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Capítulo 1: Mario

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Desde lejos me pareció que vestía la misma ropa que yo. Aceleré el paso para ver que llevaba una camisa gris a rayas, idéntica a la mía. Estaba tumbado boca abajo. Contuve mis deseos de agacharme a su lado, tirarle del hombro para que se volviera y comprobar así que no era mi rostro el que se aplastaba contra la acera en medio de un charco escarlata.

Me quedé quieto junto al cuerpo, con cuidado de no pisar los ríos de sangre que corrían por las hendiduras de las baldosas. Entre mis pensamientos se colaron las palabras de Luis, el forense:

—Escúchame, Mario, te decía que tendré preparado el informe de la autopsia lo antes posible.

La víctima había sido identificada, Martín Sanabria, también el lugar por el que se había precipitado, la terraza de un ático. Eché un vistazo al escenario mientras los curiosos, que formaban un nutrido grupo, señalaban con disimulo al cadáver y luego a mí. Por fin cubrieron el cuerpo. Me dirigí entonces a la vivienda, en un tercer piso de un edificio antiguo, como todos los de aquella zona del centro de Madrid. Allí saludé a un par de peritos y a una agente sentada con una mujer que lloraba desconsolada. La agente se levantó al verme.

—Buenos días, inspector —me saludó—. Se llama Marilia Aranda. Tiene treinta y nueve años, como el fallecido. Es amiga suya y propietaria del piso. Estaba arrodillada junto al cadáver cuando nosotros llegamos. Al parecer, la víctima había venido a visitarla hacia las diez de esta mañana, aunque luego ella salió y él se quedó solo en el piso.

Terminó de leer sus notas y añadió:

—Es lo único que hemos conseguido que nos diga, está muy afectada. Tal vez tenga usted más suerte.

La mujer seguía sentada con la cabeza inclinada hacia delante, le cubría el rostro una larga melena de ondas morenas que caía acariciando sus rodillas. Tras la cortina de pelo, se oían pequeños hipidos y sollozos. Llevaba sandalias de tacón doradas y una minifalda color crema a juego con una blusa de seda. No se parecía mucho a la ropa que usaba mi ex los sábados por la mañana, y no solo porque estuviera manchada de sangre.

Preferí esperar a que se calmara y me acerqué a los peritos, que estaban inspeccionando el punto desde el que había caído la víctima: una barandilla de forja que recorría la terraza de punta a punta. En su base había un poyete de obra de unos treinta centímetros pintado de añil, como el resto de la terraza. Teniendo en cuenta la altura del fallecido, si este había apoyado los pies en el poyete, no le debería haber sido difícil dejarse caer al otro lado. La terraza daba a una vía más bien estrecha y poco concurrida que hacía esquina con el comienzo de la calle en la que se encontraba el portal, Santa Isabel, donde confluyen Lavapiés y el Barrio de las Letras.

Volví al interior del piso, que sin duda había sido reformado recientemente y con gusto. Todo mostraba un perfecto orden: sofás de piel oscura inundados de cojines multicolores, fotografías en gran formato de lugares exóticos, alfombras que invitaban a caminar descalzo. Tras años casado con alguien obsesionado con coleccionar revistas de decoración, podía llamar por su nombre de pila a la mayoría de aquellos muebles: librería Ptolomeo, sofá Chester, silla Barcelona…

Oí un desagradable chirrido y fui a la cocina, de donde provenía. Al abrir la puerta percibí un suave olor a rosas. Media docena de estas flores lucían en un jarrón de cristal apoyado en el centro de una mesa. Eran la nota de color en una moderna cocina de un blanco inmaculado. Junto al jarrón, una caja de tranquilizantes. Confié en que la propietaria del piso no hubiera tomado de golpe todos los comprimidos que faltaban. Tres tacitas de porcelana azul se secaban en el fregadero. En una esquina del suelo, un hámster corría veloz en la rueda de su jaula.

