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los romanos

(siglos II a. C.— siglo v d. c.)

Seguramente el avispado lector ya estará echando de menos a los romanos. Con toda probabilidad, cerca de cada uno de nosotros hay un recuerdo romano y a algunos, los más veteranos, todavía nos levantará pesadillas recordar los sudores escolares para distinguir los dativos de los acusativos en las declinaciones del latín. Paciencia, lector, ya casi llegamos. Estamos a mediados del primer milenio antes de nuestra era y tenemos a nuestros españolitos del momento influenciados por las corrientes civilizadoras de griegos y fenicios que, como consecuencia, producen cierta uniformidad cultural según sea mayor o menor lo aprendido. Los del Levante y Andalucía parecen que van un poco más adelantados con respecto a los más asilvestrados del centro y norte de la península (lo que sucede por no tener playas en mares calentitos).

Los romanos llegaron España (a partir de ahora Hispania, nombre dado por los romanos, frente al de Iberia, que era de origen griego) de modo casi circunstancial e involuntario; hasta cierto punto. Resultó que su venida fue provocada por la expansión de otro pueblo que seguramente a muchos les resultará familiar: los cartaginenses. Eran estos los habitantes de Cartago y sus alrededores, en la actual Túnez; la ciudad había sido fundada en el siglo VI a. C. por colonos fenicios procedentes de Tiro (Líbano); los cartaginenses construyeron un pequeño imperio comercial en Sicilia, Córcega y Cerdeña y también en la península ibérica, en clara competencia con los intereses griegos en las mismas zonas. Cuando Tiro decayó, Cartago se hizo con los intereses comerciales que aquellos tenían por el Mediterráneo central y en las costas españolas, en particular Gades (Cádiz).

Al mismo tiempo que los intereses de Cartago se extendían por el Mediterráneo occidental, una nueva potencia estaba surgiendo en la península itálica: Roma. Los romanos se hicieron primero con la región cercana a su capital y después subyugaron a todos los pueblos de la península itálica, incluidos a los etruscos. Roma se arrogó la defensa de las antiguas colonias griegas en todo el Mediterráneo, entre ellas Massalia (Marsella) y las que se encontraban en Iberia: Emporion (Ampurias, Gerona), Rhodes (Rosas, Gerona) y Hemeroskopeion (Denia, Valencia).

En esta situación era casi inevitable que las dos potencias emergentes chocaran en algún momento. El primer enfrentamiento fue la llamada Primera Guerra Púnica (púnica es por el nombre que los romanos daban a los cartaginenses, púnicus) librada entre el 208 y el 201 a. C. Los enfrentamientos no se dieron en Hispania sino en el sur de Italia y la guerra acabó con la derrota de Cartago y la pérdida de Sicilia, Córcega y Cerdeña. Dice la leyenda que una familia, y en particular un miembro de ella, Aníbal Barca, juró venganza y odio eterno a Roma. Tendría ocasión de demostrarlo, pues tras la derrota en el sur de Italia, los cartaginenses, liderados por la familia Barca, se afanaron en afianzar su dominio de la península ibérica, donde tradicionalmente tenían intereses heredados de sus antepasados fenicios, y fundan nuevas ciudades como Carthago Nova (Cartagena) y Akra— Leuke (la futura Alicante). Los romanos no tenían intereses por entonces en Hispania, pero, aleccionados por las colonias griegas, empezaron a inquietarse por los avances de Cartago. Ya en el año 226 a. C. habían llegado al acuerdo con los cartaginenses (Tratado del Ebro) para fijar sus límites de expansión en el río Ebro, cosa que pareció funcionar durante bastantes años. Pero en el año 219 a. C. los cartaginenses se empeñaron en conquistar Sagunto, cuyos dirigentes piden ayuda a Roma; esta no interviene durante el asedio, ocupados en otras tareas más importantes para ellos, pero cuando Sagunto cae exige a Aníbal que se retire de la ciudad; Aníbal rehúsa y eso es el comienzo de la Segunda Guerra Púnica que va a extenderse desde el año 218 hasta el 201 a. C. y que va a suponer la llegada definitiva de los romanos a la península ibérica; y un cambio transcendental en la historia de España, y de Europa. Esa guerra es larga y empieza con la iniciativa de Aníbal de marchar hacia Italia con un ejército de cien mil hombres (acompañado de elefantes) cruzando los Pirineos y los Alpes para caer sobre Italia por el norte; una proeza militar que sorprendió a los romanos. Aníbal vence en varias batallas (batallas de Tesino, Trebia y Trasimeno y, sobre todo, Cannas), pero cuando en el año 216 a. C. se encuentra a las puertas de Roma, casi indefensa, decide pasar unas vacaciones en Capua (las «delicias de Capua»): grave error que permite a los romanos reforzarse y, al final, vencer a Aníbal en la batalla de Zama (202 a. C.). Aníbal huiría, pero finalmente se suicidaría en el año 182 a. C. Fue un buen general.


