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Ante una era de contrastes

Captura masiva de datos, modelos predictivos, inteligencia artificial, realidad virtual, hiperconexión de los objetos, hiperconexión de las personas. Robots terapeutas, coches sin conductor, impresión de objetos tridimiensionales(R), máquinas que conciben máquinas.

El horizonte de la cuarta revolución industrial es apasionante para la ciencia y para la sociedad pero, como toda gran revolución, acusará extremos contrastes.

En la Inglaterra de 1811, los artesanos solían agruparse a las afueras de las grandes ciudades, y casi siempre lo hacían de noche y ocultos en los páramos. La incorporación de las primeras máquinas en la industria textil y agrícola les hizo encabezar el movimiento ludita, una agitación violenta que destruyó múltiple maquinaria y provocó enfrentamientos con el Ejército. Entonces, como hoy, la sociedad y los mercados se enfrentaban a un profundo cambio en sus reglas y concepciones, en lo que fue la primera revolución industrial(R). En 1996, más de un siglo y medio después y en los albores de la tercera revolución, la detención de Ted Kaczynski, un brillantísimo matemático formado en Harvard y más conocido como «Unabomber», puso fin a una campaña de casi diecisiete años de amenazas y cartas-bomba a aeropuertos y universidades, como llamamiento ante los desastres de la sociedad tecnoindustrial. Su famoso manifiesto La sociedad y su futuro, publicado en 1995 en el Washington Post como condición para remitir los actos de violencia, es un texto de referencia para el pensamiento neoludista contemporáneo(R) vinculado a algunos movimientos antiglobalización, de anarquía o de ecologismo extremo.

En las casi treinta y cinco mil palabras del manifiesto de Unabomber se vaticina la pérdida irreversible de las libertades del hombre ante una tecnología que crea necesidades artificiales, incompatibles con sus metas vitales. Una nueva industria que globaliza el mundo, consumiendo sin control los recursos naturales y anulando al ser humano individual, que crece como especie de forma desmedida. Un proceso que extenderá el sufrimiento de los más desfavorecidos y conducirá, en última instancia, al colapso de la sociedad y de la naturaleza. Un desastre universal que solo podrá ser revertido mediante un giro radical que restaure el equilibro, abandonando, dañando o saboteando la tecnología, o bien, con la desaparición de nuestra especie. Esta ideología neoludita, que desprende una profunda carencia de fe en las capacidades del ser humano para sostener lo que él mismo ha construido, aporta no obstante algunas reflexiones que no debieran ser obviadas por los estamentos de poder.

Por el contrario, otras tendencias más proactivas promueven la llegada de una era de gran prosperidad y sostenibilidad gracias a la implantación de las nuevas tecnologías, que ayudarán a reducir la brecha entre los países ricos y pobres, a combatir el cambio climático o a universalizar el estado del bienestar. Uno de los máximos exponentes de esta línea de pensamiento es la Singularity University, creada en 2008 y cuya misión corporativa reza: «educar, inspirar y empoderar a los nuevos líderes para usar las tecnologías exponenciales para hacer frente a los grandes retos de la Humanidad». Este proyecto(R), con sede en Sillicon Valley, viaja por el mundo celebrando conferencias y simposios, y ofrece varios programas de formación a estudiantes y profesionales, impartidos por los más brillantes expertos en Robótica, Bioteconología, Inteligencia Artificial, Nanotecnología, Medicina Virtual, y cualesquiera disciplinas destinadas a revolucionar el mundo. Cofinanciado por gigantes como Google, Nokia o Cisco, su espíritu innovador debiera generar réditos para la sociedad a medio plazo, siempre que no sea eclipsado por el sensacionalismo que impregnan algunos de sus mensajes y formas. Algunos de sus proyectos publicados, tales como la detección precoz de enfermedades mediante el análisis de saliva con ayuda de nanorrobots domésticos, o el uso de inteligencia artificial para organizar las acciones de rescate en casos de desastre natural (utilizando drones con radares y sensores de temperatura o densidad), son avances a los que la sociedad no puede negarse(R).

El entusiasmo por la tecnología también puede adquirir cotas extremas. La iniciativa 2045(R), promovida por el multimillonario ruso Dmitry Itskov, apuesta por un futuro de súper-hombres con un nuevo estadio de espiritualidad, capaces de transferir su conciencia a un cuerpo digital y conseguir la inmortalidad cibernética. Obviando las importantes lagunas éticas y científicas de este tipo de mensajes transhumanistas, los avances progresivos en el estudio de las conexiones cerebrales de los seres humanos y su proyección a las reglas de la inteligencia artificial vaticinan algún tipo de convergencia en el futuro. Sugiero a los lectores interesados en estas cuestiones el visionado de película Trascendence(R), la cual, a pesar de todos sus excesos, ofrece un interesante resumen de lo que pudieran ser los límites éticos de la futurible impresión tridimensional orgánica y la transferencia de conciencia a los objetos digitales.

En la nueva industria no solo vamos a encontrar contrastes ideológicos, sino también de integridad. Porque, según las revoluciones abren nuevas puertas, también se crean formas ilícitas de cruzarlas.