Regresé al salón y me senté junto a la testigo en un amplio sofá frente a la terraza. Al notar mi presencia, ella levantó despacio la cabeza y me dirigió una mirada bañada en lágrimas y chorretones de rímel, en la que nadaban inseguros un par de hermosos ojos verdes. ¡Ojalá supiera qué pensó de mí aquella primera vez que me vio! Yo procuré devolverle la mirada sin pestañear, mientras comprendía, en ese preciso instante, que ella era una de esas mujeres que tanto alababa mi amigo el forense. Luis sabía mucho, al menos de la muerte. Aseguraba que, más que sitios que visitar o libros que leer, lo que hay en este mundo son mujeres que conocer antes de morir. Marilia era sin duda una de ellas.

Comencé a hacerle algunas preguntas de rigor con la vista fija en mi pequeño cuaderno de espiral, para evitar distracciones. Ella no respondía. En algún momento dejó de llorar. Sentí que sus ojos se clavaban en mi pecho. Levanté los míos con cuidado y vi que miraba absorta mi camisa. Volvió a estallar en llanto.

Permanecí un buen rato junto a ella, esperaba que se tranquilizase un poco. Hubiera querido consolarla, pero no era esa mi labor. Al final tuve que asumir que la agente tenía razón: era imposible tomarle declaración en ese estado. Ya lo intentaría de nuevo al día siguiente. Me despedí y bajé las viejas escaleras de madera de dos en dos, maldiciendo mi trabajo. Detestaba que consistiera en husmear la muerte bajo sus peores formas y hostigar a cualquier implicado, sobre todo si se trataba de personas a las que hubiera deseado conocer de otro modo.

De vuelta a comisaría, hice un hueco entre los papeles que llenaban mi mesa para colocar la cafetera de cápsulas que había comprado hacía poco y que, desde entonces, guardaba bajo llave en el cajón archivador de mi escritorio. El agradable olor del café recién hecho mejoró mi estado de ánimo. Comencé a estudiar la escasa información de que disponíamos hasta el momento. A simple vista parecía un caso claro de suicidio, pero había un par de detalles que me inquietaban. El primero era que la víctima hubiese decidido ir a una casa ajena para lanzarse al vacío. El segundo y principal era que ni en la vivienda ni en el cadáver habíamos encontrado una nota de suicidio.

Averigüé el nombre del médico de cabecera del fallecido. Resultó ser una mujer, la llamé por teléfono. Tuve suerte; aunque era sábado, se encontraba en el centro de salud en servicio de urgencias. La médica tenía una voz cálida y agradable, que se quebró un tanto al saber que Martín Sanabria había muerto.

—Solía venir a menudo a mi consulta, tenía una salud delicada. —Hablaba muy bajo; la experiencia me ha enseñado que las personas tienden a bajar la voz cuando recuerdan a una persona fallecida, sobre todo si es con afecto—. Pero sus problemas eran principalmente psicológicos —continuó—. Sufría tendencia a la depresión.

La médica me indicó el nombre del psicólogo que lo atendía.

—¿Usted diría que era una persona con tendencias suicidas? —le pregunté.

—Eso debe responderlo su psicólogo —contestó.

A los pocos segundos, cuando me disponía ya a colgar, añadió:

—De todos modos, si quiere saber mi opinión, yo diría que no. Siempre creí que tras tanta fragilidad había un punto de valentía.

Escuchaba a la médica y al mismo tiempo me afanaba por buscar en mi ordenador la foto del DNI de la víctima. Por fin la encontré y la observé con atención en la pantalla: flaco, aspecto enfermizo, ojos pequeños de color indeterminado. No veía ese punto por ninguna parte.

Esa misma tarde fueron llegando a mi mesa varios informes. Las declaraciones de los testigos que habían hallado el cadáver no aportaban apenas datos, más allá de confirmar la hora de la caída: en torno a las once. Nadie había visto precipitarse el cuerpo. Si alguien en su piso oyó el ruido, no le sorprendió tanto como para salir a la ventana y llamar a la policía. Lo descubrieron unos viandantes, cuando podían haber transcurrido quizá varios minutos desde la caída. Uno de los testigos había indicado incluso que al principio creyó que se trataba de un borracho tendido en el suelo. Marilia no era uno de esos primeros testigos, había llegado al lugar de los hechos con posterioridad.

Por otra parte, el informe de la vivienda no mostraba signos que probaran la presencia de otra persona en el momento de lo sucedido. Tan solo un detalle llamó mi atención en ese informe: habían encontrado las huellas del fallecido en la manilla interior de la puerta de entrada. ¿Quería eso decir que le abrió la puerta a alguien?

