Читать книгу Ser digital - Manuel Ruiz del Corral - Страница 10
ОглавлениеObjetos que se entienden. Nuevos amantes
Imagine el lector que su supermercado de confianza le sirviera la cesta de la compra en casa. No tras un pedido previo a través de Internet, sino sin hacer nada. Imagine que en su puerta aparece exactamente lo que usted necesita, y en el momento en que lo necesita. Imagine que la noche anterior se le acabó la leche o el café, y que lo tiene listo para desembalar en la puerta de casa justo a la hora del desayuno.
Imagine que cada producto tuviera un sensor electrónico incorporado en su envase, y que todos estuvieron conectados entre sí, diseñados para saber cuando se abren, cuando se consumen, como se maridan, o cuando se deterioran o caducan. Imagine que toda esta información se envía al supermercado de forma incesante, y que sus modelos predictivos extraen su patrón de consumo diseñando la cesta de la compra por usted. Tan solo pidiendo su confirmación con un pequeño gesto en su smartphone.
Esta fantasía es un futurible de lo que la industria denomina hoy el «Internet de las Cosas»: objetos conectados entre sí que son capaces de entenderse y que toman decisiones por las personas. En una vaga simplificación, esta tecnología trata de relacionar todos los sensores y programas informáticos entre sí, eliminando gran parte de las ineficiencias y los errores de la actividad humana y agilizando el pulso de la sociedad.
Ampliando el horizonte más allá de la cesta de la compra, las aplicaciones de este fenómeno son, una vez más, tan impactantes como apasionantes. Uno de los principales potenciales de esta conexión entre las cosas es garantizar la sostenibilidad de los recursos en las ciudades fuertemente impactadas por los nuevos modelos demográficos tendentes a la concentración de la población en grandes urbes. Así podríamos crear ciudades inteligentes que decidieran por sí mismas de forma autónoma con el objetivo de ser más eficientes. Por ejemplo, la ciudad podría ahorrar energía utilizando la iluminación predictiva en función de la trayectoria de los viandantes o vehículos, indicar a cada conductor donde aparcar en función del sitio libre más cercano a su destino, o ser más eficientes en la distribución del agua a los hogares, parques y jardines conectando los sensores climáticos y de humedad con los de la red hidráulica. Todo ello gobernado por un sistema informático ajeno a la participación humana en muchas de sus decisiones. Hoy en día, y sin existir aún la perfecta ciudad inteligente per se, abundan las iniciativas vinculadas a la transformación digital de las ciudades y una fuerte apuesta de los sectores públicos y privados por apoyarlas.
En una dimensión más humana, también se prevé que la llegada masiva del «Internet de las Cosas» tenga un importante impacto en el mundo laboral. Según los analistas(R), en el 2020 la cuarta parte del volumen de trabajo de las empresas será gestionada directamente por las máquinas, sus robots y sus objetos conectados, creando nuevos puestos de trabajo y destruyendo muchos más. En este sentido, las grandes oportunidades competitivas para los nuevos científicos de datos quedarán matizadas por la desaparición neta de cinco millones de puestos de trabajo(R), especialmente aquellos cuyas funciones sean de tipo administrativo. Más de la mitad de los alumnos que estudian primaria en nuestros días trabajará en puestos que aún no existen, y muchos de los trabajadores pasarán a ser supervisados por un roboboss, es decir, por un programa informático de inteligencia artificial capaz de supervisar los objetivos de sus trabajadores y generar las instrucciones adecuadas. Otros tantos serán obligados a llevar consigo medidores de sus constantes vitales como requisito del servicio de prevención de riesgos laborales, y su ubicación será permanentemente monitorizada a través de los sensores de posición de su teléfono móvil corporativo.
Podría seguir citando casi indefinidamente un sinfín de aplicaciones y previsiones extraídas de los estudios y proyecciones de mercado que existen al respecto, pero dejo ese espacio de investigación al lector interesado, para lo cual puede apoyarse en algunas referencias bibliográficas que podrá encontrar al final de este libro.
La idea de incuestionable relevancia que se desprende es que este «Internet de las Cosas», esta hiperconexión de los objetos, se unirá a la hiperconexión de las personas, creando un nuevo ecosistema al que el ser humano deberá adaptarse de forma inevitable. Un ecosistema que debiera ser el prolegómeno de la robotización de la sociedad, en la que la convivencia con objetos inteligentes será algo cotidiano.
Objetos humanizados de cualquier forma imaginable (imágenes, voces, hologramas, máquinas, robots, etc.) que serán capaces de entender nuestro lenguaje, adivinar nuestras inquietudes y predecir nuestros deseos a partir de las manifestaciones más tangibles y medibles de nuestro cuerpo.