Mapa de pueblos prerromanos.

En medio de estos acontecimientos, los romanos habían enviado un ejército a Ampurias en el verano del 218 a. C. para cortar la retaguardia de Aníbal de camino hacia Italia; ya no se irían durante los próximos cinco siglos. Al parecer, Roma no tenía mucho interés, de momento, en nuestras tierras, ocupada como estaba en consolidar la península itálica y contrarrestar, momentáneamente, otras amenazas en el Mediterráneo oriental. Pero la realidad es que una vez aquí, la voluntad o los acontecimientos hicieron que aquel primer desembarco fuera el primer paso de la conquista, consolidación e incorporación del mundo ibérico a la esfera romana. Fue un proceso duro y proceloso, pero el resultado fue que la ahora Hispania quedó irremediablemente unida a Roma, al Mediterráneo y a Europa de una manera definitiva. El mundo ibérico antiguo y medio prehistórico desapareció y un nuevo pueblo surgió al cabo de los siglos: el mundo hispanorromano. Los encargados de cortar la retaguardia a los cartaginenses en su camino hacia Roma fueron dos hermanos: Cneo y Publio Cornelio Escipión. El primero que desembarcó fue Cneo; en el verano del 218 llega a Ampurias con dos legiones y un cuerpo de tropas auxiliares itálicos; avanza hacia el sur y vence a los púnicos en la ciudad de Cesse, que se convertirá con el tiempo en la ciudad romana de Tarraco (Tarragona); luego avanza todavía más hacia al sur para alcanzar la línea del Ebro a la altura de la ciudad actual de Tortosa. Con esta operación imposibilitó a Asdrúbal, hermano de Aníbal, reforzar a este último en sus operaciones en Italia. En el 217 a. C. llega Publio, pero a partir de ahí los dos hermanos sufrirán sucesivas derrotas que les obligan a replegarse más al norte.

Los romanos ya tienen puestos sus ojos sobre Hispania. Un nuevo miembro de la familia Escipión vuelve a Tarraco en el año 209 a. C. para acabar con la resistencia cartaginesa. Mediante la fuerza, o por medios diplomáticos, consigue el apoyo de pueblos hispanos y tras victorias en Carthago Nova y en Bailén (recuerden este nombre, que aparecerá muchas veces en la historia española), finalmente se hacen en el 206 a. C. con la última y más grande colonia púnica: Gades. La presencia fenicia en España acababa; los romanos van a sustituirla. De momento, solo dominan una pequeña franja a lo largo del levante español y otras porciones a lo largo de los valles del Ebro y del Guadalquivir, pero se iniciaba un largo proceso de romanización en la que a través de guerras crueles y, a veces, diplomacia van a imponer una depredación económica, pero también una impregnación cultural que marcará para siempre a este país y sus habitantes. Hispania se convertirá en una de las primeras regiones del Mediterráneo a la que llegaron los romanos, pero una de las más obstinada en cederle el dominio. Los romanos se empeñaron cerca de tres siglos para dominarla. Lo nunca visto.

Los romanos fueron durante su apogeo un pueblo nada clemente con los que se le resistían. A pesar de la derrota de Aníbal y de la consecuente decadencia del poder cartaginés, hubo un romano y gran orador, Catón, que se empeñó en que la destrucción de Cartago debía ser total. Sería en el año 146 a. C. cuando Cornelio Escipión Emiliano pasa al norte de África y arrasa la ciudad de Cartago y sus alrededores, acabando con la historia de los cartaginenses. Sus habitantes fueron vendidos como esclavos.

