Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери, Antoine De Saint-exupéry - Страница 6
ОглавлениеOcurrió uno de aquellos días, cuando mis granjeros habían hecho una pausa en su trabajo —el anciano tocaba la guitarra y sus hijos lo escuchaban—; observé que el rostro de Felix parecía más melancólico que nunca: suspiraba constantemente; y entonces el padre dejó de tocar, y por sus gestos supuse que preguntaba por la razón de la tristeza de su hijo. Felix contestó con un tono alegre, y el anciano volvió a tocar la canción, cuando alguien llamó a la puerta.
Era una dama montada a caballo, acompañada por un campesino que hacía de guía. La dama venía vestida con un traje oscuro, y se cubría con un tupido velo negro. Agatha hizo una pregunta; la extranjera solo contestó pronunciando, con un dulce acento, el nombre de Felix. Su voz era muy musical, pero no se parecía nada a la de mis amigos. Al oír aquella palabra, Felix se levantó y se acercó rápidamente a la dama, quien, al verlo, retiró el velo y mostró un rostro de belleza y expresión angelicales. Tenía el pelo muy negro y brillante, como el plumaje del cuervo, y curiosamente trenzado; sus ojos eran oscuros, pero dulces, aunque muy vivos; sus facciones eran regulares y proporcionadas, y su piel maravillosamente blanca, y las mejillas encantadoramente sonrosadas.
Felix pareció sufrir un arrebato de alegría cuando la vio, y cualquier rastro de pena se desvaneció en su rostro, que inmediatamente brilló con un éxtasis de alegría, del cual apenas lo creía capaz; sus ojos centellearon, y sus mejillas enrojecieron de emoción; y en aquel momento pensé que era tan hermoso como la extranjera. Ella parecía dudar entre distintos sentimientos; secándose algunas lágrimas en aquellos ojos encantadores, le tendió la mano a Felix, que la besó apasionadamente, y la llamó, por lo que pude distinguir, su dulce árabe. Ella pareció no comprenderle bien, pero sonrió. Él la ayudó a desmontar y, despidiendo al guía, la condujo al interior de la casa. Él y su padre intercambiaron algunas palabras; y la joven extranjera se arrodilló a los pies del anciano, y habría besado su mano, pero él la levantó, y la abrazó cariñosamente.
Pronto me di cuenta de que aunque la extranjera emitía sonidos articulados, y parecía tener un lenguaje propio, ni los granjeros la entendían ni ella los entendía a ellos. Hacían muchos gestos que yo no entendía, pero vi que su presencia llenaba de alegría toda la casa, disipando la pena como el sol disipa las brumas de la mañana. Felix parecía especialmente feliz, y siempre se dirigía a su árabe con sonrisas radiantes. Agatha, la siempre dulce Agatha, besaba las manos de la encantadora extranjera; y, señalando a su hermano, hacía gestos que querían decir que él había estado triste hasta que ella llegó, o eso me parecía a mí. Transcurrieron así algunas horas; por sus rostros se entendía que estaban contentos, pero yo no comprendía por qué. De repente me di cuenta, por la frecuencia con que la extranjera pronunciaba una palabra ante ellos, que estaba intentando aprender su lengua; y la idea que se me ocurrió instantáneamente fue que yo podría utilizar los mismos métodos para alcanzar el mismo fin. La extranjera aprendió cerca de veinte palabras en la primera lección, la mayoría de ellas, en realidad, eran aquellas que yo ya había aprendido, pero me aproveché de otras.
Cuando llegó la noche, Agatha y la árabe se retiraron pronto. Cuando se separaron, Felix besó la mano de la extranjera, y dijo: «Buenas noches, dulce Safie». Él se quedó despierto mucho más tiempo, conversando con su padre; y, por la frecuente repetición de su nombre, supuse que su encantadora invitada era el asunto de su conversación. Deseaba ardientemente comprender qué decían, y puse todos mis sentidos en ello, pero me resultó completamente imposible.
A la mañana siguiente, Felix se fue a trabajar; y, después de que Agatha concluyera sus labores, la árabe se sentó a los pies del anciano y, cogiendo su guitarra, tocó algunas canciones tan encantadoramente hermosas que inmediatamente arrancaron de mis ojos lágrimas de pena y placer. Ella cantaba, y su voz fluía con una dulce cadencia, elevándose o decayendo, como la del ruiseñor en los bosques.
Cuando terminó, le dio la guitarra a Agatha, que al principio la rechazó. Luego tocó una canción sencilla, y su voz entonó con dulces acentos, pero muy distintos a la maravillosa melodía de la extranjera. El anciano parecía embelesado, y dijo algunas palabras que Agatha intentó explicar a Safie y mediante las cuales deseaba expresar que le había encantado escuchar su canción.
Los días transcurrían ahora tan apaciblemente como antes, con un único cambio: que la alegría había ocupado el lugar de la tristeza en los rostros de mis amigos. Safie estaba siempre alegre y feliz; ella y yo mejoramos rápidamente en el conocimiento de la lengua, de tal modo que en dos meses comencé a comprender la mayoría de las palabras que pronunciaban mis protectores.
Mientras tanto, también la tierra negra se cubrió de hierba, y las verdes laderas quedaron salpicadas con innumerables flores, dulces para el olfato y para la vista, estrellas de pálido fulgor en medio de los bosques iluminados por la luna; el sol empezó a calentar más, las noches se hicieron claras y suaves; y mis vagabundeos nocturnos eran un inmenso placer para mí, aunque fueran considerablemente más cortos debido a que la puesta de sol era muy tardía y el sol amanecía muy pronto; porque nunca me aventuré a salir a la luz del día, temeroso de que me dieran el mismo trato que había sufrido antaño en la primera aldea en la que entré.
Pasaba los días prestando la mayor atención, porque así podía aprender el lenguaje con más rapidez; y puedo presumir de que avancé más rápidamente que la árabe, que comprendía muy pocas cosas, y hablaba con palabras entrecortadas, mientras que yo comprendía y podía imitar casi todas las palabras que se decían.
Mientras mejoraba mi forma de hablar, también aprendí la ciencia de las letras, mientras se las enseñaban a la extranjera; y esto me abrió todo un mundo de maravillas y placeres.
El libro con el cual Felix enseñaba a Safie era Las ruinas de los imperios, de Volney. Yo no habría comprendido en absoluto la intención del libro si no hubiera sido porque, al leerlo, Felix ofrecía explicaciones muy minuciosas. Había escogido esa obra, decía, porque el estilo declamatorio se había elaborado imitando a los autores orientales. A través de esa obra yo obtuve algunos conocimientos someros de historia y una visión general de los diversos imperios que hubo en el mundo; me proporcionó una perspectiva de las costumbres, los gobiernos y las religiones de las distintas naciones de la Tierra. Entonces supe de la indolencia de los asiáticos, del genio insuperable y de la actividad intelectual de los griegos, de las guerras y la maravillosa virtud de los primeros romanos… y de su posterior degeneración, y del declive de aquel poderoso imperio, de la caballería, de la Cristiandad, y de los reyes. Supe del descubrimiento del hemisferio americano, y lloré con Safie por el desventurado destino de sus habitantes indígenas.
Aquellas maravillosas narraciones me inspiraron extraños sentimientos. ¿De verdad era el hombre a un tiempo tan poderoso, tan virtuoso, tan magnánimo y, sin embargo, tan vicioso y ruin? En ocasiones se mostraba como un vástago del mal, y otras veces como poseedor de todo lo que puede concebirse de noble y divino. Ser un hombre grande y virtuoso parecía el honor más alto que pudiera recaer en un ser sensible; ser ruin y vicioso, como ha quedado escrito que fueron tantos hombres, parecía la degradación más ínfima, una condición más abyecta que la de los topos ciegos o los gusanos inmundos. Durante mucho tiempo no pude comprender cómo podía atreverse un hombre a matar a un semejante, ni siquiera por qué eran necesarias las leyes o los gobiernos; pero cuando conocí los detalles de las maldades y los crímenes, ya nada me maravilló, y desprecié todo aquello con asco y repugnancia.
Las conversaciones de los granjeros me descubrían ahora nuevas maravillas. Mientras escuchaba atentamente las lecciones con las que Felix enseñaba a la árabe, fui aprendiendo el extraño sistema de la sociedad humana. Entonces supe del reparto de las riquezas, de las inmensas fortunas y de la extrema pobreza, de las familias, de los linajes y la nobleza de sangre.
Las palabras me inducían a pensar sobre mí mismo. Aprendí que las posesiones más apreciadas por vuestros semejantes eran un linaje elevado e inmaculado, unido a las riquezas. Un hombre podría ganarse el respeto solo con una de esas dos cosas; pero si no contaba al menos con una de ellas, excepto en casos muy raros, se le consideraba un vagabundo y un esclavo, destinado a emplear su vida en provecho de unos pocos escogidos. ¿Y qué era yo? De mi creación y de mi creador yo no sabía absolutamente nada; pero sabía que no tenía ni dinero, ni amigos, ni nada en propiedad. Además, se me había dado una figura espantosamente deforme y repulsiva; ni siquiera tenía la misma naturaleza que el hombre. Yo era más ágil, y podía subsistir con una dieta bastante más escasa; soportaba mejor los calores y los fríos extremados sin que mi cuerpo sufriera tantos daños; y mi estatura era muy superior a la suya. Cuando miraba a mi alrededor, no veía ni oía que hubiera nadie como yo. ¿Era entonces un monstruo, un error sobre la Tierra, un ser del que todos los hombres huían y a quien todos los hombres rechazaban?
No puedo explicaros la angustia que aquellas reflexiones me producían; intenté olvidarlas, pero el conocimiento solo logró aumentar mi pesadumbre. ¡Oh…! ¡Ojalá me hubiera quedado para siempre en mi bosque primero, sin saber ni sentir nada más que el hambre, la sed o el calor…!
¡Qué cosa más extraña es el conocimiento! Cuando se ha adquirido, se aferra a la mente como el liquen a la roca. A veces deseaba sacudirme todas las ideas y todos los sentimientos; pero aprendí que solo había un modo de superar la sensación de dolor, y era la muerte… un estado que temía, aunque no lo comprendía. Admiraba la virtud y los buenos sentimientos, y adoraba las amables costumbres y las encantadoras cualidades de mis granjeros; pero yo quedaba excluido de cualquier relación con ellos, excepto a través de medios que yo me procuraba a hurtadillas, cuando nadie me veía ni sabía de mi existencia, y que, más que satisfacer, aumentaban el deseo que tenía de ser uno más entre mis amigos. Las amables palabras de Agatha y las divertidas sonrisas de la encantadora árabe no eran para mí. Los buenos consejos del anciano y la animada conversación del enamorado Felix no eran para mí. ¡Miserable, infeliz desgraciado…!
Otras lecciones se quedaron grabadas en mí, incluso más profundamente. Conocí la diferencia de los sexos; y cómo nacen y crecen los niños; y cómo el padre disfruta de las sonrisas de su hijo, y de las alegres locuras de los muchachos mayores; y cómo toda la vida y los cuidados de la madre se depositan en esa preciosa obligación; y cómo la mente de la juventud se desarrolla y se adquieren conocimientos; y supe de los hermanos, y las hermanas, y todas las infinitas relaciones que unen a unos seres humanos con otros mediante lazos mutuos.
Pero… ¿dónde estaban mis amigos y mis parientes? Ningún padre había visto mis días de infancia, ninguna madre me había bendecido con sonrisas y caricias; y si existieron, toda mi vida pasada no era ya más que una mancha, un vacío oscuro en el cual me resultaba imposible distinguir nada. Desde mi primer recuerdo yo había sido como era en esos momentos, tanto en altura como en proporciones. No había visto a nadie que se me pareciera, ni que quisiera mantener ninguna relación conmigo. ¿Qué era yo? La pregunta surgía una y otra vez, y solo podía contestarla con lamentos.
Luego explicaré adónde me condujeron esas ideas; pero permitidme ahora regresar a los granjeros, cuya historia encendió en mí sentimientos encontrados de indignación, placer y asombro, pero todos terminaron finalmente en más cariño y respeto hacia mis protectores… porque así me gustaba llamarlos, engañándome a mí mismo de un modo inocente y casi doloroso.
CAPÍTULO 5
Transcurrió algún tiempo antes de que conociera la historia de mis amigos. Era tal que no podía dejar de producir una profunda impresión en mi mente, pues desvelaba innumerables circunstancias, todas especialmente interesantes y maravillosas para alguien tan absolutamente ignorante como yo.
El nombre del anciano era De Lacey. Provenía de una buena familia de Francia, donde había vivido durante muchos años, en la riqueza, respetado por sus superiores y amado por sus iguales. Su hijo fue educado para servir a su país, y Agatha se había relacionado con las damas más distinguidas. Pocos meses antes de mi llegada, habían vivido en una ciudad grande y esplendorosa llamada París, rodeados de amigos y disfrutando de todos los placeres que pueden proporcionar la virtud, el refinamiento intelectual y el gusto, junto a una aceptable fortuna.
El padre de Safie había sido la causa de su ruina. Era un mercader turco y había vivido en París durante mucho tiempo, cuando, por alguna razón que no pude comprender, se granjeó el odio de los gobernantes. Lo detuvieron y lo metieron en la cárcel el mismo día en que Safie llegaba de Constantinopla para reunirse con él. Fue juzgado y condenado a muerte. La injusticia de aquella sentencia era de todo punto evidente. Todo París estaba indignado, y se consideró que habían sido su religión y su riqueza, y en absoluto el crimen del que se le acusó, las razones de su condena. Felix estuvo presente en el juicio; no pudo controlar su espanto e indignación cuando oyó la decisión del tribunal. En aquel momento hizo una promesa solemne de liberarlo y luego se ocupó de buscar los medios para conseguirlo. Después de muchos intentos infructuosos para conseguir acceder a la prisión, descubrió una ventana sólidamente enrejada en una parte poco vigilada del edificio, desde la cual se veía la mazmorra del desafortunado mahometano, el cual, cargado de cadenas, aguardaba desesperado la ejecución de aquella bárbara sentencia. Felix acudió a la ventana enrejada por la noche y le hizo saber al prisionero sus intenciones de liberarlo. El turco, asombrado y esperanzado, intentó encender aún más el celo de su liberador con promesas de recompensas y riquezas. Felix rechazó sus ofertas con desprecio. Sin embargo, cuando vio a la encantadora Safie, a la que le habían permitido visitar a su padre y quien, por sus gestos, le demostraba su más viva gratitud, el joven tuvo que admitir que el cautivo poseía un tesoro que realmente podría recompensar el esfuerzo y el peligro que iba a correr.
El turco inmediatamente percibió la impresión que su hija había causado en el corazón de Felix, e intentó asegurar su colaboración con la promesa de concederle su mano en matrimonio. Felix era demasiado noble como para aceptar aquella oferta, aunque observaba aquella posibilidad como la culminación de toda su felicidad.
A lo largo de los días siguientes, mientras proseguían los preparativos para la fuga del mercader, el entusiasmo de Felix se encendió aún más por varias cartas que recibió de aquella encantadora muchacha, que halló el medio para expresar sus pensamientos en la lengua de su amante con la ayuda de un anciano, un criado de su padre que sabía francés. Le agradecía a Felix, en los términos más vehementes, su bondadoso gesto, y al mismo tiempo lamentaba discretamente su propio destino. Tengo copias de aquellas cartas, porque durante mi estancia en el cobertizo encontré medios para procurarme recado de escribir, y a menudo esas misivas estuvieron en manos de Felix y Agatha. Antes de separarnos, os las entregaré; así quedará probada la veracidad de mi historia; pero por el momento, como el sol ya comienza a declinar, solo tendré tiempo para repetiros lo sustancial de las mismas. Safie le explicaba que su madre era una árabe cristiana que había sido apresada y convertida en esclava por los turcos. Por su belleza, se ganó el corazón del padre de Safie, que se casó con ella. La joven muchacha hablaba en los términos más elogiosos y entusiastas de su madre, pues, habiendo nacido libre, despreciaba la esclavitud a la que ahora se veía sometida. Instruyó a su hija en los principios de su religión y le enseñó a aspirar a una altura intelectual y a una independencia de espíritu superiores y prohibidas para las mujeres que siguen a Mahoma. Aquella mujer murió, pero sus enseñanzas quedaron impresas indeleblemente en la mente de Safie, que enfermaba ante la idea de regresar de nuevo a Asia y ser enclaustrada entre los muros de un harén, solo con permiso para ocuparse en pueriles entretenimientos que se acomodaban mal al temperamento de su alma, ahora acostumbrada a las ideas elevadas y a la noble emulación de la virtud. La perspectiva de casarse con un cristiano y permanecer en un país donde a las mujeres se les permitía tener un puesto en la sociedad le resultaba especialmente atractiva.
Se fijó el día para la ejecución del turco; pero la noche anterior pudo escapar de la prisión y, antes de que amaneciera, ya se encontraba a muchas leguas de París. Felix se había procurado pasaportes con el nombre de su padre, de su hermana y de sí mismo. Le contó su plan al primero, que colaboró en la añagaza abandonando temporalmente su casa con el pretexto de un viaje y se ocultó con su hija en un lugar apartado de París. Felix condujo a los fugitivos por toda Francia hasta Lyon y luego cruzaron Mont-Cenis hasta llegar a Livorno, donde el mercader había decidido esperar una oportunidad favorable para pasar a África. No pudo negarse a sí mismo el placer de permanecer algunos días en compañía de la árabe, que le manifestó el cariño más sencillo y tierno. Hablaban con la ayuda de un intérprete, y Safie le cantaba las celestiales melodías de su país natal. El turco consintió aquella relación y alentó las esperanzas de los jóvenes enamorados, pero en realidad tenía otros planes bien distintos. Le repugnaba la idea de que su hija pudiera casarse con un cristiano, pero temía las represalias de Felix si se mostraba un tanto tibio, porque era consciente de que aún se encontraba en manos de su libertador, ya que podría denunciarlo a las autoridades de Italia, donde se encontraban en aquel momento. Ideó mil planes que le permitieran prolongar el engaño hasta que ya no fuera necesario… y entonces se llevaría a su hija a África. Las noticias que llegaron de París facilitaron enormemente sus planes.
El gobierno de Francia estaba furioso por la fuga del reo y no reparó en medios para descubrir y castigar al liberador. El plan de Felix se descubrió rápidamente y De Lacey y Agatha fueron encarcelados. Tales noticias llegaron a oídos de Felix y lo despertaron de su placentero sueño. Su padre, anciano y ciego, y su dulce hermana se encontraban ahora en una maloliente mazmorra, mientras él disfrutaba de la libertad y de la compañía de su enamorada. Esta idea lo atormentaba. Acordó con el turco que, si este último tenía la oportunidad de huir antes de que Felix pudiera regresar a Italia, Safie podría quedarse en calidad de huésped en un convento de Livorno; y después, despidiéndose de la encantadora árabe, se dirigió apresuradamente a París y se puso en manos de la ley, esperando de este modo liberar a De Lacey y a Agatha.
Pero no lo consiguió. Permanecieron presos durante cinco meses antes de que tuviera lugar el juicio, y el fallo del mismo les arrebató su fortuna y los condenó al exilio perpetuo de su país natal.
Encontraron un refugio miserable en una casa de campo en Alemania, donde los encontré. Felix supo que el turco traicionero, por el cual él y su familia soportaba aquella incomprensible opresión, al averiguar que su liberador había sido de aquel modo reducido a la miseria y a la degradación, había traicionado la gratitud y el honor, y había abandonado Italia con su hija, enviándole a Felix una insultante cantidad de dinero para ayudarle, como dijo, a conseguir algún medio para subsistir en el futuro.
Tales eran los acontecimientos que amargaban el corazón de Felix y que lo convertían, cuando lo vi por vez primera, en el miembro más desgraciado de su familia. Él podría haber soportado la pobreza; y si esta humillación hubiera sido la vara de medir su virtud, habría salido muy honrado de ello. Pero la ingratitud del turco y la pérdida de su adorada Safie eran desgracias más amargas e irreparables. Ahora, la llegada de la árabe infundía nueva vida en su alma.
Cuando ella tuvo noticia de que Felix había sido privado de su riqueza y su posición, el mercader ordenó a su hija que no pensara más en su enamorado y que se preparara para regresar a su país natal con él. El generoso carácter de Safie se indignó ante aquella orden. Intentó protestar ante su padre, pero él la despidió furiosamente, reiterando su tiránico mandato.
Pocos días después, el turco entró en los aposentos de su hija y apresuradamente le dijo que tenía razones para creer que se había difundido que se encontraban en Livorno y que podría ser entregado rápidamente al gobierno francés. Por tanto, había alquilado un barco que lo llevaría a Constantinopla, y hacia esa ciudad zarparía en breves horas. Intentó dejar a su hija al cuidado de un criado, para que partieran más adelante y con más tranquilidad, junto a la mayor parte de sus riquezas, que aún no habían llegado a Livorno.
Safie pensó mucho y a solas qué podría hacer en aquella terrible situación. La idea de vivir en Turquía le resultaba odiosa; su religión y sus sentimientos también se oponían a ello. Por algunos documentos de su padre que cayeron en sus manos, supo del exilio de su enamorado y memorizó de inmediato el lugar en el que vivía. Durante algún tiempo estuvo indecisa, pero al final tomó una resolución. Llevando consigo algunas joyas que le pertenecían y una pequeña suma de dinero, abandonó Italia con una criada natural de Livorno que sabía árabe, y partió hacia Alemania. Llegó sin más inconvenientes a una ciudad que se encontraba a unas veinte leguas de la granja de los De Lacey; entonces, su criada cayó gravemente enferma. Safie se ocupó de ella con todo el cariño, pero la pobre muchacha murió, y la árabe se quedó sola, sin conocer la lengua del país e ignorando absolutamente de las costumbres del mundo. En todo caso, cayó en buenas manos. La italiana había mencionado el nombre del lugar al que se dirigían; y, tras su muerte, la mujer de la casa en la cual habían estado se tomó la molestia de asegurarse de que Safie llegara sana y salva a la granja de su enamorado.
CAPÍTULO 6
Tal era la historia de mis queridos granjeros. Me impresionó profundamente. Y a partir de la descripción de la vida social que dejaba entrever aprendí a admirar las virtudes y a despreciar los vicios de la humanidad. Y, del mismo modo, consideraba el crimen como un mal alejado de mí; siempre tenía delante la bondad y la generosidad, animándome a desear convertirme en un actor en el alegre escenario donde se desarrollaban y se mostraban tantas cualidades admirables. Pero al dar cuenta de los avances de mi inteligencia, no debo omitir una circunstancia que aconteció a principios del mes de agosto de ese mismo año.
Una noche, durante mi acostumbrada visita al bosque cercano donde recolectaba mi propia comida y desde donde llevaba a casa leña para mis protectores, encontré en el suelo una bolsa de cuero con varias prendas de vestir y algunos libros. Inmediatamente me hice con el botín y regresé con él a mi cobertizo. Los libros afortunadamente estaban escritos en la lengua y con las letras que había aprendido en la granja; eran el Paraíso perdido, un libro con las Vidas de Plutarco y las Desventuras de Werther. La posesión de aquellos tesoros me proporcionó un extraordinario placer; podría estudiar y ejercitar constantemente mi intelecto en aquellas historias cuando mis amigos estuvieran ocupados en sus labores cotidianas. Apenas puedo describiros el efecto de esos libros. Produjeron en mí una infinidad de imágenes e ideas, que algunas veces me elevaban hasta el éxtasis pero más frecuentemente me hundían en la más profunda desolación. En las Desventuras de Werther, además del interés de su sencilla y emocionante historia, se proponían tantas opiniones y se arrojaba luz sobre lo que hasta entonces habían sido para mí asuntos completamente ignorados, que encontré en ese libro una fuente inagotable de reflexión y asombro. Las costumbres amables y hogareñas que describía, unidas a los delicados juicios y sentimientos que se expresan sin ningún egoísmo, se acomodaban perfectamente a mi experiencia con mis protectores y a las necesidades que siempre habían estado vivas en mi corazón. Pero yo pensaba que el propio Werther era el ser más maravilloso que yo hubiera visto o imaginado jamás. Su carácter no era pretencioso, pero dejó una profunda huella en mí. Las disquisiciones sobre la muerte y el suicidio parecían pensadas para asombrarme completamente. Yo no pretendía juzgar los pormenores del caso; sin embargo, me inclinaba por la opinión del protagonista, cuya muerte lloré sin comprenderla del todo. Mientras leía, sin embargo, comparaba las historias con mis propios sentimientos y con mi situación. Descubrí que era parecido y, sin embargo, muy distinto a aquellas personas de los libros, de cuyas conversaciones yo era solo un observador. Simpatizaba con ellos y en parte los comprendía, pero mi intelecto aún era inmaduro; yo no dependía de nadie, ni estaba relacionado con nadie. «El camino de mi partida estaba abierto», y no había nadie que lamentara mi muerte. Mi aspecto era repugnante, y mi estatura, gigantesca. ¿Qué significaba aquello? ¿Quién era yo? ¿Qué era yo? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino? Me hacía aquellas preguntas constantemente, pero era incapaz de darles una respuesta.
El libro de las Vidas de Plutarco que yo tenía relataba las historias de los primeros fundadores de la antigua república. Este libro tuvo un efecto sobre mí bastante diferente al de las cartas de Werther. De las imaginaciones de Werther aprendí el abatimiento y la tristeza; pero Plutarco me enseñó los nobles ideales: me elevó sobre la miserable esfera de mis propias reflexiones, para admirar y amar a los héroes de las épocas pasadas. Muchas de las cosas que leía sobrepasaban con mucho mi entendimiento y mi experiencia. Adquirí una idea muy confusa de los reinos y de las extensiones de los países, de los poderosos ríos y de los océanos infinitos. Pero lo desconocía absolutamente todo de las ciudades y de las grandes aglomeraciones humanas. La granja de mis protectores había sido la única escuela en la que yo había estudiado la naturaleza humana. Pero aquel libro presentaba nuevas y formidables situaciones. Leí historias de hombres que se dedicaban a gobernar los asuntos públicos o a masacrar a sus semejantes. Sentí que crecía en mí una gran pasión por la virtud y un aborrecimiento por el vicio, al menos en la medida en que yo comprendía el significado de aquellos términos, relativos únicamente al placer y al dolor, pues en ese sentido los aplicaba. Movido por aquellos sentimientos, desde luego acabé admirando a los legisladores pacíficos, como Numa, Solón y Licurgo, más que a Rómulo y Teseo. La vida familiar de mis protectores consiguió que aquellas impresiones quedaran firmemente arraigadas en mi mente; si mi primer encuentro con la humanidad hubiera sido junto a un joven soldado que ardiera en deseos de gloria y sacrificio, podría haber quedado imbuido por diferentes sentimientos.
Pero el Paraíso perdido despertó emociones distintas y bastante más profundas. Lo leí, como había leído los otros libros que habían caído en mis manos, como una historia verdadera. Sacudió en mí todos los sentimientos de asombro y veneración que era capaz de despertar la descripción de un Dios omnipotente combatiendo contra sus criaturas. A menudo comparaba distintas situaciones conmigo mismo, porque su similitud me sobrecogía. Como Adán, yo fui creado aparentemente tal y como era, pero no estaba unido por lazo alguno a ningún otro ser vivo; y su situación era diferente de la mía en otros muchos aspectos. Él había nacido de las manos de Dios como una criatura perfecta, feliz, próspera, y protegida por el amor incondicional de su creador. Se le permitía hablar y adquirir conocimientos de los seres de naturaleza superior; pero yo era un desgraciado, y me encontraba indefenso y solo. Muchas veces pensaba que en realidad pertenecía a la estirpe de Satán; porque a menudo, como él, cuando veía la dicha de mis protectores, la amarga bilis de la envidia me invadía por dentro.
