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CAPÍTULO VI

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De lo acontecido durante la visita al visir Maluf. Del encuentro con el poeta Iezid, quien no creía en las maravillas del cálculo. El Hombre que calculaba cuenta un grupo de camellos de forma muy original. La edad de la novia y un camello sin oreja. Beremiz halla la «amistad cuadrática» y cuenta del Rey Salomón.

Luego de la segunda oración30, dejamos atrás El Ánade Dorado y continuamos a paso firme hasta la residencia del visir Ibrahim Maluf, ministro del rey.

Quedé maravillado apenas entramos en la fastuosa morada del noble musulmán.

Traspusimos la puerta de hierro y caminamos por un estrecho corredor, íbamos guiados por un esclavo negro adornado con brazaletes de oro, que nos condujo hasta el hermoso jardín interior del palacio.

El jardín, construido con buen gusto, estaba bordeado por dos filas de naranjos. Al jardín daban varias puertas, algunas de ellas debían dar acceso al harén31 del palacio. Dos esclavas kafiras32, que estaban juntando flores, corrieron, al descubrirnos, a esconderse entre los macizos de flores y luego desaparecieron cubiertas por las columnas.

Desde el jardín, que me pareció lleno de alegría, se entraba por una puerta estrecha, abierta en un muro bastante alto, al primer patio. La residencia disponía de otro en el ala izquierda del edificio.

En el centro del primer patio, cubierto de espléndidos mosaicos, se alzaba una fuente de tres surtidores. Los tres hilos de agua formados en el espacio brillaban al sol.

Atravesamos el patio y, siempre guiados por el esclavo de los brazaletes de oro, entramos en el palacio. Cruzamos varias salas ricamente adornadas con tapicerías bordadas con hilo de plata y llegamos por fin al aposento en que se hallaba el prestigioso ministro del rey.

Estaba recostado en grandes almohadones, charlando con dos amigos.

Uno de ellos era el jeque Salem Nasair, nuestro compañero de aventuras del desierto; el otro era un hombre bajo, de cara redonda, expresión bondadosa y barba ligeramente gris. Estaba vestido con un gusto exquisito y llevaba en el pecho una medalla de forma rectangular, con una de sus mitades amarilla como el oro y la otra oscura como el bronce.

El visir Maluf nos recibió con demostraciones de viva simpatía y, dirigiéndose al hombre de la medalla, dijo risueño:

—Aquí tiene, mi querido Iezid, a nuestro gran calculador.

Quien lo acompaña es un bagdalí que lo descubrió por azar cuando iba por los caminos de Allah.

Dirigimos un respetuoso salam al noble jeque. Luego supimos que el que los acompañaba era el famoso poeta lezid Abdul Hamid, amigo y confidente del Califa Al-Motacén. Aquella medalla singular la había recibido como premio de manos del Califa, por haber escrito un poema con treinta mil doscientos versos sin emplear ni una sola vez las letras Kaf, Lam y Ayn33.

—Me cuesta trabajo creer, amigo Maluf —declaró en tono risueño el poeta Iezid—, en las hazañas prodigiosas de este calculador persa. Cuando los números se combinan, aparecen también los artificios de los cálculos y las sutilezas algebraicas. Ante el rey El-Harit, hijo de Modad, se presentó cierto día un mago que afirmaba poder leer en la arena el destino de los hombres. «¿Hace usted cálculos exactos?», preguntó el rey. Y antes de que el mago despertase del estupor en que se hallaba, el monarca añadió: «Si no sabe calcular, de nada valen sus previsiones; si las obtiene por cálculo, dudo mucho de ellas». Aprendí en la India un proverbio que dice:

«HAY QUE DESCONFIAR SIETE VECES DEL CÁLCULO Y CIEN VECES DEL MATEMÁTICO.»

Para terminar con esta desconfianza —sugirió el visir—, vamos a someter a nuestro huésped a una prueba decisiva.

Abandonó el cómodo cojín y tomando delicadamente a Beremiz por el brazo lo llevó ante uno de los miradores del palacio.

El mirador se abría hacia el segundo patio lateral, lleno en aquel momento de camellos. ¡Qué maravillosos ejemplares! Casi todos parecían de buena raza, pero vi de pronto dos o tres camellos blancos, de Mongolia34 y varios carehs35 de pelo claro.

—Ahí tienes la prueba —dijo el visir—, una bella recua de camellos que compré ayer y que quiero enviar como presente al padre de mi novia. Sé exactamente, sin error, cuántos son. ¿Podrías indicarme su número?

El visir, para hacer más interesante el desafío, dijo en secreto, al oído de su amigo Iezid, el número total de animales que había en el abarrotado corral.

Yo me asusté ante el problema. Los camellos eran muchos y se confundían en una agitación constante. Si mi amigo cometiera un error de cálculo, nuestra visita al visir habría fracasado lastimosamente. Pero después de recorrer con la mirada aquella inquieta cáfila, el inteligente Beremiz dijo:

—Señor: según mis cálculos hay ahora en este patio 257 camellos.

—¡Exacto! —confirmó el visir—. ¡Acertó! El total es realmente 257. ¡Kelimet-Uallah!36

—¿Cómo logró contarlos tan deprisa y con tanta exactitud? —preguntó con curiosidad incontenible el poeta lezid.

—Muy sencillo —explicó Beremiz—, contar los camellos uno por uno sería a mi ver tarea sin interés, una bagatela sin importancia. Para hacer más interesante el problema, procedí de la siguiente forma: conté primero todas las patas y luego las orejas. Encontré de este modo un total de 1.541. A ese total, añadí una unidad y dividí el resultado por 6. Hecha esta pequeña división encontré el cociente exacto: 257.

