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Caminata con Rubén Caba por tierras del Arcipreste

El 8 de mayo de un año indeterminado de la década de los setenta del pasado siglo (probablemente fuera en 1974, o en 1975), un escritor hoy apenas conocido, Rubén Caba, hacía noche en la villa alcarreña de Hita. Pernoctó, en la casa particular de Marta, una feligresa recomendada por el párroco (no sabemos más detalles) puesto que, según escribió el propio Caba, “el pueblo no dispone de fonda ni hay nadie que alquile habitaciones”. Al día siguiente emprendió el viaje, a pie y “en cabalgadura” (que sería en unos tramos mula en otros burro), que nos cuenta en un libro hoy inencontrable titulado Por la ruta serrana del Arcipreste (publicado en 1977 y reeditado en 1995), libro que tuvo, además, una versión previa aún más inencontrable, Salida con Juan Ruiz a probar la sierra. He comprobado, de todos modos, que la magia de Internet puede facilitar la tarea del lector/viajero al que acucie la curiosidad y el deseo de poseerlo.

Leer hoy ese libro es hacer un doble viaje: al tiempo de Juan Ruiz, a los episodios que cuenta en sus Cantigas y que discurren a comienzos del siglo XIV y, sobre todo, a la realidad de los años setenta del siglo XX en un territorio tan cercano a Madrid como poco conocido. Rubén Caba caminó y cabalgó a lo largo de más de 400 kilómetros de la mano del Arcipreste.

Así nos cuenta su salida de Hita de camino a Uceda y Torrelaguna: “Morral a cuestas, garrota en mano, pie calzado con bota caminera y el prurito de partir hacia la sierra. Con el primer sol, el lector pone proa a Taragudo, aldea que no tiene campo de fútbol ni cancha de frontón (...), sino una explanada donde los jóvenes practican el baloncesto”. De ese modo comienza, tras un pequeño capítulo descriptivo de la villa de Hita, Rubén Caba su caminata. Y así iniciamos, metiéndonos en su piel, nuestro viaje.

Un viaje que discurre, en veinticinco jornadas, por llanadas de verdes trigales, por alamedas inmensas al cruzar el puente sobre el Jarama antes de enfilar hacia la sierra, que sube por una casi desconocida carretera de montaña entre Torrelaguna y Lozoyuela (allí se mezclan jara y abismos de roca por igual), que se adentra en el valle del Lozoya y sus praderas y sus pueblos ribereños hasta llegar a Rascafría y al monasterio cartujo de El Paular ─donde evocará a un poeta olvidado y cantor de sus bosques, Enrique de Mesa─ y enfilar hacia el puerto de montaña de Malagosto hasta llegar a Sotosalbos y más tarde a Segovia para entrar en la “otra sierra del Guadarrama”, subir a la Fuenfría y llegar a San Rafael, a La Tablada, a Guadalix.... hasta volver por Torrelaguna, Valdepeñas de la Sierra, Tamajón, Cogolludo y al fin Hita. Casi un mes caminando, ¡se dice pronto!

Con la palabra de Ruben Caba nosotros caminamos también. Y sentimos bajo nuestras posaderas la grupa de la yegua Paola o del burro Chaparro. Respiramos el aire, oloroso a cerveza y a humo, de Casa Paca, lugar de las partidas de naipes de las tardes en Oteruelo, cenamos en Rascafría al arrullo de las melodías que cantan una chicas a la puerta de la fonda, conocemos a los párrocos de Sotosalbos y Rascafría, dialogamos con un ciclista británico perdido por aquellos caminos, recorremos el itinerario que, en Segovia, hacía Antonio Machado cada mañana para ir al instituto y olemos al lobo, como lo hace la yegua, entre Valdepeñas de la Sierra y Tamajón, ya de vuelta al lugar de partida.

Pero si algo nos sorprende de manera especial es ver en el libro, en el mapa que precede al relato, el nombre de una auténtica y desconocida maravilla. Se trata de las ruinas de un monasterio cisterciense casi desconocido, el monasterio de Bonaval, una celebración entre románica y gótica cercana a Tamajón y Retiendas Y, cómo no, leer términos a punto de perderse como cayada, trocha, marañal, breñas, o labores, que en la ciudad hemos olvidado del mismo modo que olvidamos las palabras que las nombran: “apriscar la yeguada”, por ejemplo. Es decir, llevarla al refugio del aprisco (otra hermosa palabra).

Terminamos el viaje deseando iniciarlo de nuevo. Y preguntándonos, al cerrar el libro, qué ha sido, más de treinta años después, de los personajes que nos han salido al paso durante los veinticinco días en que hemos acompañado a Rubén. También de Paola, la yegua, y de Chaparro el rucio. Casi nada.

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