A última hora de la tarde llamé a Luis. La autopsia había concluido y podía avanzarme que la causa de la muerte era compatible con un suicidio por salto al vacío; sin embargo, no descartaba que hubiera sido empujado. El cuerpo no presentaba marcas aparentes de violencia o de que la víctima se hubiera defendido. De todos modos, el juez compartía mi opinión de que convenía investigar el caso, aunque fuera de un modo breve, antes de cerrarlo precipitadamente.

Di por terminada la jornada en comisaría. Cogí el coche para volver a casa y puse un poco de música, algo de Blur. El tráfico era horrible; se notaba que las clases habían comenzado en los colegios y que la mayoría de la gente había vuelto de las vacaciones de verano.

Los atascos eran una de esas cosas de Madrid a las que aún me costaba acostumbrarme. Había venido del norte por amor hacía ya diez años. No llevo bien las relaciones a distancia, así que pedí un traslado para vivir con quien poco después se convertiría en mi mujer. Por supuesto, desconocía entonces que las cosas entre nosotros acabarían mal.

Me zambullí en el mar de coches varados. Mientras sonaba Parklife, aproveché ese tiempo, perdido de todos modos, para intentar recordar una vez más por qué me había metido a policía. No tuve que hacer un gran esfuerzo de memoria. Sabía muy bien que me había presentado a aquellas oposiciones, como pude haberlo hecho a otras, para conseguir un trabajo estable ante el pésimo panorama laboral que tenía ante mí al acabar la universidad. Esperaba que, una vez en el cuerpo, los estudios me ayudaran a conseguir un buen puesto. La decisión sorprendió a familia y amigos. Nadie recordaba que hubiera sido uno de esos niños que se pasan el día jugando a polis y cacos.

El día siguiente comenzó de un modo casi más desagradable, y eso que es difícil competir con el cadáver de un suicida. Mi primera cita era con los padres de la víctima. Acudí a hablar con ellos a su casa, cerca del Congreso de los Diputados. Vivían en un piso interior elegante y señorial, en el que apenas penetraban los rayos del sol y donde, al menos aquel día, tampoco se había preocupado nadie de encender alguna luz.

La madre parecía ausente. Imaginé que estaba bajo los efectos de los tranquilizantes. Nada extraño, teniendo en cuenta que acababa de perder a su único hijo. Era muy delgada, como él. El padre, destrozado, declaró que no habían sido conscientes de ningún cambio en la actitud de Martín en los últimos tiempos, ni de que tuviera problemas. Confirmó su carácter depresivo, alegando que era algo que venía de familia. Por una furtiva mirada a su mujer, comprendí que se refería a la familia materna. Cuando ya nos despedíamos, la señora cogió mi mano derecha entre las suyas, llenas de manchas marrones y un tanto deformadas por la artrosis.

—Mi hijo nunca se quitaría la vida así —me dijo—, yo lo hubiera sabido antes.

Murmuré palabras amables e intenté liberar la mano, sin ser capaz de enfrentar su mirada perdida.

Quería entrevistar a la viuda, pero no era posible todavía. Había sufrido un ataque de ansiedad al enterarse de la muerte de su marido y aún se encontraba muy alterada. Decidí volver a la vivienda donde se había producido el suceso.

El viejo portal estaba abierto, subí al piso. Llamé y Marilia me abrió la puerta de su casa. Llevaba un precioso vestido con profundo escote en uve de terciopelo negro, aunque sin duda hacía demasiado calor para aquella ropa. Sus ojos verdes me miraron con desconfianza, tuve que asumir que no me recordaba. Volví a presentarme.

Cuando por fin me dejó pasar, la seguí hasta el interior.

—La verdad, no tengo mucho tiempo —dijo mientras indicaba que me sentara a su lado en el sofá del salón—. Dentro de unos quince minutos debería salir para ir al funeral.

—Son solo unas pocas preguntas sobre la víctima, entiendo que la conocía bien —repliqué.

—Sí, nos conocemos desde la adolescencia —contestó sin mirarme, con la vista puesta en las plantas de la terraza enfrente de nosotros, al otro lado de la cristalera que la separaba del salón y del dormitorio—. Y, bueno, está casado con Lucía, una de mis mejores amigas de toda la vida.