Otra circunstancia reforzó y confirmó aquellos sentimientos. Poco después de que llegara al cobertizo, descubrí algunos papeles en el bolsillo de las ropas que había cogido de vuestro estudio. Al principio no les había prestado atención; pero ahora que ya era capaz de descifrar los signos en los que estaban escritos, comencé a estudiarlos con interés. Era vuestro diario de los cuatro meses que precedieron a mi creación. Vos describíais minuciosamente en aquellos papeles cada paso que dabais en el proceso de vuestro trabajo; esa historia estaba mezclada con algunos apuntes de cuestiones familiares. Sin duda recordáis esos papeles. Aquí están. En ellos se relata todo lo concerniente a mi origen maldito; todos los detalles de aquella serie de repulsivas circunstancias que lo hicieron posible están ahí, a la vista. La minuciosísima descripción de mi odiosa y asquerosa persona se ofrece en un lenguaje que describe vuestros propios horrores y ha convertido los míos en una cicatriz imborrable. Enfermaba a medida que lo leía. «¡Odioso el día en el que se me dio la vida!», grité desesperado. «¡Maldito Creador! ¿Por qué disteis forma a un monstruo tan espantoso que incluso vos mismo me disteis la espalda asqueado? Dios, en su piedad, hizo al hombre hermoso y atractivo. Yo soy más odioso a la vista que las amargas manzanas del infierno al gusto. Satán tenía compañeros, otros demonios que lo admiraban y lo animaban; pero yo estoy solo y todo el mundo me detesta.»
Esas eran mis reflexiones en mis horas de abatimiento y soledad; pero cuando contemplaba las virtudes de los granjeros, su amable y bondadoso carácter, me convencía de que cuando conocieran mi admiración por sus virtudes, tendrían piedad de mí y pasarían por alto la deformidad de mi persona. ¿Serían capaces de cerrarle la puerta a un ser que, aun siendo monstruoso, imploraba su compasión y amistad? Decidí al menos no desesperar, sino prepararme en todos los sentidos para afrontar un encuentro que decidiría mi destino. Pospuse aquella tentativa algunos meses más, porque la importancia de salir con bien de aquella situación me inspiraba un horrible temor a fracasar. Además, descubrí que mi comprensión mejoraba tanto con las experiencias de cada día que no deseaba afrontar aquella empresa hasta que no transcurrieran algunos meses más y adquiriera más conocimientos.
Mientras tanto, varios cambios tuvieron lugar en la casa. La presencia de Safie irradiaba felicidad entre los moradores, y yo también descubrí que allí reinaba una mayor abundancia. Felix y Agatha empleaban más tiempo divirtiéndose y conversando y algunos criados les ayudaban en sus labores. No parecían ricos, pero estaban contentos y felices. Estaban tranquilos y en paz, mientras yo me sentía cada día más miserable. El hecho de aumentar mis conocimientos solo conseguía mostrarme más claramente que era un monstruo proscrito. Yo abrigaba una esperanza, es cierto, pero se desvanecía cuando veía mi imagen reflejada en el agua o incluso cuando observaba mi sombra a la luz de la luna. Intenté apartar aquellos temores y fortalecerme para la prueba que tenía previsto llevar a cabo en el plazo de breves meses; y algunas veces permitía que mis pensamientos, sin el freno de la razón, vagaran por los jardines del Paraíso, y me atrevía a imaginar seres amables y encantadores que comprendían mis sentimientos y consolaban mi tristeza. Sus rostros angelicales me ofrecían sonrisas de compasión. Pero todo era un sueño. No había ninguna Eva que mitigara mis penas ni compartiera mis pensamientos. Estaba solo. Recordé las súplicas de Adán a su creador, pero… ¿dónde estaba el mío? Me había abandonado, y con toda la amargura de mi corazón, lo maldije.
Así transcurrió el otoño. Vi, con sorpresa y temor, que las hojas amarilleaban y caían, y la naturaleza de nuevo adquiría el aspecto mortecino y desolado que tenía cuando por vez primera vi los bosques y la adorable luna. No me importaban los rigores del tiempo. Por mi constitución, estoy más preparado para sufrir el frío que el calor. Pero mis únicas alegrías consistían en ver las flores y los pájaros, y todas las galas del verano; cuando se me privó de todo aquello, volví la mirada a los granjeros. Su felicidad no había disminuido por el adiós del verano. Se querían y se comprendían, y sus alegrías, que dependían de las de los otros, no se interrumpían por los acontecimientos que ocasionalmente ocurrían a su alrededor. Cuanto más los observaba, mayor era mi deseo de suplicarles protección y comprensión. Mi corazón anhelaba que aquellas encantadoras personas me conocieran y me quisieran, y que sus dulces miradas se dirigieran a mí con compasión. No me atrevía a pensar que pudieran volverme la espalda con desprecio u horror. A los pobres que se detenían y llamaban a su puerta nunca se les despedía. Es verdad que yo iba a pedir tesoros más preciosos que un poco de pan o un lugar para descansar. Iba a pedir comprensión y cariño, y no creía que pudiera ser absolutamente indigno de ello.
CAPÍTULO 7
El invierno adelantaba y, desde que desperté a la vida, ya se había cumplido todo un ciclo de estaciones. En aquel entonces mi atención estaba únicamente centrada en mi plan para presentarme en casa de mis protectores. Le di mil vueltas a innumerables planes, pero lo que finalmente decidí fue entrar en su hogar cuando el anciano ciego estuviera solo. Yo era lo suficientemente inteligente para saber que la fealdad anormal de mi persona había sido el principal motivo de horror para aquellos que me habían visto antes. Mi voz, aunque desagradable, no tenía nada de terrible. Así pues, pensé que si podía ganarme la benevolencia del anciano De Lacey, en ausencia de sus hijos, podría tal vez de ese modo conseguir que mis jóvenes protectores me aceptaran.
Un día, cuando el sol brillaba sobre las hojas rojas que alfombraban la tierra y esparcía alegría aunque negaba el calor, Safie, Agatha y Felix salieron a dar un largo paseo por el campo, y el anciano, por su propio gusto, se quedó solo en la casa. Cuando sus hijos se marcharon, él cogió su guitarra y tocó varias canciones tristes y dulces, más dulces y tristes que todas las que le había oído tocar hasta entonces. Al principio su rostro parecía iluminado de placer, pero, a medida que cantaba, fue adquiriendo un gesto meditabundo y apesadumbrado; luego apartó el instrumento y se quedó absorto en sus pensamientos.
Mi corazón latía muy deprisa. Era la hora y el momento definitivo, en el que se decidirían mis esperanzas. Los criados se habían ido a una fiesta que se celebraba en la vecindad. Todo estaba en silencio, en el interior y alrededor de la casa. Era una ocasión excelente; sin embargo, cuando iba a ejecutar mi plan, me fallaron las piernas y me derrumbé en tierra. Me levanté de nuevo y, reuniendo todo el valor del que fui capaz, aparté los maderos que había colocado delante de mi cobertizo para ocultarme. El aire fresco me reanimó, y con renovada determinación me aproximé a la puerta de la casa. Llamé.
—¿Quién es? —preguntó el anciano—. Adelante…
Entré.
—Perdone esta intromisión —dije—. Soy un viajero, y solo necesito descansar un poco. Le estaría muy agradecido si me permitiera quedarme unos momentos junto al fuego.
—Pase —dijo De Lacey—, intentaré buscar el modo de atenderle; pero, desgraciadamente, mis hijos no están en casa y, como yo soy ciego, me temo que me será muy difícil encontrar algo para que pueda comer.
—No se moleste, amable señor —contesté—. Traigo comida; lo único que necesito es un poco de calor y descanso.
Me senté y se hizo el silencio. Sabía muy bien que cada minuto era precioso para mí, sin embargo, permanecí indeciso respecto a la manera de comenzar la conversación, cuando el anciano se dirigió a mí:
—Por su modo de hablar, extranjero, supongo que es usted compatriota mío… ¿Es usted francés?
—No —contesté—, pero fui educado por una familia francesa y solo conozco esa lengua. Ahora voy a solicitar la protección de unos amigos, a quienes aprecio sinceramente y en cuyo favor he depositado todas mis esperanzas.
—¿Son alemanes? —preguntó De Lacey.
—No… son franceses. Pero hablemos de otra cosa… Soy una persona desafortunada y abandonada. Miro a mi alrededor y no tengo parientes ni amigos en este mundo. Esas buenas gentes a quienes voy a visitar nunca me han visto y saben muy poco de mí. Me embargan mil temores; porque si fracaso, ya siempre seré un desheredado en este mundo.
—No desespere —dijo el anciano—. Verdaderamente es triste no tener amigos: pero los corazones de los hombres, cuando no tienen prejuicios fundados en el egoísmo, siempre están llenos de amor fraternal y caridad. Así pues, tenga fe en sus esperanzas; y si esos amigos son buenos y amables, no desespere.
—Son muy buenos —contesté—. Son las mejores personas del mundo, pero, desgraciadamente, están predispuestos contra mí. Yo tengo buenas intenciones; amo la virtud y el conocimiento; hasta ahora no he hecho daño a nadie y en alguna medida he beneficiado a otros; pero un prejuicio fatal nubla sus ojos; y, donde deberían ver a un amigo sensible y bueno, solo ven un monstruo detestable.
—Es verdaderamente lamentable —contestó De Lacey—, pero si usted es de verdad inocente, ¿no puede desengañarlos?
—Estoy a punto de intentar llevar a cabo esa tarea. Y es por esa razón por la que me siento abrumado por tantos temores. Aprecio mucho a esos amigos; no lo saben, pero durante muchos meses les he hecho algunos favores en sus tareas cotidianas; pero ellos creen que yo quiero hacerles daño, y es ese prejuicio el que deseo vencer.
—¿Dónde viven esos amigos? —preguntó De Lacey.
—Cerca de aquí… en este lugar.
El anciano se detuvo un instante y luego añadió:
—Si usted quisiera confiarme abiertamente los detalles, quizá podría intentar desengañarlos. Soy ciego y no puedo juzgar su aspecto, pero hay algo en sus palabras que me asegura que es usted sincero. Yo soy pobre, y vivo en el exilio, pero será para mí un verdadero placer ser de alguna ayuda a cualquier ser humano.
—¡Qué buen hombre! —exclamé—. Acepto su ofrecimiento y se lo agradezco mucho. Me infunde usted nuevos ánimos con su amabilidad, y espero que no me aparten de la compañía y la comprensión de mis semejantes.
—¡Que el Cielo no lo permita…! Ni aunque usted fuera un verdadero criminal… porque eso solo podría conducirle a usted a la desesperación, y no incitarlo a la virtud. También yo soy desafortunado. Mi familia y yo hemos sido condenados, aunque somos inocentes: juzgue, pues, si no he de comprender sus infortunios.
—¿Cómo podría agradecérselo, mi mejor y único benefactor…? Por vez primera oigo de sus labios la voz de la comprensión dirigida a mí. Siempre le estaré agradecido, y su humanidad me asegura el éxito con los amigos con los que estoy a punto de encontrarme.
—¿Puedo saber cuáles son los nombres de sus amigos y dónde viven? —preguntó De Lacey.
Guardé silencio. Aquel era el momento decisivo en el que se me arrebataría o se me concedería la felicidad para siempre. Luché en vano por encontrar el valor suficiente para contestarle; el esfuerzo acabó con todo el ánimo que me quedaba; me hundí en la silla y sollocé. Y en aquel momento oí los pasos de mis jóvenes protectores. No tenía tiempo que perder; pero, aferrándome a la mano del anciano, grité…
—¡Ahora es el momento…! ¡Sálveme! ¡Protéjame! ¡Usted y su familia son los amigos que busco! ¡No me abandonen en el momento decisivo…!
—¡Dios mío…! —exclamó el anciano—. ¿Quién es usted?
En aquel momento se abrió la puerta de la casa, y entraron Felix, Safie y Agatha. ¿Quién puede describir el horror y el asombro que sintieron al verme? Agatha se desmayó, y Safie, incapaz de ocuparse de su amiga, huyó de la casa corriendo. Felix se adelantó rápidamente y con una fuerza sobrenatural me apartó de su padre, a cuyas rodillas yo me había aferrado. En un arrebato de furia, me arrojó al suelo y me golpeó violentamente con un palo. Vi que estaba a punto de golpearme de nuevo cuando, sobreponiéndome al dolor y a la angustia, hui de la casa y, en medio de la confusión, escapé sin que me vieran y me oculté en el cobertizo.
¡Maldito, maldito Creador! ¿Por qué tuve que vivir? ¿Por qué en aquel instante no apagaste la llama de la existencia que caprichosamente me diste? No lo sé… La desesperación aún no se había apoderado de mí; solo tenía sentimientos de rabia y venganza. Podría haber destruido con placer la casa y haber matado a sus moradores… y haber saciado mi furia con sus gritos y su dolor. Cuando llegó la noche, salí de mi escondrijo y vagué por el bosque. Ya no me retenía el miedo a que me descubrieran, y pude dar rienda suelta a mi angustia con espantosos aullidos. Era como una bestia salvaje atrapada en un lazo, destruyendo todo lo que se le pone por delante y deambulando por el bosque como un ciervo viejo. ¡Oh…! ¡Qué noche más horrorosa pasé! Las gélidas estrellas brillaban burlándose de mí, los árboles desnudos me decían adiós con sus ramas, y aquí y allá el dulce canto de un pájaro rompía aquella absoluta quietud. Todo, salvo yo, descansaba o se alegraba. Yo, como el Demonio, albergaba un infierno en mi interior: y puesto que no encontraba a nadie que me comprendiera, deseé arrancar los árboles, sembrar el caos y la destrucción, y luego sentarme y disfrutar de aquel desastre.
Pero aquella fue una cascada de sensaciones que no podía durar. Acabé agotado por el exceso de ejercicio físico y me derrumbé en la hierba húmeda, con la impotencia de la desesperación. Entre los miles y miles de hombres, no había ni uno que sintiera compasión por mí o quisiera ayudarme… ¿acaso debía yo tener alguna piedad para con mis enemigos? ¡No! Desde aquel momento le declaré guerra eterna a la humanidad y, sobre todo, a aquel que me había creado y que me había arrojado a aquella insoportable humillación.
Salió el sol. Oí las voces de los hombres y supe que era imposible regresar a mi escondrijo durante el día; de modo que me oculté en la espesura del bosque, y decidí dedicar las horas siguientes a reflexionar sobre mi situación. Los rayos de sol y el aire puro del día me devolvieron en parte la calma; y cuando consideré lo que había ocurrido en la granja, no pude evitar creer que me había precipitado un tanto en mis conclusiones. Desde luego, había actuado imprudentemente. Era evidente que mi conversación había emocionado al padre y que me había comportado como un necio al mostrar mi figura y aterrorizar a sus hijos. Debería haber familiarizado al viejo De Lacey conmigo y, poco a poco, haberme ido mostrando al resto de la familia cuando hubieran estado preparados para soportar mi presencia. Pero no pensé que mis errores fueran irreparables; y, después de pensarlo mucho, decidí regresar a la casa, buscar al anciano y, con mis ruegos y súplicas, ganarlo para mi causa.
Aquellos pensamientos me tranquilizaron y, por la tarde, me sumí en un profundo sueño; pero la fiebre de mi sangre no me permitió gozar de un descanso apacible. La horrible escena del día anterior constantemente pasaba ante mis ojos: las mujeres huían y el furioso Felix me arrancaba de los pies de su padre. Me desperté exhausto; y descubriendo que ya era de noche, me arrastré fuera de mi escondrijo y fui a buscar comida.
CAPÍTULO 8
Cuando aplaqué mi hambre, dirigí mis pasos hacia el camino bien conocido que conducía a la granja. Todo estaba en paz. Me arrastré hasta mi cobertizo y permanecí allí, en silenciosa espera, hasta la hora en que la familia solía levantarse. La hora pasó, y el sol ya estaba muy alto en el cielo, pero los granjeros no aparecían. Temblé violentamente, sospechando alguna horrible desgracia. El interior de la casa estaba oscuro y no se oía movimiento alguno. No puedo describir la angustia que sentí en aquellos momentos.
Entonces, dos campesinos pasaron por allí; pero, deteniéndose cerca de la casa, comenzaron a hablar, gesticulando mucho. No entendí lo que dijeron, porque su lengua era distinta a la de mis protectores. De todos modos, poco después, Felix apareció con otro hombre. Me sorprendió, porque yo sabía que él no había salido de la casa aquella mañana, y esperé con inquietud para descubrir, por sus palabras, el significado de aquellos extraños sucesos.
—¿Se da cuenta usted de que va a pagar tres meses de renta —le dijo el hombre que iba con él— y que perderá lo que dé el huerto? No quiero aprovecharme injustamente de usted, así que le ruego que se tome algunos días para pensar bien su decisión…
—Es completamente inútil —contestó Felix—, no podremos volver jamás a esta casa. La vida de mi padre está en gravísimo peligro debido a la horrorosa circunstancia que le he contado. Mi mujer y mi hermana nunca olvidarán ese espanto. Le ruego que no insista. Aquí tiene usted su propiedad, y permita que me vaya inmediatamente de este lugar.
Felix temblaba horrorosamente mientras decía aquello. Él y su acompañante entraron en la casa, en la cual permanecieron algunos minutos, y luego se despidieron. Nunca volví a ver a nadie de la familia De Lacey.
Permanecí en mi cobertizo durante el resto del día, en un estado de inconcebible y estúpida desesperación. Mis protectores se habían ido y habían roto el único lazo que me unía al mundo. Por primera vez, los sentimientos de venganza y odio embargaron mi pecho, y no me esforcé en controlarlos; al contrario, dejándome arrastrar por la corriente, dejé que mi pensamiento se inclinara hacia la violencia y la muerte. Cuando pensaba en mis amigos… en la amable voz de De Lacey, en los encantadores ojos de Agatha, y en la exquisita belleza de la árabe, aquellos pensamientos se desvanecían, y las copiosas lágrimas me calmaban un tanto. Pero, de nuevo, cuando pensaba que me habían rechazado y abandonado, regresaba la furia; y como no podía golpear a ningún ser humano, volvía mi ira contra cualquier objeto inanimado. Cuando se hizo de noche, coloqué mucha leña alrededor de la casa; y, después de haber destruido todos los frutos del huerto, esperé con obligada paciencia hasta que la luna se escondió para comenzar el trabajo. Con la noche adelantada, se levantó un fuerte viento desde el bosque y rápidamente dispersó las nubes que habían cubierto los cielos… Aquel vendaval se hizo más y más violento hasta convertirse en un poderoso huracán y produjo una especie de locura en mi ánimo que rompió todas las ataduras con la razón y la reflexión. Encendí una rama seca de un árbol y dancé con furia alrededor de aquella casa adorada, con los ojos aún clavados en el horizonte de occidente, el lugar por donde la luna iba a ponerse. Parte de su esfera finalmente se ocultó, y yo agité mi rama ardiendo; desapareció la luna, y con un alarido, prendí la paja y el heno seco que había colocado. El viento inflamó el fuego, y la casa inmediatamente quedó envuelta en llamas que la abrazaban y la lamían con sus afiladas y destructivas lenguas. En cuanto estuve seguro de que nada podría salvar ni la más mínima parte de aquella construcción, abandoné el lugar y busqué refugio en el bosque.
Y ahora, con el mundo ante mí, ¿hacia dónde encaminaría mis pasos? Decidí huir lejos del escenario de mis desgracias. Pero para mí, odiado y despreciado, todos los países iban a ser igual de espantosos. Al final, un pensamiento cruzó mi mente: vos. Por vuestros papeles supe que vos habíais sido mi creador; ¿y a quién podría recurrir con más justicia, sino a quien me había dado la vida? Entre las lecciones que Felix le había enseñado a Safie, no había faltado la geografía. Por eso sabía cómo se encontraban dispuestos los diferentes países del mundo. Vos habíais mencionado Ginebra, el nombre de vuestra ciudad natal, y hacia ese lugar decidí encaminarme.
Pero… ¿cómo iba a orientarme? Yo sabía que debía viajar en dirección suroeste para alcanzar mi destino, pero el sol era mi único guía. No conocía los nombres de las ciudades por las que tendría que pasar, ni podía pedir información a ningún ser humano. Pero no desesperé. De vos solo podía esperar auxilio, aunque hacia vos no tuviera otro sentimiento que odio. ¡Creador insensible y despiadado…! Me otorgasteis sensaciones y pasiones, y luego me arrojasteis al mundo para desprecio y horror de la humanidad. Pero solo a vos podía dirigir mis súplicas, y solo en vos decidí buscar la justicia que en vano intenté encontrar en cualquier otro ser de apariencia humana.
Mis viajes fueron penosos, y los sufrimientos que tuve que soportar, amargos. Ya estaba muy adelantado el otoño cuando abandoné la región en la que durante tanto tiempo había vivido. Viajaba solo por la noche, temeroso de encontrarme con algún rostro humano. La naturaleza se marchitó a mi alrededor y el sol ya no calentaba; la lluvia y la nieve me atormentaban continuamente, y no encontraba refugio alguno… ¡Oh, Tierra! ¡Cuán a menudo maldije a quien me dio el ser! La bondad de mi naturaleza había desaparecido, y todo en mi interior se tornó rencor y amargura. Cuanto más me acercaba al lugar donde vos vivíais, más profundamente sentía que el espíritu de la venganza se había convertido en dueño de mi corazón. La nieve cayó a mi alrededor, y las aguas se endurecieron, pero yo no descansé. Algunas señales, aquí y allá, me guiaron en la buena dirección, pero a menudo me desviaba mucho del buen camino. La agonía de mi dolor no me daba descanso. Y nada ocurría de lo que mi rabia y mi desgracia no pudieran extraer su alimento. Pero una circunstancia que aconteció cuando llegué a los confines de Suiza, cuando el sol ya había recuperado parte de su calor y la tierra de nuevo comenzaba a mostrarse verde, confirmó de un modo particular la amargura y el horror de mis sentimientos.
Generalmente descansaba durante el día y viajaba solo por la noche, cuando estaba seguro de hallarme lejos del alcance de los hombres. Sin embargo, una mañana, descubriendo que mi camino discurría por un bosque profundo, me aventuré a continuar mi viaje después de que ya hubiera amanecido. El día, que era uno de los primeros de la primavera, incluso consiguió animarme con la belleza de los rayos del sol y la dulzura de la brisa. Sentí que revivían en mí emociones de bondad y placer que parecían haber muerto; casi sorprendido por aquellas nuevas emociones, me dejé arrastrar por ellas y, olvidando mi soledad y mi deformidad, me atreví a sentirme feliz. Lágrimas de bondad de nuevo abrasaron mis mejillas, e incluso elevé con agradecimiento mis ojos humedecidos hacia el maravilloso sol que derramaba aquella alegría sobre mí.
Continué serpenteando por los caminos del bosque hasta que llegué al final, donde lo bordeaba un río profundo y rápido, en el cual muchos árboles dejaban caer sus ramas, ahora llenas de brotes de la reciente primavera. Allí me detuve, sin saber exactamente qué camino seguir, cuando oí voces que me obligaron a esconderme bajo la sombra de los cipreses. Apenas estaba oculto cuando una niña vino corriendo hasta el lugar donde estaba escondido, riendo y jugando como si huyera para escapar de alguien. Continuó su carrera junto al borde cortado del río, cuando de repente su pie resbaló, y cayó en los rápidos. Salí inmediatamente de mi escondrijo y, con un inmenso esfuerzo contra la corriente del río, la salvé y la arrastré de nuevo a la orilla. Estaba sin sentido; e intenté por todos los medios y con todas mis fuerzas reanimarla, cuando de repente me vi sorprendido por la llegada de un campesino, que probablemente era la persona de quien la niña huía jugando. Al verme, se abalanzó sobre mí, arrebatándome a la niña de los brazos, y huyendo hacia lo más profundo del bosque. Lo seguí rápidamente, apenas sé por qué; pero cuando el hombre vio que lo seguía de cerca, me apuntó con un arma que llevaba y disparó. Me desplomé en la tierra y él, aún más deprisa, se internó en el bosque.
Aquella fue la recompensa a mi bondad. Había salvado a un ser humano de la muerte y, como recompensa, ahora me retorcía entre horribles dolores por un disparo que me había destrozado la carne y el hueso. Los sentimientos de bondad y amabilidad que había albergado solo unos instantes antes dieron lugar a una furia infernal y al rechinar de dientes… inflamado por el dolor, juré odio eterno y venganza a toda la humanidad. Pero el dolor que me causaba la herida me venció, mi pulso se detuvo y me desmayé.
Durante algunas semanas llevé una vida miserable en aquellos bosques, intentando curarme la herida que había recibido. La bala me había perforado el hombro, y yo no sabía si aún permanecía allí o lo había traspasado; en cualquier caso, no tenía medios para sacarla. Mis sufrimientos aumentaron también por el opresivo sentimiento de injusticia e ingratitud que aquellos dolores suponían. Mis juramentos diarios clamaban venganza… una venganza absoluta y mortal, porque solo así podría compensar los ultrajes y el dolor que había sufrido.
Después de algunas semanas, mi herida curó, y continué mi viaje. Ni el brillo del sol ni las suaves brisas de la primavera pudieron aliviar ya los trabajos que tuve que soportar; toda alegría no era sino una burla para mí, que insultaba mi estado de desolación, y me hacía sentir más dolorosamente que yo no estaba hecho para la felicidad. Pero mis sufrimientos ya se acercaban a su conclusión, y dos meses después llegué a los alrededores de Ginebra.
Era casi de noche cuando llegué a las afueras de la ciudad, y me aparté a un lugar escondido en los campos que la rodean, para pensar en el modo de dirigirme a vos. Me encontraba abatido por el cansancio y el hambre, y me sentía demasiado desgraciado para disfrutar de las dulces brisas del atardecer o las vistas del sol poniéndose tras las imponentes montañas del Jura. En aquel momento, me alivió un ligero sueño, el cual fue perturbado por la aparición de un hermoso muchacho, que entró en mi escondrijo corriendo con la juguetona alegría de la infancia. De repente, cuando lo miré, una idea se apoderó de mí… que aquella pequeña criatura seguramente no tendría prejuicios y que había vivido muy poco tiempo como para haberse imbuido del horror hacia la deformidad. Así pues, si pudiera hacerme con él y educarlo como mi compañero y amigo, no me encontraría tan solo en este mundo lleno de gente. Apremiado por aquel impulso, agarré al muchacho cuando pasó y lo atraje hacia mí. En cuanto vio mi figura, puso las manos delante de los ojos y profirió un agudo chillido. Le aparté las manos de la cara por la fuerza y le dije:
—Muchacho, ¿qué haces…? No pretendo hacerte daño; escúchame…
Él luchaba ferozmente.
—¡Déjame! —gritó—. ¡Monstruo! ¡Monstruo horrible! ¡Quieres devorarme y destrozarme en mil pedazos…! ¡Eres un ogro! ¡Déjame, o llamaré a mi papá…!
—Chico… —le dije—, jamás volverás a ver a tu padre… Vas a venir conmigo.
Estalló en gritos furiosos:
—¡Monstruo espantoso…! ¡Déjame, déjame! Mi papá es magistrado… Es el señor Frankenstein… ¡Déjame! ¡No te atrevas a tocarme…!
—¡Frankenstein! —exclamé—. Entonces perteneces a mi enemigo, a aquel por quien he jurado venganza eterna… y tú serás mi primera víctima.
El muchacho aún porfiaba y me insultaba con gritos que solo conseguían llevar la desesperación a mi corazón. Lo cogí por la garganta para intentar que se callara, y un instante después yacía muerto a mis pies.
Observé a mi víctima, y una alegría y un triunfo infernal embargaron mi corazón… y mientras aplaudía, exclamé:
—Yo también puedo sembrar la desolación. Mi enemigo no es invulnerable; esta muerte lo hundirá en la desesperación, y miles y miles de desgracias lo atormentarán y lo destruirán.
Cuando clavé mis ojos en el muchacho, vi algo que brillaba en su pecho. Lo cogí. Era el retrato de una mujer hermosísima. A pesar de mi maldad, aquel retrato me calmó y atrajo mi atención. Durante unos breves instantes observé con deleite sus ojos oscuros y profundos, y sus adorables labios, pero de inmediato volvió a invadirme la ira: recordé que me habían privado para siempre de los placeres que criaturas como aquella podrían proporcionarme; y que aquella cuyo rostro contemplaba, si me mirara, habría cambiado aquel aire de divina bondad por un gesto de horror y repugnancia.
