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Оглавление1 La humildad, puerta de la esperanza
1. El valor oculto de la humildad
El cristianismo propone una esperanza para la humanidad, incluso después de su muerte, esperanza que descansa en los méritos de Cristo a través de la entrega de su vida y que es dado por Dios solo por gracia para que todo aquel que crea en esta palabra se salve y pueda gozar de todos los beneficios que nos ha prometido Jesús, el Señor. El papa Francisco en su Exhortación apostólica sobre la alegría del Evangelio nos dice: «La verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre genera historia»[6]. Cuando en el corazón humano brota la humildad es posible acoger el Reino prometido de justicia y paz que empieza a crear una historia de esperanza en que lo mejor está por venir y donde Dios lleva nuestra historia. Un corazón humilde es un corazón que espera, y cuando la esperanza es cristiana el corazón espera en el Señor.
¡Qué importante es la humildad en el camino espiritual! Es la base para emprender un buen camino. Quien elige este camino empieza reconociendo su propio barro, su pobreza, su necesidad de contar con Dios y con los demás para crecer, para avanzar.
El servicio a los demás pertenece a nuestro ser sacerdotal recibido en el bautismo, es darle a Dios nuestro barro, nuestra miseria, para que Él nos modele en cada momento de nuestra vida identificándonos con Cristo desde la pobreza de Belén hasta el fracaso en la cruz. La verdadera humildad es identificación con Cristo, reproduciendo en nuestra vida su misma vida. Me pregunto por qué Jesús nació humillado en un pesebre, donde comen los animales, y murió humillado en una cruz. ¿Por qué la pobreza de Belén y su humillación? ¿Por qué padecer la más alta humillación en el árbol de la cruz?
Y es que la humildad tiene un valor oculto, desconocido por muchos, pero es un verdadero tesoro para quien la descubre. Famosas son las palabras de Antoine de Saint-Exupéry en su obra El Principito: «Lo esencial es invisible a los ojos». La humildad es esencial en el seguimiento de Jesús: «aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Todo el hacer de un discípulo de Jesús debe llevar este sello, el sello de la sencillez, la humildad y el amor.
Humildad conecta con la palabra latina «humus», la tierra fecunda para la vida, es decir, la humildad da fecundidad a la vida espiritual. La humildad es muy fecunda, da mucho fruto espiritual. Al menos en su origen la humildad se halla ligada de forma indisoluble a la tierra, en cuanto esta es posibilidad de crecimiento, de desarrollo, de creatividad. La tierra de la humildad está pronta para el milagro de la vida nueva. Es la tierra de la persona que ama, habita y trabaja sin rencor; es la tierra de la semilla de la paciencia; es la tierra de lo que germina desde el interior. En la profundidad del ser sobre todo el amor, pero un amor que se expresa humildemente, delicadamente.
Dietrich von Hildebrand, filósofo y teólogo alemán, nacido en Florencia en el siglo XIX, nos dice: «La humildad es la condición previa, el supuesto fundamental de la autenticidad, belleza y verdad de todas las virtudes. Ella es “mater et caput”, madre y cabeza de toda virtud».
Ser humilde consiste ante todo en atender a la realidad, ser realista. Josef Pieper, también filósofo alemán, nos recuerda que esta virtud consiste ante todo en que el ser humano «se tenga por lo que realmente es»[7]. Sin humildad, sencillamente nos separamos de lo real. Nuestra realidad es pobre y la humildad nos hace reconocer nuestra miseria.
San Jerónimo dice: «Nada tengas por más excelente, nada por más amable que la humildad. Ella es la que principalmente conserva las virtudes, una especie de guardiana de todas ellas. Nada hay que nos haga más gratos a los hombres y a Dios como ser grandes por el merecimiento de nuestra vida y hacernos pequeños por la humildad».
El sufrimiento y la debilidad humanos nos ofrecen un camino hacia la humildad. En la cumbre de la humildad está la humillación. Aquellos que por amor llegan a humillarse como lo hizo Jesús serán ensalzados, esta es una de las promesas de Jesús para los que le siguen: «el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Mt 23,12). Es lo que hace el apóstol Pablo por amor a la comunidad de Corinto: «¿Acaso tendré yo culpa porque me abajé a mí mismo para ensalzaros a vosotros anunciándoos gratuitamente el evangelio de Dios?» (2Cor 11,7). Pero, ¿qué es lo que movía el interior del corazón del apóstol Pablo? Tocado por el fuego del Espíritu, por el amor desbordante de Dios, le impulsaba la fe inquebrantable en el rostro de Cristo y la esperanza de la realización de las promesas del Señor.