Consideré que era inoportuno corregirla por hablar en presente.

—¿Podría aclararme por qué se encontraba él en su vivienda?

—Vino a verme. —Su voz sonaba insegura, parecía a punto de llorar—. Ya se lo he dicho, somos amigos.

Di pequeños golpes con la punta del bolígrafo en mi cuaderno y aguardé unos segundos a ver si desarrollaba más su respuesta. No lo hizo, y preferí no insistir por el momento.

—Después lo dejó solo —continué.

—Tuve que salir, tenemos suficiente confianza como para que esperara en mi piso hasta que volviera. En la calle me encontré con mis amigas y me entretuve un poco charlando en la terraza de una cafetería, aquí al lado. También estaba la mujer de Martín. Yo pensaba comer luego con ellas.

Se cubrió los ojos con las manos, le costaba continuar.

—Justo me estaba despidiendo, porque tenía que volver a casa, cuando oímos a gente que bajaba la calle contando cómo un hombre se había matado arrojándose de una terraza.

Marilia respiró profundamente.

—Por cómo describieron a la persona, pero sobre todo por lo que dijeron de dónde había pasado, la terraza de un ático de color añil, enseguida supe que solo podía ser Martín —dijo con un hilo de voz—. Por eso corrí a su lado.

Esperé a que se serenara y luego anoté los nombres de esas amigas y de la cafetería.

—¿Sabe si últimamente estaba angustiado por algo? —pregunté a continuación.

—No, no que yo sepa. Martín y Lucía tienen un bebé, una niñita preciosa. Se notaba que él estaba muy ilusionado con su hija —dijo, sin darse cuenta de que comenzaba a hablar en pasado.

Su semblante se relajó un poco. Quise pensar que me agradecía que no le hiciera más preguntas sobre el momento de la muerte de su amigo.

—También es verdad que la paternidad era algo que lo agobiaba —prosiguió—. Era una persona un tanto inestable, que no llevaba bien la responsabilidad. No sé si usted me entiende.

Justo entonces me miró a los ojos, como si así pudiera transmitir mejor lo que quería decir. En cuanto bajó la mirada, me eché hacia atrás el flequillo con la mano y me arreglé el cuello de la camisa. Ella reparó en mi gesto.

—Es curioso. Ayer llevaba la misma camisa que Martín, ¿verdad?

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Sentí rabia porque el que me recordara, al fin, solo servía para hacerla llorar.

—Decía que era alguien inestable —continué.

—Sí. —Marilia se repuso—. Era profesor y sé que había estado varias veces de baja por depresión.

Mientras hablábamos, yo procuraba mantener una actitud lo más profesional posible, pero ella no me lo ponía fácil. Se inclinaba hacia delante al hablar y las curvas que marcaban el inicio de su pecho asomaban por su escote.

—¿Alguien con quien tuviera alguna disputa, que le tuviera rencor? —pregunté.

—No, no creo —contestó sin detenerse a pensar, mientras con discreción tiraba hacia arriba de la tela para cubrirse el escote—. Claro que no.

Aún no me había recuperado de la vergüenza por que hubiera cazado mis miradas cuando oí un ruido en la cerradura y, de pronto, una anciana irrumpió en el piso. Por la sorpresa me levanté de golpe, Marilia también.

Era una señora de más de setenta años, con el pelo blanco y los mismos ojos que ella, aunque rodeados de infinitas arrugas.

—¡Mamá! Te he dicho mil veces que llames a la puerta antes de abrir —protestó Marilia.

—Perdona, lo he hecho sin darme cuenta. Se me ha ocurrido que podíamos ir juntas al funeral —respondió la madre mirándome de arriba abajo—. De todos modos, no creía que estuvieras acompañada.

Estaba a punto de presentarme cuando su hija se adelantó:

—Es solo un policía, mamá —le aclaró incómoda.

No puedo decir que sus palabras fueran de mi agrado.

—Ha venido para hacerme unas preguntas por la muerte de Martín —añadió.

La madre alargó la mano para que pudiera estrecharla y apretó la mía con más fuerza de la que le suponía a su edad. Luego se quedó mirándome con una mueca de curiosidad.