En nuestra sociedad digital de hoy, la ciberdelicuencia es un hecho constatable con el robo de datos bancarios e imágenes personales, chantajes virtuales a personas de la vida pública, ataques a sistemas de autoridades o el acceso no autorizado a documentos secretos. Esto es, no obstante, un juego de niños comparado con lo que está por venir. En modelos empresariales en los que las decisiones sean tomadas por las máquinas en base a sus análisis predictivos, o en ciudades inteligentes cuyos recursos (luz, agua, tráfico de vehículos, etc.) sean gestionados y controlados por objetos inteligentes, cualquier intrusión en la inteligencia artificial puede hacer un daño sin precedentes, tanto a nivel individual como colectivo. Todo ello con el añadido de la desprotección casi total del usuario frente a estos ataques, ya que la seguridad informática es un coto reservado a los expertos.

Por otra parte, la virtualidad de las nuevas formas de comunicación da también un enorme margen a la creación de submundos no controlados. En nuestros días, se estima que más del noventa por ciento de los contenidos de Internet están fuera del alcance de un usuario habitual, y que muchos de ellos se encuentran en la llamada «Internet profunda» o «deep web», una red que se oculta a sí misma de forma inteligente a pesar del constante esfuerzo de supervisión por parte de las autoridades, y que contiene tanto recursos lícitos como ilícitos y fraudulentos. Cual mercado negro, la venta de datos robados, el acceso a redes sociales privadas para activistas o extremistas ideológicos, los servicios de hacking a la carta o la venta de armas y narcóticos, son algunos servicios que están disponibles en esta Internet paralela.

Estos contrastes son, en definitiva, parte fundamental del proceso de cambio de la sociedad en nuestros días, y asumirlos activamente es el verdadero reto para que la revolución digital que nos sobreviene sea sostenible y saludable.

Como autoridades, científicos, fabricantes o vendedores de tecnología, debemos ser conscientes de lo que está pasando para asumir en todo momento nuestra responsabilidad ante el impacto biológico, conductual y social que nuestros diseños suponen para las personas comunes: ellos son clientes esenciales para sostener las nuevas reglas de mercado, no víctimas. Debiéramos aportar valor y divulgar nuestros productos de forma transparente y coherente, sin contribuir con falacias a la despersonalización masiva de la sociedad guiados únicamente por nuestro propio beneficio individual. Debiéramos estar formados para garantizar que los diseños no sean intrusivos con la privacidad de las personas y que no generen beneficios fundamentados en el consumo adictivo.

En definitiva, debiéramos diseñar la tecnología, siguiendo no únicamente valores de mercado, sino también criterios de responsabilidad social, y regulándolos si es preciso.

Como profesionales, educadores o líderes, debemos ser conscientes para cuestionar la incondicional promesa de la inmediatez y productividad que nos ofrece esta revolución tecnológica. Debiéramos estar despiertos para percibir el momento en el que la promesa se contradice a sí misma: cuando la infinita e inmediata información que se nos ofrece nos hace perder la razón de su búsqueda, saturando nuestras capacidades y provocando la desconexión de nuestras mentes de nuestra voluntad. Debiéramos fomentar que nuestro pensamiento creativo, aquel que nos hace genuinamente humanos y que nos da un gran poder transformador, no sea condicionado de forma absoluta por una predicción artificial. Debiéramos ser capaces de deshabilitar nuestras conexiones sin remordimientos, ansiedad o temor a la pérdida.

Como personas y como usuarios últimos de la flamante nueva tecnología que nos hiperconecta en cualquier momento y lugar, debemos ser conscientes para cuestionar con razón crítica lo que se nos ofrezca de forma incontestable.

Ahora, más que nunca, los avances tecnológicos afectan a nuestras vidas. No solo a su parte más visible, como a nuestra forma de desplazarnos o comunicarnos, o a nuestra forma de hacer la compra o tratar las enfermedades, sino a aspectos mucho más esenciales y genuinos de cada uno de nosotros, como la capacidad para prestar atención o desarrollar la empatía. Es aquí donde está el verdadero reto individual de nuestros días, y el que nos debiera dar la motivación esencial para permanecer despiertos, por nosotros mismos y por nuestros seres queridos. Sea cual sea la promesa de la tecnología, en ningún caso debemos permitir que acercarnos a lo que está lejos tenga el coste de alejarnos de lo más valioso, de lo que tenemos cerca.

Todos debemos ser conscientes. Como tecnólogo y como humanista creo además que esta consciencia nunca será un rasgo de los pensamientos extremos. Nuestra generación, como cualquier otra y cualesquiera que sean sus nuevas capacidades o habilidades técnicas e intelectuales, no puede competir con arrogancia contra millones de años de evolución natural y social, ni tampoco puede anteponerse en su camino. Imponer un constructo cortoplacista para la creación de una neohumanidad que esté por encima de nuestras capacidades emocionales, o destruir la herencia derivada del mismísimo espíritu humano que en su día inventó la rueda, son iniciativas probablemente abocadas al fracaso. Solo el pensamiento creativo perdurará y transformará la sociedad desde sus bases, si respeta de forma constructiva y crítica la naturaleza del hombre y de su ecosistema.

Louise: Si pudieras ver tu vida entera de principio a fin, ¿cambiarías cosas? Ian: Quizá hablaría más veces de lo que siento. Denis Villeneuve, Eric Heisserer, Ted Chiang en la película Arrival (2016)

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