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La sierra del poeta olvidado: otro Madrid

“Álzase el monasterio al pie de la montaña, en el término de la pradería risueña, donde la llanura, tras ondular suave, áspera se enrisca. Destacan sus viejos muros, dorados por el sol de los siglos, en el fondo negruzco del pinar espeso; los tapiales de su huerto corren aguas abajo, siguiendo el curso del río, que desde las nevadas cumbres impetuoso se despeña por lechos de rocas, y en el llano deshace sus espumas y serena los cristales de su corriente”.

Con esas palabras describe el poeta olvidado la soledad en que vivía, a principios del siglo XX, el monasterio de El Paular. Es un fragmento del capítulo “Lugar de ventura” que forma parte de un libro que publicó en 1910 titulado Andanzas serranas.

El poeta olvidado se llama Enrique de Mesa, nació en Madrid en 1878 y murió en la misma ciudad en 1929. Viajó mucho por las tierras de España, sobre todo por Castilla. Y viajó, de manera muy especial, por la madrileña sierra del Guadarrama. No sólo por la convencional, conocida por esquiadores, montañeros y excursionistas poco amigos de los secretos de la naturaleza y de loar paisajes semidesconocidos, sino por la “otra sierra”, por las tierras que, siguiendo el curso del río Lozoya, se extienden desde Somosierra, al norte-norte de la capital, hasta Rascafría (donde nuestro poeta cuenta hoy con un colegio público que lleva su nombre) y el monasterio de El Paular antes de embocar el puerto de Cotos.

Enrique de Mesa escribió un libro de poemas memorable titulado El silencio de la Cartuja, que publicó en 1916 aunque gran parte de sus versos estuvieran fechados a principios de siglo. Y, seis años antes, publicó el libro en prosa citado al principio (hoy encontrable en edición facsimilar), Andanzas serranas, cuya lectura resiste, con una vitalidad enorme, el paso del tiempo hasta seducir, por su dúctil lenguaje, al lector de este siglo XXI de las redes sociales y la globalización.

El caso es que este poeta madrileño, coetáneo de Antonio Machado, de Juan Ramón Jiménez y, en general, de los escritores del 98, hizo de esa sierra encauzada en el Valle del Lozoya lugar recurrente de sus caminatas, de sus viajes en diligencia, en carreta o en algún renqueante automóvil de la época (en aquellos años, cuesta imaginarlo, ese valle estaba a casi una jornada de distancia de Madrid) y espacio privilegiado de buena parte de su obra literaria. Leyendo sus poemas y las crónicas viajeras por esas tierras altas nos acercamos a una realidad en parte desaparecida. Ahí está la sierra en la que la agricultura tenía un papel de mera supervivencia, las montañas en las que cada pueblo (Garganta, Canencia, El Cuadrón, Lozoya, Robregordo, Pinilla.... son nombres a los que alude) era un mundo pequeño y protector, la sierra de los cabreros, de los potros salvajes que irrumpían entre los árboles, de las leyendas contadas al amor de la lumbre en las noches de invierno (“Corazón de la invernada, / noche de lobos y hielo”) mientras afuera la nieve caía a rachas; la sierra de las brujas y los aparecidos, del ancestral miedos a un lobo que era amenaza para el ganado y para los caminantes solitarios.... Una sierra de extensas praderas junto al río a cuya orilla llegaban, en las mañanas primaverales, los cantos de los cartujos del cercano monasterio...

Enrique de Mesa nos acompaña con su palabra viajera y no sólo nos lleva por paisajes que hoy, en una gran parte, son casi idénticos a los que cantaba en sus poemas y prosas, sino que nos sumerge en la sensualidad de un lenguaje en el que reviven palabras que creíamos perdidas: palabras que huelen, que se saborean, que se mastican y en las que se contiene ese pasado de una sierra distinta en la que el hombre aparecía fundido, para lo bueno y para lo malo, con la naturaleza. Por ejemplo: majuelos, endrinos, colodras, aprisco, zagal, eriazo, añojal, garniel, tolvanera, serna, simienza, pastizal, breñas, cayada, vellón, cacera, canchos, majadal, zajón, cañariega, piornos, tolva, cenceño, nevero... Todas ellas están en la literatura de Enrique de Mesa. Todas ellas nos hacen viajar a una tierra cercana y lejana a la vez y a un tiempo en el que el lenguaje formaba parte, como si de una hierba aromática se tratara, de esa zona de intersección entre el hombre y el paisaje que hoy sólo encontramos en el mundo rural (y no en todo).

Esa amalgama de sensaciones (muchas de ellas a punto de desaparecer) y esa inmersión en el universo serrano a la que nos invita este poeta al que, al menos en parte, hemos intentado sacar del olvido, se concentra, como si de su proteína se tratara, en la estrofa que, procedente de “El poema del hijo”, de un libro muy posterior titulado La posada y el camino (1928), sirve de cierre a este capítulo:

“Quieta la tarde y dulce.

─Ven al campo, hijo mío:

comeremos majuelas,

iremos al endrino,

te alcanzaré las bayas de los robles,

y, en aquel regatillo

de los helechos, cogerás las piedras

y cortarás los lirios”.

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