—¡Vaya! —exclamó la anciana—. ¿Desde cuándo le interesan a la policía los suicidios?

Sin esperar mi respuesta, se volvió hacia su hija.

—Deberíamos salir en breve —le suplicó—. Habrá mucha gente conocida a quien saludar. Sabes que me cuesta andar y no me gustaría llegar tarde.

Murmuré que tenía alguna pregunta más por hacer. Pero ya había perdido la atención de madre e hija.

—No se preocupen por mí —dije—. Me pasaré de nuevo mañana para concluir.

Permanecí un momento inmóvil junto a la puerta, sin saber qué hacer. De algún modo esperaba que Marilia viniera a despedirse de mí con dos besos, como si nos hubiésemos conocido por casualidad en un bar. Era absurdo, y lo peor es que lo sabía.

Después de la visita a Marilia, me marché a casa con el ánimo un tanto decaído. Nada más entrar fui a la cocina y abrí la puerta del frigorífico dispuesto a prepararme la cena. No tardé mucho en revisar el interior: había algunos botes de salsas, un litro de leche y unos huevos, caducados hacía una semana. Patético. Cuando comenzaba a sonar el pitido para anunciar que la puerta llevaba demasiado tiempo abierta, me pareció ver algo marrón abajo, en el cajón de la fruta. Era un paquete de salchichas. Comprobé que aún no se había pasado la fecha de caducidad y cerré la puerta con el codo, sosteniendo en una mano la caja de leche y en la otra el paquete de salchichas.

De pronto, me sentí satisfecho conmigo mismo. No me gustaba nada vivir solo, pero parecía que estaba aprendiendo a hacerlo, ¡a mis casi cuarenta años! Una sonrisa irónica se dibujó en mi cara.

A la mañana siguiente me dirigí al piso de Lucía Gallardo, la viuda, situado en una callejuela entre la casa de Lope de Vega y el Paseo del Prado. No estaba sola. Cuando me abrió la puerta, un bebé, vestido de blanco y con dos coletitas en la cabeza, se acercó a gatas por el parqué de madera para agarrarse a sus pantorrillas y conseguir así incorporarse. Desde allí abajo, rodeando con sus brazos la pierna de su madre, me miró sonriente mientras yo me presentaba.

En seguida apareció otra mujer. Cogió con cariño al bebé en brazos y propuso irse a otra habitación para que Lucía y yo pudiéramos hablar con tranquilidad. La dueña del piso extendió las manos hacia ella. Por un momento, tuve la sensación de que quería arrebatarle el bebé. Al final accedió a que se fueran. Luego me guio al salón dispuesta a responder a mis preguntas.

—Lamento mucho la pérdida de su marido —dije antes de sentarme—. Será solo un momento.

Lucía asintió. Tenía los ojos rojos e hinchados, pero parecía serena. Era muy alta. Inclinaba ligeramente la cabeza, coronada por un cortísimo cabello pelirrojo; debía de ser por la costumbre de mirar el mundo desde arriba.

Le pregunté si había apreciado algún cambio en su marido.

—Nuestra hija —contestó, mientras hacía un gesto con la mano para invitarme a que me sentara a su lado.

—¿Perdón?

—El mayor cambio en nuestras vidas ha sido nuestra hija —dijo, y luego pasó el dedo índice por la mesita de cristal y acero que tenía enfrente, como si limpiara un polvo que yo no podía ver.

—Martín adoraba a su princesa —continuó en voz baja—, aunque estaba agobiado. Ser padre no es fácil, ya sabe. —No quise contradecirla, aunque no lo sabía. A mí me hubiera gustado, pero mi exmujer tenía otros intereses.

Lucía se encogió en el sofá con los brazos cruzados, abrazándose a sí misma. Al cabo de unos instantes se llevó la mano al pelo para acariciárselo y añadió:

—No me entienda mal. La quería mucho.

Rompió a llorar. Su hija la oyó y se contagió al instante: su agudo llanto taladró la pared. La mujer se secó de un manotazo las lágrimas y fue corriendo a calmarla. De pronto me quedé solo en un salón lleno a rebosar de fotos del bebé. En muchas se veía a los padres sosteniéndolo sonrientes. Algunas de esas imágenes eran muy recientes, a juzgar por la edad de la niña. Y en ellas, al menos en el instante justo que la cámara había detenido para siempre, la víctima parecía feliz. Aparté asqueado mi mirada de policía de las fotografías al sentirme como un intruso hurgando en la herida.

