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La prehistoria (ANTES del siglo ii a. c.)

Tradicionalmente el término Prehistoria se refería a las primeras fases del proceso histórico, desde la aparición del hombre hasta la invención de la escritura. Aunque hoy día el concepto está en revisión, convengamos en que este capítulo abarca el periodo que se marca en su título. Tengo que confesar que nunca me ha gustado mucho la Prehistoria (lo siento por los arqueólogos, a los que, por otra parte, reconozco su labor y paciencia por traernos luz de una época oscura, para mí). Tengo bastante dificultades en comprender lo que son dos millones de años (me pasa lo mismo con los años luz y con los euros: a partir de tres mil euros ya no comprendo muy bien qué significan); tengo aprieto en reconocer que una lasca de un río es una obra de arte o una forma material fruto de miles de años de evolución. Pero, querido lector, no se desanime aquí mismo a leer el libro: la Prehistoria es interesante e importante, y cualquier libro de historia que se precie (y este lo pretende) debe comenzar por esa parte de la historia humana que, digámoslo ya, se caracteriza por la ausencia mayoritaria de documentos escritos. A la Prehistoria hay que ir con imaginación, con espíritu abierto y teniendo en cuenta que ignoramos más que lo que sabemos. Pero ya les adelanto que la Prehistoria tiene su impacto en el presente.

Seguramente el lector ya está familiarizado con aquella idea tan original en su momento, y detestada por algunos, de que el hombre desciende del mono. Es un modo brutal y no muy refinado de resumir la llamada teoría evolucionista de Darwin. No vamos a entrar en detalles, pero hay que quedarse en que lo que hoy día llamamos especie humana es el fruto de la evolución de esa misma especie y de otras a lo largo de millones y millones de años (nadie sabe cuántos). Pero convengamos que las primeras manifestaciones culturales de los que ya vamos a llamar «el hombre» (palabra de género masculino, pero que incluye al sexo masculino y femenino, por supuesto) se produjeron en África, en la llamada depresión del Rift (sur de Etiopía). Desde esa zona, el hombre se expandió por el norte de África y de ahí pasó a Asia y Europa en un proceso de miles de años, cuya historia es apasionante y recomiendo que se animen a profundizar en ella. Así que, querido lector, nuestros antepasados eran africanos; Europa no siempre ha sido el centro del mundo. ¿Eran los primeros hombres negros? ¿Cómo surgieron las razas? Amigo lector, se lo dejo por tarea, pero ya le digo que lo que sabemos y lo que no sabemos es apasionante.

Vamos a quedar en que las primeras manifestaciones culturales «humanas» se produjeron hace unos dos millones y medio de años; en esa fecha, podemos afirmar que ya existe el hombre actual (o casi; ¡no tenían teléfono móvil, aunque esto extrañe a los más jóvenes!). Desde África, nuestro antepasado pasó a Europa, no se sabe muy bien si por tierra (los Balcanes) o por mar (cruzando el estrecho de Gibraltar, o pasando a Italia, o a Grecia) pero hace un millón de años y medio (año más o menos) tenemos en nuestra península la primera subespecie que los científicos llaman Homo erectus.

Vamos a ir pasando un poco rápido el tiempo, porque un millón de años es mucho para detallar los acontecimientos. Estamos en lo que los científicos llaman Paleolítico: nuestro españolito se ha extendido por los valles de los ríos y hay evidencias de que esos hombres habían cruzado los Pirineos y el estrecho de Gibraltar (ya vayan tomando nota: España está entre Europa y el norte de África y eso es una constante en toda la historia; no nos podremos librar de ello: lo bueno y lo malo que somos o lo que hagamos tendrá alguna relación con lo que nos viene del norte o del sur). Esos hombres viven en cuevas; cazan animales desparecidos hoy día (por ejemplo, bisontes y rinocerontes) y fabrican armas y utensilios con lascas de piedras (que nos parecerá mentira, pero entonces era un adelanto cultural y material excepcional). En el Paleolítico Medio (hace unos cien mil años, año más o menos, que me perdonen los expertos en no afinar más) nuestro españolito era de la (sub)especie llamada hombre de Neandertal (que a casi todos les suena), pero que debía de coexistir con elementos más avanzados y con otros que vivían en estadios culturales menos avanzados (la especie humana tiende a la globalización; la Tierra siempre ha sido nuestra casa común, no lo olvidemos). Cosa muy importante: por estas fechas ya hay indicios de que nuestro hombre tenía ideas trascedentes en forma de arte y de ritos funerarios; definitivamente ya no éramos monos y a la (sub)especie que los producía los científicos la llaman Homo sapiens sapiens, fruto de la experiencia vital de los que estaban ya aquí desde hace miles de años y de nuevas influencias (que ahora venían de más allá de los Pirineos).


