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CAPÍTULO IX

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Donde se cuenta la visita de nuestro amigo, el jeque Iezid, el poeta. La mujer y las matemáticas. Beremiz es convocado para enseñar matemáticas a una joven hermosa y misteriosa. Beremiz habla de su amigo y maestro, el sabio Nó-Elim.

En el último día del Moharra58, cuando cayó la noche, vino a buscarnos a la hostería el poeta Iezid-Abul-Hamid, amigo y confidente del Califa.

—¿Un nuevo problema para resolver, jeque? —preguntó Beremiz—.

—¡Sí, has adivinado, amigo mío! —respondió el visitante—. Estoy frente a un serio problema. Mi hija se llama Telassim, posee una inteligencia vivaz y una marcada inclinación a los estudios. Cuando Telassim nació, pregunté a un famoso astrólogo que sabía descubrir el futuro a través de la observación de las nubes y las estrellas. El mago afirmó que mi hija viviría feliz hasta los dieciocho años, y que a partir de esta edad la amenazarían una serie de desgracias lamentables. Pero existía una manera de evitar que la infelicidad torciera su destino. Telassim —dijo el mago— tendría que aprender las propiedades de los números y los múltiples cálculos que con ellos se realizan.

Para dominar los números y hacer cálculos, es preciso conocer la ciencia de Al-Kharismi59, la matemática. Entonces decidí asegurarle a Telassim un futuro feliz haciéndola estudiar los misterios del cálculo y de la geometría.

El jeque hizo una breve pausa y prosiguió luego:

—Traté de hallar a alguien entre los varios ulemas60 de la corte, pero no logré encontrar ni uno que se viera capaz de enseñar geometría a una joven de diecisiete años. Uno de ellos, dotado sin embargo de gran talento, intentó incluso disuadirme de mi propósito: «Quien intentara enseñar a cantar a una jirafa —me dijo— cuyas cuerdas vocales son incapaces de producir el menor ruido, perdería lamentablemente el tiempo y haría un trabajo inútil. La jirafa jamás cantará. Y el cerebro femenino —me dijo el daroes61— es incompatible con las más sencillas nociones de cálculo y de geometría. Esta incomparable ciencia se basa en el raciocinio, en el empleo de fórmulas y en la aplicación de principios demostrables con los poderosos recursos de la lógica y de las proporciones. ¿Cómo va a poder una muchacha encerrada en el harén de su padre aprender las fórmulas del álgebra y los teoremas de la geometría? ¡Nunca! Es más fácil para una ballena ir a La Meca62 en peregrinación que para una mujer aprender matemática. ¿Para qué luchar contra lo imposible? ¡Maktub!63 «Si la desgracia ha de caer sobre nosotros, hágase la voluntad de Allah...»

El jeque, preocupado, se levantó de su cojín y caminó unos pasos hacia uno y otro lado. Luego, prosiguió con melancolía aún mayor:

—Al oír estas palabras, el desánimo, ese gran corruptor, se adueñó de mi espíritu. No obstante, yendo un día a visitar a mi buen amigo Salem Nasair, el mercader, oí elogiosas referencias sobre el nuevo calculador persa que había llegado a Bagdad. Me habló del episodio de los 8 panes. El caso, narrado con todo detalle, me impresionó profundamente. Procuré conocer al calculador de los 8 panes y fui a esperarlo especialmente a casa del visir Maluf. Y quedé asombrado ante la original solución dada al problema de los 257 camellos, reducidos al final a 256. ¿Te acuerdas?

Entonces el jeque Iezid, levantó su mirada apuntando al calculador, y añadió:

—¿Podrás, ¡oh hermano de los árabes!, enseñar los secretos del cálculo a mi hija Telassim? Pagaré por las lecciones el precio que me pidas. Y podrás, como hasta ahora, seguir ejerciendo el cargo de secretario del visir Maluf.