—Acabamos en seguida —me apresuré a decirle a la viuda cuando volvió con la niña en brazos, seguida por su amiga.

Le pregunté cuándo había visto a su marido por última vez y si recordaba algún gesto o palabra que le hubiera llamado la atención.

—El viernes acostamos a la niña —contestó mientras se sentaba de nuevo y acunaba al bebé—, luego le dimos su beso de buenas noches. Creo recordar que Martín le dijo una vez más que la quería. Vimos un poco la tele y nos fuimos a la cama. No pasó nada especial.

Tomó aire, miró a su hija e insistió:

—Fue la última vez que vimos a papá. A la mañana siguiente aún dormíamos cuando él salió.

—¿No le sorprendió que su marido se fuera de casa sin avisarla?

—Supuse que no había querido despertarnos —contestó en voz más baja, pues la niña se estaba quedando dormida.

La amiga cogió al bebé de los brazos de la viuda y volvió a salir. Ella las miró alejarse con gesto triste.

—Él quería hacer unos recados y yo debía llevar a la niña con mis suegros. Estábamos invitados a comer con ellos. Pero hacía ya un par de días que yo les había explicado que no iba a ir a la comida —dijo mientras daba vueltas a su desgastado anillo de casada—, que estaba agotada por el trabajo y quería aprovechar que ellos se encargaban de cuidar a la niña para descansar. Así que dejé a mi hija con los padres de Martín y regresé a casa.

—¿Se encontraba entonces en su domicilio cuando ocurrió el suceso? —pregunté.

—No, volví a salir.

Hizo una pequeña pausa, se acarició de nuevo el pelo y retomó la palabra con la vista fija en su alianza.

—La verdad es que quería librarme de esa comida con mis suegros para disfrutar por fin con mis amigas de un día de chicas. Era la primera vez que salía sin la niña desde que nació —intentó justificarse.

—¿Dónde estaba entonces?

Lucía hincó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre las manos, se frotó luego la frente como si quisiera borrar un mal recuerdo y habló mirando al suelo.

—En una cafetería, con mis amigas.

El nombre de las amigas y la cafetería coincidía con la versión de Marilia. Le pedí si podía completar la lista final de los amigos más íntimos de Martín y me despedí. Era consciente de que en mi cuaderno quedaba sin tachar una pregunta importante: qué hacía su marido en casa de Marilia. En ese momento no me pareció adecuado importunarla más y confiaba en averiguar la respuesta por otros medios.

Antes de salir me detuve frente a una fotografía, mucho más antigua que el resto, apoyada sobre la balda superior de una librería de madera. En ella, cuatro colegialas miraban sonrientes al fotógrafo. Entrecerré los ojos para distinguir mejor la imagen y al final acabé por coger la fotografía y acercármela. En primer plano se veía a una jovencita alta con una llamativa melena pelirroja, debía de ser la viuda. Tampoco me costó reconocer a una atractiva morena de ojos claros que se agarraba sonriente a su cintura. Junto a ellas, pero en segundo plano, había otras dos chicas, sin duda una más bonita que la otra, también en esa borrosa franja de edad que va de niña a mujer. De todos modos, lo que llamó mi atención fue un detalle vulgar: yo conocía ese uniforme.

—Ahí estoy yo con mis amigas, hace mucho tiempo —dijo Lucía acercándose a mí—. ¿Pasa algo?

—No, en absoluto —contesté, y volví a colocar la foto en su sitio—. Solo que creo que he visto alguna fotografía de mi exmujer, Rosa Gómez Pulido, en la que llevaba ese mismo uniforme, con esa falda de cuadros en tonos grises y azulados.

—¡Ah, sí! ¡Qué curioso! —exclamó Lucía con aire melancólico, mientras movía la fotografía de modo que quedara perfectamente alineada con el resto—. Rosa fue con nosotras a clase cuando éramos pequeñas. Le teníamos mucho cariño. Dele recuerdos, si la ve.