El siguiente estadio evolutivo importante en la historia de nuestro españolito se produce hace unos diez mil años en lo que se llama Neolítico. La llamada revolución neolítica al parecer se inició en la zona de Mesopotamia (actual Irak); quién lo diría ahora, pero en esa región se produjeron unos cambios que, casi nunca mejor dicho, serían transcendentales en la historia humana. El hombre ya usa el fuego deliberado; también empieza a domesticar los animales (el perro, la oveja) y lo que hoy llamamos agricultura; y cambió para siempre el ecosistema Tierra, para bien o para mal: para algunos, las innovaciones nos permitieron asegurarnos la alimentación mejor, pero, al mismo tiempo, empezó la rapiña de los recursos naturales; la seguridad alimenticia procura el nacimiento de las ciudades, pero también una nueva estratificación social que irremediablemente evolucionaría hacia la formación de grupos dominantes (una minoría) sobre una mayoría, a veces inerme ante los abusos de los anteriores.

Existe constancia de agricultura en la península ibérica desde el V milenio a. C. y es probable que la domesticación de animales (cerdo, perro, buey, oveja, cabra, conejo) sea ligeramente anterior; el trigo y la cebada son los cultivos básicos del periodo y lo seguirán siendo durante toda la Edad del Bronce; luego el centeno, mijo, habas, lentejas o lino; la vid y el olivo continúan siendo silvestres. A medida que avanza la Edad del Bronce se incrementa el cultivo de cereales y leguminosas; el caballo fue domesticado en esos momentos; en este contexto se desarrolló la cultura de Los Millares. Con la influencia de griegos y fenicios se consolida la agricultura durante el primer mileno a. C. y ahora es cuando empiezan a cultivarse la vid y el olivo y se generaliza el uso del arado tirado por bueyes. Ya queda dicho: el Neolítico, un pequeño paso en su tiempo, pero un gran paso (¿bueno?, ¿malo?) para el futuro de la humanidad.

En la península ibérica los cambios propios del Neolítico están presentes desde hace unos siete mil años y fue una revolución importada. Pero no caigan en el pesimismo muy español de que aquí no producimos más que bares. El final del Neolítico y los comienzos de la Edad del Cobre (IV y II milenio a. C.) están marcados por el origen y extensión de una peculiar arquitectura a base de grandes bloques de piedra que se ha llamado megalitismo y que está asociado a la aparición de un nuevo rito funerario. El megalitismo está presente en varios sitios de Europa —y más renombrados—, pero en nuestra península ese fenómeno tiene unas particularidades que lo hacen único. Los productos se llaman menhir (monolítico de piedra clavado en el suelo) y dolmen (mesa de piedra) y los más antiguos datan del 3500 a. C., aunque su máxima extensión fue durante el II milenio antes de nuestra era. Todavía más particular es la cultura talayótica de las islas Baleares, con taulas (enormes monolitos colocados uno encima del otro a modo de capitel coronado por un pilar), talayotes (obra de mampostería en forma de torreón o atalaya) y navetas (construcción de piedras en forma de nave invertida) que van desde la Edad del Bronce hasta la Edad de Hierro. Otra producción autóctona de esta época es el arte levantino caracterizado por su finura estilística y trascendencia inmaterial.

Después del Neolítico, a veces al mismo tiempo o en evolución diferenciada, surge lo que se conoce como Edad de los Metales. La entrada en la península de la economía incipiente de los metales se produce en el tercer milenio a. C. y trae consigo la expansión de la agricultura, la evolución hacia núcleos urbanos y prosigue la estratificación social. La presencia de yacimientos mineros (cobre) en el sur de la península pone a esta región en la vanguardia de los cambios, producto de los cuales florece la cultura del El Argar. Las ciudades ya levantan murallas y los enterramientos son colectivos, lo que indica que la organización social está más avanzada que en otras regiones. Las Baleares entran plenamente en un proceso de contactos casi regulares con el entorno a causa avance de la navegación. Hacia el 1700 a. C. se puede marcar el final de esta primera fase del uso de los metales.


