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ОглавлениеVisita a Bécquer en su celda de Veruela
A Félix Romeo, in memoriam.
“Hace dos o tres días, andando a la casualidad por entre estos montes, y habiéndome alejado más de lo que acostumbro en mis paseos matinales, alcancé a descubrir, casi oculto entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino, un pueblecillo cuya situación, por extremo pintoresca, me agradó tanto, que no pude por menos de aproximarme a él para examinarlo a mis anchas”.
Estas palabras, en las que Gustavo Adolfo Bécquer nos cuenta, al comienzo de la tercera de sus cartas Desde mi celda, su paseo matinal por los caminos de las estribaciones del Moncayo, fueron escritas desde la celda que ocupó, entre diciembre de 1863 y octubre de 1864, en el Monasterio de Veruela, una maravilla de piedra dorada del románico, nacida en el siglo XII a partir de una abadía cisterciense y perdida entre la vegetación de una de las carreteras que llevan a Vera del Moncayo. El pueblecito al que se refiere es un pequeño enclave, al pie del Moncayo, llamado Trasmoz. En las palabras de Bécquer y en el librito que en 2008 publicó la editorial Olifante, titulado Carta tercera Desde mi celda, hay una puerta que todos podemos abrir. Es la puerta a otro tiempo y a un lugar maravilloso y envolvente que es preciso visitar: la comarca del Moncayo, el propio Moncayo y, sobre todo, el por tantas razones inquietante, casi inverosímil, monasterio citado.
Viajar con la palabra de Bécquer es, también, sentarse junto a él en la fría celda a escribir a la luz de la vela, es recobrar sus leyendas, hechas de ruinas catedralicias, luces nocturnas, amores furtivos y extrañas pesadillas con los espíritus de El monte de las ánimas. Es recobrar un tiempo frío, de achacosas diligencias, de trayectos a caballo por caminos amenazados por ladrones, frecuentados por mendigos y llenos de posibilidades imprevistas. Era el siglo XIX, un siglo todavía no mecanizado en el que sólo el ferrocarril recién nacido podía competir con los viajes en carro o a caballo (aunque sólo en algunos trayectos) de un país todavía ineficiente y subdesarrollado. Por ello, trasladarse, como hizo el autor de Rimas, de Tarazona a Veruela, a lomos de un mulo y en pleno invierno era, entonces, una tarea casi titánica. A ello se refiere Jesús Rubio Jiménez, autor del prólogo y de la edición del libro: “El trayecto final en mulo se hace brusco e incómodo para el débil poeta”. Y así lo cuenta el propio Gustavo Adolfo: “anduvimos no sé cuántas horas, porque no tenía conciencia del tiempo”.
Bécquer nos lleva a Veruela, nos hace pasear sobre la hojarasca de los caminos de los alrededores, enamorarnos de la arquería gótica de claustro e iglesia y detenernos ante los pequeños cementerios de aldea a los que tanta devoción mostró (“en más de una aldea”, nos dice, “he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre melancólica”). También nos invita a pensar en la vida y en la muerte y, de manera muy especial, alimenta y y alienta nuestra vocación viajera. Es decir, nos invita a acudir al Moncayo, a conocer Vera, o Litago, o el pequeño Trasmoz, ese lugar donde hoy se levanta, como un homenaje permanente, la Casa del poeta gracias al impulso de una pequeña editorial, Olifante, y de una auténtica poeta de la edición, Trinidad Ruiz Marcellán. Viajemos, con Gustavo Adolfo Bécquer, hasta allí. Nos esperan.