—¡Oh, jeque bondadoso! —contestó enseguida Beremiz— No veo motivo que me impida dejar de atender a su honrosa invitación. En pocos meses podré enseñar a su hija todas las operaciones algebraicas y los secretos de la geometría. Se equivocan doblemente los filósofos cuando creen medir con unidades negativas la capacidad intelectual de la mujer. La inteligencia femenina, cuando se halla bien orientada, puede recibir con incomparable perfección los secretos de la ciencia. Sería muy fácil desmentir los conceptos equivocados dichos por el daroes. Los historiadores citan varios ejemplos de mujeres que destacaron en el cultivo de la matemática. En Alejandría, por ejemplo, vivió Hipatia64, que enseñó la ciencia del cálculo a centenares de personas, comentó las obras de Diofanto65, analizó los dificilísimos trabajos de Apolonio66 y rectificó todas las tablas astronómicas entonces empleadas. No hay motivo para incertidumbre o temor, ¡Oh, jeque! Su hija comprenderá la ciencia de Pitágoras67. ¡Inch’Allah!68 Sólo espero que determine el día y hora en que tengo que iniciar las lecciones.

Iezid respondió:

—¡Cuanto antes mejor! Telassim cumplió diecisiete años y estoy ansioso de protegerla de las tristes previsiones del astrólogo.

Y añadió:

—Tengo que advertirte de una particularidad que no deja de tener su importancia. Mi hija vive encerrada en el harén y jamás fue vista por ningún hombre extraño a nuestra familia. Sólo podrá asistir a las clases de matemática oculta tras un espeso tapiz y con el rostro cubierto por un velo. Será vigilada por dos esclavas de confianza. ¿Aceptas, a pesar de esta condición, mi propuesta?

—Acepto sin problemas —respondió Beremiz—. Queda claro que el recato y el pudor de una joven valen más que los cálculos y las fórmulas algebraicas. Platón69, el filósofo, mandó colocar a la puerta de su escuela el siguiente letrero: «Nadie entre si no sabe geometría». Un día, se presentó un joven de costumbres libertinas y mostró deseos de frecuentar la academia platónica. El maestro, sin embargo, se negó a admitirlo, diciendo: «La geometría es toda ella pureza y simplicidad. Y tu falta de pudor ofende a una ciencia tan pura». El célebre discípulo de Sócrates70 procuraba de ese modo demostrar que la matemática no armoniza con la depravación y con la torpe indignidad de los espíritus inmorales.

Serán, entonces, encantadoras las lecciones dadas a la joven que no conozco y cuyo rostro jamás tendré la fortuna de admirar. Si Allah quiere, mañana mismo podré empezar las clases.

—De acuerdo —dijo el jeque—. Uno de mis siervos vendrá mañana a buscarte poco después de la segunda oración. ¡Uassalam!71

Cuando el jeque Iezid dejó la hostería, hablé al calculador porque creí que el compromiso era superior a sus fuerzas.

—Beremiz, escucha. En todo esto hay un punto oscuro para mí. ¿Cómo vas a poder enseñar matemática a una joven cuando en verdad nunca estudiaste esta ciencia en los libros ni asististe a las lecciones de los ulemas? ¿Cómo lograste aprender el cálculo que aplicas con tanta brillantez y oportunidad? Bien sé, ¡oh Calculador!, que empezaste a desvelar los misterios de la matemática entre ovejas, higueras y bandadas de pájaros, cuando eras pastor allá en tu tierra...

—¡Bagdalí, estás muy equivocado! —respondió con tranquilidad el calculador—. Mientras cuidaba los rebaños de mi amo, allá en Persia, conocí a un viejo derviche72 llamado Nó-Elim. Una vez, lo salvé de la muerte en medio de una violenta tormenta de arena. Desde aquel día fue mi mejor amigo. Era un hombre sabio y me enseñó muchas cosas útiles y maravillosas.

Luego de las lecciones recibidas de tal maestro, soy capaz de enseñar geometría hasta el último libro del inolvidable Euclides alejandrino73.

El hombre que calculaba

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