—¡Por la gloria de la Caaba!37 —exclamó el visir con alegría— ¡Qué original y fabuloso es todo esto! ¡Quién iba a imaginarse que este calculador, para complicar el problema y hacerlo más interesante, iba a contar las patas y las orejas de 257 camellos! Y repitió con sincero entusiasmo:

—¡Por la gloria de la Caaba!

—Aclaro, señor visir —añadió Beremiz—, que los cálculos se hacen a veces complicados y difíciles por descuido o falta de habilidad de quien calcula. Una vez, en Khoi, Persia, cuando vigilaba el rebaño de mi amo, pasó por el cielo una bandada de mariposas. Un pastor, a mi lado, me preguntó si podía contarlas. «¡Hay ochocientas cincuenta y seis!» respondí. «¿Ochocientas cincuenta y seis?», exclamó mi compañero como si hallara exagerado aquel total. Sólo entonces me di cuenta de que por error había contado, no las mariposas, sino las alas. Hecha la correspondiente división por dos, encontré al fin el resultado cierto.

Al escuchar el relato de este caso, el visir soltó una carcajada que sonó a mis oídos como música deliciosa.

—En toda la resolución —dijo muy serio el poeta Iezid—, hay una particularidad que escapa a mi raciocinio. La división por 6 es aceptable, pues cada camello tiene 4 patas y 2 orejas y la suma 4 + 2 es igual a 6. Luego, dividiendo el total hallado —suma de patas y orejas de todos los camellos— o sea 1.541 por 6, obtendremos el número de camellos. No comprendo sin embargo por qué añadió un 1 al total antes de dividirlo por seis.

—Muy sencillo —respondió Beremiz—. Al contar las orejas noté que uno de los camellos tenía un pequeño defecto: le faltaba una oreja. Para que la cuenta fuera exacta tenía que sumar 1 al total. Y volviéndose al visir, le preguntó:

—¿Sería indiscreto o imprudente de mi parte preguntar, ¡oh visir!, cuántos años tiene la que ha de ser vuestra esposa?

—De ningún modo —respondió sonriente el ministro—, Astir tiene 16 años.

Y, añadió subrayando sus palabras con un ligero tono de desconfianza:

—No veo relación alguna, señor calculador, entre la edad de mi novia y los camellos que voy a ofrecer como presente a mi futuro suegro...

—Sólo pensé —reflexionó Beremiz— hacerle una pequeña sugerencia. Si retira usted de la cáfila el camello defectuoso el total será 256. Y 256 es el cuadrado de 16, esto es, 16 veces 16. El presente ofrecido al padre de la encantadora Astir tendrá de este modo una perfección matemática, al ser el número total de camellos igual al cuadrado de la edad de la novia. Además, el número 256 es potencia exacta del número 2 —que para los antiguos era un número simbólico—, mientras que el número 257 es primo. Estas relaciones entre los números cuadrados son de buen augurio para los enamorados. Hay una leyenda muy interesante sobre los números cuadrados. ¿Deseáis oírla?

—Con muchísimo gusto —respondió el visir—. Las leyendas famosas, cuando están bien narradas, son un placer para mis oídos, siempre estoy dispuesto a escucharlas.

Tras escuchar las palabras del visir, el calculador inclinó la cabeza con gesto de gratitud, y comenzó:

—La historia cuenta que el famoso rey Salomón38, para demostrar la finura y sabiduría de su espíritu, dio a su prometida, la reina de Saba39 —la hermosa Belquiss— una caja con 529 perlas. ¿Por qué 529? Se sabe que 529 es el cuadrado de 23, esto es: 529 es igual a 23 multiplicado por 23. Y 23 era exactamente la edad de la reina. En el caso de la joven Astir, el número 256 sustituirá con mucha ventaja al 529.

Todos miraron con cierta preocupación al calculador. Y éste, con tono tranquilo y sereno, prosiguió:

—Si sumamos los números que componen 256, obtenemos 13. El cuadrado de 13 es 169. Vamos a sumar las cifras de 169. Dicha suma es 16. Existe en consecuencia entre los números 13 y 16 una curiosa relación que podría ser llamada amistad cuadrática. Realmente, si los números hablaran, podríamos oír el siguiente diálogo. El Dieciséis le diría al Trece:

«Quiero rendirte un homenaje de amistad, amigo. Mi cuadrado es 256 y la suma de los guarismos de ese cuadrado, es 13.»

El Trece respondería:

«Agradezco tu gentileza, querido amigo, y quiero corresponder con la misma moneda. Mi cuadrado es 169 y la suma de los guarismos de ese cuadrado es 16.»

Creo que justifiqué cumplidamente la preferencia que debemos otorgar al número 256, que excede por sus singularidades al número 257.

—Muy curiosa su idea —dijo de pronto el visir—, y voy a llevarla a cabo aunque quede sobre mí la acusación de haber plagiado al gran Salomón.

Dirigiéndose al poeta Iezid, le dijo:

—Queda claro que la inteligencia de este calculador no es menor que su habilidad para descubrir analogías e inventar leyendas. Muy acertado estuve cuando decidí convertirlo en mi secretario.

—Lamento tener que decir, ilustre Mirza40 —replicó Beremiz—, que sólo podré aceptar su ofrecimiento si hay también lugar para mi amigo Hank-Tadé-Maiá, el bagdalí, que está ahora sin trabajo y sin recursos.

Me sentí agradecido ante la gentileza del calculador. Procuraba así atraer hacia mí la importante protección del poderoso visir.

—Tu petición es justa —dijo el visir—. Tu compañero Hank-Tadé-Maiá, quedará cumpliendo las funciones de escriba41 con el sueldo correspondiente.

Enseguida acepté la propuesta y expresé mi agradecimiento al visir y también al bondadoso Beremiz.

El hombre que calculaba

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