Después de prestar atención a otros intereses en el Mediterráneo oriental, los romanos no cesaron de seguir prestando la atención debida a Hispania. En el año 196 a. C. ya crean las dos primeras provincias fuera de Italia: la Hispania ulterior y la citerior. Dirigidas por un pretor cada una, serían las bases territoriales y administrativas para continuar la expansión territorial hacia el interior y para asentar colonias que a su vez servirían de bases a nuevas expansiones. Habría periodos de tranquilidad y diplomacia; y otros, los más, de dura lucha por hacerse con el dominio de las tribus refractarias a perder su independencia. La base de partida era la estrecha zona cercana a las costas mediterráneas para después, siguiendo como ejes de penetración los ríos Ebro y Guadalquivir, avanzar hacia la meseta, acabar con todas las resistencias y llegar el Atlántico. Ya queda dicho: tres siglos de dura lucha, cuyo relato les dejo para otro momento, pero cuyos eventos principales paso a resumir.

Ya hemos mencionado que el mundo ibérico con el que se encontraron los romanos era variado y diverso. Algunos pueblos tenían una cierta patina de civilización (los tocados por la suerte de la colonización griega o fenicia, los más cercanos a la costa mediterránea) pero otros (los pueblos celtíberos y celtas del interior) vivían sobre todo de la agricultura poco desarrollada, de la ganadería… y de frecuentes guerras de botín con sus vecinos. Uno de los primeros pueblos con los que se toparon los romanos fueron los ilergetes, situados en la zona de la actual Lérida; liderados por los caudillos Indíbil y Mandonio, hacia el año 205 a. C. libraron una cruenta guerra que acabó con la muerte de ambos personajes, la derrota de su pueblo y la esclavitud para los supervivientes. En su avance hacia la meseta, los romanos tendrían que librar otra cruenta guerra (llamada por los historiadores guerras celtibero—lusitanas) desde el 155 al 133 a. C. Eran estos pueblos poco refinados en su manera de vivir y se dedicaban fundamentalmente a la ganadería seminómada y en sus constantes movimientos chocaron con los romanos. O los romanos chocaron con ellos, pues en el año 150 a. C. el pretor Galba había perpetrado una gran matanza de lusitanos cuando, reunidos y desarmados con la promesa de repartición de tierras, acuchilló o esclavizó a los reunidos sin compasión. Uno de los supervivientes, Viriato, cuenta la tradición que juró venganza y odio eterno a los romanos; el resultado fue que durante años llevó a cabo una lucha de guerrillas que puso en jaque a los romanos en diversas ocasiones hasta que la llegada de un ejército consular al mando de Fabio Máximo (de la familia Escipión) enderezó la situación en favor de los romanos. La división de los lusitanos, algunos de los cuales propugnaban un acuerdo con los romanos, propició que Viriato fuera asesinado, cuando dormía, por tres de sus colaboradores. Era el año 139 a. C. y, para que conste, los traidores se llamaban Audax, Ditalcón y Minuro. Dice la tradición que cuando estos fueron a buscar su recompensa ante las autoridades romanas estas les contestaron que Roma no pagaba a traidores. ¡Qué bonito si fuera cierto!

Tras la muerte de Viriato continuó la lucha de los lusitanos y celtiberos de la meseta; los romanos tampoco pararon y en sus incursiones llegarían hasta Galicia. Para el dominio total de la zona, los romanos tendrían que hacerse con un último foco de resistencia: Numancia. Numancia era una antigua ciudad de una de las tribus celtibéricas, los arévacos, y sus orígenes se sitúan entre los siglos II y I a. C. Los acontecimientos que habrían de llevar a la destrucción de Numancia empezaron cuando una ciudad de la zona, Segeda, de las tribus de los belos, quiso ensanchar sus murallas, cosa a la que los romanos no estaban dispuestos. Los belos fueron derrotados y los supervivientes buscaron apoyo y refugio en Numancia. Los romanos asediaron durante diez años la ciudad hasta que el Senado romano decide acabar con la situación y envía a Cornelio Escipión Emiliano (el vencedor de Cartago); este primero disciplinó a los cincuenta mil hombres que disponía para acabar con los cuatro mil celtíberos que se encontraban dentro de las murallas numantinas; luego, montó una serie de campamentos alrededor de la ciudad y se dispuso a doblegarla por el hambre. En el verano del 133 a. C. (recuerden la fecha, a veces sale en preguntas tipo test) los numantinos que sobrevivían se rindieron; antes, muchos se suicidaron y otros se quemaron vivos. Escipión acabó con lo que quedaba de la ciudad y repartió a los supervivientes como esclavos; él se reservó cincuenta para exhibirlos en triunfo en Roma. Los restos de Numancia se encuentran en un cerro cerca de la ciudad de Soria. Merece la pena una visita.