¿Acaso os sorprende que semejantes pensamientos me volvieran loco de rabia? Yo solo me maravillo de que en aquel momento, en vez de dar al viento mis emociones mediante inútiles exclamaciones y dolor, no me precipitara contra la humanidad y pereciera en mi deseo de destruirla. Mientras me sentía embargado por aquellos sentimientos, abandoné el lugar en el que había cometido el asesinato y busqué un escondrijo más apartado. En aquel momento vi a una mujer que pasaba cerca… Era joven, ciertamente no tan hermosa como la del retrato que yo tenía, pero de agradable aspecto y en la encantadora flor de la juventud y de la salud. Y pensé que allí iba una de aquellas sonrisas que se entregan a todo el mundo, excepto a mí. «No escapará a mi venganza; gracias a las lecciones de Felix y a las sanguinarias leyes de los hombres, he aprendido cómo hacer el mal.» Me acerqué a ella sin ser notado y coloqué el retrato a buen recaudo en uno de los bolsillos de su vestido.
Durante algunos días estuve merodeando por el lugar en el que se habían desarrollado aquellos acontecimientos, a veces deseando poder veros, y a veces decidido a abandonar el mundo y sus miserias para siempre. Al final me dirigí hacia estas montañas y he recorrido todas esas grutas inmensas, consumido por una ardiente pasión que solo vos podéis calmar. Y no podemos despedirnos hasta que me hayáis prometido cumplir con mis peticiones. Estoy solo y soy muy desgraciado. Nadie querrá estar conmigo, pero una mujer tan deforme y horrible como yo no me rechazaría. Ese es el ser que debéis crear para mí.
CAPÍTULO 9
La criatura terminó de hablar y clavó su mirada en mí, esperando una respuesta. Pero yo estaba desconcertado y perplejo, y era incapaz de ordenar mis ideas lo suficiente como para comprender el significado de su propuesta. Él añadió:
—Debéis crear una compañera para mí, una mujer con la que pueda vivir, que me comprenda y a la que yo pueda comprender, para poder existir. Solo vos podéis hacerlo, y lo exijo como un derecho que no debéis negarme.
Cuando dijo aquello, no pude contener la ira que ardía en mi interior.
—¡Pues claro que me niego! —contesté—, y por nada del mundo conseguirás que acceda a ello. Puedes convertirme en el hombre más desgraciado de la Tierra, pero no conseguirás que me rebaje y me convierta en un ser despreciable ante mí mismo. ¿Es que debo crear otro ser como tú, para que vuestra maldita alianza destruya el mundo? ¡Apártate de mí! Ya te he contestado. Puedes matarme, pero no lo haré.
—Estáis equivocado —replicó—; y, en vez de amenazaros, estoy dispuesto a razonar con vos. Soy malvado porque soy desgraciado. ¿O no me desprecia y me odia toda la humanidad? Vos, mi creador, me destrozaríais en mil pedazos y os preciaríais de semejante triunfo. Recordad eso… y decidme por qué debería apiadarme de un hombre que no tiene piedad de mí. Si me arrojaseis a una de esas grietas de hielo y destruyerais mi cuerpo, obra de vuestras propias manos, ni siquiera lo llamaríais asesinato. ¿Debo respetar a un hombre que me condena? Mejor será que convivamos y colaboremos amablemente, y, en vez de daños, derramaría sobre vos todos los beneficios imaginables, con lágrimas de gratitud. Pero eso no puede ser; las emociones humanas son barreras infranqueables para nuestra alianza. Pero no me someteré como un esclavo abyecto. Vengaré mis sufrimientos; si no puedo inspirar amor, causaré terror; y principalmente a vos, mi enemigo supremo, porque sois mi creador, os he jurado odio eterno. Me esforzaré en destruiros, y no daré por terminada mi tarea hasta que arrase vuestro corazón y maldigáis la hora de vuestro nacimiento.
Una ira diabólica animó su rostro cuando dijo aquello; su cara se contraía en muecas demasiado horribles para que un ser humano pudiera tolerarlas; pero inmediatamente se calmó y continuó.
—Intentaba razonar… Esta obsesión me perjudica, porque no comprendéis que solo vos sois la única causa de su fuego. Si alguien fuera capaz de ser bondadoso conmigo, yo devolvería entonces esa bondad doblada cien y cien veces; solo por una criatura así, sería capaz de hacer las paces con toda la humanidad. Pero ahora estoy fantaseando con sueños que nunca podrán cumplirse. Lo que os pido es razonable y justo. Solo exijo una criatura de otro sexo, pero tan espantosa como yo. Es un consuelo pequeño, pero eso es todo lo que puedo recibir, y será suficiente para mí. Es verdad que seremos monstruos y que estaremos apartados del mundo, pero precisamente por eso nos sentiremos más unidos el uno con el otro. No seremos felices, pero no haremos mal a nadie y no sufriremos la desdicha que ahora siento yo. ¡Oh… mi creador! Hacedme feliz; permitidme que sienta gratitud hacia vos por ese único acto de bondad para conmigo. Permitidme comprobar que soy capaz de inspirar la comprensión de otra criatura. No me neguéis esta petición.
Me sentí conmovido. Temblaba cuando pensaba en las posibles consecuencias de aceptar, pero creí que había una parte de justicia en su argumentación. Su relato y los sentimientos que ahora expresaba demostraban que era una criatura de emociones delicadas; y yo, como su hacedor, ¿no debía proporcionarle toda la felicidad que estuviera en mi mano concederle? Él percibió el cambio en mis sentimientos y continuó.
—Si consentís, ni vos ni ninguna criatura humana nos volverá a ver jamás. Me iré a las vastas selvas de América. Mi alimento no es como el de los hombres; yo no mato a un cordero ni a un cabrito para saciar mi apetito. Las bellotas y las bayas me proporcionan suficiente alimentación. Mi compañera será de la misma naturaleza que yo y se contentará con lo mismo. Haremos nuestro lecho con hojas secas; el sol nos iluminará como a todos los hombres y madurará nuestros alimentos. Estáis emocionado. El cuadro que os presento es amable y humano, y debéis sentir que solo os podríais negar haciendo uso de una tiranía y una crueldad caprichosas. Aunque habéis sido despiadado conmigo, veo compasión en vuestros ojos. Permitidme que aproveche este momento favorable y os persuada para que me prometáis lo que tan ardientemente deseo.
—Has prometido que os apartaréis de los lugares donde habitan los hombres —contesté— e iréis a vivir a las selvas desiertas donde las bestias del monte serán vuestra única compañía. ¿Cómo vas a poder mantener esa promesa de exilio, tú, que ansias tanto el cariño y la comprensión del hombre? Volverías, y buscarías su comprensión, y volverías a encontrarte con su desprecio; tus malvadas pasiones se reavivarían, y entonces contarías con una compañera que te ayudaría a cumplir tus deseos de destrucción. Apártate… No puedo aceptar.
El monstruo contestó con vehemencia:
—¡Qué inconstantes son vuestros sentimientos…! Solo hace un momento parecíais conmovido por mis súplicas: ¿por qué volvéis a endureceros ante mis quejas? Os juro, por la tierra que piso, y por vos, que me habéis creado, que con la compañera que me concedáis me alejaré de la presencia de los hombres y viviré, si es necesario, en los lugares más salvajes. Mis malas pasiones desaparecerán, porque habré encontrado la comprensión. Mi vida transcurrirá apaciblemente, alejada de todo, y en el momento de morir no maldeciré a mi hacedor.
Sus palabras tuvieron un extraño efecto en mí. Me compadecí de él y, por un momento, sentí el impulso de consolarlo; pero cuando lo miraba, cuando veía aquella masa inmunda que se movía y hablaba, mi corazón enfermaba y mis sentimientos se transformaban en horror y odio. Intenté sofocar esas emociones. Pensaba que, aunque no pudiera apreciarlo en absoluto, no tenía derecho a negarle la pequeña porción de felicidad que estaba en mi mano poder proporcionarle.
—Juras no hacer daño a nadie —dije—, pero ¿no has demostrado ya tu implacable maldad? ¿No debería desconfiar de ti? ¿No será esto una trampa para engrandecer tu victoria? ¿No estaré proporcionándote más ocasiones para tu venganza?
—¿Cómo…? —exclamó—. Pensaba que os habíais compadecido de mí y, sin embargo, aún os negáis a concederme el único bien que aplacaría mi corazón y me convertiría en un ser inofensivo. Si no tengo relaciones ni afectos, me entregaré al odio y a la maldad. El amor de otro ser destruirá la razón de mis crímenes y me convertiré en algo de cuya existencia nadie sabrá. Mis maldades son hijas de una soledad forzada que aborrezco, y mis virtudes florecerán necesariamente cuando reciba la comprensión de un igual. Sentiría el afecto de un ser vivo y me convertiría en un eslabón en la cadena del ser y de los acontecimientos de los que ahora estoy excluido.
Me detuve algún tiempo a reflexionar en todo lo que había dicho y a meditar los argumentos que había empleado. Pensé en las prometedoras virtudes que había mostrado al principio de su existencia; y en la subsiguiente ruina de todos aquellos amables sentimientos, por culpa del desprecio y el espanto que sus protectores habían manifestado hacia él. En mis cálculos no olvidé ni su fuerza ni sus amenazas: una criatura que podía vivir en las grutas de hielo de los glaciares y podía ocultarse de sus perseguidores en las aristas de precipicios inaccesibles era un ser que poseía facultades a las que era imposible hacer frente. Después de una larga pausa para meditar, concluí que la justicia debida tanto a él como a mis semejantes me obligaba a acceder a sus peticiones. Así pues, volviéndome hacia él, le dije:
—Accedo a tu petición, con la siguiente condición: que me prometas solemnemente que abandonarás Europa, y cualquier otro lugar donde haya seres humanos, tan pronto como ponga en tus manos la hembra que te acompañará en tu exilio.
—¡Lo juro —gritó—, por el sol y por los cielos azules del Paraíso, que mientras existan jamás volveréis a verme! Marchad, entonces, a vuestra casa y comenzad los trabajos. Observaré vuestros avances con incontenible ansiedad, y, descuidad, que cuando todo esté preparado, yo apareceré.
Y diciendo aquello, rápidamente se alejó de mí, temeroso quizá de que cambiara de opinión. Le vi descender la montaña más veloz que el vuelo del águila y rápidamente lo perdí de vista entre las ondulaciones del mar de hielo.
Su relato había durado todo el día, y el sol ya estaba sobre la línea del horizonte cuando él partió. Yo sabía que debía comenzar a descender inmediatamente hacia el valle, pues muy pronto me vería envuelto en una completa oscuridad. Pero mi corazón estaba apesadumbrado, y avanzaba con pasos lentos. El esfuerzo de ir serpenteando por los pequeños senderos, y fijando mis pies firmemente mientras avanzaba, me agotaba, absorto como estaba en las emociones que los acontecimientos de aquel día habían despertado en mí. Ya era muy de noche cuando llegué a un lugar de descanso que hay a mitad de camino y me senté junto a la fuente. Las estrellas brillaban de tanto en tanto, a medida que las nubes pasaban por delante de ellas. Los pinos oscuros se elevaban frente a mí, y por todas partes, aquí y allá, los árboles quebrados yacían en tierra; era un paisaje de maravillosa solemnidad que encendió extraños pensamientos en mi interior. Lloré amargamente y, retorciéndome las manos de dolor, exclamé:
—¡Oh, estrellas, y nubes, y viento… todos os burláis de mí! ¡Si realmente tenéis piedad de mí, aplastadme y destruidme! ¡Y si no, alejaos; alejaos y dejadme en la oscuridad!
Eran pensamientos enloquecidos y desesperados, pero no puedo describir hasta qué punto el eterno centellear de las estrellas me abrumaba, y cómo esperaba cada ráfaga de viento como si fuera un espantoso y turbio viento del sur dispuesto a consumirme.
Ya había amanecido cuando llegué a la aldea de Chamonix; pero mi aspecto, macilento y extraño, apenas pudo calmar los temores de mi familia, que había estado angustiada toda la noche, esperando mi regreso.
Al día siguiente regresamos a Ginebra. La intención de mi padre con aquel viaje había sido distraer mi mente y restaurar mi tranquilidad perdida. Pero la medicina había resultado fatal; e, incapaz de comprender aquella tristeza excesiva que yo parecía estar sufriendo, se apresuró a regresar a casa, esperando que la tranquilidad y la calma de la vida familiar aliviara poco a poco mis sufrimientos, cualquiera que fuera su causa.
Por mi parte, apenas participé en todos sus preparativos, y el amable cariño de mi amada Elizabeth no servía para arrancarme de las profundidades de mi desesperación. La promesa que le había hecho a aquel demonio pesaba en mi espíritu como las capas de hierro que llevaban los infernales hipócritas de Dante. Todos los placeres de la tierra y del cielo pasaban ante mí como en un sueño, y solo aquel único pensamiento poseía la capacidad para mostrarse como la verdadera realidad de la vida. ¿Es que alguien puede admirarse de que en ocasiones sufriera una especie de locura, o de que viera en torno a mí una multitud de espantosas bestias infligiéndome incesantes heridas que a menudo me hacían proferir gritos y amargos lamentos?
Sin embargo, poco a poco, aquellos sentimientos se calmaron. Volví a adentrarme en la vida cotidiana, si no con interés, al menos con un tanto de tranquilidad.
CAPÍTULO 10
Día tras día, semana tras semana fueron transcurriendo tras mi regreso a Ginebra, y no reuní el valor suficiente para comenzar el trabajo. Temía la venganza del demonio si lo defraudaba, sin embargo, era incapaz de vencer mi repugnancia a emprender la tarea. También descubrí que era incapaz de componer una mujer sin volver a dedicarle muchos meses de estudio y laboriosas pruebas. Había oído que un filósofo inglés había hecho algunos descubrimientos, cuyo conocimiento me sería de mucha utilidad, y en ocasiones pensaba pedirle permiso a mi padre para visitar Inglaterra con esa intención; pero me aferraba a cualquier excusa para retrasarlo y no me decidí a interrumpir mi tranquilidad recuperada. Mi salud, que hasta entonces se había resentido, había mejorado mucho; y, cuando no lo impedía el recuerdo de mi desgraciada promesa, me encontraba bastante animado. Mi padre observó aquel cambio con placer y constantemente buscaba el mejor método para erradicar los restos de la melancolía que de vez en cuando regresaba y me atacaba con su feroz oscuridad, ensombreciendo el anhelado amanecer. En aquellos momentos me refugiaba en la más absoluta soledad: pasaba días enteros en el lago, solo, en un pequeño bote, mirando las nubes y escuchando el murmullo de las olas, en silencio y en completa indiferencia. Pero el aire fresco y el sol brillante con mucha frecuencia conseguían devolverme en alguna medida la compostura; y cuando regresaba, respondía a los saludos de mis amigos con una sonrisa más dispuesta y un espíritu más afectuoso.
Fue después de volver de una de esas excursiones cuando mi padre, llamándome aparte, se dirigió a mí del siguiente modo:
—Mi querido hijo, me alegra mucho comprobar que has vuelto a tus antiguos placeres y parece que vuelves a ser tú mismo. Y, sin embargo, aún estás triste y rehúyes nuestra compañía. Durante un tiempo he estado completamente perdido al respecto y no podía ni siquiera imaginar cuál podría ser la causa de esto; pero ayer se me ocurrió una idea, y si está bien fundada, te ruego que me la confirmes. En este punto, la discreción no solo sería completamente inútil, sino que contribuiría a triplicar nuestras tribulaciones.
Temblé visiblemente cuando terminó aquella introducción, y mi padre continuó:
—Te confieso, hijo mío, que siempre he considerado el matrimonio con tu prima como el fundamento de nuestra felicidad familiar y el báculo de mi ancianidad. Os conocéis desde que erais muy niños; estudiabais juntos y parecía, por vuestros caracteres y gustos, que estabais hechos el uno para el otro. Pero los hombres a veces estamos tan ciegos… y lo que yo creía que podía ser lo mejor para encauzar mi plan puede haberlo arruinado por completo; tal vez solo la mires como a una hermana, sin que haya en ti ningún deseo de convertirla en tu esposa. Es más, seguro que has encontrado a otra de la que estás enamorado; y, considerando que has comprometido tu honor en el futuro matrimonio con tu prima, ese sentimiento puede causar el punzante dolor que pareces sentir.
—Querido padre, tranquilízate. Quiero a mi prima de todo corazón y sinceramente. No he conocido a ninguna mujer que me inspirara, como Elizabeth, la admiración y el cariño más profundo. Mis esperanzas y mis perspectivas de futuro se basan enteramente en la expectativa de nuestra unión.
—Mi querido Victor, la confirmación de tus sentimientos en este asunto me produce una alegría mayor que la que me haya podido proporcionar cualquier otra cosa desde hace mucho tiempo. Si es eso lo que sientes, seremos felices con toda seguridad, por mucho que las circunstancias actuales puedan arrojar alguna tristeza sobre nosotros. Pero es esa tristeza que se ha apoderado con tanta fuerza de tu espíritu la que querría desterrar. Dime, pues, si tienes alguna objeción a una inmediata celebración formal de vuestro matrimonio. Hemos sido muy desdichados, y los recientes acontecimientos nos han arrebatado esa tranquilidad familiar que mis años y mis achaques precisan. Eres joven; sin embargo, disponiendo de una notable fortuna, no creo que un matrimonio temprano pueda interferir en cualquier proyecto futuro que hayas planeado, sea en la universidad o en la administración pública. En cualquier caso, no creas que deseo imponerte la felicidad, o que un retraso por tu parte me causaría ninguna inquietud seria. Interpreta mis palabras con sencillez y respóndeme, te lo ruego, con confianza y sinceridad.
Escuché a mi padre en silencio y durante unos momentos permanecí sin dar contestación alguna. Rápidamente, le di mil vueltas a una avalancha de pensamientos e intenté llegar a una conclusión. ¡Dios mío…! La idea de una boda inmediata con mi prima me aterrorizaba y me consternaba. Estaba comprometido por una solemne promesa que aún no había cumplido y que no me atrevía a romper; y si lo hacía, ¡cuántos e insospechados sufrimientos podrían desatarse sobre mí y mi adorada familia! ¿Acaso podía celebrar un banquete con aquel peso mortal colgando de mi cuello y arrastrándome por el suelo? Debía cumplir mi compromiso: solo así conseguiría que el monstruo se fuera con su compañera antes de que yo pudiera permitirme disfrutar de un matrimonio en el cual tenía depositadas todas mis esperanzas de paz. Recordé también la necesidad perentoria en que me hallaba, bien de viajar a Inglaterra, bien de entablar una larga correspondencia con los filósofos de ese país, cuyos conocimientos y descubrimientos me resultaban indispensables en semejante empresa. Esta última forma de conseguir la información precisa era lenta y enojosa; además, cualquier cambio me sentaría bien, y estaba encantado con la idea de pasar uno o dos años en otro lugar y con otras ocupaciones, lejos de mi familia; durante ese período de tiempo podría ocurrir algo que me devolviera la paz y la felicidad. Podría cumplir mi promesa y el monstruo podría partir; o tal vez podría acontecer algún accidente que acabara con él y pusiera fin a mi esclavitud para siempre. Aquellos sentimientos dictaron la respuesta que le di a mi padre. Expresé mi deseo de visitar Inglaterra; pero, ocultando las verdaderas razones de aquella petición, disfracé mis intenciones con la máscara de un supuesto deseo de viajar y ver mundo antes de instalarme para siempre entre los muros de mi ciudad natal.
Presenté mi ruego con toda formalidad, y mi padre muy pronto accedió a mi petición… Creo que no ha habido un padre más indulgente o menos tiránico en el mundo. Nuestro plan se dispuso de inmediato. Viajaría a Estrasburgo, donde me reuniría con Clerval, y luego bajaríamos juntos por el Rin. Pasaríamos algún tiempo, poco, en las ciudades de Holanda, y la mayor parte de nuestro periplo lo pasaríamos en Inglaterra. Regresaríamos por Francia. Se acordó que este viaje duraría dos años.
Mi padre se contentó con la idea de que me casaría con Elizabeth inmediatamente después de mi regreso a Ginebra.
—Estos dos años —dijo— pasarán rápidamente, y será el único retraso que se oponga a tu felicidad. Y, en realidad, deseo fervientemente que llegue el tiempo en que todos estemos juntos y que ni las esperanzas ni los temores consigan alterar nuestra tranquilidad familiar.
—Estoy de acuerdo —contesté—. Para entonces, Elizabeth y yo seremos más maduros, y espero que más felices, de lo que somos en este momento.
Suspiré, pero mi padre amablemente evitó hacerme ninguna pregunta más respecto a la razón de mi tristeza. Él esperaba que los paisajes nuevos y el entretenimiento del viaje me devolvieran la tranquilidad.
Luego hice los preparativos para el viaje, pero se apoderó de mí un sentimiento que me llenó de temor y angustia. Durante mi ausencia, debería dejar a mis familiares solos, inconscientes de la existencia de un enemigo, y desprotegidos ante sus ataques, pues tal vez se enfurecería al ver que yo me iba. Pero había prometido seguirme allá donde quisiera que yo fuera: ¿no vendría tras de mí a Inglaterra? Esa suposición era desde luego aterradora, pero tranquilizadora en tanto en cuanto significaba que mi familia estaría segura. Me amargaba la idea de que pudiera ocurrir lo contrario. Pero durante todo el tiempo en el que fui esclavo de mi criatura, solo me dejé guiar por los impulsos de cada instante; y mis sensaciones en aquel momento me aseguraban con toda certeza que aquel demonio me seguiría y que mi familia quedaría al margen del peligro de sus maquinaciones.
Fue muy a finales de agosto cuando partí de Ginebra, dispuesto a vivir dos años en el extranjero. Elizabeth aceptó las razones de mi viaje, y solo lamentaba que ella no tuviera las mismas oportunidades para ampliar sus conocimientos y cultivar su inteligencia. De todos modos, lloró al despedirse y me pidió que regresara feliz y tranquilo.
—Todos te necesitamos —dijo—; y si tú estás triste, ¿cuáles serán nuestros sentimientos?
Me metí en el carruaje que iba a alejarme de allí, sin saber apenas adónde me dirigía y sin importarme lo que sucedía a mi alrededor. Solo recuerdo, y pensé en ello con la angustia más amarga, que ordené que empaquetaran mi instrumental químico para llevármelo. Porque decidí cumplir mi promesa mientras estuviera en el extranjero y regresar, si era posible, como un hombre libre. Abrumado por todas aquellas visiones terribles, atravesé muchos paisajes maravillosos y majestuosos, pero mis ojos estaban clavados en el vacío y no veían nada; solo podía pensar en la finalidad de mi viaje y en el trabajo que iba a ocuparme mientras durara. Después de algunos días en los que estuve sumido en una indolente apatía, durante los cuales recorrí muchas leguas, llegué a Estrasburgo, donde permanecí dos días esperando a Clerval. Finalmente, vino; ¡Dios mío! ¡Qué enorme contraste había entre ambos! Él siempre estaba atento a todo; disfrutaba cuando veía la belleza del sol al atardecer, y aún se alegraba más cuando lo veía amanecer y comenzaba un nuevo día. Me señalaba los cambiantes colores del paisaje y las tonalidades del cielo.
—¡Esto sí que es vivir! —exclamaba—. ¡Me encanta vivir! Pero tú… mi querido Frankenstein, ¿por qué estás triste y apenado?
En efecto, estaba muy ocupado en mis sombríos pensamientos, y ni veía la aparición de la estrella vespertina ni los dorados amaneceres reflejados en el Rin; y usted, amigo mío, seguramente se divertiría mucho más con el diario de Clerval, que observaba el paisaje con mirada sentimental y gozosa, que escuchando mis reflexiones… yo, un pobre desgraciado atrapado en una maldición que me cerraba todos los caminos de la alegría.
Habíamos acordado bajar el Rin en barco, desde Estrasburgo a Rotterdam, donde podríamos coger un navío hacia Londres. Durante aquel viaje pasamos junto a pequeñas islas y visitamos algunas hermosas ciudades. Pasamos un día en Mannheim y, cinco días después de nuestra partida de Estrasburgo, llegamos a Maguncia. El curso del Rin, a partir de Maguncia, es mucho más pintoresco. El río desciende rápidamente y serpentea entre colinas, no muy altas, pero escarpadas, y con hermosísimas formas. Vimos muchos castillos en ruinas, asomándose al borde de altos e inaccesibles precipicios, rodeados por bosques oscuros. Esta parte del Rin, en efecto, presenta un paisaje singularmente variopinto. En cierto punto, uno puede observar colinas escarpadas, castillos en ruinas asomándose a tremendos precipicios, con el oscuro Rin precipitándose en el fondo… Y de repente, a la vuelta de un promontorio, florecen los viñedos y surgen populosas ciudades, y los meandros de un río con suaves riberas verdes se hacen dueños del paisaje. Viajábamos en la época de la vendimia y oímos las canciones de los trabajadores mientras avanzábamos río abajo. Incluso yo, con el espíritu abatido y el ánimo continuamente perturbado por sentimientos sombríos, incluso yo pude disfrutar de aquello. Me tumbaba en la barcaza, y, mientras, miraba el cielo azul sin nubes, y me embriagaba con una paz que durante mucho tiempo me había sido esquiva. Y si aquellas eran mis sensaciones, ¿cómo describir las de Henry? Parecía que se hubiera trasladado al país de las hadas y gozaba de una felicidad que rara vez disfrutan los hombres.
—He visto los paisajes más hermosos de mi país —decía—. He estado en los lagos de Lucerna y de Uri, donde las montañas nevadas se desploman casi verticalmente sobre el agua, proyectando sombras negras e impenetrables que los hacen tétricos y lúgubres, si no fuera por los islotes verdes que tranquilizan la vista con su alegre aspecto. He visto esos lagos agitados por la tempestad, cuando el viento arranca remolinos de agua y advierte cómo debe de ser una tromba marina en el océano abierto… y he visto romper las olas con furia en la base de las montañas, donde el cura y su amante quedaron sepultados por una avalancha y donde se dice que aún se escuchan sus voces moribundas en medio de las ventiscas nocturnas. He visto las montañas de La Valais y del Pays de Vaud, pero esta región, Victor, me gusta más que todas aquellas maravillas. Las montañas de Suiza son majestuosas y extraordinarias, pero en las orillas de este divino río hay encantos como no he visto jamás. Mira aquel castillo colgado en aquel precipicio; y aquel otro también, en la isla, casi oculto entre el follaje de aquellos encantadores árboles; y ahora, mira aquel grupo de trabajadores que vuelven de sus viñedos; y aquella aldea, medio escondida en la quebrada de la montaña… ¡Oh, seguramente el espíritu que habita y protege este lugar tiene un alma más piadosa con los hombres que aquellos que se esconden en los glaciares o viven en los inaccesibles picos de las montañas de nuestra tierra!
Sonreí ante el entusiasmo de mi amigo y recordé con un suspiro aquella época en la que mis ojos habrían brillado con alegría al contemplar los paisajes que entonces veíamos. Pero el recuerdo de aquellos días era demasiado doloroso; debía acallar cualquier pensamiento para disfrutar de un poco de paz, y aquella idea ya era suficiente para emponzoñar cualquier placer.
Desde Colonia bajamos a las llanuras de Holanda, y decidimos continuar en diligencia el resto de nuestro camino, porque el viento era contrario y la corriente del río era demasiado lenta como para arrastrar el barco. Ahora llegábamos a un territorio muy distinto. La tierra era arenosa y las ruedas se hundían frecuentemente en ella. Las ciudades en este país constituían la parte más agradable del paisaje. Los holandeses son extremadamente ordenados, pero a menudo nos sorprendía lo poco práctico que resultaba su orden. Recuerdo que en cierto lugar había un molino de viento colocado de tal modo que el postillón se vio obligado a llevar el carruaje por un extremo del camino para evitar el giro de las aspas. El camino a menudo discurría entre dos canales, donde no había espacio más que para que pasara un carruaje; y cuando nos encontrábamos otro vehículo, lo cual ocurría con frecuencia, nos veíamos obligados a ir hacia atrás durante casi una milla, hasta que encontrábamos uno de los puentes levadizos que conducen a los sembrados, donde bajábamos con el carruaje y esperábamos a que pasara el otro. También empapan el lino en el barro de sus canales y lo cuelgan de los árboles, a lo largo de los caminos, para secarlo. Y cuando hace mucho calor, no es fácil soportar el hedor que desprende. Sin embargo, los caminos son magníficos y los prados, maravillosos.