Por la tarde fui a la consulta del psicólogo del fallecido. Me recibió bastante más tarde de la hora que habíamos acordado, estaba muy solicitado. Menos mal que desde hacía mucho tenía la costumbre de llevar un libro conmigo a todas partes, para aprovechar los tiempos muertos. Por aquella época paseaba una novela de John Williams cuya lectura me había atrapado. Enfrascado en mi libro en la salita de espera, junto a los pacientes, tuve que admitir que probablemente no había mucha diferencia entre ellos y yo. Rosa me repetía a menudo que necesitaba ayuda psicológica para abrirme más, para confiar en la gente y dejar de tratar a todo el mundo como si fuera un sospechoso.

El psicólogo me recibió por fin en un anticuado despacho con las paredes a rebosar de diplomas. Ambos estábamos incómodos, por razones diversas. Por su parte, se mostraba reacio a dar detalles sobre un paciente, aunque estuviera muerto. Por la mía, me ponen nervioso los psicólogos. Temo que vean en mí algo que no quiero desvelar.

Para acabar pronto e intentar acortar aquella situación poco agradable, le pregunté sin rodeos si el suicidio de Martín era algo previsible según su juicio profesional.

—La muerte nunca es previsible, es un fracaso —contestó—. Uno siempre acaba creyendo que pudo haber hecho algo más.

—¿Cuándo fue su última visita?

Antes de responder, se dedicó a observarme por encima de los sucios cristales de sus gafas de pasta. Yo sentía que me estaba analizando.

—Hará un par de meses de su última consulta. Entonces no aprecié en absoluto un riesgo inminente de suicidio, pero en verdad no puedo decir que su suicidio me haya sorprendido ni todo lo contrario. Martín era un paciente que arrastraba problemas desde hacía tiempo.

—¿Y no le extraña a usted que se suicidara en una casa ajena, la casa de una amiga?

—Cada vez me sorprenden menos cosas —confesó con aire cansado—. Puede que quisiera evitar hacerlo en su casa para ahorrar ese recuerdo a su mujer y a su hija. Tal vez el suicidio le venía rondando la cabeza y entonces vio la ocasión, quizáS encontró más tranquilidad que en su propio hogar, o bien sucedió algo en el último momento que precipitó el desenlace. Con sinceridad, pueden pasar muchas cosas por la mente de una persona que no se encuentra bien. Si usted llevara tanto tiempo como yo en esta consulta, comprendería lo que le digo.

Estaba claro que aquel hombre me había dicho todo lo que tenía que contarme acerca de Martín. Sin embargo, yo tenía una pregunta más íntima que hubiese querido plantear al psicólogo. Me dio miedo.

La pregunta que no me atreví a formular era por qué, en su opinión, yo había corrido al ver a lo lejos el cuerpo de Martín, por qué luego había sentido tanta necesidad de analizar su foto para asegurarme de que su cara era muy diferente a la mía, por qué me alteraba descubrir cualquier pequeña coincidencia entre nuestras vidas, como la edad o que su mujer y mi ex hubiesen ido juntas al colegio. Aunque hiciera todo lo posible para no pensar en ello, sabía que aquel caso era más personal que cualquier otro que hubiera investigado antes. Y es que no podía borrar mi primera impresión, cuando vi el cadáver estrellado en la acera, de que el muerto era yo. Ayudaba la maldita casualidad de llevar la misma camisa. En realidad, tampoco podía decirse que fuera muy extraño, aquella camisa la vendían a miles por toda España en unos grandes almacenes.

Tal vez no hiciese falta preguntar al psicólogo, yo mismo intuía la respuesta. Después de que me hubieran abandonado, se me había pasado por la cabeza la idea de que la existencia que me había labrado, ya al borde de los cuarenta, no merecía la pena ser vivida. Solo, sin mujer ni hijos, era un desastre en lo sentimental, y lo profesional me aportaba pocas alegrías. Cuando vi el cuerpo de Martín, aplastado en la acera, creí ver un reflejo de mí mismo. Me pareció que era a mí a quien quería mandar un mensaje directo. Si él se había suicidado, el mensaje se leía con claridad: me decía que yo tenía razón, que esta vida no merecía la pena. Por eso me costaba tanto asumir que el suicidio era la solución del caso.

El ático

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