Hispania romana

Con la caída de Numancia quedaba casi toda la meseta en manos de Roma; solo resistían los cántabros, los astures y los vascones, en las estribaciones montañosas del norte de la península. En el año 123 a. C. el cónsul Cecilio Metelo conquista las Baleares y funda dos colonias: Palma y Pollentia. Los romanos ya habían empezado a fundar colonias —que con el tiempo se convertirían en ciudades— en los límites de sus dominios, como forma de defender sus posesiones y como factor de atracción a otros pueblos; así surgen Graccurris (Alfaro), Iliturgi (Mengíbar, Jaén) y, en el año 170 a. C., Carteia (Algeciras), primera colonia latina fuera de Italia, para albergar cuatro mil hijos de soldados romanos y mujeres indígenas que solicitaban al Senado un status jurídico superior al que tenían; según las leyes, los hijos de un ciudadano solo podían ser reconocidos como ciudadanos si la madre era ciudadana; el pretor Canuleyo, en nombre del Senado, los hizo libres y con la concesión de tierras en Carteia les otorgó el estatuto de latinidad. Llama la atención que ese mismo estatuto se concediera a los antiguos pobladores de la ciudad. Un caso semejante sucedió con la colonia de Córdoba, fundada por Marcelo en el 168 o 152 a. C. donde con el establecimiento de colonos se concedió la ciudadanía a numerosos indígenas. Ambas fundaciones indican la existencia de un grupo importante de colonos, romanos e itálicos, en su mayoría antiguos soldados que tras su licenciamiento decidieron quedarse en la península como agricultores, convirtiéndose en un factor más de romanización.

Aquí tenemos que hacer referencia a la situación general de Roma para poder seguir con nuestro relato. La expansión del dominio romano por todo el Mediterráneo y zonas contiguas provocó un cambio social en la ciudad de Roma y en sus ciudadanos; la clase alta detentaba el poder político, tanto en la metrópoli como en las provincias que, a su vez, les procuraba un poder económico en aumento. A mediados del siglo I a. C. empezó a surgir una demanda de acceso a ese poder por una parte de la sociedad (équites); mientras, se degradaba la condición de agricultores y artesanos sobre los que en los primeros momentos de la República romana se habían sustentado los valores de la sociedad y el reclutamiento del ejército, que ahora engrosaba la cada vez más numerosa plebe. Estas tensiones iban a desencadenar, durante la última mitad del siglo I a. C., una serie de guerras civiles que tendrían en Hispania un escenario donde dirimir sus luchas. El triunfo de Julio César, uno de los personajes claves de la historia de Roma, en Munda (en las cercanías de la actual Montilla, Córdoba) el año 45 d. C. acabó con ese periodo de guerras civiles y supuso una reorganización profunda y administrativa de Roma, que se podría resumir en que la República daba paso al Imperio. A partir de ahora, el que gobernara en Roma sería emperador: jefe político, sumo pontífice —jefe religioso— y jefe supremo del ejército. Hispania fue un elemento clave en estos cambios; allí se dieron las principales batallas entre las facciones y los hispanorromanos se vieron involucrados en una u otra facción, lo que por otra parte era prueba de que la península ibérica era ya un territorio importante en el mundo romano y que a su vez el mundo romano ya era parte de la sociedad y de los pueblos hispanos.