Desde Rotterdam navegamos hasta Inglaterra. Fue una mañana despejada de los últimos días de septiembre cuando vi por primera vez los blancos acantilados de Gran Bretaña. Las riberas del Támesis ofrecían un paisaje nuevo; eran llanas pero fértiles, y casi todas las ciudades tenían una historia curiosa. Vimos Tilbury Fort, y recordamos la Armada Española; Gravesend, Woolwich, Greenwich… lugares de los que ya había oído hablar en mi país. Al final vimos las numerosísimas agujas de Londres, con San Pablo elevándose sobre todas las demás, y la Torre, famosa en la historia de Inglaterra.
CAPÍTULO 11
Así pues, Londres era nuestro lugar de destino; decidimos permanecer algunos meses en aquella ciudad famosa y maravillosa. Clerval deseaba conocer a hombres de genio y talento que estaban en auge en aquellos años; pero para mí aquella era una cuestión secundaria; yo estaba principalmente preocupado por los medios con los que conseguir la información necesaria para cumplir mi promesa, y rápidamente despaché algunas cartas de presentación que llevaba conmigo, dirigidas a los más distinguidos filósofos de la naturaleza. Si aquel viaje hubiera tenido lugar durante mis días de estudio y felicidad, me habría proporcionado un indescriptible placer. Pero sobre mi vida había caído una maldición, y solo visité a aquellas personas con el fin de recabar la información que me pudieran ofrecer sobre el asunto en el que estaba tan profundamente interesado. La relación con otras personas me resultaba odiosa; cuando estaba solo, podía dejar volar mi imaginación hacia donde más me complaciera; y la voz de Henry me tranquilizaba, y así podía engañarme con una paz transitoria. Pero los rostros curiosos, amables y alegres despertaban una negra desesperación en mi corazón. Veía un muro infranqueable situado entre mis semejantes y yo; aquel muro se había levantado con la sangre de William y Justine, y pensar en aquellos sucesos llenaba mi alma de angustia. Pero en Clerval veía la imagen de lo que yo había sido antaño; era curioso y estaba deseando adquirir nuevas experiencias y conocimientos. Las diferencias en las costumbres que observaba eran para él una fuente infinita de observación y entretenimiento. Siempre estaba ocupado, y lo único que enturbiaba su felicidad era mi tristeza y mi semblante apesadumbrado. Yo intentaba ocultarlo todo lo posible, puesto que no debía arrebatarle los placeres naturales a una persona que, alejada de preocupaciones o de recuerdos amargos, está adentrándose en los nuevos horizontes que le ofrece la vida. A menudo me negaba a acompañarlo, alegando otros compromisos, y así podía quedarme solo. Entonces comencé también a reunir los materiales necesarios para mi nueva creación, y aquello fue para mí como una tortura, como gotas de agua que continuamente caen sobre la cabeza. Cada pensamiento que dedicaba a ello me causaba una inmensa angustia, y cada palabra que decía al respecto hacía temblar mis labios y palpitar mi corazón.
Después de estar algunos meses en Londres, recibimos una carta de una persona que vivía en Escocia, que nos había visitado antaño en Ginebra. Mencionó las bellezas de su país natal y nos preguntó si aquello no tenía encanto suficiente para inducirnos a prolongar nuestro viaje hacia el norte, hasta Perth, donde vivía. Clerval, entusiasmado, deseaba aceptar aquella invitación; y yo, aunque detestaba cualquier relación con otras personas, deseaba volver a ver montañas y torrentes y todas las maravillosas obras que la naturaleza dispone en sus rincones favoritos. Habíamos llegado a Inglaterra a principios de octubre y ya estábamos en febrero; así que decidimos emprender nuestro viaje hacia el norte a finales del mes siguiente. En aquel periplo no teníamos intención de ir por el camino real de Edimburgo, sino visitar Windsor, Oxford, Matlock, y los lagos de Cumberland, de modo que alcanzaríamos el punto final de este viaje hacia finales de julio. Empaqueté mi instrumental químico y los materiales que había recabado, y decidí completar los trabajos en algún rincón apartado, en el campo.
Partimos de Londres el 27 de marzo y permanecimos algunos días en Windsor, donde paseamos por su precioso bosque. Para nosotros, hombres de la montaña, aquel paisaje era completamente nuevo; para nosotros todo era una novedad: los majestuosos robles, la abundancia de la caza, y las manadas de encantadores ciervos. Desde allí nos trasladamos a Oxford. Nos encantó la ciudad. Los edificios universitarios eran antiguos y pintorescos, las calles, anchas, y el paisaje se ordenaba maravillosamente en torno al encantador Isis, que se detiene en una amplia y plácida balsa de agua y luego corre hacia el sur de la ciudad. Teníamos cartas de presentación para varios profesores, que nos recibieron con gran amabilidad y cordialidad. Descubrimos que las costumbres de esa universidad habían mejorado mucho desde los tiempos de Gibbon, pero en la moda aún hay mucha intolerancia y una devoción por las normas establecidas que constriñe la inteligencia de los estudiantes y conduce a la esclavitud y a una gran estrechez de miras en la concepción de la vida. Aún se cometen muchas barbaridades, y aunque puedan ser motivo de risa para un extranjero, se observaban en el mundo universitario como cuestiones de la mayor importancia. Algunos caballeros se empeñaban obstinadamente en vestir pantalones claros cuando la norma de la universidad era vestir con ropa oscura: los maestros estaban irritados, pero sus alumnos se mantenían firmes, de tal modo que durante nuestra estancia dos estudiantes estuvieron a punto de ser expulsados por esta precisa cuestión. Aquella severa amenaza obligó a un notable cambio en el vestuario de los caballeros durante algunos días.
Así pues, para nuestro infinito asombro, nos encontramos con que aquel era el principal asunto de conversación cuando llegamos a la ciudad. Nuestros espíritus se colmaron con los recuerdos de los acontecimientos que habían tenido lugar allí casi un siglo y medio antes. Fue allí donde Carlos I había reunido sus huestes; aquella ciudad le había sido fiel cuando toda la nación le había abandonado para unirse a la causa del parlamento y la libertad. Cuando entramos en la ciudad, el recuerdo de aquel desafortunado rey, el amistoso Falkland y el insolente Goring ocuparon todos nuestros pensamientos, y nos extrañó cuando descubrimos que estaba llena de togados y estudiantes que tenían en mente cualquier cosa salvo aquellos acontecimientos. Sin embargo, hay algunos vestigios que recuerdan al viajero los antiguos tiempos; entre otros, admiramos con curiosidad la editorial fundada por el autor de la historia de los conflictos. También nos enseñaron el edificio en el que había vivido fray Bacon, el descubridor de la pólvora, y del cual se decía que se vendría abajo cuando entrara allí un hombre más sabio que aquel filósofo. El profesor bajito, de cara redonda y parlanchín que nos acompañaba se negó a pasar el umbral, aunque nosotros nos aventuramos en el interior con toda seguridad, y él probablemente podría haber hecho lo mismo.
Matlock, que era nuestra siguiente etapa, recordaba en gran medida el paisaje de Suiza; pero todo está en una escala menor, y a las verdes colinas les falta la corona de los lejanos Alpes blancos, que siempre asoman por encima de las montañas cubiertas de pinos en nuestro país. Visitamos la maravillosa gruta y los pequeños gabinetes de historia natural, donde las muestras están dispuestas del mismo modo que aparecen en las colecciones de Servox y Chamonix. Este último nombre me hizo temblar cuando lo pronunció Henry, y me apresuré a abandonar Matlock, donde todo parecía tan relacionado con nuestro país.
Desde Derby, aún viajando hacia el norte, pasamos dos meses en Cumberland y Westmoreland. En aquel lugar, casi podía imaginarme a mí mismo en las montañas suizas. Los pequeños neveros que aún persistían en la cara norte de las montañas, los lagos, y el fragor de los torrentes pedregosos me resultaban paisajes familiares y queridos. Allí también conocimos a personas que casi consiguieron hacerme creer que era feliz. La alegría de Clerval era considerablemente mayor que la mía; su inteligencia se crecía cuando se encontraba en compañía de hombres de talento, y descubrió en sí mismo una capacidad y unas emociones superiores a las que habría sospechado cuando se encontraba con personas menos inteligentes.
—Podría pasarme la vida aquí —me decía—, y entre estas montañas apenas echaría de menos Suiza y el Rin.
Pero descubrió que la vida de un viajero, entre sus encantos, esconde también muchos pesares. Sus sentimientos siempre están en tensión; y cuando comienza a acostumbrarse, se encuentra con que tiene que partir en busca de algo nuevo que una vez más exige su atención y que también deberá abandonar por otras novedades. Apenas habíamos ido a ver los muchos lagos de Cumberland y Westmoreland, y apenas habíamos empezado a encariñarnos con algunos de sus habitantes cuando tuvimos que despedirnos de ellos para continuar nuestro viaje, pues ya estaba muy próxima la fecha del encuentro con nuestro amigo escocés. Por mi parte, no lo lamenté. Había descuidado mi promesa durante algún tiempo, y temía las consecuencias si el monstruo se ponía furioso. Tal vez se había quedado en Suiza y había desatado su venganza contra mis familiares; aquella idea me perseguía y me atormentaba en todos aquellos momentos que, en otras circunstancias, podría haber disfrutado del descanso y la paz. Esperaba las cartas con febril impaciencia: si se retrasaban, me sentía abatido y abrumado por mil temores; y cuando llegaban, y veía el remite de Elizabeth o de mi padre, apenas me atrevía a leerlas, por temor a confirmar aquellas desgracias. Otras veces pensaba que aquel ser diabólico me seguía y podía recordarme la promesa asesinando a mi compañero. Cuando me acosaban esos pensamientos, no me apartaba de Henry ni un momento, y lo seguía como una sombra para protegerlo de la imaginaria furia de aquel asesino. Me sentía como si hubiera cometido un enorme crimen, cuyos remordimientos no me dejaran vivir. Yo era inocente, pero la realidad era que había lanzado sobre mí mismo una horrible maldición, tan mortal como la de un crimen.
Visité Edimburgo con mirada y espíritu lánguidos, aunque aquella ciudad podría haber cautivado el interés del ser más desdichado. A Clerval no le gustó tanto como Oxford, porque la antigüedad de esta última ciudad le encantaba. Pero la belleza y la regularidad de la nueva ciudad de Edimburgo le maravilló; sus alrededores son también los más bonitos del mundo: el Trono de Arturo, el Pozo de San Bernardo, y las Pentland Hills. Pero yo estaba impaciente por llegar al destino final del viaje. Una semana después abandonamos Edimburgo, pasamos por Cupar, St Andrews y bordeamos las orillas del Tay hasta Perth, donde nos esperaba nuestro amigo. Pero yo no estaba de humor para reír y conversar con extraños, ni compartir sus sentimientos o sus ideas con el buen humor que se espera de un invitado; así pues, le dije a Clerval que deseaba hacer un viaje por Escocia yo solo.
—Disfruta —le dije—; nos volveremos a encontrar aquí. Estaré fuera un mes o dos, pero no te preocupes por mí, te lo ruego; déjame tranquilo y solo durante un tiempo, y cuando regrese, espero traer el corazón aliviado, y más acorde con tu estado de ánimo.
Henry quiso disuadirme, pero al verme tan convencido, dejó de insistir. Me pidió que le escribiese a menudo.
—Preferiría acompañarte en tus excursiones solitarias —dijo—, en vez de quedarme con estos escoceses, a quienes no conozco; pero vete, mi querido amigo, y vuelve para que pueda sentirme como en casa, lo cual me resulta imposible si no estás.
CAPÍTULO 12
Habiéndome despedido de mi amigo, decidí visitar algunos lugares remotos de Escocia y terminar mi trabajo en soledad. No dudaba de que el monstruo me seguía y se me presentaría delante cuando hubiera concluido, para poder recoger a su compañera. Con esa decisión tomada, crucé las tierras altas del norte y elegí una de las islas Orcadas para finalizar mis trabajos. Era un lugar muy apropiado para aquella tarea, porque apenas iba más allá de ser una roca cuyas orillas eran acantilados constantemente batidos por las olas. La tierra era baldía, y apenas proporcionaba pasto para unas cuantas vacas famélicas y un poco de avena para los habitantes, que no eran más de cinco personas, cuyos cuerpos demacrados y esqueléticos daban prueba de su triste destino. Las verduras y el pan, cuando se podían permitir semejantes lujos, e incluso el agua dulce, procedían de tierra firme, que se encontraba a unas cinco millas de distancia. En toda la isla no había más que tres cabañas miserables, y una de ellas estaba vacía cuando llegué. La alquilé. No tenía más que dos habitaciones, y ambas mostraban toda la escasez de la penuria más miserable. La techumbre se había hundido, los muros no estaban enyesados y la puerta bailaba fuera de los goznes. Ordené que la repararan un poco, puse algunos muebles, y me instalé allí… un hecho que sin duda habría provocado alguna sorpresa si no hubiera sido porque todos los sentidos de los campesinos estaban entumecidos por la necesidad y la extrema pobreza. En todo caso, pude vivir sin que nadie me observara ni me molestara, y apenas si me agradecieron la comida y las ropas que les di: hasta ese punto el sufrimiento debilita incluso las emociones más primitivas de los hombres.
En aquel retiro, dediqué las mañanas al trabajo, pero por la tarde, cuando el tiempo me lo permitía, paseaba por la playa pedregosa junto al mar, para contemplar las olas que rugían y rompían a mis pies. Era un paisaje monótono y, sin embargo, siempre cambiante. Pensé en Suiza; era tan distinta a aquel desolado y aterrador lugar. Sus colinas están cubiertas de viñedos y sus granjas salpican aquí y allá los valles. Sus preciosos lagos reflejan un cielo azul y delicado; y cuando los vientos azotan sus tierras, no parece más que el juego de un niño travieso en comparación con los aterradores bramidos del inmenso océano.
De aquel modo distribuía mi tiempo cuando llegué; pero a medida que avanzaba en mi trabajo, este se me hizo cada día más horrible y más detestable. A veces ni siquiera tenía valor para entrar en el laboratorio durante varios días, y en otras ocasiones permanecía allí encerrado día y noche con la única idea de terminarlo de una vez. Verdaderamente, estaba inmerso en una tarea asquerosa. Durante mi primer experimento, una especie de frenesí de entusiasmo me había cegado ante el horror del trabajo que estaba llevando a cabo; mi mente estaba absorta en los resultados de mi labor y mis ojos permanecían cerrados ante lo horroroso de mi proceder. Pero ahora lo estaba haciendo a sangre fría, y mi corazón a menudo enfermaba ante lo que estaban haciendo mis manos.
En aquella situación, entregado al trabajo más detestable, en una soledad donde nada podía reclamar mi atención, aparte de lo que me traía entre manos, mis nervios comenzaron a resentirse. Siempre estaba inquieto y atemorizado. A cada paso temía encontrarme con aquel ser que me acosaba. Algunas veces me quedaba quieto con los ojos clavados en el suelo, temiendo levantarlos, no fuera a encontrarme con aquello que tanto me aterrorizaba tener que ver. Temía alejarme de mis semejantes, no fuera a ser que cuando estuviera solo, viniera a exigirme a su compañera. Mientras tanto, seguía trabajando, y mi trabajo ya estaba considerablemente adelantado. Observaba con placer la idea de darlo por terminado, sin embargo, la liberación de aquella maldición que estaba sufriendo era una alegría en la que nunca me atreví a confiar del todo.
Una tarde estaba sentado en mi taller; el sol ya se había puesto y la luna estaba saliendo en ese momento tras el mar. No tenía luz suficiente para trabajar, y me senté allí sin hacer nada, preguntándome si debería dejar la tarea por aquella noche o apresurarme a terminarlo sin cejar en ello ni un instante. Mientras permanecía allí, la concatenación de ideas me condujo a considerar las consecuencias de lo que estaba haciendo. Tres años antes, me había enfrascado del mismo modo y había creado un monstruo cuya violencia inconcebible había destruido mi corazón y lo había anegado para siempre con los remordimientos más amargos. Y ahora estaba a punto de crear otro ser cuyo carácter también desconocía por completo. Aquella cosa podría ser diez mil veces más perversa y malvada que su compañero y podría deleitarse en el asesinato y en la villanía. Él me había jurado que se apartaría de los hombres y que se ocultaría en los desiertos, pero ella no; y ella, que se convertiría probablemente en un animal pensante y racional, podría negarse a cumplir un pacto acordado antes de su creación. Puede que incluso se odiaran. La criatura que ya vivía aborrecía su propia deformidad, ¿acaso no experimentaría un aborrecimiento aún mayor cuando la viera reflejada ante sus ojos en forma de una hembra? También puede que ella le volviera la espalda ante la belleza superior del hombre. Puede que se apartara de él, y así volvería a estar solo, y enloquecería ante la nueva provocación de verse despreciado por uno de su propia especie.
Aunque ellos abandonaran realmente Europa y fueran a vivir a los desiertos del nuevo mundo, tendrían la intención de engendrar hijos y así se propagaría sobre la tierra una raza de demonios cuya figura y mente sumiría al hombre en el terror. ¿Es que tenía yo algún derecho, solo por mi propio beneficio, a infligir esta maldición a las generaciones futuras? Me había dejado convencer por los sofismas del ser que había creado; me había dejado convencer por sus diabólicas amenazas; y ahora, por vez primera, el horror de mi promesa se presentó claramente ante mí. Me recorrió un escalofrío al pensar que los siglos futuros me maldecirían como si fuera la peste, y dirían que, por egoísmo, no había dudado en comprar mi propia tranquilidad a un precio que tal vez ponía en peligro la pervivencia de la especie humana. Temblé, y se me paralizó el corazón cuando levanté la mirada y vi al demonio junto a la ventana, iluminado por la luz de la luna. Una mueca fantasmal le retorcía los labios mientras miraba hacia donde yo me encontraba. Sí, me había seguido en mis viajes; se había detenido en los bosques, se había escondido en las cuevas o se había refugiado en los vastos páramos desiertos; y ahora venía a ver mis adelantos y exigía el cumplimiento de mi promesa. Cuando lo miré, su rostro pareció expresar la más inconcebible maldad y traición. Pensé con una sensación de locura en mi promesa de crear otro ser como él y, temblando de ira, hice pedazos la cosa en la que estaba trabajando. El monstruo me vio destruir la criatura en la cual había fundado la felicidad de su futura existencia y, con un alarido de diabólica desesperación y venganza, se alejó.
Salí de la habitación y, cerrando la puerta, me juré de todo corazón no volver jamás a emprender aquellos trabajos; y luego, con pasos temblorosos, busqué mi alcoba. Estaba solo. No había nadie cerca de mí para disipar la tristeza y consolarme ante aquellas terribles pesadillas. Transcurrieron varias horas, y permanecí junto a la ventana observando el mar. Casi estaba inmóvil, porque los vientos guardaban silencio, y toda la naturaleza descansaba bajo la mirada de la luna callada. Solo algunos barcos de pesca moteaban el agua, y aquí y allá una dulce brisa traía los ecos de las voces cuando los pescadores se llamaban unos a otros. Sentía el silencio, aunque apenas era consciente de su asombrosa profundidad, hasta que de repente llegó a mis oídos el chapoteo de unos remos cerca de la orilla, y una persona saltó a tierra cerca de mi casa. Pocos minutos después oí el chirrido de mi puerta, como si alguien estuviera intentando abrirla muy despacio. Estaba temblando de la cabeza a los pies. Tuve el presentimiento de quién podía ser y pensé en avisar a alguno de los campesinos que vivían en una casa no muy lejos de la mía. Pero me encontraba aturdido por esa sensación de impotencia que tan a menudo se vive en las pesadillas, cuando uno trata en vano de huir de un peligro inminente y le resulta imposible moverse. Entonces oí el sonido de unas pisadas en el pasillo, la puerta se abrió y el engendro al que tanto temía apareció. Cerrando la puerta, se aproximó a mí y dijo con una voz ahogada:
—Has destruido la obra que comenzaste… ¿qué es lo que pretendes? ¿Te atreves a romper tu promesa? He soportado calamidades y miserias. Abandoné Suiza detrás de ti; me arrastré a lo largo de las orillas del Rin, entre sus pequeños islotes y por las cumbres de sus colinas. He vivido durante muchos meses en los páramos de Inglaterra y en los solitarios bosques de Escocia. He soportado un cansancio que no puedes imaginar, y frío y hambre. ¿Y te atreves a destruir mis esperanzas?
—¡Apártate de mí! —contesté—. ¡Rompo mi promesa! ¡Nunca crearé otro ser como tú, igual de deforme e igual de criminal!
—Esclavo… —dijo el engendro—, ya intenté razonar contigo una vez, pero has demostrado ser indigno de mi condescendencia. Recuerda que yo tengo el poder; tú crees que eres miserable, pero yo puedo hacerte tan desgraciado que incluso la luz del día podría resultarte odiosa. Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedéceme!
—Monstruo… —dije—, la hora de mi debilidad ha pasado, y el tiempo de tu poder ha concluido. Tus amenazas no pueden obligarme a cometer un acto de maldad, sino que me confirman en la decisión de no crear para ti una compañera en el crimen. ¿O es que debo, a sangre fría, arrojar al mundo otro demonio cuyo único placer consiste en sembrar muerte y destrucción? ¡Vete! ¡No cambiaré de opinión, y tus palabras solo conseguirán aumentar mi furia!
El monstruo vio la determinación en mi rostro e hizo rechinar los dientes en la impotencia de su ira.
—Cada hombre tiene su mujer, y cada animal tiene una compañera… ¿y yo tendré que estar solo? —gritó—. Tenía sentimientos de cariño, y todo lo que me devolvieron fue desprecio. Hombre: tú puedes odiarme, ¡pero ten cuidado! Tus horas transcurrirán entre el terror y el dolor, y muy pronto caerá sobre ti el rayo que te arrebatará la felicidad para siempre. ¿O es que piensas que vas a ser feliz mientras yo me arrastro en mi insoportable sufrimiento? Tú puedes negarme todos mis deseos, pero la venganza permanecerá… la venganza, más amada que la luz o los alimentos. Y puedo morir, pero antes tú, mi tirano y mi verdugo, maldecirás el sol que verá tu miseria. ¡Ten cuidado, porque no tengo miedo y, por tanto, soy poderoso! Estaré observando, con la astucia de una serpiente, para morderte e inocularte el veneno. ¡Hombre: te arrepentirás del daño que infliges!
—¡Maldito demonio! —grité—. ¡Cállate, y no emponzoñes el aire con tus malvadas amenazas! ¡Ya te he dicho cuál es mi decisión, y no soy ningún cobarde para asustarme por unas palabras! ¡Déjame! ¡Está decidido!
—Muy bien —dijo—. Me iré. Pero recuerda: ¡estaré contigo en tu noche de bodas!
CAPÍTULO 13
Avancé decidido hacia él y grité:
—¡Miserable! ¡Antes de que firmes mi sentencia de muerte, asegúrate de que tú mismo estás vivo!
Lo habría atrapado, pero me esquivó, y abandonó la casa precipitadamente… unos instantes después lo vi subir a una barca, que cruzó las aguas con la suavidad de una saeta y pronto se perdió en medio de las olas.
Todo volvió a quedar en silencio; pero sus palabras resonaban en mis oídos. Ardía en deseos furiosos de perseguir al asesino de mi tranquilidad y hundirlo en el océano. Caminé arriba y abajo en mi habitación, nervioso y conmocionado; mi imaginación conjuraba ante mí miles de imágenes que solo conseguían atormentarme y zaherirme. ¿Por qué no lo había perseguido y había entablado con él una lucha a muerte? Bien al contrario, le había permitido escapar, y había dirigido sus pasos hacia tierra firme. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando imaginé quién podría ser la siguiente víctima sacrificada a su insaciable venganza. Y entonces volví a pensar en sus palabras: «¡Estaré contigo en tu noche de bodas!» Así pues… ese era el plazo fijado para el cumplimiento de mi destino. En aquel momento, moriría y por fin aquel monstruo podría satisfacer y aplacar su maldad. Aquella perspectiva no me infundió temor; sin embargo, cuando pensé en mi amada Elizabeth… en sus lágrimas y en su infinita pena cuando comprobara que se le había arrebatado a su amante de un modo tan cruel… las lágrimas, las primeras que había derramado en muchos meses, anegaron mis ojos, y decidí no caer ante mi enemigo sin entablar una batalla feroz.
La noche pasó, y el sol asomó tras el océano. Mis sentimientos se calmaron, si puede llamarse calma a ese estado en que la furia violenta se hunde en las profundidades de la desesperación. Abandoné la casa, el espantoso escenario de la lucha de la noche anterior, y caminé por la playa junto al mar, y lo miré casi como la insuperable barrera que me separaba de mis semejantes. Más aún, cruzó mi mente el deseo de que semejante hecho se hiciera realidad; deseé poder pasar la vida en aquella roca yerma; desalentador, es cierto, pero al menos viviría ajeno a cualquier golpe fortuito de la desdicha. Si regresaba, era para ser sacrificado… o para ver morir a aquellos que más quería bajo la garra de un demonio que yo mismo había creado. Vagué por la isla como un alma en pena, lejos de todo lo que amaba y amargado por tal separación. A mediodía, cuando el sol ya estaba muy alto, me tumbé en la hierba y me venció un profundo sueño. Había estado despierto toda la noche anterior: tenía los nervios destrozados y los ojos inflamados por la vigilia y el dolor. El sueño en que me sumí me hizo bien; y cuando me desperté, sentí como si de nuevo perteneciera a la especie de los seres humanos, y comencé a reflexionar con más serenidad sobre lo que había ocurrido. Sin embargo, las palabras de aquel ser diabólico continuaban resonando en mis oídos, como una campana que tocara a muerto; aquellas palabras aparecían como un sueño, aunque claras y apremiantes como la realidad.
El sol estaba ya muy bajo, y yo aún permanecía sentado en la orilla, saciando mi apetito, que se había tornado voraz, con una galleta de avena, cuando vi que un barco de pescadores tocaba tierra cerca de donde yo me encontraba, y uno de los hombres me trajo un paquete; traía cartas de Ginebra, y otra de Clerval, instándome a reunirme con él. Me decía que ya había transcurrido casi un año desde que salimos de Suiza y aún no habíamos visitado Francia. Así pues, me pedía que abandonara mi isla solitaria y me reuniera con él en Perth al cabo de una semana, y entonces podríamos planear nuestros siguientes pasos. Aquella carta me devolvió de nuevo a la vida y decidí abandonar mi isla al cabo de dos días.
Sin embargo, antes de partir había una tarea que tenía que llevar a cabo, y en la cual me daba escalofríos pensar: debía embalar mi instrumental químico; y con ese propósito debía volver a entrar en la habitación que había sido el escenario de mi odioso trabajo; y debía manipular los utensilios, cuando la sola visión de los mismos me ponía enfermo. Al día siguiente, al amanecer, reuní el valor suficiente y abrí la puerta del taller. Los restos de la criatura a medio terminar, que yo había destruido, yacían dispersos por el suelo, y casi sentí como si hubiera destrozado la carne viva de un ser humano. Me detuve un instante para recobrarme y luego entré en la sala. Con manos temblorosas, fui sacando los aparatos fuera de la habitación; pero pensé que no debía dejar los restos de mi obra allí, porque aquello horrorizaría y haría sospechar a los campesinos, así que lo puse todo en una cesta, junto a una buena cantidad de piedras y, apartándola a un lado, decidí arrojarla al mar aquella misma noche; y, mientras tanto, volví a la playa y estuve limpiando y ordenando mi instrumental químico.
Nada podía ser más absoluto que el cambio que había tenido lugar en mis sentimientos desde la noche en que apareció el demonio. Antes había considerado mi promesa con una sombría desesperación, como algo que debía cumplirse, cualesquiera que fueran las consecuencias; pero ahora me sentía como si me hubieran quitado una venda de los ojos y, por vez primera, pudiera ver con claridad. La idea de volver a mi trabajo ni siquiera se me pasó un instante por la cabeza. La amenaza que había escuchado pesaba en mis pensamientos, pero no creía que pudiera hacer nada para apartarla de mi cabeza. Había decidido conscientemente que crear otro ser diabólico como aquel que ya había hecho sería un acto del más vil y atroz egoísmo, y aparté de mi mente cualquier pensamiento que pudiera conducirme a una conclusión diferente.
