promesas no tenían base para ser hechas. Pero la realidad es que te gusta Dora. Te encuentras bien a su lado. Te sientes fuerte, capaz de muchas empresas y grandes cosas, ¿verdad? ¿Por qué crees que sucede eso?

―Yo creo que…

Jo interrumpió a Tom. Deseaba convencerle del todo ahora que era el momento oportuno.

―Sucede simplemente porque estás enamorado. Y no le des más vueltas. No se puede estar enamorado de dos personas a la vez, eso, es seguro. ¿No te parece?

―Pero ¿qué dirá Nan en cuanto se entere?

―¡Eso es lo que te preocupa! ¿Pues qué ha de decir? Pero no tardaremos en saberlo, porque ahí viene precisamente.

Así era, en efecto. Nan se acercaba con elástico y firme paso. Tom hubiera deseado fundirse en aquel momento…

Ahora se daba cuenta de las ridiculeces que había dicho a la muchacha durante años, y se avergonzaba de tener que confesar que bastó la oportunidad de pasar unas vacaciones lejos de ella, para que se enamorara de otra.

―Hola, Nan ―saludó Jo, deseosa de terminar las cosas pronto―. Tenemos noticias.

―Ya las imagino. Que Tom ha decidido dejarse crecer la barba, ¿no?

―No te burles. Nan. Acaba de llegar con John, y no ha tenido tiempo de asearse. Ha venido corriendo a darme la buena nueva.

100 Clásicos de la Literatura

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