El tiempo y el Imperio acabaron por profundizar esos cambios. Si el paso de Julio César —que murió en el año 44 d. C. asesinado por un allegado, Bruto— dejó una huella perenne en Hispania, su sucesor, el emperador Augusto, resultó aún más definitivo; acabó con los últimos reductos refractarios al dominio romano (los astures, cántabros y vascos) y pacificó definitivamente a los habitantes de esta península. Augusto instauró una nueva división territorial (provincias de Citerior (con capital en Tarragona), la Bética (capital Córdoba) y la Lusitania (con capital en Emérita Augusta, la actual Mérida). El proceso de romanización se materializó también con la fundación de nuevas ciudades (Barcelona, Zaragoza, Calatayud) y la inclusión total de la economía hispana en la estructura comercial del Imperio. De esta manera, la tradicional fragmentación de los pueblos hispánicos empieza a diluirse y nace la conciencia de pertenecer a un orden común, aunque persistiendo matices y diferencias en el grado de romanización. En el año 70 d.C. el emperador Vespasiano concede a los hispanos la ciudadanía plena de latinidad; a partir de ahora, los ciudadanos de Hispania entrarán en el ejército y podrán acceder a todos los cargos del Imperio. Prueba de que las cosas habían cambiado mucho en Hispania es el acceso del hispano nacido en Itálica (Sevilla) Marco Ulpio Trajano (a partir de ahora Trajano) al rango de emperador; gobernó el Imperio desde el año 98 hasta el 117 y fue el primer emperador oriundo de una provincia; luchó en Dacia (Rumanía) y en tierras de Oriente Medio y durante su gobierno el Imperio Romano alcanzó la máxima extensión territorial. Además de la Columna Trajana en Roma, dejó en España el arco de Medinaceli: no sabemos si era del Betis o del Sevilla, pero sevillano sí era. Le sucedió otro hispano, Adriano (76—138), que luchó contra los judíos y construyó un muro de defensa en Britania (Gran Bretaña) y que está enterrado en el Castillo de San Ángelo en Roma. Los dos fueron buenos emperadores. El otro emperador de origen hispano fue Marco Aurelio, que gobernó el Imperio desde el año 161 al 180; aunque fue un buen estratega y un hombre de pensamiento, no tuvo compasión con los cristianos de su tiempo, a los que persiguió con saña. Hispania no dio solo a Roma emperadores sino también escritores y pensadores como Séneca, Quintiliano y Marcial.

Pero Roma también fue cambiando desde su fundación (750 a. C.) hasta los primeros siglos de nuestra era. Entre otras cosas, en el aspecto de la religión. Los romanos eran politeístas y la religión estaba unida al poder político, aunque con el tiempo supieron adaptar dioses foráneos a su panteón particular; durante la época imperial se veneraba al soberano como encarnación del Estado y el ejército y los ciudadanos romanos tenían una fuerte impronta religiosa, no obstante mostrar cierta tolerancia con otras religiones. La aparición del cristianismo representaría un cambio fundamental en la historia de Roma, del mundo y de España. Como religión monoteísta, el cristianismo no aceptaba otra religión, ni otros dioses, ni toleraba entre sus fieles prácticas religiosas incompatibles con su fe; en este aspecto, chocaría contra las autoridades romanas que a su vez no podían aceptar la superioridad de una religión que no fuera la oficial. Durante los tres primeros siglos de nuestra era, los cristianos fueron perseguidos por los romanos, a pesar de lo cual siguieron extendiéndose por el Imperio. En el siglo IV, el cristianismo vence todas las resistencias y es, primero, tolerado y, después, se convierte en la nueva religión del Imperio (o de lo que quedaba).

En España, el cristianismo arraigó fuertemente desde el principio, propagado por anónimos cristianos, a veces, confundidos con judíos que comenzaban la diáspora en los primeros años de nuestra Era; los soldados del ejército y cierta propagación de fieles del norte de África produjeron definitivamente el asentamiento, florecimiento y consolidación del cristianismo en la Hispania romana; un hecho transcendental para la historia de España. En el siglo VIII comenzó la tradición sobre la venida de Santiago a España, aunque es más probable que el que lo hiciera fuera San Pablo y debió producirse entre los años 63 y 67.

A partir de comienzos del siglo II, el Imperio romano entra en una fase de decadencia imparable, un fenómeno ampliamente analizado desde entonces por los historiadores. Para algunos de estos, la decadencia vino consecuencia de la decadencia moral y la relajación de las virtudes ciudadanas que habían alentado en los romanos en los primeros tiempos de su historia; para otros, era el desarrollo normal de toda obra humana: se nace, se vive y se muere. Irremediablemente.

De cualquier forma, el imperio romano logró sobrevivir cerca de mil años y su impacto en Hispania fue imperecedero. La antigua división tribal de los iberos había dado paso a un sentimiento de unidad, de pertenencia a un mundo mediterráneo, con una lengua y, al final, con una religión común. La España que

conocemos nació con los romanos.


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