Entre las dos y las tres de la madrugada salió la luna, y entonces, colocando la cesta en el interior de un pequeño bote de vela, me adentré unas cuatro millas en el mar. El lugar estaba absolutamente solitario; solo algunas barcas regresaban a tierra, pero yo procuré alejarme de ellas. Me sentía como si fuera a cometer algún espantoso crimen y, con temblorosa ansiedad, evité cualquier encuentro con mis semejantes. Entonces, la luna, que hasta entonces había estado clara, se cubrió repentinamente con una espesa nube, y aproveché el momento de oscuridad para arrojar la cesta al mar. Escuché el burbujeo mientras se hundía y luego me aparté de aquel lugar. El cielo se había nublado; pero el aire era puro, aunque venía helado por la brisa del noreste que se estaba levantando. Pero me reanimó y me imbuyó de sensaciones tan agradables que decidí prolongar mi estancia en el agua y, fijando el timón, me tumbé en el fondo de la barca. Las nubes ocultaron la luna, todo estaba oscuro, y solo podía oír el sonido del barco cuando la quilla cortaba las olas. Aquel sonido me arrullaba y poco después me quedé profundamente dormido.
Yo no sé cuánto tiempo permanecí en esa situación, pero cuando me desperté, descubrí que el sol ya estaba muy alto. Se había desatado un fuerte viento y las olas constantemente amenazaban la seguridad de mi pequeño bote. Comprobé que el viento era del noreste y que debía de haberme alejado bastante de la costa en la que había embarcado. Intenté variar el rumbo, pero de inmediato supe que si volvía a intentarlo de nuevo, el barco se llenaría de agua al momento. En semejante situación, mi única solución era navegar a favor del viento. Confieso que sentí un poco de miedo. No llevaba brújula y estaba muy poco familiarizado con la geografía de aquella parte del mundo, así que el sol era lo único que podía ayudarme. El viento podría arrastrarme al Atlántico abierto y sucumbir a todas las penalidades de la inanición… o podrían tragarme las aguas insondables que rugían y se levantaban amenazantes a mi alrededor. Ya llevaba muchas horas en el bote y comenzaba a sentir las punzadas de una sed ardiente… un preludio de mayores sufrimientos. Miré a los cielos, que aparecían cubiertos con nubes que volaban con el viento solo para ser reemplazadas por otras. Observé el mar. Iba a ser mi tumba.
—¡Maldito demonio! —exclamé—. ¡Tu deseo se ha cumplido!
Pensé en Elizabeth, en mi padre, y en Clerval… y me sumí en una ensoñación tan desesperada y aterradora que incluso ahora, cuando el mundo está a punto de cerrarse ante mí para siempre, tiemblo al recordarla.
Así transcurrieron algunas horas. Pero poco a poco, a medida que el sol iba descendiendo hacia el horizonte, el viento se fue transformando en una ligera brisa, y el mar se vio libre de grandes olas; pero aquello dio paso a una fuerte marejada; me sentí enfermo y apenas capaz de sostener el timón, cuando de repente vi el perfil de tierra firme hacia el sur. Casi agotado por el cansancio y el sufrimiento, aquella repentina esperanza de vivir me embargó el corazón como una cálida alegría, y mis ojos derramaron abundantes lágrimas. ¡Qué mudables son nuestros sentimientos, y cuán extraño es ese apego tenaz que tenemos a la vida incluso cuando estamos sufriendo horriblemente! Preparé otra vela con parte de mi indumentaria e intenté poner rumbo a tierra con ansiedad. La orilla tenía un aspecto rocoso, pero a medida que me fui aproximando más, vi claramente señales de cultivos. Vi algunos barcos cerca de la orilla y de repente me vi transportado de nuevo junto a la civilización humana. Recorrí con inquietud las formas del terreno y descubrí con alegría un campanario, el cual vi elevarse a lo lejos, tras un pequeño promontorio. Como me encontraba en un estado de extrema debilidad después de tanto esfuerzo, decidí dirigirme directamente hacia la ciudad, porque sería el lugar donde podría procurarme algún alimento más fácilmente. Por fortuna, llevaba dinero.
Al rodear el promontorio, descubrí un pequeño pueblecito, y un puerto en el que entré, con el corazón rebosante de alegría ante mi inesperada salvación.
Mientras yo estaba ocupado amarrando el barco y arriando las velas, varias personas se congregaron en el lugar. Parecían muy sorprendidas ante mi aparición, pero, en vez de ofrecerme su ayuda, susurraban y hacían gestos que en cualquier otro momento podrían haberme producido una leve sensación de alarma. Pero en tales circunstancias, simplemente observé que hablaban inglés y, por tanto, me dirigí a ellos:
—Amigos míos —dije—, ¿serían tan amables de decirme cómo se llama este pueblo… y dónde estoy?
—Pronto lo sabrá —contestó un hombre bruscamente—. Puede que haya llegado a un lugar que al final no le guste mucho. Pero no le van a preguntar dónde le apetece alojarse, se lo aseguro.
Yo estaba extraordinariamente sorprendido al recibir una respuesta tan desapacible por parte de un extraño, y también me quedé perplejo al ver los rostros ceñudos y enojados de las personas que lo acompañaban.
—¿Por qué me contesta con tanta brusquedad? —repliqué—. Desde luego, no es costumbre de los ingleses recibir a los extranjeros de un modo tan poco amistoso.
—No sé cuáles son las costumbres de los ingleses —dijo aquel hombre—, pero la costumbre de los irlandeses es detestar a los criminales.
Mientras se desarrollaba aquel extraño diálogo, me di cuenta de que rápidamente aumentaba el número de personas congregadas. Sus rostros expresaban una mezcla de curiosidad y enfado que me molestaba y en cierta medida me asustaba. Pregunté por dónde se iba a la posada, pero nadie me contestó. Entonces di un paso adelante, y un murmullo se elevó entre la gente mientras me seguían y me rodeaban… y entonces un hombre de aspecto desagradable, adelantándose, me dio unas palmadas en el hombro y me dijo:
—Vamos, señor, sígame a casa del señor Kirwin; tendrá que darle explicaciones.
—¿Quién es el señor Kirwin? —dije—. ¿Y por qué tengo que darle explicaciones? ¿Acaso no es este un país libre?
—Claro, señor —contestó el hombre—, lo suficientemente libre para la gente honrada. El señor Kirwin es el magistrado, y usted debe dar cuenta de la muerte de un caballero que apareció asesinado aquí la pasada noche.
Aquella respuesta me asombró, pero inmediatamente me recobré. Yo era inocente, y podía probarlo fácilmente. Así pues, seguí a aquel hombre en silencio y me condujo a una de las mejores casas del pueblo. Estaba a punto de sucumbir al cansancio y al hambre; pero, estando rodeado por una multitud, pensé que lo mejor sería hacer acopio de todas mis fuerzas, no fuera que tomaran mi debilidad física como prueba de mi temor o mi culpabilidad. Poco podía imaginar la calamidad que pocos instantes después se iba a abatir sobre mí, ahogando en horror y desesperación todo temor a la ignominia y a la muerte. Debo detenerme aquí, porque preciso toda mi fortaleza para traer a mi memoria las horrorosas imágenes de los acontecimientos que voy a relatar con todo detalle.
CAPÍTULO 14
Inmediatamente me condujeron ante el magistrado, un hombre anciano y benévolo de gestos tranquilos y afables. De todos modos, me observó detenidamente con cierta severidad; y luego, dirigiéndose a las personas que me habían llevado hasta allí, preguntó quiénes habían sido testigos en aquella ocasión. Alrededor de una docena de hombres dieron un paso al frente; y cuando el magistrado señaló a uno, este dijo que había estado toda la noche anterior pescando con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, y que entonces, hacia las nueve de la noche, vieron que se levantaba una fuerte marejada del norte, y que, por tanto, pusieron rumbo a puerto. Era una noche muy oscura, porque no había luna; no atracaron en el puerto, sino, como era su costumbre, en una cala que se encontraba unas dos millas más abajo. Él se adelantó llevando parte de los aparejos de pesca, y sus compañeros le seguían a cierta distancia. Mientras iba caminando por la arena, tropezó con algo y cayó en tierra todo lo largo que era; sus compañeros fueron a ayudarle y a la luz de los faroles descubrieron que se había caído sobre el cuerpo de un hombre que, según todas las apariencias, estaba muerto.
Su primera suposición fue que se trataba del cadáver de alguna persona que se había ahogado y que había sido arrojado a la orilla por las olas. Pero, después de examinarlo, descubrieron que las ropas no estaban mojadas y que el cuerpo ni siquiera estaba frío todavía. Enseguida lo llevaron a casa de una anciana que vivía cerca del lugar e intentaron, en vano, devolverle la vida. Parecía un joven apuesto, de unos veinte años de edad. Al parecer había sido estrangulado, porque no había señales de violencia, excepto la marca negra de unos dedos en su cuello.
La primera parte de aquella declaración no tenía el menor interés para mí; pero cuando se mencionó la marca de los dedos, recordé el asesinato de mi hermano y me puse muy nervioso; comencé a temblar y se me nubló la vista, lo cual me obligó a apoyarme en una silla para sostenerme; el magistrado me observó con mirada penetrante y, desde luego, extrajo una impresión desfavorable de mi comportamiento.
El hijo confirmó el relato del padre. Pero cuando se le preguntó a Daniel Nugent, este juró con toda seguridad que, justo antes de que se cayera su compañero, vio un barco con un hombre solo en él, a corta distancia de la orilla; y, por lo que pudo ver a la luz de las estrellas, era el mismo barco en el que yo había llegado a tierra.
Una mujer declaró que vivía cerca de la playa y que estaba a la puerta de su casa esperando el regreso de los pescadores; alrededor de una hora antes de que supiera del descubrimiento del cuerpo, vio un barco, con un hombre solo, que se alejaba de la parte de la costa donde posteriormente se había encontrado el cadáver.
Otra mujer confirmó el relato según el cual era cierto que los pescadores habían llevado el cuerpo a su casa. No estaba frío, y lo pusieron en una cama y le dieron friegas, y Daniel fue al pueblo a buscar al boticario, pero el joven ya estaba sin vida.
Se preguntó a otros hombres a propósito de mi llegada, y todos estuvieron de acuerdo en que, con el fuerte viento del norte que se había levantado durante la noche, era muy probable que yo hubiera estado zozobrando durante muchas horas y, finalmente, me hubiera visto obligado a regresar al mismo punto del que había salido. Además, señalaron que parecía como si yo hubiera traído el cadáver de otro lugar; y era muy probable que, como al parecer no conocía la costa, pudiera haber entrado en el puerto sin saber la distancia que había desde el pueblo de *** hasta el lugar donde había abandonado el cadáver.
El señor Kirwin, al oír aquella declaración, ordenó que me llevaran a la sala donde habían depositado el cuerpo provisionalmente, para que pudiera observarse qué efecto me causaba la visión del mismo. Probablemente el gran nerviosismo que yo había mostrado cuando se había descrito cómo se había cometido el asesinato fue la razón por la que se propuso semejante procedimiento. Así pues, el magistrado y algunas personas más me condujeron a la posada. No pude evitar sorprenderme ante las extrañas coincidencias que habían tenido lugar durante aquella azarosa noche; pero sabiendo que, a la hora en que se había hallado el cuerpo, yo había estado hablando con varias personas en la isla en la que estaba viviendo, me encontraba perfectamente tranquilo respecto a las consecuencias del caso.
Entré en la sala donde yacía el cadáver y me condujeron hasta el ataúd. ¿Cómo describir lo que sentí…? Aún me siento morir de horror, y no puedo siquiera pensar en aquel terrible momento sin sentir escalofríos y una horrible angustia que solo ligeramente me recuerda los espantosos tormentos que sufrí cuando lo reconocí. El juicio, la presencia del magistrado y los testigos pasaron como un sueño por mi mente cuando vi el cuerpo sin vida de Henry Clerval tendido ante mí. Jadeé buscando aire; y, arrojándome sobre el cuerpo, exclamé:
—Mi querido Henry… ¿también a ti te han arrebatado la vida mis criminales maquinaciones? Ya he matado a dos personas; otras víctimas esperan su turno. Pero tú… Clerval, mi amigo, mi buen amigo…
Mi cuerpo no pudo soportar durante más tiempo el agónico sufrimiento que estaba soportando y me sacaron de la sala entre horribles convulsiones.
La fiebre vino después. Durante dos meses estuve al borde de la muerte. Mis delirios, como supe después, eran espantosos. Me acusaba a mí mismo de ser el asesino de William, de Justine y de Clerval. A veces les pedía a mis cuidadores que me ayudaran a destruir al ser diabólico que me atormentaba; y, en otras ocasiones, sentía cómo los dedos del monstruo se aferraban a mi garganta y daba alaridos de angustia y terror. Afortunadamente, como yo hablaba en mi lengua natal, solo el señor Kirwin pudo entenderme. Pero mis gestos y mis alaridos de amargura fueron suficientes para aterrorizar a los otros testigos.
¿Por qué no cedí a la muerte entonces? Era más desgraciado que ningún hombre lo fue jamás; entonces, ¿por qué no me hundí en el silencio y en el olvido? La muerte arrebata a muchos niños en la flor de la vida, las únicas esperanzas de sus padres, que los adoran. ¡Cuántas novias y jóvenes amantes han estado un día rebosantes de salud y esperanza y al siguiente eran ya víctimas de los gusanos y de la putrefacción de la tumba! ¿De qué materia estaba hecho yo para que pudiera resistir de aquel modo los golpes que, como el constante girar de una rueda, continuamente renovaban mi tortura?
Pero yo estaba condenado a vivir y dos meses después me encontré como si estuviera despertando de un sueño, en una prisión, tendido en un camastro miserable y rodeado de rejas, candados, cerrojos, y todo el desdichado aparato de una mazmorra. Fue una mañana, lo recuerdo, cuando me desperté en aquel estado. Había olvidado los detalles de lo que había ocurrido y solo me sentía como si una gran desgracia se hubiera abatido sobre mí. Pero cuando miré a mi alrededor y vi las ventanas enrejadas y la estrechez de la celda donde me encontraba, todo lo sucedido cruzó mi memoria y lloré amargamente. Aquellos gemidos despertaron a una vieja que estaba durmiendo en una silla, a mi lado. Era una cuidadora a sueldo, la mujer de uno de los carceleros, y su aspecto reflejaba todas esas malas cualidades que a menudo caracterizan a esa clase de personas. Su rostro era duro e implacable, como el de las personas acostumbradas a contemplar el dolor sin mostrar comprensión ninguna. Su voz expresaba una absoluta indiferencia. Se dirigió a mí en inglés, y en sus palabras pude reconocer la voz que había oído durante mi enfermedad.
—¿Ya está mejor, señor? —dijo.
Contesté en el mismo idioma, con una voz débil.
—Creo que sí; pero si todo esto es verdad, si no estoy en realidad soñando, lamento estar aún vivo para seguir sintiendo este sufrimiento y este horror.
—Si es por eso —replicó la vieja—, si lo dice usted por el caballero que mató, creo que sería mejor que estuviera usted muerto, porque me parece a mí que lo va a pasar muy mal. Lo van a colgar a usted cuando se celebren las próximas sesiones judiciales en el pueblo; de todos modos, no es asunto mío. Me han dicho que lo cuide y ya está usted bien. Cumplo con mi deber y tengo la conciencia tranquila; mejor nos iría si todo el mundo hiciera lo mismo.
Le di la espalda con repugnancia a aquella mujer que podía hablarle de aquel modo absolutamente insensible a una persona que se acababa de salvar, habiendo estado al filo de la muerte; pero me sentí débil e incapaz de pensar en todo lo que había acontecido. Todas las escenas de mi vida aparecían como en un sueño. A veces dudaba y pensaba que tal vez todo aquello no era verdad, porque los hechos nunca adquirían en mi mente toda la fuerza de la realidad.
A medida que las imágenes que flotaban ante mí se fueron haciendo más nítidas, me subió la fiebre; la oscuridad se ciñó en torno a mí; no tenía a nadie cerca para consolarme con la voz amable del cariño; ninguna mano querida me confortaba. Vino el médico y me prescribió algunas medicinas, y la vieja me las preparó; pero se dejaba ver perfectamente una absoluta indiferencia en el primero, y una mueca de crueldad parecía firmemente impresa en el gesto de la segunda. ¿Quién podría estar interesado en el destino de un asesino, sino el verdugo que se iba a ganar el sueldo?
Aquellos fueron mis primeros pensamientos, pero pronto supe que el señor Kirwin me había dispensado una gran amabilidad. Había ordenado que prepararan para mí la mejor celda de la prisión (en efecto, era miserable, pero era la mejor), y había sido él quien había procurado el médico y las personas que me atendieron. Es verdad que apenas vino a verme, porque, aunque deseaba ardientemente aliviar los sufrimientos de cualquier ser humano, no deseaba presenciar las agonías y los espantosos delirios de un asesino. Así pues, vino algunas veces para comprobar que no estaba desatendido, pero sus visitas fueron cortas y muy de vez en cuando.
Un día, cuando ya me iba restableciendo poco a poco, me sentaron en una silla, con los ojos medio abiertos y con las mejillas lívidas como las de un muerto. Me encontraba abrumado por la tristeza y el dolor, y a menudo pensaba si no debía buscar la muerte en vez de esperar allí, miserablemente encerrado, solo a que me soltaran en un mundo atestado de desgracias. En alguna ocasión consideré si no debería declararme culpable y sufrir el castigo de la ley, el cual, arrebatándome la vida, me proporcionaría el único consuelo que era capaz de admitir. Tales eran mis pensamientos, cuando se abrió la puerta de la celda y entró el señor Kirwin. Su rostro dejaba entrever comprensión y amabilidad: acercó una silla a la mía y se dirigió a mí en francés.
—Me temo que este lugar no le hace mucho bien. ¿Puedo hacer algo para que se encuentre mejor?
—Gracias —contesté—, pero ya nada importa; no hay nada en el mundo que pueda conseguir que me encuentre mejor.
—Ya sé que la comprensión de un extraño no es de mucha ayuda para una persona como usted, abatido por una tragedia tan extraña… Pero espero que pronto abandone este desgraciado lugar… porque, sin duda, se podrán encontrar fácilmente pruebas que permitan liberarlo de los cargos criminales que se le imputan…
—Eso es lo último que me preocupa… Debido a una sucesión de extraños acontecimientos, me he convertido en el más desgraciado de los mortales. Perseguido y atormentado como estoy, y como he estado… ¿puede la muerte hacerme algún daño?
—En efecto, nada puede ser más desagradable y triste que las extrañas circunstancias que han ocurrido últimamente. Por alguna sorprendente casualidad, usted fue arrojado a nuestras playas, bien conocidas por su hospitalidad. Fue apresado inmediatamente y acusado de asesinato, y lo primero que se le presentó a sus ojos fue el cuerpo de su amigo asesinado de ese modo atroz, y que algún malvado colocó, como si dijéramos… en su camino.
Mientras el señor Kirwin decía esto, a pesar de la agitación que sufría con el relato de mis sufrimientos, también me sorprendió considerablemente el conocimiento que parecía tener respecto a mí. Imagino que mi rostro no dejó de mostrar cierto asombro, porque el señor Kirwin se apresuró a decir:
—No fue hasta un día o dos después de su enfermedad cuando pensé que debía examinar sus ropas, para descubrir alguna pista que me permitiera enviar a sus familiares una nota en la que explicara su desgracia y su enfermedad. Encontré varias cartas, entre otras, una que, por su encabezamiento, enseguida comprendí que sería de su padre. Inmediatamente le escribí a Ginebra. Han pasado casi dos meses desde que envié la carta. Pero… está usted enfermo… está usted temblando… Parece usted indispuesto para tolerar cualquier emoción…
—No saber lo que ha ocurrido es mil veces peor que el acontecimiento más horrible. Dígame qué nueva escena de muerte ha tenido lugar y a qué muerto debo llorar.
—Su familia se encuentra toda perfectamente bien —dijo el señor Kirwin con amabilidad—, y alguno, alguien que le quiere, va a venir a visitarle.
No sé qué asociación de ideas se produjo en mi mente, pero instantáneamente se me pasó por la cabeza que el monstruo había venido a burlarse de mi desgracia y a reírse de mí por la muerte de Clerval, como una nueva forma de instigarme a cumplir sus diabólicos deseos. Me cubrí los ojos con las manos y grité de angustia…
—¡Oh, lléveselo…! ¡No puedo verlo! ¡Por el amor de Dios, no le deje entrar…!
El señor Kirwin me miró con gesto contrariado. No pudo evitar pensar que mi exclamación podía entenderse como una confirmación de mi culpabilidad, y dijo en un tono bastante severo:
—Hubiera creído, joven, que la presencia de su padre sería bienvenida, en vez de producirle una aversión tan violenta.
—Mi padre… —dije, mientras cada rasgo y cada músculo de mi cuerpo pasaba de la angustia a la alegría—. ¿De verdad ha venido mi padre? ¡Mi buen padre, mi buen padre…! Pero… ¿dónde está? ¿Por qué no se apresura a venir…?
El cambio de mi comportamiento sorprendió y agradó al magistrado; quizá pensó que mi anterior exclamación era una momentánea recaída en el delirio. Y entonces, inmediatamente, volvió a su antigua benevolencia. Se levantó y abandonó la celda con la enfermera, y un instante después, entró mi padre.
En aquel momento, nada podría haberme alegrado tanto como la presencia de mi padre. Le tendí y le estreché la mano y exclamé:
—Entonces… ¿estás bien…? ¿Y Elizabeth…? ¿Y Ernest?
Mi padre me tranquilizó, asegurándome que todos estaban bien y diciéndome que no le había dicho a mi prima que yo estaba encarcelado; simplemente le había mencionado que estaba enfermo.
—¡En qué lugar estás, hijo mío…! —añadió, observando lúgubremente las ventanas enrejadas y el miserable aspecto de la celda—. Viajabas para buscar la felicidad, pero la fatalidad parece perseguirte a ti… y al pobre Clerval.
El nombre de mi desafortunado amigo asesinado me causó una agitación demasiado grande como para que mi debilidad pudiera soportarlo. Prorrumpí en llanto.
—Dios mío… sí, padre mío —dije—, algún espantoso destino pende sobre mí, y al parecer debo vivir para cumplirlo; de otro modo, habría muerto sobre el ataúd de Henry.
CAPÍTULO 15
No se nos permitió conversar durante mucho tiempo, dado que el precario estado de mi salud exigía tomar todas las precauciones necesarias que pudieran asegurar mi tranquilidad. El señor Kirwin entró e insistió en que mis fuerzas no deberían agotarse en demasiadas emociones. Pero la presencia de mi padre era para mí como la de un ángel bueno, y poco a poco recobré la salud. A medida que la enfermedad me abandonaba, me iba invadiendo una melancolía negra y lúgubre que nada podía disipar. Siempre tenía delante la imagen fantasmal de Clerval asesinado. En más de una ocasión, el nerviosismo al que me conducían aquellos recuerdos hizo temer a mis amigos que podría sufrir una peligrosa recaída.
¡Dios mío! ¿Por qué se empeñaron en conservar una vida tan mísera y detestable? Fue seguramente para que yo pudiera cumplir mi destino, del cual estoy ya tan cerca. Pronto, oh, muy pronto, la muerte acallará estos latidos de mi corazón y me liberará de esta pesada carga de angustia que me hunde en el cieno; y, cuando se haya ejecutado la sentencia de la justicia, yo también podré entregarme al descanso. En aquel entonces la presencia de la muerte aún me resultaba distante, aunque el deseo de morir siempre estaba presente en mis pensamientos; y a menudo permanecía durante horas enteras sin moverme y sin hablar, deseando que alguna descomunal catástrofe pudiera acabar conmigo y, en semejante destrucción, arrastrara también a la causa de mis desdichas.
Las sesiones judiciales de la región se aproximaban. Ya llevaba tres meses en prisión; y, aunque aún estaba débil y corría un permanente peligro de recaída, me obligaron a viajar casi cien millas hasta la capital del condado, donde tenía la sede el tribunal. El señor Kirwin se encargó de reunir con mucho cuidado a todos los testigos y organizar mi defensa. Me evitaron la vergüenza de aparecer públicamente como un criminal, puesto que el caso no se presentó ante el tribunal que decide la pena de muerte. El gran jurado rechazó la acusación pues quedó probado que yo me encontraba en las islas Orcadas a la hora en que se descubrió el cuerpo de mi amigo. Y solo quince días después de mi traslado, me sacaron de prisión. Mi padre se emocionó mucho al verme absuelto de los humillantes cargos de asesinato y al comprobar que nuevamente se me permitía respirar el aire puro y regresar a mi país natal. Yo no compartía aquellos sentimientos, porque para mí los muros de una mazmorra o los de un palacio eran igualmente odiosos. El cáliz de la vida estaba envenenado para siempre; y aunque el sol brillaba sobre mí, y sobre aquellos de corazón alegre y feliz, yo no veía a mi alrededor más que una densa y aterradora oscuridad que ningún resplandor podía penetrar, salvo la luz de dos ojos clavados sobre mí… A veces eran los alegres ojos de Henry, languideciendo en la muerte, con las negras pupilas casi cubiertas por los párpados y las largas pestañas que los ribeteaban. En otras ocasiones eran los ojos turbios y acuosos del monstruo, tal y como lo vi por vez primera en mis aposentos de Ingolstadt.
Mi padre intentó despertar en mí sentimientos de afecto. Hablaba de Ginebra, a la que pronto volveríamos… de Elizabeth, de Ernest. Pero sus palabras solo conseguían arrancarme profundos suspiros. Algunas veces, en realidad, tenía deseos de ser feliz, de volver junto a mi adorada prima y regresar al lago azul que me había sido tan querido desde mis primeros años; pero el estado habitual de mis emociones era la apatía, para la cual una prisión es lo mismo que un palacio en el paisaje más hermoso que pueda pintar la naturaleza; y semejante estado a menudo se veía interrumpido por ataques de angustia y desesperación. En esos momentos, a menudo intenté poner fin a la existencia que detestaba, y ello hizo precisas una constante atención y vigilancia, para impedir que cometiera algún horrible acto de violencia. Recuerdo que, cuando me sacaron de la prisión, oí a un hombre decir: «Puede que sea inocente de asesinato, pero lo que es seguro es que tiene mala conciencia.»
Aquellas palabras me conmocionaron. ¡Mala conciencia! Sí, con toda seguridad: tenía mala conciencia.
William, Justine y Clerval habían muerto debido a mis infernales maquinaciones.
—¿Y qué muerte pondrá fin a esta tragedia? —clamaba—. ¡Ah, padre…! ¡Salgamos de este maldito país! ¡Llévame donde pueda olvidarme de mí mismo, donde pueda olvidar mi existencia y a todo el mundo…!
Mi padre de inmediato accedió a mis deseos; y, después de habernos despedido del señor Kirwin, nos encaminamos rápidamente a Dublín. Cuando el carguero partió de Irlanda con viento favorable y abandoné para siempre aquel país que había sido para mí el escenario de tanto dolor, me sentí como si me hubieran quitado de encima una pesada carga. Era medianoche, mi padre dormía abajo, en el camarote, y yo permanecía en cubierta mirando las estrellas y escuchando el rumor de las olas. Agradecí la presencia de aquella oscuridad que apartaba a Irlanda de mi vista, y mi pulso latió con febril alegría cuando pensé que pronto volvería a ver Ginebra. El pasado me pareció entonces una espantosa pesadilla; sin embargo, el barco en el que me encontraba, el viento que soplaba desde las odiosas costas de Irlanda y el mar que me rodeaba me aseguraban, ciertamente, que no había sufrido visiones engañosas y que Clerval, mi amigo y mi más querido compañero, había muerto, víctima de mis actos y del monstruo que yo había creado.
Hice memoria de toda mi vida: la apacible felicidad cuando vivía con mi familia en Ginebra, la muerte de mi madre, y mi partida hacia Ingolstadt. Recordé con un escalofrío el enloquecido entusiasmo que me había impulsado a la creación de mi odioso enemigo, y traje a mi mente la noche en la cual recibió la vida. Fui incapaz de seguir el hilo de mis razonamientos. Mil emociones me embargaron, y rompí a llorar amargamente.
Desde que me recuperé de las fiebres, había adquirido la costumbre de tomar todas las noches una pequeña cantidad de láudano, porque solo gracias a esta droga era capaz de descansar lo suficiente para seguir viviendo. Angustiado por el recuerdo de mis desgracias, tomé una dosis doble y pronto caí dormido profundamente. Pero, Dios mío, el sueño no consiguió liberarme de la memoria y del dolor; mis sueños se poblaban de mil cosas que me aterrorizaban. Hacia el amanecer tuve una especie de pesadilla. Sentí la garra de aquel demonio aferrada a mi garganta y no podía librarme de ella. Gritos y lamentos resonaban en mis oídos. Mi padre, que siempre me vigilaba, notando mi inquietud, me despertó y señaló el puerto de Holyhead, en el cual ya estábamos entrando.