2. La humildad brota del amor
La humildad está unida a la modestia, sencillez, pobreza. Estas consisten en apreciarse o valorarse en la medida justa. El novelista francés Honoré de Balzac dice que «sencillo es todo lo verdaderamente grande». Y el filósofo y escritor Blaise Pascal dirá: «La grandeza del hombre está en reconocer su propia pequeñez». Reconocer nuestra pequeñez es indispensable para ayudar al hermano en su pequeñez.
Los clásicos grecolatinos dicen que la persona es un «microcosmos»: un pequeño universo que contiene en sí al universo entero de alguna manera, a través de la inteligencia y de la voluntad. Sin humildad la persona no puede realizarse, su ser y su tarea, su vocación, constituyen el ser y la tarea de la humildad. La humildad es el camino para descubrir nuestro universo interior. Un universo maravilloso que está siempre por descubrir y que en la medida en que el ser humano entra en sus profundidades va encontrándose con la belleza de un Dios que vive locamente enamorado de sus criaturas. Un Dios que te habita y sostiene tu vida.
Pero la tierra de la humildad muchas veces se ve como un campo de minas que puede estallar de un momento a otro cuando prevalece la soberbia, el orgullo, la egolatría, la vanidad, la presunción, la arrogancia, la vanagloria, la petulancia, la prepotencia, el elitismo, la sofisticación, el narcisismo, la autosuficiencia, la segregación, el despotismo o la creencia en la propia y absoluta superioridad. Son las tempestades que azotan a nuestra humildad. Todas estas realidades son contrarias al camino de la humildad y hacen mucho daño a la persona, pues obstaculizan la obra de Dios en nosotros.
Humilde es el camino que Dios ha elegido y quiere, y en el cual introduce a los pobres y pequeños, a los que privilegia frente a los ricos y poderosos, como canta María en el Magníficat: «(El Señor)… dispersa a los soberbios de corazón, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 51-53).
Santo Tomás puso especial atención en subrayar la dimensión religiosa trascendental de la humildad. Sin cierta dosis de humildad no podemos acercarnos con reverencia a ese insondable misterio del «silencio de Dios». A veces Dios calla, a veces no llegas a comprender su silencio, pero Él está ahí amando, siempre amando y esperando que brote en ti la confianza del corazón. El humilde confía y espera, incluso en el silencio de un Dios que a veces parece mudo. Si vas más allá de su silencio verás la luz de su amor, un amor que te reconforta, alivia todas las tristezas, levanta la esperanza, te resucita. Nada hay más grande que su amor. Si te sientes amado, ya te haces humilde, caes de rodillas, en veneración y adoración del misterio.
Hoy nuestra sociedad vive bajo la dictadura de nuestra imagen, seducida y esclavizada por las meras apariencias, al margen del fondo real de las cosas, de su sentido profundo y de su horizonte más alto, en cierto modo indiferente o de espaldas a la verdad y a Dios. Existe un deseo en el interior humano de quedar bien ante los demás. El documento del Sínodo de los Obispos en su XIII Asamblea General Ordinaria sobre la Nueva Evangelización para la transmisión de la fe cristiana dice: «En un tiempo durante el cual tantas personas viven la propia vida como una verdadera experiencia del “desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo de los hombres”, el papa Benedicto XVI nos recuerda que “la Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud”»[8]. ¡Qué misión más enorme y al mismo tiempo tan maravillosa tiene la Iglesia de mostrar el rostro amoroso de Cristo, el rostro que nos muestra la fuente de la Vida! Allí donde esté un bautizado está un ungido por el Señor para sacar a los hombres y mujeres del desierto para llevarlos al Paraíso con Dios.
La humildad está hecha de amor. La humildad es amarte a ti mismo, con todas tus limitaciones e incoherencias y amar cuanto existe desde la Verdad, y saber que Dios te ama en tu debilidad. Amor, humildad y verdad se entrelazan porque no hay virtud auténtica sin amor, y el amor reclama siempre humildad, ya que requiere a su vez el realismo de la verdad. El amor, la humildad y la verdad te hacen danzar al ritmo de Dios. Sintiéndote libre puedes proclamar a los cuatro vientos dónde está la verdadera libertad. Es libre quien vive en Dios y para Dios. El Señor te hace libre para amar y servir. Entonces puedes entregar la vida como ofrenda de amor para que otros encuentren la vida.
