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PRÓLOGO

A las dos de la madrugada del 29 de marzo de 1939, Manuel García Corachán (Valencia, 1912-1974), abogado en la vida civil y capitán del Cuerpo Jurídico del Ejército de la República, como tantas otras personas que temían las represalias fascistas, se vio obligado a emprender un viaje que le alejara del terror y le llevara a la libertad. Sin embargo, el trayecto de Valencia hasta el puerto de Alicante determinó su entrada en el laberinto de incertidumbres, pesadillas y miserias que supusieron los campos de concentración, las cárceles y los juicios sumarísimos organizados por los ideólogos, militares y funcionarios judiciales del franquismo.

La huida accidentada hacia Alicante —descrita en el texto con la minuciosidad de una secuencia cinematográfica— distanció a Manuel García y a sus compañeros de una Valencia que, según numerosos testimonios, había sido, hasta finales de 1937, una ciudad tranquila en apariencia, un oasis en medio de una lucha encarnizada que presentaba una notable efervescencia cultural y un inusual ambiente cosmopolita. Y también le separó de su familia —tan indispensable para él—, al igual que destrozó, en pocas horas, la esperanza, ilusión y esfuerzos que había aportado para conseguir un país nuevo y democrático.

Así, los efectos perversos de la historia le llevaron al Campo de los Almendros, al deAlbatera, al Seminario de Orihuela, a la Prisión-Reformatorio de Alicante, a la Cárcel Modelo de Valencia y al Penal de San Miguel de los Reyes de la misma ciudad. Es decir, a un camino inhóspito —casi un regreso a las cavernas—, trazado al capricho del franquismo victorioso, en el que tuvo que sobrevivir enfrentándose a la brutalidad y sorteando —con acatamiento resignado, no desprovisto de ironía— las normas rígidas y los rancios preceptos establecidos por los funcionarios del nuevo régimen y por la religión católica.

En sus memorias, Mariano Rawicz comenta que, durante la larga estancia que permaneció en San Miguel de los Reyes, observó que muchos presos anotaban, en cuadernos improvisados, los avatares diarios de la vida carcelaria. Lamentablemente, la inmensa mayoría de aquellos testimonios se ha perdido; unos, nunca se acabaron de escribir, y otros no se conocen porque, al finalizar la reclusión, sus autores prefirieron destruirlos y olvidar para siempre aquel descenso a los infiernos. También se dio el caso de penados que desestimaron publicar sus memorias, para no involucrar a otros compañeros y, asimismo, ante el temor a las muy probables represalias. Por ese motivo, resulta imprescindible la crónica de Manuel García que, descarnada y despojada de virtuosismos literarios, permite reconstruir con rigor uno de los más lamentables episodios políticos que sucedieron en una época, aún reciente, de la historia de nuestro país.

A diferencia de otros textos similares, el de Manuel García dejó a un lado los recursos poéticos para, de forma muy directa, con crudo realismo, describir la rutina diaria en aquellos lugares dominados por los bulos, la crueldad, la fatalidad, el castigo arbitrario y los múltiples e inestables malabarismos que casi todos los penados debieron inventar para seguir con vida. El título de su relato no deja lugar a dudas: Memorias de un presidiario (en las cárceles franquistas).

Pero esta primera experiencia de Manuel García como narrador —forzado por las penosas circunstancias y la ira ante las manifiestas injusticias—, en la que había intentado, sin concesiones, al estilo de los dibujos de George Grosz, mostrar a los oprimidos el verdadero rostro de la clase dominante, desembocó en una pasión por escribir.

Tras más de dos años de injustificado cautiverio —y habiendo sido condenado a treinta años de prisión— quedó libre y viajó a Barcelona donde, con nombre falso —temía que la policía franquista lo volviera a detener—, trabajó impartiendo clases y en un kiosco de periódicos. Hacia finales de los años cuarenta regresó a Valencia y ejerció como abogado, intentando también la aventura literaria. Además de escribir distintos textos profesionales, en 1953 fue finalista del Premio de Teatro de la Diputación Provincial de ValenciaconlacomediapolicíacaEn la oscuridad,estrenadaesemismoaño en el Teatro Serrano por la Compañía de Ana María Méndez, José Codoñer y Emila Clement. Y, en 1959, Editorial Aguilar publicó su novela Hasta alcanzar la cumbre, en la que reflejó su admiración por Ernest Hemingway. Asimismo, realizó adaptaciones de cuentos clásicos dirigidos a la infancia.

Pero la Valencia que encontró Manuel García, después de una década de prisión y alejamiento, no tenía nada que ver con la de los años treinta.

De aquella ciudad, en la que los artistas y escritores se citaban en el Ideal Room o en el Café Wodka e iban a escuchar a la Orquesta Dernier Jazz en el Sanghai Music-Hall, ya no quedaba rastro alguno. Más frustración. El lugar era, entonces, un páramo cultural —la tierra de la modernidad imposible— en el que gracias al aislamiento de la dictadura, la reacción contra las ideas modernas y la censura, dominaba un “selecto” grupo de artistas y escritores adeptos al régimen que rechazó, sistemáticamente, cualquier intento crítico o renovador.

Manuel García falleció a temprana edad. Nunca se reconcilió con los vencedores. Y muy marcado por los años de cautiverio, aguardó el momento de publicar estas memorias que conservó y revisó, disciplinada y obsesivamente, a lo largo de su vida.

CARLOS PÉREZ

Memorias de un presidiario (en las cárceles franquistas)

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