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Capítulo dos. LA ESPIRAL DE NUESTRAS MENTES

De repente, despierto. Estaba viendo en el móvil las últimas publicaciones de mis contactos en mi red social. No he visto nada que me interese, aunque realmente ni siquiera tengo claro si me acuerdo de lo que he visto. Miraba por mirar, arrastrando mi dedo pulgar para matar el tiempo, como tantas otras veces. El semáforo ya está en verde y el coche de atrás me lo ha recordado con un desagradable bocinazo; todos tenemos prisa pero avanzamos muy despacio. Dejo mi teléfono en el asiento del copiloto y, como uno más en cualquier gran ciudad, apoyo mis brazos en el volante para dirigirme a mi destino, rodeado de otros muchos. Al poco de concentrarme en la conducción, una notificación luminosa que percibo por el rabillo del ojo me interrumpe de nuevo y siento la fuerte necesidad de saber qué me está diciendo. Al menos debiera esperar al siguiente semáforo para volver a coger a mi pequeño acompañante.

Siento impaciencia. Reflexiono sobre esa sensación, y sobre como he depositado una parte importante de mi seguridad y de mis afectos en ese pequeño destello de luz intermitente tan insignificante. Miro a mi alrededor y no soy el único. Algunos conductores teclean con una mano mientras levantan deliberadamente el pie del acelerador, tal vez para aumentar su sensación de seguridad. Otros ni siquiera alteran el ritmo de su conducción. Un poco más adelante, veo impertérrito como una chica joven de vistoso pelo rizado se abalanza sobre la carretera para recoger su teléfono móvil que se le ha caído tras un tropezón. Otro conductor tiene que hacer un giro brusco para no atropellarla. Al pasar a su lado la observo fugazmente y encuentro en su bello rostro una expresión de profundo alivio, una sonrisa y un gesto de complicidad mientras mira a las personas que la rodean.

Una extraña inquietud me obliga a preguntarme cómo algo tan pequeño y material es capaz de provocar una reacción tan visceral, una incontrolable necesidad de salvaguardar ese pequeño objeto por encima de la propia integridad.

Mi recorrido mental me lleva a recordar los tiempos de mi adolescencia. Recuerdo mis primeras clases de filosofía y el entusiasmo de mi profesor al dibujar en la pizarra aquel triángulo de colores que decía expresar la jerarquía de necesidades del ser humano. La pirámide de Maslow, se llamaba. En su base se situaban las necesidades básicas como la alimentación y la seguridad personal. En su parte central, las necesidades sociales y afectivas, seguidas del reconocimiento social y el desempeño profesional. Y, en la cúspide, las necesidades de realización personal, creativas, artísticas y trascendentales. Nuestro profesor decía que una vez que un nivel de la pirámide está satisfecho, las personas necesitamos el siguiente, por lo que de alguna forma todos podemos definirnos según la posición que ocupemos en esa escala de necesidades universales, aspirando a llegar a la cima. Mi compañero de pupitre y yo solíamos fantasear con estas ideas, dibujando a cada uno de nuestros profesores según sus capacidades docentes: podíamos ahorcar a alguno en la cúspide o bien ponerlos a cavar por debajo de la base.

Mi sutil sonrisa se interrumpe por la inminente llegada a mi destino. Allí mi mente dispara nuevas preguntas: ¿Dónde podría ubicar a aquella chica de pelo rizado en mi dibujo? ¿Qué sentido tenía esa actuación instintiva que ponía en riesgo su integridad física para evitar la pérdida de un objeto fácilmente reemplazable? ¿Pensaría Maslow que la tecnología está invirtiendo la pirámide? ¿Es más poderosa la necesidad de comunicarse, de compartir un vídeo, de responder a una notificación, que la necesidad de protegerse ante una situación potencialmente amenazadora?

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