El Hermano Rafael, monje trapense, nos dice: «Un pestañear de ojos hecho por amor vale más que un imperio conquistado». El amor siempre es primero en cuanto fundador de todo, y es desde su seno desde donde puede brotar cualquier valor, también la humildad. Sin la humildad, no hay amor fecundo entre las personas; y sin amor, no se puede dar ni puede vivir la humildad. El humilde, al saberse amado, descubre el don que se le hace así, el regalo que viene de Dios y de los demás.
La fuente de la humildad se esconde en el amor sincero hacia los otros. En su centro late un recibir agradecido y un donarse desprendido. Sin amor no podemos llegar a adquirir la humildad. El corazón de la humildad auténtica es aquel en cuyo interior late el amor. Y este amor, en su más hondo alcance, consiste en querer el bien del otro, en anhelar la comunión de las personas. Querer el bien del otro supone traspasar las fronteras de sí mismo. Esta experiencia trascendental del amor no puede darse sin la apreciada humildad.
Ejemplo supremo de la humildad, movida por el amor, lo tenemos en el himno cristológico de Pablo a los filipenses:
«Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios,
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos
y actuando como un hombre cualquiera;
por eso se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte
y una muerte de cruz.
De modo que Dios lo levantó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble en los cielos,
en la tierra y en los abismos,
y toda lengua confiese
que Jesucristo es Señor
para gloria de Dios Padre» (Flp 2,6-11).
El amor humano no es sino la respuesta a un amor infinito que nos desborda, y que nos quiere de manera inigualable e incomprensible para nosotros. La vocación es nuestro amor a los demás, pero fundamentalmente, la vocación es el amor de Dios hacia nuestra persona concreta. Edith Stein, monja santa de origen judío, que se convirtió del judaísmo y murió en el Campo de Concentración de Auschwitz, nos dice en uno de sus escritos: «El criterio último del valor de un hombre no es qué aporta a una comunidad (familia, pueblo, humanidad), sino si responde o no a la llamada de Dios». Hacer la voluntad de Dios exige por parte nuestra humildad, y esto es tener vocación, sentirse llamado.
3. Dios es el «infinitamente humilde»
Solo Dios puede amar de forma total y plenamente gratuita. Dios se «abaja», viene desde su altura infinita a lo que se encuentra ilimitadamente lejano, de debajo de sí. Dios es el «infinitamente humilde». Por amor a cada uno de los seres humanos, se hace pequeño hasta convertirse en uno de ellos sin dejar de ser quien es.
Así pues, el que ama primero, despierta poco a poco en nuestro interior el aprecio por Él. Miguel de Cervantes ya lo dijo: «La ingratitud es hija de la soberbia». Palabras preciosas son las que nos dice san Agustín: «Dios, al enseñarnos la humildad, nos dijo: “Yo he venido para hacer la voluntad del que me ha enviado. He venido, humilde, a enseñar la humildad como maestro de humildad… El que viene a mí, será humilde”». En definitiva, se trata de enamorarse de la humildad para llegar a ser mejores discípulos de Jesús.
Ante el misterio de Dios solo cabe la humildad. El misterio supera a la persona y demanda «contemplación». Por eso acojamos las palabras del apóstol Pedro: «Humillaos, pues, bajo la mano de Dios para que, llegada la ocasión os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida de vosotros» (1Pe 5,6-7). Esto no lo llegamos a comprender, pero pertenece a lo más profundo del misterio de la vida cristiana. La confianza del corazón en Dios abre puertas a la esperanza y, ¿qué sería de nuestra vida sin esperanza?
4. La humildad es una senda de aventura
Para un cristiano la humildad es el desnudo camino que conduce a la felicidad. Nos ayuda a estimar con realismo todo lo que somos o tenemos. Valorar nuestra realidad en su justa proporción nos proporciona gozo. Es la vía de la sencillez, que nos despoja de lo superfluo, para ayudarnos a andar con mayor ligereza hacia lo que en realidad nos enriquece y nos colma de felicidad. A veces caminamos con un caparazón que nos hemos forjado con el paso de los años, es un caparazón de cosas superfluas que a veces tienen más peso que lo esencial. El P. Yves Marie-Joseph Congar, fraile dominico y teólogo católico, uno de los artífices intelectuales del concilio Vaticano II, decía que el concilio de Trento y la reforma que de él surgió dotó a los católicos de un caparazón que los protegió, pero el proceso de secularización nos está arrancando a los católicos este caparazón defensivo. Y por haber desarrollado un caparazón, no hemos desarrollado el esqueleto de la vida cristiana que es la vida interior, es decir, la experiencia de Dios.