Habíamos decidido no ir a Londres, sino cruzar el país hacia Portsmouth… y desde allí, embarcar hacia Le Havre. Yo prefería este plan, principalmente, porque temía ver de nuevo aquellos lugares en los que había disfrutado de unos breves días de sosiego con mi querido Clerval. Y pensaba con horror en la posibilidad de ver a aquellas personas que habíamos conocido juntos y que, sin duda, harían preguntas respecto a un suceso cuyo simple recuerdo me hacía sentir de nuevo todo lo que había sufrido cuando vi su cuerpo inerme.
Por lo que a mi padre se refiere, sus deseos y todos sus esfuerzos se destinaban a verme de nuevo restablecido tanto en la salud como en la paz de espíritu. Aunque su cariño y sus atenciones eran constantes, mi dolor y mi tristeza eran pertinaces, pero él nunca desesperaba. En ocasiones pensaba que yo me sentía profundamente avergonzado por haberme visto obligado a responder de una acusación de asesinato, e intentaba demostrarme la inutilidad del orgullo.
—¡Ay, padre…! —le dije—. ¡Qué poco me conoces…! Los seres humanos, sus sentimientos y sus pasiones, se avergonzarían efectivamente si un desgraciado como yo pudiera sentir orgullo. Justine, la pobre e infeliz Justine, era tan inocente como yo, y fue acusada por lo mismo… murió por ello. Y yo fui el culpable… yo la maté. William, Justine y Henry… los tres murieron por mi culpa.
Mi padre me había oído a menudo hacer la misma afirmación durante mi encarcelamiento. Cuando me acusaba de aquel modo, a veces parecía desear que le diera una explicación; y en otras ocasiones probablemente consideraba que era consecuencia de mi delirio, y que durante mi enfermedad alguna idea de ese tipo se había grabado en mi imaginación, y que el recuerdo de la misma aún permanecía vivo en la convalecencia. Yo evité dar una explicación; mantuve un permanente silencio respecto al engendro que había creado. Tenía la sensación de que me tomarían por loco, y esto encadenó para siempre mi lengua, cuando en realidad habría dado un mundo por poder confesar aquel secreto fatal. En una de esas ocasiones, mi padre me dijo con una expresión de indecible sorpresa:
—¿Qué quieres decir, Victor? ¿Estás loco…? Querido hijo, te ruego que no vuelvas a decir esas cosas tan raras…
—¡No estoy loco! —grité con furia—. ¡El sol y los cielos que me han visto actuar pueden atestiguar que digo la verdad! Yo fui el asesino de esas víctimas absolutamente inocentes… ¡Y murieron por mis maquinaciones! Mil veces habría derramado mi propia sangre, gota a gota, por haber salvado sus vidas. Pero no podía… padre, de verdad, no podía sacrificar a toda la raza humana…
La conclusión de aquella conversación persuadió a mi padre de que estaba trastornado; así que cambió inmediatamente de conversación para intentar alterar el hilo de mis pensamientos. Deseaba, en la medida de lo posible, borrar de mi memoria las escenas acaecidas en Irlanda y jamás volvió a aludir a ellas ni me permitió hablar de mis desgracias. A medida que fue transcurriendo el tiempo, me fui tranquilizando; el dolor moraba en mi corazón, pero ya no volví a hablar de aquel modo incoherente respecto a mis crímenes; era suficiente para mí tener conciencia de ellos. Con una insoportable represión, dominé la voz imperiosa de la desdicha, que a veces deseaba mostrarse al mundo entero, y mi comportamiento se tornó más tranquilo y más contenido que antes, como lo era antes de mi excursión al mar de hielo. Incluso mi padre, que me vigilaba como el pájaro a su polluelo, estaba engañado y pensaba que la negra melancolía que me había angustiado se estaba alejando para siempre, y que mi país natal y la compañía de mis seres queridos me restablecería por completo y me devolvería la salud y mi antigua alegría.
Llegamos a Le Havre el 8 de mayo e inmediatamente viajamos a París, donde mi padre tenía que resolver algunos asuntos que nos detuvieron allí algunas semanas. En esa ciudad recibí la siguiente carta de Elizabeth.
PARA VICTOR FRANKENSTEIN
Ginebra, 18 de mayo de 17**
Mi queridísimo amigo:
Me dio muchísima alegría recibir una carta de mi tío fechada en París. Ya no te encuentras a una distancia tan enorme, y puedo confiar en verte antes de quince días. ¡Mi pobre primo! ¡Cuánto debes de haber sufrido! Me temo que te voy a encontrar incluso más enfermo que cuando partiste de Ginebra. Hemos pasado un invierno terrible; pero, aunque la felicidad no brilla en nuestra mirada desde hace muchos meses, espero ver sosiego en tu semblante y comprobar que tu corazón no se encuentra completamente privado de paz y tranquilidad.
Sin embargo, temo que persistan los mismos sentimientos que te hacían tan desgraciado hace un año, y que incluso hayan aumentado con el tiempo. No querría importunarte en estos momentos, cuando tantas desdichas te oprimen, pero una conversación que tuve con mi tío antes de su partida me obliga a darte una explicación necesaria antes de que nos encontremos.
«¿Una explicación?», probablemente te dirás, «¿qué puede tener que explicar Elizabeth?». Si de verdad piensas eso, mis preguntas ya se han respondido, y no tengo más que hacer que firmar con un «Tu prima que te quiere». Pero estamos muy lejos, y es posible que temas y, sin embargo, agradezcas esta explicación; y, teniendo en cuenta la posibilidad de que tal sea el caso, no me atrevo a posponer más lo que, durante tu ausencia, he deseado comentarte muy a menudo y para lo cual nunca he reunido el suficiente valor.
Tú sabes bien, Victor, que mis tíos siempre pensaron en nuestra unión, incluso desde nuestra infancia. Así se nos dijo cuando éramos jóvenes y nos enseñaron a considerar ese futuro como un acontecimiento que sin duda tendría lugar. Fuimos cariñosos compañeros de juegos durante nuestra niñez y, creo, buenos y sinceros amigos cuando crecimos. Pero del mismo modo que un hermano y una hermana mantienen una cariñosa relación sin desear una unión más íntima, ¿no puede ser este también nuestro caso? Dime, querido Victor… Contéstame, y te lo pido por nuestra felicidad mutua, con una sencilla verdad: ¿amas a otra?
Has viajado; has pasado varios años de tu vida en Ingolstadt; y te confieso, amigo mío, que cuando te vi tan triste el otoño pasado, huyendo del contacto con la gente y buscando solo la soledad y la tristeza, no pude evitar suponer que tal vez te arrepentías de nuestro compromiso y que te sentías obligado, por honor, a cumplir con la voluntad de nuestros padres, aunque se opusiera a tus verdaderos deseos. Pero este es un razonamiento falso. Te confieso, primo mío, que te amo y que en los castillos en el aire que he imaginado para mi futuro tú has sido mi amante fiel y mi compañero. Pero solo deseo tu felicidad, y también la mía, cuando te digo que nuestro matrimonio haría de mí una persona absolutamente desgraciada a menos que fuera el resultado de los dictados de nuestra propia decisión libre. Incluso ahora lloro al pensar que, acosado como estás por las más crueles desgracias, puedas echar a perder, por tu palabra de honor, todas las esperanzas de amor y felicidad, que son las únicas que podrían conseguir que volvieras a ser lo que fuiste. Yo, que siento hacia ti un cariño tan desinteresado, podría estar aumentando mil veces tu desdicha si me convirtiera en un obstáculo a tus deseos. Ah, Victor, puedes estar seguro de que tu prima y compañera siente un amor demasiado verdadero por ti como para hacerte desgraciado. Sé feliz, amigo mío; y si atiendes a esta mi única petición, puedes estar seguro de que nada en el mundo podrá jamás perturbar mi tranquilidad.
No permitas que esta carta te incomode. No la contestes mañana, ni al día siguiente, ni siquiera hasta que vengas, si ello te causa algún dolor. Mi tío me dará noticias sobre tu salud; y si veo siquiera una sonrisa en tus labios cuando nos veamos, sea por esta carta o por cualquier otra cosa mía, no necesitaré nada más para ser feliz. Tu amiga, que te quiere,
ELIZABETH LAVENZA.
CAPÍTULO 16
Esta carta reavivó en mi memoria lo que ya había olvidado, la amenaza del engendro diabólico cuando me visitó en las islas Orcadas: «Estaré contigo en tu noche de bodas.» Tal fue mi sentencia, y esa noche aquel demonio emplearía todas las artimañas para destruirme y arrebatarme aquel atisbo de felicidad que prometía, al menos en parte, consolar mis sufrimientos. Aquella noche había decidido culminar sus crímenes con mi muerte. ¡Muy bien, que así fuera! Entonces, con toda seguridad, tendría lugar una lucha a muerte en la que, si él salía victorioso, yo descansaría en paz, y su poder sobre mí habría terminado. Si vencía yo, sería un hombre libre. ¡Cielos…! ¡Qué extraña libertad —la que soporta el campesino cuando su familia ha sido masacrada ante sus ojos, su granja ha sido incendiada, sus tierras asoladas y se convierte en un hombre perdido, sin casa, sin dinero, y solo—, pero libertad al fin! ¡Así sería mi libertad, salvo que en mi Elizabeth al menos tendría un tesoro, Dios mío, que compensaría los horrores del remordimiento y la culpabilidad que me perseguirían hasta la muerte!
¡Dulce y querida Elizabeth! Leí y releí su carta, y algunos sentimientos de ternura se apoderaron de mi corazón y se atrevieron a susurrarme paradisíacos sueños de amor y alegría. Pero ya había mordido la manzana, y el brazo del ángel ya me mostraba que debía olvidarme de cualquier esperanza. Sin embargo, daría mi vida por hacerla feliz; si el monstruo cumplía su amenaza, la muerte era inevitable. Sin embargo, volví a pensar que tal vez mi matrimonio precipitaría mi destino una vez que el demonio hubiera decidido matarme. En efecto, mi muerte podría adelantarse algunos meses; pero si mi perseguidor sospechara que yo posponía mi matrimonio por culpa de sus amenazas, seguramente encontraría otros medios, y quizá más terribles, para ejecutar su venganza. Había jurado que estaría conmigo en mi noche de bodas. Sin embargo, esa amenaza no le obligaba a quedarse quieto hasta que llegara ese momento… porque, como si quisiera demostrarme que no se había saciado de sangre, había asesinado a Clerval inmediatamente después de haber proferido sus amenazas. Así pues, concluí que si mi inmediata boda con mi prima iba a procurar su felicidad o la de mi padre, las amenazas de mi adversario contra mi vida no deberían retrasarla ni una hora.
En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi carta era sosegada y cariñosa. «Me temo, mi adorada niña», le decía, «que queda poca felicidad en este mundo para nosotros, sin embargo, toda la que yo pueda disfrutar reside en ti. Aleja de ti temores infundados. Solo a ti he consagrado mi vida y mis deseos de felicidad. Tengo un secreto, Elizabeth, un secreto terrible. Te horrorizará hasta helarte la sangre; y luego, lejos de sorprenderte por mis desgracias, simplemente te asombrará que aún siga con vida. Te revelaré esta historia de sufrimientos y terror al día siguiente a nuestra boda… porque, mi querida prima, debe existir una confianza absoluta entre ambos. Pero hasta entonces, te lo ruego, no lo menciones ni aludas a ello. Te lo pido con todo mi corazón, y sé que me lo concederás».
Alrededor de una semana después de la llegada de la carta de Elizabeth, regresamos a Ginebra. Elizabeth me dio la bienvenida con mucho cariño; sin embargo, había lágrimas en sus ojos cuando vio mi cuerpo maltrecho y mi rostro febril. Yo también descubrí un cambio en ella. Estaba más delgada y había perdido buena parte de aquella maravillosa alegría que antaño me había encantado. Pero su dulzura y sus amables miradas de compasión la convertían en la mujer más apropiada para un ser condenado y miserable como yo.
De todos modos, la tranquilidad de que gozaba yo en aquel momento no duró mucho. Los recuerdos me volvían loco. Y cuando pensaba en lo que había ocurrido, una verdadera locura se apoderaba de mí. Algunas veces me enfurecía y estallaba con ataques de rabia, y otras me derrumbaba y me sentía abatido. Ni hablaba ni veía, sino que permanecía inmóvil, abrumado por la cantidad de desdichas que se cernían sobre mí. Solo Elizabeth tenía poder para sacarme de esos pozos de abatimiento. Su dulce voz me tranquilizaba cuando estaba furioso, y me infundía sentimientos humanos cuando me sumía en la apatía. Ella lloraba conmigo y por mí. Cuando recobraba la razón, me reconvenía dulcemente e intentaba infundirme resignación. Ah, sí… es necesario que los desdichados se resignen. Pero para los culpables no hay paz: las angustias de los remordimientos envenenan ese placer que se halla en ocasiones, cuando uno se entrega a los excesos de la pena.
Poco después de mi llegada, mi padre habló de mi inmediato matrimonio con mi prima. Yo permanecí en silencio.
—Entonces… —dijo mi padre—, ¿estás enamorado de otra mujer?
—En absoluto. Amo a Elizabeth y pienso en nuestra futura boda con sumo placer. Fija la fecha, y ese día consagraré mi vida y mi muerte a la felicidad de mi prima.
—Mi querido Victor… no hables así. Graves desgracias han caído sobre nosotros, pero lo único que debemos hacer es mantenernos unidos a lo que nos queda, y el amor que sentíamos por aquellos que perdimos debemos entregárselo ahora a los que aún viven. Nuestra familia es pequeña, pero está muy unida por lazos de cariño y de desdichas compartidas. Y cuando el paso del tiempo haya mitigado tu desesperación, nuevas y amadas preocupaciones nacerán para reemplazar a aquellos de los que tan cruelmente hemos sido privados.
Tales eran los consejos de mi padre, pero los recuerdos de la amenaza volvieron a obsesionarme. Y no puede sorprender a nadie que, omnipotente como se había mostrado aquel engendro diabólico en sus crímenes sanguinarios, casi lo considerara invencible; y que, puesto que había pronunciado las palabras «estaré contigo en tu noche de bodas», considerara aquel destino amenazador como algo inevitable. Pero la muerte no era una desgracia para mí, si no fuera porque acarreaba la pérdida de Elizabeth; y, así pues, con gesto sonriente e incluso alegre, me mostré de acuerdo con mi padre en que la ceremonia tuviera lugar, si mi prima consentía, al cabo de diez días… y así sellé mi destino, o eso creía.
¡Dios bendito…! Si por un instante hubiera imaginado cuáles podrían ser las diabólicas intenciones de mi enemigo infernal, habría preferido abandonar para siempre mi país, y haber vagado como un despreciable desheredado por el mundo, antes que consentir aquel desdichado matrimonio. Pero, como si tuviera poderes mágicos, el monstruo me había ocultado sus verdaderas intenciones; y cuando yo pensaba que únicamente preparaba mi propia muerte, solo conseguí precipitar la de una víctima que amaba mucho más.
A medida que se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, tal vez por cobardía o por un mal presentimiento, me sentí cada vez más abatido. Pero oculté mis sentimientos bajo la apariencia de una alegría que dibujó sonrisas de gozo en el rostro de mi padre, aunque difícilmente pude engañar a la mirada más atenta y perspicaz de Elizabeth. Ella observaba nuestra futura unión con sosegada alegría, aunque no sin cierto temor, debido a las pasadas desgracias, y tenía miedo de que lo que ahora parecía una felicidad cierta y tangible pudiera desvanecerse de pronto en un sueño etéreo, y no dejara ni una huella, salvo una amargura profunda y eterna.
Se hicieron los preparativos para el acontecimiento. Recibimos a las visitas, que nos felicitaron, y todo parecía adornado con las galas más halagüeñas. En lo que me fue posible, oculté en lo más profundo del corazón la ansiedad que me consumía y acepté con aparente sinceridad todo lo que proponía mi padre, aunque todo aquello no podía servir sino como decorado de mi tragedia. Se adquirió una casa para nosotros, cerca de Cologny: así podríamos disfrutar de los placeres del campo y, sin embargo, estaríamos lo suficientemente cerca de Ginebra como para ir a visitar a mi padre todos los días, pues él seguiría viviendo en el interior de la ciudad, por Ernest, para que pudiera continuar sus estudios en la universidad.
Mientras tanto, yo adopté todas las precauciones para defenderme en caso de que aquel engendro quisiera atacarme. Siempre llevaba pistolas y una daga, y estaba siempre alerta para evitar emboscadas, y así conseguí gozar en alguna medida de cierta tranquilidad. Y, en realidad, conforme se aproximaba la fecha, la amenaza comenzó a parecer más bien una locura que no valía la pena tener en cuenta, pues probablemente no sería capaz de perturbar mi tranquilidad, mientras que la felicidad que esperaba de mi matrimonio iba adquiriendo poco a poco una apariencia de verdadera realidad a medida que se acercaba el día de la ceremonia, y oía hablar de ella como un acontecimiento que ningún incidente podría impedir.
Elizabeth parecía contenta ante el cambio que vio en mí, y cómo había pasado de una risa forzada a una serena alegría. Pero el día en que se iban a cumplir mis deseos y mi destino, ella estaba melancólica; un mal presentimiento la embargaba, y quizá también pensaba en el terrible secreto que yo había prometido revelarle al día siguiente. Mi padre en cambio estaba rebosante de felicidad y, con el ajetreo de los preparativos, solo vio en la melancolía de su sobrina la pudorosa timidez de una novia.
Después de celebrar la ceremonia, tuvo lugar una gran fiesta en casa de mi padre; pero se acordó que Elizabeth y yo deberíamos pasar aquella tarde y aquella noche en Evian, y que a la mañana siguiente regresaríamos. Hacía un buen día; y, como el viento era favorable, decidimos ir en barco.
Aquellos fueron los últimos momentos de mi vida durante los cuales disfruté del sentimiento de felicidad. Navegábamos muy deprisa; el sol calentaba, pero nosotros íbamos protegidos por una especie de dosel, mientras disfrutábamos de la belleza del paisaje: unas veces nos girábamos hacia a un extremo del lago, donde veíamos el Monte Salêve, las encantadoras orillas de Montalegre y, en la distancia, elevándose sobre todo lo demás, el magnífico Mont Blanc y todo el grupo de montañas nevadas que intentaban alcanzarlo. En otras ocasiones, bordeando la ribera opuesta, veíamos el majestuoso Jura, retando con sus oscuras laderas la ambición de quien deseara abandonar su país natal y mostrándose como una barrera infranqueable al conquistador que pretendiera invadirlo.
Cogí la mano de Elizabeth.
—Estás triste —le dije—. ¡Ay, mi amor, si supieras lo que he sufrido y lo que tal vez aún tenga que soportar, procurarías dejarme saborear la tranquilidad y la ausencia de desesperación que al menos me permite disfrutar este único día!
—Sé feliz, mi querido Victor —contestó Elizabeth—; confío en que no haya nada que te inquiete; y puedes estar seguro de que mi corazón está feliz, aunque no veas en mi rostro una alegría excesiva. Algo me dice que no deposite muchas esperanzas en las perspectivas que se abren ante nosotros, pero no quiero escuchar esas voces siniestras. Mira qué deprisa navegamos y cómo las nubes, que a veces oscurecen y a veces se elevan sobre la cúpula del Mont Blanc, consiguen que este maravilloso paisaje sea aún más hermoso. Mira también los innumerables peces que nadan en estas límpidas aguas, donde se pueden ver claramente todas las piedras que yacen en el fondo. ¡Qué día más hermoso…! ¡Qué feliz y serena parece toda la naturaleza!
Así era como Elizabeth intentaba distraer sus pensamientos y los míos de cualquier reflexión sobre asuntos melancólicos, pero su ánimo era muy voluble. La alegría brillaba durante unos breves instantes en su mirada, pero la felicidad constantemente dejaba paso a la tristeza y al ensimismamiento.
En el cielo, el sol se iba poniendo; pasamos frente al río Drance y observamos su curso a través de los abismos de las montañas y las cañadas de las colinas más bajas. Los Alpes, aquí, se acercan mucho al lago, y nosotros nos aproximábamos al anfiteatro de montañas que forman su extremo oriental. La aguja de Evian se recortaba brillante sobre los bosques que la rodeaban, y sobre la cordillera de montañas y montañas en la cual estaba suspendida.
El viento, que hasta ese preciso instante nos había llevado con asombrosa rapidez, se convirtió al atardecer en una agradable brisa; el airecillo apenas conseguía erizar el agua y producía un encantador movimiento en los árboles. Cuando nos aproximamos a la orilla, flotaba en el aire un delicioso perfume de flores y heno. El sol se puso tras el horizonte cuando saltamos a tierra; y cuando pisé la orilla, sentí que las preocupaciones y los temores renacían en mí, y que pronto me iban a atrapar y a marcarme para siempre.
CAPÍTULO 17
Eran las ocho en punto cuando desembarcamos; caminamos durante un breve trecho junto a la orilla, disfrutando de las cambiantes luces del atardecer, y luego nos retiramos a la posada, y contemplamos el encantador paisaje de aguas, montañas y bosques que se iban ocultando en la oscuridad, y, sin embargo, aún dejaban ver sus negros perfiles. El viento, que casi había desaparecido por el sur, se levantó ahora con gran violencia por el oeste; la luna había alcanzado su cénit en el cielo y estaba comenzando a descender; las nubes barrían el cielo por delante de ella con más premura que el vuelo del buitre y enturbiaban su luz, mientras el lago reflejaba el conmocionado paisaje de los cielos, y lo agitaba aún más con las inquietas olas que estaban comenzando a erizarse. De repente, se desató una violenta tormenta de lluvia.
Yo había estado tranquilo durante todo el día; pero tan pronto como la noche comenzó a enturbiar los perfiles de las cosas, mil temores se adueñaron de mi mente. Estaba angustiado y alerta, mientras con la mano derecha me aferraba a una pistola que tenía escondida en el pecho. Cada ruido me aterrorizaba, pero decidí que vendería cara mi vida y no evitaría el enfrentamiento que tenía pendiente hasta que mi propia vida, o la de mi adversario, se extinguiera.
Elizabeth, tímida y temerosa, observó en silencio mi inquietud durante unos instantes. Al final, dijo:
—¿Por qué estás nervioso, mi querido Victor? ¿De qué tienes miedo?
—¡Oh, tranquila, tranquila, mi amor…! —le contesté—. Espera que pase esta noche, y ya podremos estar seguros… Pero esta noche es horrible, esta noche es espantosamente horrible…
Pasé una hora en aquel estado de nervios, y entonces, de repente, pensé cuán horroroso sería para mi esposa presenciar el combate que de un momento a otro imaginaba que tendría lugar; y por eso le rogué con vehemencia que se retirara a dormir, decidido a no ir con ella hasta que no supiera algo de mi enemigo.
Elizabeth me dejó solo, y durante algún tiempo estuve yendo de un lado a otro por los pasillos de la casa, inspeccionando cada esquina que pudiera servir de escondrijo a mi enemigo. Pero no vi ni rastro de él, y comencé a considerar la posibilidad de que algún afortunado acontecimiento hubiera tenido lugar y hubiera impedido la ejecución de su amenaza, cuando de repente oí un grito y un espantoso alarido. Procedía de la habitación a la que Elizabeth se había retirado. Cuando oí aquel grito, lo comprendí todo… Mis brazos cayeron rendidos y el movimiento de cada músculo y cada fibra de mi cuerpo se detuvo; podía sentir la sangre reptando por mis venas y hormigueando en mis pies. Aquel estado no duró más que un instante, el grito se repitió y corrí precipitadamente hacia la habitación. ¡Dios mío! ¿Por qué no me mataste entonces? ¿Por qué estoy aquí para describir la destrucción de mi esperanza más anhelada y la muerte de la criatura más buena del mundo? Allí estaba, sin vida e inerte, tendida de lado a lado en la cama, con la cabeza colgando, con su rostro pálido y deformado, medio cubierto por su cabello. No importa dónde mire… siempre veo la misma imagen: sus brazos exánimes y su cuerpo muerto arrojado por el asesino sobre el ataúd nupcial. ¿Cómo pude ver aquello y seguir viviendo? ¡Dios mío! La vida es obstinada… se aferra con más fuerza allí donde más se odia. Entonces, solo sé que perdí el conocimiento… y me desmayé.
Cuando me recobré, me encontré en medio de la gente de la posada. Sus rostros expresaban claramente un espantoso terror, pero el horror de los demás solo me parecía una pequeña farsa, una sombra de los sentimientos que me atenazaban a mí. Me abrí camino entre ellos hasta la alcoba donde yacía el cuerpo de Elizabeth… mi amor… mi esposa… Solo unos instantes antes estaba viva… mi querida… mi preciosa… La habían cambiado de postura y ya no se encontraba como yo la había visto; y ahora, tal y como estaba tendida, con la cabeza sobre un brazo y un pañuelo cubriéndole el rostro y el cuello, podría haber pensado que estaba dormida. Corrí hacia ella y la abracé con locura, pero la mortal frialdad de su cuerpo me recordó que lo que estaba sosteniendo en mis brazos ya había dejado de ser la Elizabeth que yo había amado y adorado; la marca de las garras asesinas de aquel demonio aún permanecían en el cuello, y sus labios ya no tenían aliento.
Mientras aún la tenía en mis brazos, en la agonía de la desesperación, se me ocurrió levantar la mirada. La alcoba había quedado casi a oscuras, y sentí una especie de terror pánico al ver cómo la pálida luz de la luna iluminaba la habitación. Los postigos se habían abierto y, con una sensación de horror que no se puede describir, vi por la ventana abierta aquella figura odiosa y aborrecible. Había una sonrisa burlona en el rostro del monstruo; parecía reírse de mí mientras, con su diabólico dedo, señalaba el cadáver de mi esposa. Me abalancé hacia la ventana y, sacando la pistola de mi pecho, disparé… pero consiguió esquivarme, huyó de un salto y, corriendo a la velocidad de un rayo, se arrojó al lago. Al oír el estallido de la pistola, muchas personas acudieron a la habitación. Les indiqué por dónde había huido, y lo perseguimos con barcos y redes, pero todo fue en vano; y, tras pasar varias horas en su busca, regresamos desesperanzados; la mayoría de los que me acompañaban creyeron que aquella figura solo había sido fruto de mi imaginación. De todos modos, después de regresar a tierra, comenzaron a buscar por el campo, y se formaron distintas partidas que se dispersaron en diferentes direcciones por los bosques y los viñedos. Yo no los acompañé.
Estaba agotado; un velo me nublaba la vista; y mi piel ardía con el calor de la fiebre. En aquel estado me tumbé en una cama, apenas consciente de lo que había ocurrido, y mis ojos vagaron por la habitación como si estuvieran buscando algo que hubiera perdido. Al final pensé que mi padre esperaría con ansiedad mi regreso y el de Elizabeth, y que regresaría yo solo. Aquella reflexión hizo brotar las lágrimas en mis ojos, y lloré durante mucho tiempo. Pensé en mis desgracias y en su causa, y me vi envuelto en una nube de estupefacción y horror. La muerte de William, la ejecución de Justine, el asesinato de Clerval y, ahora, el de mi esposa… en aquel momento ni siquiera podía saber si la familia que aún me quedaba estaría a salvo de la maldad de aquel engendro; mi padre podía estarse debatiendo en aquel momento bajo la garra asesina, y Ernest podría estar muerto a sus pies. Aquellas ideas me hicieron sentir escalofríos y me devolvieron a la realidad. Me levanté de inmediato y decidí regresar a Ginebra tan deprisa como me fuera posible. No había caballos de los que pudiera disponer, y tuve que volver por el lago; pero el viento era desfavorable y la lluvia caía torrencialmente. De todos modos, apenas había amanecido y seguramente podría llegar a casa al anochecer. Contraté a unos cuantos hombres para remar, y yo mismo cogí un remo, porque el ejercicio físico siempre ha producido en mí cierto alivio de los sufrimientos emocionales. Pero el insoportable dolor que sentía y la terrible agitación que sufría me imposibilitaron cualquier esfuerzo. Dejé caer el remo y, sujetándome la cabeza entre las manos, me abandoné a todas las siniestras ideas que quisieron asaltarme. Si levantaba la mirada, veía paisajes que me resultaban familiares, de mis tiempos felices y que había estado contemplando solo un día antes, en compañía de aquella que ahora no era más que una sombra y un recuerdo. Las lágrimas anegaron mis ojos. Miré el lago, la lluvia había cesado un momento, y vi cómo los peces jugaban en las aguas, del mismo modo que los había visto solo unas horas antes… Elizabeth los había estado viendo. Nada es tan doloroso para la mente humana como un cambio violento y repentino. El sol podía brillar, o las nubes podían cubrir el cielo… nada sería ya como el día anterior. Un ser diabólico me había arrebatado de un zarpazo toda esperanza de felicidad futura. Ninguna criatura había sido jamás tan desgraciada como yo; y unos sucesos tan espantosos eran absolutamente insólitos en este mundo.