Falcata: espada de filo curvo originaria de la península ibérica antes de la llegada de los romanos. Museo Arqueológico Nacional. Foto del autor.

Poco después, la península empieza a recibir las primeras influencias desde el Mediterráneo oriental, especialmente de los fenicios, provenientes de las costas del actual Líbano (¡pobre Líbano! ¿Quién te ha visto y quién te ve?) y de los griegos (antiguos). Es lo que los expertos llaman la influencia orientalizante frente a la indoeuropea, que era la que nos venía del centro de Europa a través de (los extremos) del Pirineo. La situación geográfica de las costas levantinas y de Andalucía hace que esas regiones sean las primeras en recibir a los nuevos visitantes; no venían de turistas sino en busca de metales y mercados para vender sus productos elaborados. Cádiz es fundada por los fenicios, seguramente alrededor del siglo VII a. C. (la Biblia menciona Cádiz en su Antiguo Testamento, pero las referencias escritas no coinciden con los restos materiales encontrados hasta ahora) lo que la convierte en una de las ciudades más antiguas de Europa. No vienen muchos fenicios, pero su influencia fue decisiva: se produce una aculturación (proceso de recepción de otra cultura y de adaptación a ella, en especial con pérdida de la cultura propia) de las poblaciones indígenas que las cambiará para siempre. La interacción de los fenicios con las poblaciones indígenas crea una de las culturas peninsulares más particulares (y mitificadas): Tartessos; se menciona en la Biblia y en otras referencias escritas de los griegos, pero no se han encontrado restos materiales definitivos que permitan localizarla geográficamente; a pesar del esfuerzo que se ha desplegado en ello. Lo más probable es que estuviera en la desembocadura del Guadalquivir y es el fruto de influencia fenicia (sociedad urbana, compleja, estratificada) y la cultura indígena (preurbana, organización social simple y poco diferenciada, economía agrícola y ganadera, sin especialización). Algunas fuentes hablan de un basileus y dinastías (Gerión, Gárgoris y Habis), pero no se puede hablar de monarquía hereditaria, aunque sí parece claro que hay un proceso de unificación regional. Tras un prolongado asedio de trece años, Tiro cae en manos de Nabucodonosor (573 a. C.) y el desorden comercial se adueña del Mediterráneo; para Tartessos, el desbarajuste de los mercados metalíferos es mortal en beneficio de la emergencia de la colonia griega de Marsella; la civilización tartesia desaparece hacia el siglo VI a. C. dejando un halo de misterio… y faena para las futuros arqueólogos.


Dama de Elche. Escultura íbera del siglo VI a. C. Pieza hallada en 1897 en Elche. Fue comprada por el Museo del Louvre, pero vuelve a España en 1941. Nótese la perfección y finura de la dama. Actualmente, se exhibe en el museo Arqueológico Nacional. Foto del autor.

Hacia el año 600 a. C., los griegos desembarcan en Ampurias (Gerona). Tampoco vienen de turistas: vienen a fundar colonias comerciales que posibilitarán nuevas relaciones e influencias con los pueblos indígenas de alrededor, más débiles cuanto más hacia el interior nos movemos. Estamos ya a las puertas de la historia, el tiempo en las que ya hay referencias escritas. Hemos visto como durante milenios a la península ibérica han venido gentes del norte (indoeuropeos) y procedentes del Mediterráneo oriental y del norte de África. Siempre entre dos mundos. Las interacciones crean mundos diferenciados, pero también rasgos comunes. Estamos en el primer milenio antes de nuestra era; los pueblos de la península ya no son lo que eran: los griegos y los fenicios han cambiado la estructura cultural y material de los indígenas para siempre; han introducido el alfabeto, expandido la agricultura y la minería, han fundado o mejorado urbes y han abierto un nuevo espacio comercial con lo que ello conlleva de nuevos aires y apertura a nuevos estímulos. Los expertos suelen dividir al cosmos poblacional de mediados del primer milenio en dos partes: los íberos, que se extiende por la mitad este de la península, más abiertos a las influencias mediterráneas y por tanto más avanzados cultural y materialmente; al norte de una línea imaginaria que partiría de Gerona hasta Cádiz, viven como pueden los pueblos de influencia indoeuropea, que algunos llaman celtas; más alejados de las influencias civilizadoras que vienen de Grecia y de los fenicios. Entre medias, a medio camino en casi todos los aspectos, pueblos denominados celtíberos. Podemos matizar hasta el infinito, pero creo que para lo que viene es suficiente.


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