Quien es soberbio, en cambio, se encuentra perpetuamente insatisfecho, se condena a sí mismo a la infelicidad, y piensa que la vida siempre le trata insuficientemente bien. La insatisfacción brota del que está convencido de que no se le ha dado nada y sin embargo ha recibido mucho pero no está agradecido y desea más. Por mucho que reciba siempre estará insatisfecho. La esperanza la tiene puesta en sus propias fuerzas. Como no es humilde siempre estará insatisfecho e incluso amargado.
La alegría y la humildad se reclaman mutuamente, pues solo la humildad logra hacer profunda nuestra alegría. Alegría que brota de una vida en comunión con Dios, sin Dios la alegría es como las arenas movedizas y somos enterrados en nuestra propia soberbia.
El sabio persa Afraates acertó al mostrar que la humildad no es un valor negativo, hecho de ausencia y vacío, sino que mostró lo elevado de la humildad: «El humilde es humilde, pero su corazón se eleva a alturas excelsas. Los ojos de su rostro observan la tierra; y los ojos de su mente, la altura excelsa»[9]. Siempre, lo que nos supera debe orientar nuestro mirar y querer ser mejores. La humildad es recta mirada del corazón humano sobre sí mismo y los demás.
Inspirarse en un crucificado, en un vencedor que sale victorioso después de la derrota, es necedad para quien no cree y es poder de Dios para quien cree (cf 1Cor 1,18ss), pero es poder del misterio, de la abnegación total y sin reservas. El camino que nos muestra Jesús es el camino que se manifiesta y crece en la humillación, en la contrariedad permanente de tener que vivir el «escándalo y la necedad de la cruz» (cf 1Cor 1,23), algo inconcebible humanamente, pero una verdadera aventura para todos los seguidores de Jesús.
El camino de Jesús fue de la humildad a la humillación y de la humillación a la gloria. Él solo pudo ser humilde y dejarse humillar, y Dios lo glorificó. Por eso atravesar la pasión de nuestra vida con nuestras cruces y tribulaciones es mirar hacia la gloria, sabiendo que la humillación y el sufrimiento es pasajero, lo eterno es participar de la gloria, y esto nos llena de esperanza.
5. Solo el perdón derriba la soberbia
San Juan Crisóstomo, venerado santo de la pobreza, nos dice: «Porque la soberbia fue la raíz y la fuente de la maldad humana: contra ella pone [el Señor] la humildad como firme cimiento, porque una vez colocada esta debajo, todas las demás virtudes se edificarán con solidez; pero si esta no sirve de base, se destruye cuanto se levanta por bueno que sea».
La humildad siempre perdona, es más, es capaz de humillarse para alcanzar el perdón. La humildad ejerce la compasión, la misericordia y el perdón.
Perdonar, muchas veces, es muy difícil, parece casi imposible, incluso casi milagroso. Pero lo cierto es que sin perdón no puede haber vida, ni convivencia.
El perdón auténtico es libre, y se da como una gracia, brota del corazón humano, es su regalo. El perdón nos exige siempre humildad.
Fiódor Dostoyevski tuvo que perdonar y perdonó, y no solamente eso sino que tuvo que perdonarse a sí mismo. Perdonó a la nación rusa que le condenó sin razón; perdonó a su padre alcohólico, violento y codicioso, que maltrató a su familia; perdonó a un mundo que le privó de su bondadosa madre y de sus seres queridos; perdonó a toda una sociedad, que pareció incapaz de reconocerle su entrega a la causa de su salvación; y tuvo que perdonarse a sí mismo, su imprudencia e ingenuidad, sus errores de juventud, sus fracasos, sus debilidades como fue la ludopatía. Y todo esto supo hacerlo, lo hizo, desde el único lugar que es posible: la humildad.
Siempre hay mucho que perdonar y que perdonarse, y siempre hay alguien a quien perdonar, o alguien a quien pedir humildemente perdón, sea en nuestro propio nombre o en el de uno de los que nos acompañan. El perdón está en el corazón del espíritu cristiano, pertenece a la esencia de un verdadero amor. Sentirse perdonado nos levanta la esperanza y perdonar es dar una nueva oportunidad para reconstruir la familia de Dios.