Pero… ¿por qué tendría que recrearme en los sucesos que siguieron a esta insoportable tragedia? La mía ha sido una historia de horror. Ya he alcanzado el punto culminante; y lo que puedo relatar de aquí en adelante puede resultarle tedioso, ahora que ya he narrado cómo aquellos a quienes quería me fueron arrebatados uno tras otro, y yo quedé hundido en la desolación más profunda. Estoy muy cansado, y solo puedo describir en pocas palabras lo que queda de mi espantosa historia.
Llegué a Ginebra. Mi padre y Ernest aún estaban vivos, pero el primero fue incapaz de soportar las dolorosísimas noticias que yo les llevaba. Puedo verlo ahora… era un anciano venerable y maravilloso. Su mirada se perdió en el vacío, porque había perdido a la persona que era su razón de vivir y su alegría: su sobrina, que era más que una hija para él, a la cual había entregado todo el cariño de un hombre que, en el ocaso de su vida, y teniendo pocas personas queridas, se aferra con más fervor a aquellas que aún le quedan. Maldito, maldito sea el demonio que derramó el dolor sobre sus canas y lo condenó a terminar sus días sumido en la desdicha. No pudo vivir rodeado de los espantos que se habían acumulado a su alrededor. Sufrió un ataque de apoplejía y, pocos días después, murió en mis brazos.
¿Qué fue entonces de mí? No lo sé. Era incapaz de sentir nada, y las únicas cosas que podía ver eran cadenas y oscuridad. En realidad, algunas veces soñaba que paseaba con los amigos de mi juventud por prados llenos de flores y encantadores valles; pero me despertaba y me encontraba en una mazmorra. Después me invadió la melancolía, pero poco a poco fui obteniendo una idea clara de mis desdichas y mi situación, y entonces me sacaron de allí. Porque me habían dado por loco; y durante muchos meses, como supe después, había estado ocupando una celda solitaria. Pero la libertad hubiera sido una concesión inútil para mí si al mismo tiempo que despertaba a la razón no hubiera despertado a la venganza. Al tiempo que el recuerdo de mis pasados infortunios me angustiaba, comencé a pensar en su causa… el monstruo que yo había creado, el miserable demonio que yo había arrojado al mundo para mi propia destrucción. Me invadía una furia enloquecida cuando pensaba en él… y deseaba y rogaba ardientemente poder atraparlo para poder desatar un feroz e imborrable rencor sobre su maldita cabeza.
Desde luego, mi odio no pudo reducirse durante mucho tiempo a un deseo inútil; comencé a pensar en cuáles podrían ser los mejores medios para cazarlo; y con ese propósito, aproximadamente un mes después de que me soltaran, acudí a un juez de lo criminal de la ciudad y le dije que tenía una acusación que hacer, que yo conocía al asesino de mi familia y que le pedía que ejerciera toda su autoridad para aprehender al asesino.
El magistrado me escuchó con atención y amabilidad.
—Puede estar seguro, señor —dijo—: por mi parte no se ha reparado en esfuerzos, ni se reparará en medios, para descubrir a ese malvado.
—Gracias —contesté—; escuche, pues, la declaración que tengo que hacer. En realidad es un relato tan extraño que me temo que usted no me creería si no fuera porque hay algo en la verdad que, aunque resulte asombrosa, siempre convence de su realidad. La historia está demasiado bien trenzada como para confundirla con un sueño, y yo no tengo ningún motivo para mentir.
Mis gestos, mientras decía aquello, eran vehementes pero tranquilos; había tomado la decisión íntima de perseguir a mi enemigo hasta la muerte; y aquel propósito aplacaba mi angustia y, al menos provisionalmente, me reconciliaba con la vida. En aquel momento relaté mi historia brevemente, pero con firmeza y precisión, señalando fechas con seguridad y sin dejarme arrastrar por invectivas o exclamaciones. Al principio el magistrado parecía absolutamente incrédulo, pero a medida que avanzaba mi relato, se mostró más atento e interesado. Algunas veces le vi estremecerse de horror; y otras, una absoluta sorpresa sin mezcla de incredulidad se pintaba en su rostro. Cuando hube concluido mi narración, dije:
—Ese es el ser al que acuso y al que le pido que detenga y castigue con toda su fuerza. Ese es su deber como magistrado, y creo y espero que sus sentimientos como ser humano no le permitan desertar de esas funciones en esta ocasión.
Aquella petición produjo un notable cambio en la fisonomía de mi interlocutor. Había escuchado mi historia con aquella especie de credulidad a medias que se le concede a los cuentos de espíritus y fantasmas; pero cuando se le instó a actuar oficialmente y en consecuencia, recuperó de inmediato toda su incredulidad. En todo caso, me respondió con amabilidad.
—De buena gana le prestaría toda la ayuda posible; pero la criatura de la que usted me habla parece tener poderes capaces de desafiar todos mis esfuerzos. ¿Quién puede perseguir a un animal que puede cruzar el mar de hielo y vivir en grutas y cuevas donde ningún hombre se aventuraría a entrar? Además, han transcurrido ya algunos meses desde que se cometieron los crímenes y nadie puede ni siquiera imaginar adónde puede haber ido o en qué lugares vivirá ahora.
—No tengo la menor duda —contesté— de que anda rondando cerca de donde yo vivo. Y si en efecto se hubiera refugiado en los Alpes, podrían cazarlo como a una gamuza y abatirlo como a una bestia de presa. Pero ya sé lo que está pensando: no da crédito a mi relato, y no tiene ninguna intención de perseguir a mi enemigo y castigarlo como merece.
Mientras hablaba, la ira centelleaba en mis ojos. El magistrado se arredró:
—Está usted equivocado —dijo—; lo intentaré; y si está en mi poder atrapar al monstruo, puede estar seguro usted de que recibirá el castigo que merecen sus crímenes. Pero me temo que será imposible, por lo que usted mismo ha descrito a propósito de sus características; y, mientras se toman todas las medidas pertinentes, debería usted intentar prepararse para el fracaso.
—¡Eso es imposible! —dije furioso—. Pero todo lo que pueda decir no servirá de mucho. Mi venganza no le importa nada a usted; sin embargo, aunque admito que es una obsesión, confieso que es la única pasión que me devora el alma; mi furia es indescriptible cuando pienso que aún existe el asesino a quien yo mismo arrojé a este mundo. Usted rechaza mi justa petición. No tengo más que un camino, y me dedicaré, vivo o muerto, a intentar destruirlo.
Temblé de nerviosismo al decir aquello; había un frenesí en mi conducta y algo, no lo dudo, de aquel orgulloso valor que, según dicen, tenían los mártires de la Antigüedad. Pero para un magistrado ginebrino, cuyo pensamiento se ocupaba en cuestiones muy distintas a la devoción y el heroísmo, aquella grandeza de espíritu se parecía bastante a la locura. Intentó calmarme como una niñera intenta tranquilizar a un niño, y achacó mi relato a los efectos del delirio.
—¡Hombres…! —grité—. ¡Qué ignorantes sois y cuánto os enorgullecéis de vuestra sabiduría! ¡Cállese! ¡No sabe usted lo que dice…!
Salí precipitadamente de la casa y, furioso y enloquecido, me fui a meditar algún otro modo de actuar.
CAPÍTULO 18
En aquel momento, mi situación era tal que todos los pensamientos razonables se consumían y desaparecían. Me veía arrastrado por la ira. Solo la venganza me proporcionaba fuerza y serenidad. Modelaba mis sentimientos y me permitía pensar con frialdad y estar tranquilo en períodos en los que de otro modo el delirio o la muerte se habrían apoderado de mí. Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siempre. Mi país, al que amaba cuando era feliz y querido… ahora, en la adversidad, se convirtió en un lugar odioso. Me hice con una pequeña suma de dinero, junto con algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.
Y entonces comenzó mi peregrinación, que no terminará hasta que muera. He recorrido vastas regiones de la Tierra y he sufrido todas las penurias que suelen afrontar los aventureros en los desiertos y en otros territorios salvajes. Apenas sé cómo he logrado sobrevivir; muchas veces me he derrumbado, con mi cuerpo rendido, sobre la misma tierra, agotado y sin nadie que me socorriera, y he rogado que me llevara la muerte. Pero la venganza me mantenía vivo. No me atrevía a morir y dejar a mi enemigo vivo.
Cuando abandoné Ginebra, mi primera labor fue obtener alguna clave mediante la cual pudiera seguir el rastro de los pasos de mi diabólico enemigo. Pero mi plan no dio resultado; y vagué durante muchas horas por los alrededores de la ciudad, sin saber a ciencia cierta qué camino debería seguir. Al caer la noche, me encontré a la entrada del cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre. Entré y me acerqué a las estelas que marcaban sus sepulturas. Todo permanecía en silencio, excepto las hojas de los árboles, que se agitaban suavemente con la brisa. Era casi noche cerrada, y el escenario habría resultado conmovedor y solemne incluso para un observador desinteresado. Me parecía que los espíritus de los que se habían ido vagaban por el aire, a mi alrededor, y proyectaban una sombra que se sentía, pero no se veía, en torno a la cabeza de aquel que los lloraba. El profundo dolor que esta escena me produjo al principio inmediatamente dio paso a la rabia y la desesperación. Ellos estaban muertos, y yo aún vivía. También vivía su asesino y, para destruirlo, yo debía alargar mi agotadora existencia. Me arrodillé en la tierra y con labios temblorosos exclamé:
—Por la tierra sagrada en la que estoy arrodillado, por estas sombras que me rodean, por el profundo y eterno dolor que sufro, ¡lo juro! ¡Y por vos, oh, Noche, y por los espíritus que te pueblan, juro perseguir a ese diabólico ser que causó este sufrimiento, hasta que él o yo perezcamos en combate mortal! Solo con ese propósito conservaré mi vida. Para ejecutar la ansiada venganza, volveré a ver el sol y pisaré la hierba verde de la tierra, que de otro modo apartaría de mi vista para siempre. ¡Y os invoco, espíritus de los muertos, y a vosotros, heraldos etéreos de la venganza, que me ayudéis y me guieis en esta tarea! ¡Que ese maldito monstruo infernal beba hasta las heces el cáliz de la agonía! ¡Que sienta la desesperación que ahora me atormenta a mí!
Yo había comenzado mi juramento con una solemnidad y un temor reverencial que casi me aseguraban que las sombras de mis seres queridos estaban escuchando y aprobaban mi promesa. Pero las furias se apoderaron de mí cuando terminé, y la rabia ahogó mis palabras. En la quietud de la noche, una carcajada ruidosa y diabólica fue la única respuesta que obtuve. Resonó en mis oídos larga y sombríamente; las montañas repitieron su eco, y sentí como si el mismísimo infierno me rodeara, burlándose y riéndose de mí. Seguramente en aquel momento me habría dejado llevar por la locura y habría acabado con mi miserable existencia, pero ya había lanzado mi juramento y mi vida se había consagrado definitivamente a la venganza. La carcajada se fue desvaneciendo y entonces una voz repugnante y bien conocida se dirigió a mí en un audible susurro:
—Me alegro… pobre desgraciado: has decidido vivir, y yo me alegro.
Corrí hacia el lugar de donde procedía la voz, pero el demonio pudo escapar. De repente, el enorme disco lunar se iluminó y brilló sobre su fantasmal y deforme figura, mientras huía a una velocidad sobrehumana.
Lo perseguí; y durante muchos meses esta persecución ha sido mi único objetivo. Guiado por una pista muy leve, lo seguí por los meandros del Ródano, pero todo fue en vano. Llegué al Mediterráneo, y por una extraña casualidad vi cómo el engendro subía una noche a un barco que iba a zarpar hacia el mar Negro y se ocultaba allí. Fui tras él —yo sabía cuál era el barco en el que se había escondido—, pero se me escapó, no sé cómo. En las tierras inexploradas de Tartaria y Rusia, aunque todavía conseguía esquivarme, ya seguía de cerca sus pasos. Algunas veces, los campesinos, aterrorizados por su espantosa figura, me informaban de cuál era su camino; en otras ocasiones y a menudo, él mismo, que temía que si yo le perdía el rastro, podría desesperar y morir, me dejaba algunas señales para guiarme. La nieve cayó sobre mí, y vi la huella de su tremendo pie en las blancas llanuras. Pero usted, que apenas está comenzando su vida, y las preocupaciones son nuevas para usted y la angustia, desconocida, ¿cómo puede comprender lo que he sentido y lo que aún siento? El frío, las necesidades y el cansancio fueron los males menores que tuve que soportar. Me maldijo algún demonio y tengo que sufrir en mi pecho un infierno eterno. Sin embargo, aún un espíritu bueno me seguía y guiaba mis pasos, y cuando más lamentaba mi suerte, repentinamente me salvaba de lo que me parecían dificultades insalvables. En ocasiones, cuando mi cuerpo, abrumado por el hambre, se desplomaba en el agotamiento, encontraba una comida reparadora en el desierto, que me devolvía las fuerzas y me animaba. La comida era tosca, como la que suelen comer los campesinos de aquellas regiones; pero yo no dudaba que aquello lo habían dispuesto los espíritus que yo había invocado para que me ayudaran. A menudo, cuando todo estaba seco, y no había nubes en el cielo, y me abrasaba la sed, unas nubecillas aparecían el firmamento y dejaban caer algunas gotas de lluvia que me reanimaban, y luego se desvanecían.
Cuando me era posible, seguía los cursos de los ríos; pero el monstruo principalmente los evitaba, porque es en esos lugares donde generalmente se asientan las poblaciones del campo. En otras regiones apenas se veían seres humanos, y en esas zonas generalmente subsistía con los animales salvajes que se cruzaban en mi camino. Tenía algún dinero y me granjeaba la amistad de los aldeanos repartiéndoselo u ofreciéndoles la carne de algún animal que hubiera cazado, la cual, después de coger para mí una pequeña porción, se la regalaba a aquellos que me proporcionaban fuego y utensilios para cocinar. Así transcurría mi vida, de un modo que realmente me resultaba odioso, y solo durante el sueño me sentía un poco mejor. ¡Oh, bendito sueño! A menudo, cuando más miserable me sentía, me sumía en el descanso y mis sueños me calmaban casi hasta el éxtasis. El ángel que me guardaba seguramente me proporcionaba aquellos momentos o, más bien, aquellas horas de felicidad en las que podía reunir fuerzas para continuar mi peregrinación. Privado de estos instantes de alivio, habría sucumbido a mis sufrimientos. Así, durante el día me sostenían y animaban las esperanzas de la noche: porque durante el sueño veía a mis seres queridos, a mi esposa, y mi amado país; volvía a ver el rostro de mi bondadoso padre, oía la argentina voz de mi Elizabeth y podía ver a Clerval, rebosante de vida y juventud. A menudo, cuando me encontraba exhausto tras una agotadora marcha, me convencía de que estaba soñando, y de que la noche llegaría y entonces disfrutaría realmente en brazos de mis seres queridos. ¡Qué anhelo tan angustioso sentía por ellos! ¡Cómo intentaba abrazar aquellas amadas figuras cuando se me aparecían a veces, incluso en las visiones que tenía durante la vigilia, y llegaba a convencerme de que aún estaban vivos! En aquellos momentos, la venganza que ardía en mi interior se apagaba en mi corazón, y seguía mi camino en pos de la destrucción del engendro demoníaco más como una tarea que agradaba a los cielos, como si fuera un impulso mecánico de algún poder del cual yo no tenía conciencia, que por un verdadero y ardiente deseo de mi alma.
¿Qué sentía aquel a quien perseguía? No puedo saberlo. En efecto, en ocasiones dejaba señales escritas en las cortezas de los árboles o grabadas en la piedra, que me guiaban y aguzaban mi furia. «Mi reinado aún no ha terminado», se podía leer en una de aquellas inscripciones; «Vives, y por eso mi poder es absoluto. ¡Sígueme…! Voy en busca de los hielos eternos del norte, donde sentirás el dolor del frío y el hielo, ante los cuales yo no me inmuto. Muy cerca de aquí, si no te retrasas mucho, encontrarás una liebre muerta; cómela y así te repondrás. ¡Vamos, enemigo mío…! Lucharemos a muerte, pero antes de que llegue ese momento, te esperan largas horas de sufrimiento y dolor».
¡Así te burlas, maldito demonio! Vuelvo a jurar venganza, vuelvo a prometer, miserable engendro, que te haré sufrir y te mataré; nunca abandonaré esta persecución, hasta que uno de los dos perezca. Y entonces, con qué placer me uniré a mi Elizabeth y a aquellos que ya preparan para mí la recompensa de mi penosa y horrible peregrinación.
A medida que avanzaba en mi viaje hacia el norte, las nieves se hicieron más abundantes, y aumentó el frío hasta extremos que apenas era posible resistirlo. Los campesinos se encerraron en sus cabañas y solo un puñado de los más atrevidos se aventuraban a salir para cazar animales a los que solo la inanición había obligado a salir para buscar algo que comer. Los ríos bajaban cubiertos de hielo, y no había modo de pescar nada. El triunfo de mi enemigo se engrandecía con la penuria de mis trabajos. Otra inscripción que dejó decía lo siguiente: «¡Prepárate! ¡Tus sufrimientos solo están comenzando ahora! Cúbrete con pieles y aprovisiónate con comida, porque pronto comenzaremos un viaje en el que tus sufrimientos colmarán mi odio eterno.» Mi valor y mi perseverancia se reforzaron ante esas dificultades; decidí no cejar en mi propósito; e invocando al cielo para que me ayudara, avancé con irremisible pasión y crucé inmensas regiones desiertas, hasta que el océano apareció en la distancia y dibujó la última frontera del horizonte. ¡Oh, qué distinto era de los mares azules del sur! Cubierto con hielos, solo se podía distinguir de la tierra porque estaba más desolado y era más accidentado. Los griegos lloraron cuando vieron el Mediterráneo desde las colinas de Asia, y celebraron con febril alegría el final de sus sufrimientos. Yo no lloré; pero me arrodillé y agradecí a mi ángel de la guarda, de todo corazón, que me hubiera guiado sano y salvo hasta el lugar donde, a pesar de las amenazas de mi enemigo, esperaba encontrarlo y abatirlo. Algunas semanas antes de ese momento me había procurado un trineo y perros, y así pude surcar las nieves a una gran velocidad. Yo no sé si el engendro contaba con el mismo vehículo; pero descubrí que, así como antes había ido perdiendo diariamente ventaja en mi persecución, ahora se la ganaba a él con tanta celeridad que, cuando vi por vez primera el océano, apenas me sacaba una jornada de ventaja, y esperaba poder alcanzarlo pronto. Así pues, con renovado valor continué sin desfallecer y dos días después llegué a una miserable aldea junto a la orilla del mar. Pregunté si habían visto a aquel engendro y conseguí alguna información. Un monstruo gigantesco, dijeron, había llegado allí la noche anterior. Armado con un rifle y muchas pistolas, y poniendo en fuga a los habitantes de una granja solitaria, atemorizándolos con su terrorífica apariencia, les había arrebatado todas las provisiones que tenían para el invierno; y poniéndolas en un trineo, había enganchado al mismo un buen número de perros adiestrados… y la misma noche, para alegría de los conmocionados y aterrorizados aldeanos, había proseguido su viaje por el mar helado, en dirección a ninguna parte; y pensaron que no tardaría en morir en una grieta de hielo o congelado en aquellos glaciares eternos.
Al escuchar aquella información, sufrí un pasajero ataque de desesperación. Se me había escapado; y ahora debía comenzar un viaje casi interminable y peligrosísimo por las montañas de hielo que se alzan en el océano… en medio de un frío que pocos seres humanos de aquella parte pueden soportar durante mucho tiempo y en el cual yo, un hombre nacido en un clima amable y soleado, seguramente no sobreviviría. Sin embargo, ante la idea de que aquel demonio pudiera vivir y salir triunfante, mi rabia y mi venganza retornaron, como una poderosa oleada, imponiéndose sobre cualquier otro sentimiento. Después de un ligero descanso, durante el cual los espíritus de los muertos me rodearon y me animaron a continuar en pos de la destrucción y la venganza, me preparé para el viaje.
Cambié mi trineo de tierra por otro preparado para las quebradas del océano helado; y, tras hacer un buen acopio de provisiones, abandoné tierra firme. No sé cuántos días han transcurrido desde entonces, pero he soportado sufrimientos que nada podría haberme capacitado para resistir, salvo el eterno sentimiento de una justa venganza ardiendo en mi corazón. A menudo inmensas y escarpadas montañas de hielo me impedían el paso, y a menudo oía las sacudidas y los estallidos del suelo marino al quebrarse, que amenazaba con destruirme, pero enseguida caía una nueva helada y los caminos del mar volvían a ser seguros. A juzgar por la cantidad de provisiones que he consumido, diría que han transcurrido tres semanas de viaje. El desaliento y el dolor con frecuencia arrancaban amargas lágrimas de mis ojos. En realidad, la desesperación casi había hecho presa en mí y pronto me habría sumido en la más completa miseria. Pero entonces, después de que los pobres animales que me arrastraban alcanzaran, con un increíble sufrimiento, la cima de una montaña de hielo, y se detuvieran para descansar —y uno, incapaz de avanzar, agotado por el esfuerzo, murió—, pude ver angustiado la enorme extensión de hielo que se abría delante de mí; cuando, de repente, mi mirada se detuvo en un punto oscuro en la llanura sombría, agudicé la vista para averiguar qué podría ser y proferí un alarido salvaje de placer cuando distinguí un trineo, perros, y las deformes proporciones de un ser bien conocido. ¡Oh, con qué llamarada de emoción la esperanza volvió a arder en mi corazón! Cálidas lágrimas enturbiaron mis ojos, pero las aparté rápidamente para que no me impidieran ver a aquel engendro. Continué… pero aún las lágrimas me impedían ver bien, hasta que, liberando las emociones que me oprimían, prorrumpí en llanto.
Pero no era momento de entretenerse. Desembaracé a los perros de su compañero muerto, les di una generosa porción de comida y, después de descansar una hora —lo cual era absolutamente necesario y, sin embargo, amargamente enojoso—, continué mi camino. El trineo aún era visible; no volví a perderlo de vista, excepto en los momentos en que, durante unos breves instantes, alguna quebrada de hielo me lo ocultaba con sus importunas aristas. Era evidente que estaba ganándole terreno al objeto de mi persecución. Y después de otra jornada de viaje aproximadamente, me vi a no más de media milla de distancia. Mi corazón latía poderosamente en mi interior. Pero entonces, cuando parecía tener casi a mi alcance al monstruo, mis esperanzas se desvanecieron súbitamente, y perdí cualquier rastro de él, absolutamente, como jamás me había ocurrido antes. Se oyó entonces el mar… El rugido de su avance, a medida que las aguas se levantaban y crecían las olas bajo mis pies, se hacía a cada paso más espantoso y aterrador. Procuré continuar, pero fue en vano. Se levantó una ventisca; el mar rugía; y, con la violentísima sacudida de un terremoto, la superficie helada se quebró y se despedazó con un estallido terrible y abrumador. Pronto concluyó todo: en pocos minutos, un imponente océano se abrió entre mi enemigo y yo. Y yo me quedé flotando en un fragmento de hielo desprendido que a cada paso se hacía más pequeño y me advertía de ese modo de una espantosa muerte. Así transcurrieron varias horas: varios de mis perros murieron; y yo mismo estaba a punto de sucumbir ante tantas penurias, cuando vi este barco anclado, que me hizo mantener alguna esperanza de obtener socorro y poder salvar la vida. No sabía que los barcos navegaran tan al norte y verdaderamente me asombró semejante visión. Rápidamente rompí parte de mi trineo para construir remos y con esos medios pude, con un esfuerzo infinito, mover mi navío de hielo en dirección a su barco. Había decidido que, si ustedes se dirigían al sur, me encomendaría a la piedad de los mares antes que abandonar mi propósito. Esperaba ser capaz de convencerles para que me prestaran un bote y algunas provisiones con las cuales aún podría seguir buscando a mi enemigo. Pero iban ustedes al norte. Me subieron a bordo cuando todas mis fuerzas estaban exhaustas, y pronto habría sucumbido ante el peso de mis múltiples desgracias, y me habría entregado a una muerte que aún temo, porque mi objetivo aún no se ha cumplido. ¡Oh…! ¿Cuándo mi espíritu guardián, guiándome hacia él, me concederá el descanso que tanto ansío? ¿O debo morir, y él vivir? Si muero, júreme, Walton, que no escapará, que usted lo buscará y cumplirá mi venganza y lo matará. Pero… ¿cómo me atrevo a pedirle que se haga cargo de mi peregrinación, que soporte los sufrimientos que yo he sobrellevado? No, no soy tan egoísta; sin embargo, cuando esté muerto, si él apareciera, si los heraldos de la venganza lo condujeran hacia donde usted se encuentra, jure que no vivirá… jure que no saldrá victorioso ante todas mis desdichas… y que no vivirá para hacer a otra persona tan desgraciada como yo. ¡Oh…! Es elocuente y persuasivo, y en una ocasión sus palabras incluso tuvieron algún poder en mi corazón… pero no confíe en él. Su alma es tan infernal como su aspecto, podrido de traición y de una maldad diabólica… no le escuche. Invoque a los manes de William, Justine, Clerval, Elizabeth, de mi padre y del desgraciado Víctor; y hunda su espada en lo más profundo de su corazón. Yo estaré a su lado y le mostraré el camino al acero.
Walton - Continuación
Día 26 de agosto
Ya has leído esta extraña y aterradora historia, Margaret, ¿y no sientes que se te hiela la sangre de horror, como se me congela incluso a mí en este preciso instante? A veces, atrapado en un repentino ataque de angustia, no podía continuar su relato; en otras ocasiones, su voz, quebrada y emocionada, profería las palabras que he transcrito. Sus hermosos y encantadores ojos ahora se encendían de indignación, ahora se apagaban hasta el abatimiento más penoso y una infinita desdicha. A veces podía dominar sus gestos y su expresión, y relataba los incidentes más horribles con una voz tranquila, evitando cualquier rastro de conmoción… y entonces, de pronto, estallaba como un volcán, su rostro repentinamente se demudaba y adquiría una expresión de furia salvaje cuando lanzaba esas maldiciones sobre el monstruo que lo acosaba.
Su historia es coherente y la contaba de tal modo que parecía sencillamente la verdad; sin embargo, reconozco, hermana, que las cartas de Felix y Safie, que me mostró, y la aparición del monstruo, que vimos desde el barco, me convencieron más de la verdad de su historia que todas sus afirmaciones, por muy vehementes y coherentes que fueran. Ese monstruo es real, desde luego; no puedo dudarlo; sin embargo, estoy un poco confuso, y me debato entre el asombro y la admiración. A veces intentaba que Frankenstein me contara los particulares de su creación, pero en este punto era inflexible. «¿Está usted loco, amigo mío?», me decía; «¿Adónde pretende llegar con su insensata curiosidad? ¿Acaso también desea usted engendrar un demonio infernal para sí mismo y para el mundo… o qué pretende con esas preguntas? Tranquilo, tranquilo… Aprenda de mis desdichas, y no pretenda aumentar las suyas».
Frankenstein descubrió que yo apuntaba o cogía notas relativas a su historia; me pidió verlas, y él mismo las corrigió y las aumentó en muchos lugares, pero principalmente se ocupó de dar vida y fuerza a las conversaciones que mantuvo con su enemigo. «Puesto que ha tomado usted algunas notas», dijo, «no querría que la historia pasara mutilada a la posteridad».