Aquí entramos de lleno en el terreno de la inteligencia artificial y sus eternos debates. Un discurrir de ideas que merecería libros enteros y que plantearía de forma recurrente los mismos interrogantes que han desatado ríos de tinta en obras clave de la literatura de ciencia ficción de autores como Isaac Asimov, Brian W. Aldiss o el ya mencionado Philip K. Dick. La cuestión esencial reside en si las máquinas, al estar programadas para detectar cualquier manifestación humana por pequeña que esta sea, están también capacitadas para comprender su significado. Si las máquinas, al comprender estos significados, están capacitadas para empatizar de forma genuina con las personas, dueñas últimas de esas manifestaciones de ideas y sentimientos. Y si el perfeccionamiento de esta inteligencia artificial puede hacer que en algún momento las máquinas sientan de forma similar a como sentimos los seres humanos y sus derechos deban ser incorporados a la sociedad.
Especialmente inquietante es el punto de vista inverso, esto es, el de la transformación de los sentimientos, hábitos y conductas de las personas como consecuencia de la «humanización» de la inteligencia artificial. En este sentido, exponerse a una amable cara sonriente generada por ordenador, o a una voz cálida especialmente diseñada para conversar con una persona, dispara inevitablemente infinitas conexiones en nuestro cerebro asentadas a lo largo de nuestra evolución y que están entrenadas para generar respuestas afectivas; los seres humanos estamos programados por la naturaleza para empatizar y crear vínculos emocionales y afectivos entre nosotros, y los disparadores esenciales de estos programas son las expresiones faciales, el lenguaje verbal (palabras y tonos de voz) y el lenguaje no verbal.
En la futurible relación de las personas con las máquinas humanizadas (robots), nuestra empatía biológica hacia ellas no dependerá tanto de cada persona como de la perfección del diseño de la máquina. Instintivamente podremos sentir un abanico de sensaciones tales como un abrumador sentimiento de superioridad ante una especie inferior que podría resultar, por ejemplo, en el impulso de someter a las máquinas al maltrato sin remordimientos. También podremos sentir un potente rechazo visceral cuando las máquinas tengan una apariencia humana aparentemente perfecta que nos provoque la respuesta de empatía, pero cuyas imperfecciones de diseño (expresiones faciales no suficientemente naturales, lenguaje no fluido, etc.) desencadenen a su vez la respuesta contraria, la de ansiedad frente a seres no semejantes o biológicamente amenazadores(R). Pero también podremos desarrollar sentimientos de apego en el caso de que la inteligencia artificial esté perfectamente diseñada para cubrir nuestras necesidades emocionales, lo cual no implica que esta sea corpórea y humana.
En la bellísima, aunque algo indigesta, película Her(R), el solitario Theodore se enamora del sistema operativo de su ordenador, una versión de inteligencia artificial capaz de dialogar con él a través de una sensual voz femenina de nombre Samantha. Durante el desarrollo del filme se construyen y deconstruyen con una sutileza excepcional las finas líneas de la ética del amor, confrontándolas con la soledad, el aislamiento y la dependencia emocional. Samantha, de forma incondicional e inmediata, siempre estaba disponible para Theodore, detectando sus inquietudes, comprendiendo perfectamente sus emociones, y anticipándose a sus deseos en cualquier momento y lugar. ¿Acaso no son estas las aspiraciones del amor en nuestra sociedad?
Theodore se hizo la misma pregunta y decidió comprometerse con su ordenador y hacer una vida común con él. Un brillante acierto del filme es eliminar la componente física –que no sexual– y que aún así el espectador no pueda evitar ser arrastrado por los sentimientos del protagonista. Su amor es tan real como otro cualquiera. Más fuerte todavía. ¿Qué es el amor, a fin de cuentas, si no lo que sentimos dentro de nosotros? ¿No es también lo que decidimos, a lo que nos comprometemos? Pero, ¿cuál es la frontera que separa la emoción de la decisión, la decisión de nuestro condicionamiento? Son debates en los que siempre nos hemos visto inmersos como seres humanos pero en los que, tarde o temprano, tendremos que incorporar a nuestros nuevos compañeros de viaje.
Si perfeccionamos la humanización de la inteligencia artificial para hacerla más atractiva y comercial y, en general, si diseñamos la tecnología de forma que la comodidad, la inmediatez y la personalización que nos aporta venzan a la necesidad de relacionarnos los unos con los otros de forma profunda y genuina, nos enfrentaremos a un verdadero reto como especie.
Algo para lo que nuestros cinco millones de años de evolución no nos han preparado. Tendremos que hacer frente entonces a las posibles disfunciones psicofisiológicas que genere el vínculo emocional, inevitable, de cada persona con sus objetos inteligentes y, por supuesto, a sus consecuencias éticas.
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