6. Colaborar en construir un mundo mejor
Todos deseamos un mundo mejor, pero ese logro no se realiza sin la colaboración de servir a los hermanos y sobre todo a los más pobres y a los que más sufren. Dicha colaboración siempre exige cierto grado de humildad. La humildad acerca los corazones, acerca a las personas, mientras que la soberbia los separa.
Cuando alguien es soberbio, desprecia o excluye cualquier posibilidad de valor real presente en todo lo de los demás. Por eso, no es abierto al otro, accesible a él, y por tanto no se halla disponible para colaborar con los demás, ni es receptivo a lo que los demás puedan aportarle. Por tanto, la soberbia dificulta, en suma, el acoger verdaderamente toda forma de bien proveniente de otros. La soberbia cierra las puertas de la esperanza.
Colaborar requiere configurar alguna forma unitaria de vida, de trabajo en común, y eso conlleva esfuerzos prácticos que pide a sus miembros generosidad. Es el esfuerzo por «conocerse y adaptarse» mutuamente. El grupo cristiano exige, en sus relaciones, humildad.
Ser humilde no equivale a renunciar a la lucha, ni a dejar de esforzarse por mejorar las situaciones. Ser humilde no es ser pesimista, sino que la humildad y la «magnanimidad» o grandeza de ánimo son caras de una misma moneda. La humildad es la posibilidad de crear la civilización del amor, una nueva humanidad; la posibilidad de transformar nuestro mundo en reino de Dios.
La educación también reclama la humildad. Solo quien se sabe mejorable y quiere progresar se prestará a ser educado y a educarse. Donde hay educación hay posibilidad de un mundo mejor. Servir al Señor sirviendo a los hermanos con humildad y alegría es un reto para todo cristiano en su progreso de santidad.
7. María, maestra de la humildad
El P. Ignacio Larrañaga, fundador de los Talleres de Oración y Vida, psicólogo y hombre espiritual, nos describe magníficamente lo que es para él una persona humilde:
«El humilde no se avergüenza de sí
ni se entristece;
no conoce complejos de culpa
ni mendiga autocompasión;
no se perturba ni encoleriza,
y devuelve bien por mal;
no se busca a sí mismo,
sino que vive vuelto hacia los demás.
Es capaz de perdonar
y cierra las puertas al rencor.
Un día y otro el humilde aparece
ante todas las miradas vestido
de dulzura y paciencia,
mansedumbre y fortaleza,
suavidad y vigor,
madurez y serenidad»[10].
Rasgos que muy bien pueden aplicarse a María, nuestra Madre. Es la humildad de María la que muestra su misteriosa fecundidad. Después de Jesús, María va por delante en este camino, como muestra en el canto del Magníficat, «porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1,48), y en sus palabras al ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). María tiene ante todo su fuente de inspiración en la humildad absolutamente infinita de Dios, revelada en Jesús.
Un hermoso himno, referido a María, de san Efrén, nos transmite esto de forma incomparable:
«El Señor vino a ella
para hacerse siervo.
El Verbo vino a ella
para callar en su seno.
El rayo vino a ella,
y nació el Cordero, que llora dulcemente.
El seno de María
ha trastocado los papeles:
quien creó todo
se ha apoderado de él, pero en la pobreza.
El Altísimo vino a ella (María),
pero entró humildemente.
El esplendor vino a ella,
pero vestido con ropas humildes.
Quien da de beber a todos
sufrió la sed.
Desnudo salió de ella,
quien todo lo reviste (de belleza)»[11].
El salmista pide al Señor que le enseñe sus caminos, que le instruya en sus sendas. Pero más adelante afirma: «el Señor enseña sus caminos a los humildes» (Sal 24,9). Ellos son obedientes, se dejan modelar por Dios. Para acoger lo que de Dios necesitamos, la humildad. El autosuficiente, el que se cree que sabe más que nadie, ese no se va a dejar enseñar por Dios.
La humildad es de suma importancia para el camino cristiano. San Pablo pondrá alerta a la comunidad de Filipos: «No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás» (Flp 2,3). Y exhorta a los miembros de esa comunidad a mantenerse unidos en la humildad (Flp 2,1-4), pues la humildad impide la división, mientras el egoísmo, el orgullo y la arrogancia la promueven.
Terminemos esta meditación sobre la humildad con las palabras del profeta Isaías, que muy bien podemos aplicar a María: «En ese pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2)[12]. Cómo quisiera un cristiano tener la humildad de María, por eso puedes decirle: «Madre mía, enséñame el camino de la humildad». Esa mirada de Dios hacia el humilde y el pobre levanta la esperanza y nos pone en movimiento de amor hacia nosotros mismos y hacia los demás. María siempre va por delante y nosotros tan solo tenemos que seguir sus huellas.