Así ha transcurrido una semana, mientras he estado escuchando el relato más extraño que imaginación alguna ha pergeñado jamás. Mi huésped ha conseguido que mis emociones y todos los sentimientos de mi alma hayan quedado prendidos de su historia, un interés que él mismo ha ido animando con su relato y la gentileza de su carácter. Quisiera ayudarlo; sin embargo, ¿cómo puedo aconsejar que siga viviendo a alguien tan miserable, tan desprovisto de cualquier esperanza y consuelo? ¡Oh, no…! La única alegría que podrá disfrutar será la que goce cuando prepare sus trastornados sentimientos para el descanso y la muerte. Sin embargo, sí disfruta de una pequeña alegría, fruto de la soledad y el delirio: cree que cuando mantiene conversaciones con sus seres queridos en sueños, y obtiene de esos encuentros algún consuelo para sus desgracias o coraje para su venganza, esas figuras no son creaciones de su imaginación, sino los seres reales que lo visitan desde las regiones del más allá. Semejante fe confiere cierta solemnidad a sus delirios, que me resultan casi tan asombrosos y apasionantes como la verdad.
Nuestras conversaciones no siempre se reducen a su propia historia y sus desdichas. Demuestra un notabilísimo conocimiento de la literatura y una inteligencia rápida y perspicaz. Su elocuencia es vehemente y conmovedora: desde luego, no soy capaz de escucharlo sin lágrimas en los ojos cuando narra un acontecimiento patético o cuando pretende excitar las pasiones de la piedad o el amor. ¡Qué extraordinaria persona tuvo que haber sido en sus buenos tiempos, si estando en la miseria se muestra así de noble y bondadoso! Parece intuir lo mucho que vale y la grandeza de su caída. «Cuando era joven», me dijo, «me sentía como si estuviera destinado a alguna gran empresa. Mis sentimientos eran muy intensos, pero poseía un juicio tan equilibrado que se me prometían notables triunfos. Este sentimiento de valía respecto a mí mismo me animaba en aquellos momentos en los que otros se hubieran hundido, pues consideraba un crimen desperdiciar en inútiles lamentos aquellos talentos que podrían resultar útiles a mis semejantes. Cuando reflexioné sobre el trabajo que había realizado, nada menos que la creación de un animal sensible y racional, no me pude considerar uno más entre todos los demás científicos. Pero ese sentimiento que entonces me animó ahora solo me sirve para sumergirme aún más en el fango. Todas mis fantasías y esperanzas han quedado en nada; y como aquel arcángel que aspiraba a la omnipotencia, ahora me veo encadenado en un infierno eterno. Mi imaginación era viva, pero también tenía una gran capacidad para el estudio… y gracias a la conjunción de ambas cualidades pude concebir la idea y ejecutar la creación de un hombre. Incluso ahora, no puedo recordar sin emoción mis delirios cuando el trabajo aún estaba incompleto: tocaba el cielo en mis sueños… unas veces exultante por mi inteligencia, y otras, orgulloso ante la idea de sus consecuencias. Desde la infancia concebí las más altas esperanzas y las más elevadas ambiciones, ¡y ahora estoy hundido…! ¡Oh, amigo mío! Si me hubiera conocido usted como fui un día, no me reconocería en este estado de degradación. El desánimo casi nunca visitaba mi corazón; parecía esperarme un gran porvenir… hasta que caí, y… ¡oh… nunca, nunca jamás volví a levantarme!».
¿Voy a perder a este ser admirable? He suspirado por un amigo; he buscado uno que pudiera comprenderme y apreciarme. Y ya ves, en estos océanos desiertos lo he encontrado; pero me temo que he ganado a un amigo solo para conocer su valía y perderlo. Querría reconciliarlo con la vida, pero rechaza esa idea. «Se lo agradezco, Walton», dijo; «le agradezco que tenga tan buenas intenciones para con un desgraciado tan miserable; pero cuando usted habla de nuevas relaciones y nuevos afectos, ¿piensa que hay algo que pueda reemplazar a aquellos que se fueron? ¿Es que algún hombre puede ser lo que fue Clerval para mí? ¿O es que alguna mujer puede ser otra Elizabeth? Y aunque los afectos no se deban especialmente a cualidades extraordinarias, los compañeros de nuestra infancia siempre poseen cierta influencia en nuestro espíritu: una influencia que difícilmente otro amigo posterior puede conseguir. Ellos conocen nuestros sentimientos de la infancia, los cuales, aunque puedan modificarse más adelante, nunca desaparecen del todo; y pueden juzgar nuestros actos con más ecuanimidad. Una hermana o un hermano nunca puede sospechar que el otro lo engaña o le miente, a no ser que efectivamente esos rasgos se hayan dado en uno de ellos previamente; mientras que otro amigo, aunque nos tenga en gran aprecio, puede sentir, aun a pesar suyo, la punzada de la sospecha. Pero yo tuve amigos, a los que quise no solo por las relaciones de parentesco, sino por sí mismos… y, dondequiera que esté, la dulce voz de mi Elizabeth o la conversación de Clerval siempre están susurrando en mis oídos. Están muertos, y en esta horrible soledad solo un sentimiento puede convencerme de que conserve la vida. Si estuviera comprometido en una noble tarea o en un proyecto que fuera de gran utilidad para mis semejantes, entonces podría vivir para llevarlo a cabo. Pero ese no es mi destino. Debo perseguir y destruir al ser al que di vida; entonces mi objetivo estará cumplido, y podré morir».
Día 2 de septiembre
Mi querida hermana:
Te escribo cercado por el peligro y no sé si el destino me permitirá alguna vez volver a ver mi querida Inglaterra y a los queridos amigos que viven allí. Estoy rodeado por montañas de hielo que no nos permiten movernos y a cada momento amenazan con aplastar el barco. Mis valientes hombres, a los que convencí para que fueran mis compañeros, me miran pidiéndome ayuda, pero no tengo nada que ofrecer. Hay algo terriblemente espantoso en nuestra situación… Sin embargo, mi valor y mi confianza no me abandonan. Podemos sobrevivir; y si no, volveré a leer las enseñanzas de mi Séneca y moriré con buen ánimo.
Pero, Margaret, ¿cómo te encontrarás tú? No sabrás de mi muerte, y esperarás angustiada mi regreso. Pasarán los años, y a veces caerás en la desesperación y, sin embargo, aún acariciarás esperanzas. ¡Oh, mi querida hermana…! La dolorosa desilusión de tus afectuosas esperanzas me parece ahora más terribles que mi propia muerte. Pero tienes un marido y unos hijos adorables; y vas a ser feliz. ¡Que el Cielo te bendiga, y permita que lo seas!
Mi desafortunado huésped me observa con comprensión, intenta darme esperanzas y habla como si la vida fuera algo que amara verdaderamente. Me recuerda cuán a menudo estos incidentes le han ocurrido a otros navegantes que han surcado los mismos mares. A pesar de mí mismo, me anima con los mejores augurios. Incluso los marineros notan el benéfico influjo de su elocuencia —cuando habla, se mitiga su desesperanza—; reanima su valor, y acaban creyendo que estas tremendas montañas de hielo son pequeñas colinas que se desvanecerán ante la decidida voluntad del hombre. Sin embargo, todo esto es pasajero, y cada día de esperanza frustrada no hace sino infundirles miedo; y empiezo a temer que la desesperación desemboque en un motín.
Día 5 de septiembre
Ha ocurrido algo tan extraño que, aunque sea muy probable que estas cartas nunca te lleguen, mi querida Margaret, no puedo evitar consignarlo aquí. Aún estamos rodeados por montañas de hielo, aún estamos en constante peligro de ser aplastados en medio de su fragor. El frío es espantoso, y muchos de mis desafortunados camaradas ya han encontrado la muerte en medio de este escenario de desolación. Frankenstein cada día está más enfermo; un fuego febril aún centellea en sus ojos, pero está exhausto, y si decide realizar algún esfuerzo, inmediatamente cae de nuevo en un completo estupor.
Mencionaba en mi última carta los temores que tenía a propósito de un amotinamiento. Esta mañana, mientras me encontraba vigilando el pálido rostro de mi amigo, sus ojos medio cerrados y sus brazos colgando exánimes, me interrumpieron media docena de marineros que deseaban que los recibiera en el camarote. Entraron, y su jefe se dirigió a mí. Me dijo que él y sus compañeros habían sido elegidos por los otros marineros para venir en comisión con el fin de exigirme lo que en justicia no les podría negar. Estábamos atrapados entre muros de hielo y probablemente jamás saldríamos vivos de allí; pero ellos temían que si el hielo se descongelaba, cosa que podía ocurrir, y se abría un canal, yo fuera lo bastante temerario como para proseguir mi viaje y conducirlos a nuevos peligros después de haber podido superar felizmente este. Así pues, querían que yo hiciera una promesa solemne: que si el barco se liberaba, inmediatamente pondría rumbo a Arkangel.
Aquella conversación me preocupó. Yo aún no había perdido la esperanza, ni había pensado en absoluto en regresar, si el hielo nos liberaba. Sin embargo, en justicia, ¿podía, aunque estuviera en mi mano, negarles aquella petición? Dudé antes de responder, cuando Frankenstein, que al principio había permanecido en silencio y, en realidad, parecía que apenas tenía fuerzas para escuchar, se incorporó. Sus ojos centelleaban, y sus mejillas se inflamaron con un momentáneo vigor. Volviéndose hacia los hombres, dijo:
—¿Qué queréis decir? ¿Qué le estáis pidiendo a vuestro capitán? ¿De modo que abandonáis con esta facilidad vuestro trabajo? ¿No decíais que esta expedición era gloriosa? ¿Y por qué iba a ser gloriosa? Desde luego, no porque la ruta fuera sencilla y plácida como en un mar del sur, sino porque estaba atestada de peligros y horrores… porque a cada nueva dificultad se exigiría más de vuestra fortaleza, y se mostraría vuestro coraje… porque cuando la muerte y el peligro os rodearan, vosotros demostraríais vuestro valor y todo lo superaríais. Por eso era una expedición gloriosa… por eso era una empresa de honor. A partir de aquí, todo el mundo os saludaría como benefactores de la humanidad… vuestros nombres serían honrados como los de hombres valientes que se enfrentaron a la muerte con honor y por el beneficio de la humanidad. ¡Y miraos ahora…! A la primera señal de peligro… o, si lo preferís, ante la primera prueba importante y aterradora a la que se somete vuestro valor… retrocedéis y preferís abandonar como hombres que no tuvieran fortaleza para soportar el frío y el peligro. Muy bien, pobres de espíritu: «¡Tenían frío y volvieron al calor de sus chimeneas…!» ¡Vaya! ¡Para ese viaje no necesitábamos tantos preparativos! No necesitabais venir hasta tan lejos, ni arrastrar a vuestro capitán a la vergüenza de un fracaso, para demostrar que sois unos cobardes. ¡Oh…! ¡Sed hombres… o sed más que hombres! Sed fieles a vuestros compromisos y firmes como la roca. Este hielo no está hecho de la misma materia que vuestros corazones; es débil, y no puede derrotaros, si vosotros decís que no va a derrotaros. No volváis junto a vuestras familias con el estigma de la derrota marcada en vuestras frentes; volved como héroes que han luchado y han conquistado y no han sabido qué es volver la espalda al enemigo.
Dijo aquello con un espíritu tan adecuado a los distintos sentimientos que expresaba en su arenga, y con una mirada cargada de elevados propósitos y heroísmo, que no fue maravilla que aquellos hombres se conmovieran. Se miraban los unos a los otros, y eran incapaces de contestar. Hablé. Les dije que se retiraran y que pensaran en todo lo que se había dicho: que no los llevaría más al norte si verdaderamente deseaban lo contrario; pero que esperaba que lo pensaran bien y que pudieran recobrar el valor. Se fueron y me volví hacia mi amigo, pero se había sumido en un profundo estupor y casi le había abandonado la vida.
No sé en qué terminará todo esto. Pero preferiría morir antes que regresar vergonzosamente, sin cumplir mi objetivo. Sin embargo, creo que tal será mi destino. Los hombres que no sienten con fervor las ideas de gloria y honor jamás tienen voluntad para seguir soportando penalidades.
Día 7 de septiembre
La suerte está echada. He aceptado regresar si no perecemos antes. Así se malogran mis esperanzas, por la cobardía y la falta de arrojo. Regresaré a casa sin haber descubierto nada y desilusionado. Se precisa más filosofía de la que sé para soportar con buen ánimo esta humillación.
Día 12 de septiembre
Todo ha acabado. Regresamos a Arkangel. He perdido cualquier esperanza de ser útil a los demás y de alcanzar la fama… y he perdido a mi amigo. Pero intentaré describirte detalladamente estos amargos acontecimientos, mi querida hermana. Y si los vientos me llevan a Inglaterra y a ti, no seré del todo desgraciado.
Día 9 de septiembre: el hielo comenzó a ceder, y los bramidos del mar, como truenos, se oían en la distancia, a medida que las islas se desprendían y se resquebrajaban en todas direcciones. Estábamos corriendo un extremo peligro. Pero como lo único que podíamos hacer era permanecer pasivos, dediqué todas mis atenciones a mi desdichado huésped, cuya enfermedad se agravó hasta tal punto que siempre permanecía en cama. El hielo se resquebrajó por detrás de nosotros y los témpanos fueron arrastrados rápidamente hacia el norte. Una brisa se levantó desde ese preciso cuadrante… y el día 11 se abrió un paso hacia el sur y el barco quedó liberado. Cuando los marineros lo vieron, y comprobaron que el regreso a sus pueblos estaba prácticamente asegurado, estallaron en gritos de incontenible alegría… que duró mucho tiempo. Frankenstein, que estaba adormilado, se despertó y preguntó la razón de aquella algarabía. Era incapaz de contestarle. Preguntó de nuevo… «Gritan», dije, «porque pronto regresarán a Inglaterra».
«Entonces… ¿de verdad regresa usted?»
«¡En fin… sí! No puedo oponerme a sus peticiones. No puedo conducirlos al peligro si no quieren, y debo regresar»
«Hágalo si quiere, pero yo no. Puede usted abandonar su propósito, pero el mío me lo asignó el Cielo, y no puedo hacerlo. Estoy muy débil, pero seguramente los espíritus que me ayudan en mi venganza me concederán la fuerza suficiente…»
Y al decir eso, intentó levantarse de la cama, pero el esfuerzo fue demasiado para él; se derrumbó hacia atrás y perdió la consciencia. Transcurrió mucho tiempo antes de que se recobrara; a menudo pensaba que la vida le había abandonado por completo. Al final abrió los ojos, pero respiraba con dificultad y era incapaz de hablar. El doctor le dio una medicina reconstituyente y nos ordenó que no lo molestáramos. Entonces me dijo que con toda seguridad a mi amigo no le quedaban muchas horas de vida.
Así se pronunció su sentencia, y yo solo podía lamentarlo y resignarme. Me senté junto a su cama, velándolo… Tenía los ojos cerrados, y yo creí que dormía. Pero entonces me llamó con un débil susurro y, rogándome que me acercara, me dijo: «¡Dios mío…! Las fuerzas en que confiaba me han abandonado; sé que voy a morir pronto, y él, mi enemigo y mi acosador, aún puede estar con vida. No crea, Walton, que en los últimos instantes de mi existencia siento aquel odio feroz y aquel ardiente deseo de venganza que un día le conté; pero tengo derecho a desear la muerte del monstruo. Durante estos últimos días he estado examinando mi conducta en el pasado… y no creo que sea culpable. En un ataque de apasionada locura creé una criatura racional y me vi obligado a proporcionarle, en lo que me fuera posible, felicidad y bienestar. Ese era mi deber, pero había un deber aún mayor que ese. Mis obligaciones respecto a mis semejantes tenían más fuerza porque de ellas dependían a su vez la felicidad o la desgracia para muchos otros. Apremiado por esta perspectiva, me negué, e hice bien en negarme, a crear una compañera para la primera criatura. Él demostró una maldad insólita. Acabó con mis seres queridos… se consagró a la destrucción de seres que gozaban de una sensibilidad, una alegría y una sabiduría maravillosas. Y no sé dónde puede acabar esa sed de venganza. Miserable como es, para que no pueda hacer desgraciados a otros, debe morir. La tarea de su destrucción me correspondía a mí, pero he fracasado. En cierta ocasión, cuando actuaba por egoísmo y por ansias de venganza, le pedí que completara mi trabajo inacabado; y ahora renuevo mi petición, cuando solo me veo inducido a ello por la razón y la virtud.
»Sin embargo, no le puedo pedir que renuncie a su país y a sus seres queridos para llevar a cabo esta tarea. Y ahora que usted va a regresar a Inglaterra, tendrá pocas posibilidades de encontrarse con él. Pero le dejo a usted la consideración de esos detalles y la tarea de evaluar lo que usted puede estimar como sus verdaderos deberes. Mi razón y mis ideas ya no están claros por la cercanía de la muerte. No me atrevo a pedirle que haga lo que yo creo que es correcto, porque aún puedo estar perturbado por la pasión.
»Me enloquece pensar que él pudiera seguir viviendo para ser instrumento del mal, y más en esta hora, cuando de un momento a otro espero mi liberación, la única hora de felicidad que he gozado desde hace tantos años. Ya puedo ver las imágenes de mis seres queridos muertos a mi alrededor, y deseo apresurarme a abrazarlos. Adiós, Walton. Busque la felicidad en la tranquilidad y evite la ambición, aunque sea la ambición aparentemente inocente de sobresalir en las ciencias y los descubrimientos. Pero… ¿por qué digo eso? Yo mismo he fracasado en semejantes esperanzas, pero quizá otro pueda tener éxito…»
Su voz se debilitó aún más; y, exhausto por aquel esfuerzo, se sumió en el más profundo silencio. Alrededor de media hora después intentó hablar de nuevo, pero no pudo; apretó mi mano débilmente, y sus ojos se cerraron mientras una amable sonrisa se dibujó en sus labios.
Margaret… ¿qué puedo decir? ¿Puedo hacer algún comentario acerca de este hombre asombroso? ¡Dios mío! Todo lo que puedo decir sería inapropiado y vulgar. Las lágrimas corren por mi rostro. Pero ya viajo hacia Inglaterra, y quizá allí encuentre algún consuelo.
Me interrumpen. ¿Qué significan esos ruidos? Es medianoche, la brisa sopla suavemente, y el vigía del puente apenas se mueve. Otra vez he vuelto a oír ese ruido… y procede del camarote donde aún permanecen los restos mortales de Frankenstein. Debo levantarme e ir a ver qué ocurre. Buenas noches, hermana mía.
¡Dios mío! ¡No sabes lo que acaba de ocurrir! Aún estoy aturdido ante el recuerdo de lo que he visto. Apenas sé si tendré fuerzas para contártelo con precisión; sin embargo, lo intentaré, porque el relato que he transcrito hasta aquí estaría incompleto sin este episodio final y asombroso.
Entré en el camarote donde yacían los restos de mi desdichado huésped. Sobre él se inclinaba una figura para cuya descripción no tengo palabras… de una estatura gigantesca, pero desproporcionado y deforme. Como estaba inclinado hacia el ataúd, su rostro permanecía oculto por largos mechones de pelo desgreñado; pero su mano extendida parecía como la de las momias, porque no sé de otra cosa que pueda parecérsele en color y textura. Cuando escuchó un ruido y me vio entrar, interrumpió sus exclamaciones de dolor y se apartó hacia la ventana. Jamás vi una cosa tan espantosa como su rostro, tan asquerosa y tan aterradora. Cerré los ojos involuntariamente mientras le gritaba que se quedara quieto. Se detuvo. Mirándome con asombro y volviéndose luego hacia la figura exánime de su creador, pareció olvidar mi presencia, aunque todos sus movimientos y sus gestos parecían movidos por la ira más violenta. «Esta es también mi víctima», exclamó. «Con su asesinato culmino mis crímenes. ¡Oh, Frankenstein…! ¡Ser generoso y abnegado…! ¿Me atreveré a pediros que me perdonéis? Yo, que os maté porque maté a aquellos que vos más queríais… ¡Oh, ha muerto y no puede responderme…!»
Su voz pareció ahogada; y mi primer impulso, que había sido obedecer la petición de mi amigo moribundo y acabar con su enemigo, ahora parecía atenazado por una mezcla de curiosidad y compasión. Me aproximé a él, aunque no me atrevía a mirarlo: había algo demasiado aterrador y sobrehumano en su horrenda fealdad. Intenté decir algo, pero las palabras murieron en mis labios. El monstruo continuó culpándose y reprochándose locuras e incoherencias. Al final, dije: «De nada sirve ya tu arrepentimiento. Si hubieras sentido la punzada de los remordimientos antes de haber llevado tu diabólica venganza hasta este extremo, Frankenstein aún estaría vivo.»
«¿Es que piensa que yo era insensible a la angustia y a los remordimientos?», dijo aquel ser demoníaco. «Él», añadió, señalando el cadáver, «él no ha sufrido más en la consumación de los hechos que yo en su ejecución. Un espantoso egoísmo me animaba, al tiempo que mi corazón sufría la más dolorosa angustia. ¿Acaso cree que los gemidos de Clerval eran música para mis oídos? Mi corazón estaba hecho para el amor y la comprensión; y, cuando las desgracias me empujaron hacia la maldad y el odio, no soporté la violencia del cambio sin un sufrimiento tal que usted sería incapaz de imaginar. Cuando murió Clerval, regresé a Suiza, con el corazón destrozado y vencido. Sentía compasión por Frankenstein y por sus amargos sufrimientos; mi piedad se tornó en horror; me aborrecía a mí mismo. Pero cuando vi que de nuevo se atrevía a tener esperanzas de felicidad… que mientras amontonaba desdichas y desesperación sobre mí, buscaba su propia alegría en los amables sentimientos y las pasiones que a mí me estaban absolutamente vedados, de nuevo me asaltó la indignación y la sed de venganza. Recordé mi amenaza y decidí ejecutarla. Y cuando ella murió… no, en aquel momento no lo lamenté… abandoné cualquier sentimiento y cualquier angustia. Disfruté enloquecidamente en mi absoluta desesperación; y habiendo llegado tan lejos, decidí concluir mi diabólico plan. Y ya ha concluido. He aquí mi última víctima».
Me conmovieron los lamentos por sus desdichas, pero recordé lo que Frankenstein me había dicho a propósito de su elocuencia y su capacidad de persuasión; y, cuando de nuevo volví la mirada a los restos de mi amigo, mi indignación se encendió: «¡Miserable!», grité. «¡Muy bien: así que vienes aquí a lloriquear sobre las desgracias que has causado…! Arrojas una antorcha en medio de una aldea, y cuando ha quedado destruida, te sientas en mitad de las ruinas y lamentas que se hayan quemado… ¡Maldito hipócrita! Si el hombre por quien gimoteas aún viviera, lo seguirías acosando y persiguiendo con tu maldita sed de venganza. No es compasión lo que sientes… ¡solo es la pena porque se ha terminado tu excusa para causar el mal!»
«No es eso…», dijo el engendro demoníaco, «y sin embargo, tal debe de ser la impresión que usted tenga de mí, porque tal parece haber sido el sentido de mis actos. Pero no busco a nadie que entienda mi desgracia… lo sé absoluta y perfectamente, ni busco una comprensión que nunca podré encontrar. Cuando la busqué, al principio, solo deseaba participar del amor al bien y de los sentimientos de felicidad y alegría. Pero ahora que la virtud no es para mí más que una sombra, y la felicidad y la alegría se han tornado desesperación, ¿dónde tendría que buscar comprensión? No… Me conformo con sufrir solo, mientras tenga que sufrir. Y cuando muera, aceptaré que el odio y el oprobio descansen sobre mi memoria. En cierta ocasión mi imaginación se deleitó en sueños de virtud, de fama, y alegría. En cierta ocasión confié en encontrar a alguien que, ignorando mi aspecto externo, me apreciaría por las excelentes cualidades que sin duda poseía. En aquel tiempo estaba embargado por los altos ideales del honor y de la abnegación. Pero ahora la vileza me ha hundido hasta convertirme en una alimaña bestial… No hay crímenes que se asemejen a los míos; y, cuando repaso la horrenda nómina de mis actos, apenas puedo creer que yo sea aquel cuyos pensamientos estuvieron una vez animados por las sublimes y trascendentes visiones del amor y la belleza. Pero así es. El ángel caído se convierte en un demonio maligno. Pero él… incluso él, el enemigo del hombre, tuvo amigos y compañeros. Yo estoy absolutamente solo.
»Usted, que se llama amigo de Frankenstein, parece saber algo de mis crímenes y mis desdichas. Pero, en el relato que él tal vez le ha hecho de mis sufrimientos, no ha podido contar las horas y los meses de miseria que he soportado mientras mi alma ardía de furia e impotencia. Porque cuando destruí su futuro, no satisfice mis propios deseos, que eran tan ardientes y devoradores como siempre. Aún deseaba amor y compañía, y siempre me despreciaban. ¿Acaso esto no era una injusticia? ¿Y soy yo el único criminal, cuando toda la humanidad ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia usted a Felix, que expulsó de su casa a quien lo apreciaba de verdad? ¿O por qué no odia usted al hombre que deseaba matar a quien salvó a su hija? No, desde luego: ellos son seres virtuosos e inmaculados… mientras que yo, el miserable y el pisoteado, ¡solo soy un aborto que debe ser despreciado y apaleado y odiado! Incluso ahora me hierve la sangre cuando recuerdo semejante injusticia…
»Pero es verdad que soy un miserable. He destruido todo lo bello y lo indefenso. He cazado a los inocentes mientras dormían y he estrangulado hasta la muerte el cuello de quien jamás me hizo daño. He conducido a mi creador al sufrimiento y lo he acosado hasta su muerte. Usted me odia, pero su aborrecimiento ni siquiera puede compararse al que yo siento por mí mismo. Miro las manos que han cometido esos actos, pienso en el corazón que los planeó, y me detesto. No tema: no volveré a hacer ningún mal; mi tarea está a punto de concluir. No necesito de usted ni de nadie para consumarla, me basto yo solo. Y no crea que tardaré en llevar a cabo el sacrificio. Abandonaré su barco; y, en el témpano que me trajo hasta aquí, buscaré el extremo de tierra más septentrional que pueda tener el globo. Yo mismo levantaré mi pila funeraria y me consumiré en cenizas, para que mis restos no puedan sugerir a ningún desgraciado curioso e ingenuo que puede ser capaz de crear a otro como yo. Moriré. Ya no volveré a sentir la angustia que me consume, ni seré presa de sentimientos insatisfechos y, sin embargo, eternos. Quien me creó ha muerto; y cuando yo muera, el recuerdo de mí morirá para siempre. Ya no volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni sentiré el viento en el rostro. La luz, los sentimientos y la razón morirán. Y entonces hallaré mi felicidad. Hace algunos años, cuando las imágenes del mundo se mostraron abiertamente ante mí, cuando sentía la alegre calidez del verano y oía el murmullo de las hojas y el gorjeo de los pájaros, y aquello era todo para mí, habría lamentado morir; pero ahora la muerte es mi único consuelo. Enfangado en el crimen y corroído por los remordimientos más amargos, ¿dónde podré encontrar descanso, sino en la muerte?
»Adiós. Me voy, usted será el último hombre que vean mis ojos. ¡Y adiós, Frankenstein! Si en la muerte aún os restara algún deseo de venganza, esta se vería más satisfecha si siguiera viviendo que con mi muerte. Pero eso no ocurrirá. Deseabais mi absoluta destrucción para que no pudiera causar mayores sufrimientos a otros, y ahora no desearíais sino que viviera para que siguiera sufriendo. Aunque estabas destrozado, mi agonía es mayor que la tuya, porque los remordimientos son la amarga punzada que atormenta mis heridas y me tortura hasta la locura.
»Pero pronto moriré», dijo, entrelazando las manos, «y lo que siento ahora ya no lo sentiré; pronto estos pensamientos… estas dolorosas heridas… ya no existirán. Levantaré triunfal mi pira funeraria, y las llamas que consuman mi cuerpo concederán la alegría y la paz a mi espíritu».
Y tras decir aquello, saltó por la ventana del camarote y cayó sobre un témpano de hielo que permanecía junto al barco; y apartándose con fuerza de la nave, las olas lo alejaron, y muy pronto se perdió de vista en la oscuridad y la distancia.
FIN