8. Para meditar
«Nosotros entramos en contacto con la santidad de Cristo de dos maneras y de dos maneras también se nos comunica esa santidad: por apropiación y por imitación. La más importante de las dos es la primera, que se realiza en la fe y por medio de los sacramentos:
“Os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu Santo” (1Cor 6,11).
La santidad es, ante todo, don, gracia, y es obra de toda la Trinidad. Del hecho de que somos más de Cristo que de nosotros mismos (cf 1Cor 6,19-20), se sigue a la inversa que la santidad de Cristo es más nuestra que nuestra propia santidad. “Lo que es Cristo es más nuestro que lo que es nuestro” (Nicolás Cabasilas). Este es el golpe de ala en la vida espiritual. Su descubrimiento no se hace, de ordinario, al comienzo, sino al final del propio itinerario espiritual, una vez que se han experimentado todos los demás caminos y se han comprobado que no llevan muy lejos.
Pablo nos enseña cómo se da este “golpe de audacia” cuando declara solemnemente que no quiere ser hallado con una justicia –o santidad– proveniente de la observancia de la ley, sino únicamente con la que proviene de la fe de Cristo (cf Flp 3,5-7). Cristo –dice– es para nosotros “justicia, santificación y redención” (1Cor 1,30). “Para nosotros”: por tanto, podemos reclamar su santidad como nuestra a todos los efectos. Un golpe de audacia es también el que da san Bernardo cuando exclama: “Yo tomo (literalmente: usurpo) de las entrañas de Cristo lo que me falta”.
¡“Usurpar” la santidad de Cristo, “arrebatar el reino de los cielos”! Es este golpe de audacia que hay que repetir a menudo en la vida, especialmente en el momento de la comunión eucarística. Después de recibir a Jesús podemos decir: “Soy santo, la santidad de Dios, el Santo de Dios, está dentro de mí. Puede que yo no vea en mí más que miseria y pecado, pero el Padre celestial ve en mí a su Hijo y siente que sube de mí hacia él el aroma de su hijo, como Isaac cuando bendijo a Jacob (cf Gén 27,27)”.
Junto a este medio fundamental que es la fe y los sacramentos, deben ocupar también un lugar la imitación, las obras, el esfuerzo personal. No como un medio independiente y distinto del primero, sino como el único medio apropiado para manifestar la fe, traduciéndola en hechos. La oposición fe-obras es en realidad un falso problema, que se ha mantenido más que nada debido a la polémica histórica. Las obras buenas, sin la fe, no son obras “buenas”, y la fe sin obras buenas no es verdadera fe. Es una fe muerta, como diría Santiago (cf Sant 2,17). Basta con que por “obras buenas” no se entienda principalmente (como por desgracia ocurría en tiempos de Lutero) indulgencias, peregrinaciones y otras prácticas piadosas, sino la guarda de los mandamientos, en especial el del amor fraterno. Jesús dice que en el juicio final algunos quedarán fuera del reino por no haber vestido al desnudo ni dado de comer al hambriento. Por tanto, no nos salvamos por las buenas obras, pero tampoco nos salvaremos sin las buenas obras.
En el Nuevo Testamento se alternan dos verbos al hablar de santidad, uno en indicativo y el otro en imperativo: “Sois santos”, “Sed santos”. Los cristianos están santificados y han de santificarse. Cuando Pablo escribe: “Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos”, es evidente que se refiere a la santidad que es fruto del esfuerzo personal. En efecto, añade, como si quisiera explicar en qué consiste la santificación de la que está hablando: “Que os apartéis del desenfreno, que cada cual sepa controlar su propio cuerpo santa y respetuosamente” (1Tes 4,3-4).
El concilio pone claramente de relieve estos dos aspectos de la santidad, el objetivo y el subjetivo, que se basan respectivamente en la fe y en las obras:
“Los seguidores de Cristo, llamados y justificados en Cristo nuestro Señor, no por sus propios méritos, sino por designio y gracia de Él, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina, y por lo mismo, santos. Esa santidad que recibieron deben, pues, conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios” (LG 40).
Solo que hay que recordar que la obra de la fe no se agota con el bautismo, sino que se renueva –y renueva el propio bautismo– cada vez que damos un golpe de ala de los que he hablado» (Raniero Cantalamessa, Un himno de silencio. Meditaciones sobre el Padre, Monte Carmelo, Burgos 2001, 31-33).