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Capítulo 3: Mario
ОглавлениеDediqué el martes a entrevistar en comisaría a los amigos de la víctima. Mi primera cita fue con Elena Cánovas. Vestía pantalones negros holgados, zapatillas y un jersey, negro también, dos tallas por encima de la suya. Un corte de pelo horroroso enmarcaba una cara de aspecto aniñado, sin rastro de maquillaje, en la que destacaba una nariz tan griega como su nombre. Parecía una de esas mujeres que se esfuerzan en demostrar su nulo interés por atraer a los hombres; nunca entenderé el motivo. Sin embargo, si hubiera sonreído tan solo una vez, me habría resultado atractiva. Estaba claro que andaba falto de cariño.
—¿Esperamos un poco a su marido? —pregunté; intentaba ser amable—. Tengo entendido que venía acompañada por él.
—No hay nadie a quien esperar —me contestó. Acababa de meter la pata. Resultó que era la otra amiga la que había anunciado que acudiría con su marido—. No necesito a ningún hombre al lado para contestar a sus preguntas —añadió.
La pose de fiereza que adoptó al dirigirse a mí no hacía más que incrementar la sensación de ternura que despertaba su cara de niña.
—Muy bien —zanjé el tema, ni siquiera intenté aclararle el malentendido—. Quisiera preguntarle si sabía si su amigo tenía algún problema o si había notado cambios en su estado de ánimo.
—No sé si tenía problemas, no lo creo. Yo solo sé que lamento mucho su pérdida y que era una persona sensible, delicada, un buen amigo. Eso es, sin duda, un gran amigo.
Por la forma en que recitó esas palabras, deprisa y sin tiempo apenas para pensarlas, me dio la impresión de que traía la respuesta ensayada de casa. Decidí callarme, quería comprobar si estaba tan preparada para soportar mi silencio como al parecer lo estaba para mis preguntas.
Al cabo de unos minutos se removió en su silla y preguntó impaciente:
—¿No desea saber dónde me encontraba esa mañana?
Tuve que ahogar una sonrisa. No esperó siquiera a mi respuesta, soltó del tirón:
—Había ido a recoger a mi amiga Rebeca a la estación de Atocha, después se unió Lucía, la mujer de Martín. Teníamos intención de dar una vuelta por la zona del museo Reina Sofía para hacer tiempo hasta la comida. Con Marilia nos encontramos junto a la cafetería Alces, que está cerca de su casa, a unos trescientos metros calle abajo. Nos sentamos en la terraza, aunque ella ya nos avisó de que no podía quedarse mucho. Luego habíamos reservado para comer las cuatro juntas en la calle Atocha.
Tomó aire, tragó saliva y continuó un relato que coincidía con las declaraciones de Marilia y de la viuda.
—Y cuando conocieron la triste noticia —intervine—, ¿no le extrañó a usted saber que el marido de una de sus amigas estaba en casa de su otra amiga?
No contestó inmediatamente. Diría que se detuvo a estudiarme.
—Eso era menos importante que el hecho de que pudiera estar muerto, ¿no le parece?
Preferí no responder, era yo quien hacía las preguntas.
—Entonces quizás no, pero seguro que luego habrá pensado en ello —insistí.
—Martín también era amigo de Marilia, no me sorprendió que fuera a su casa —contestó por fin.
Elena metió las manos en las amplias mangas de su jersey, un tanto deshilachadas, cruzó los brazos y arrugó su nariz griega. No sabría decir si la situación la incomodaba más de lo que quería aparentar o si era solo yo quien no le gustaba.
—Lo que sí es curioso —proseguí— es que, cuando se enteraron de la desgracia, fue Marilia quien corrió hacia el cuerpo de Martín y no su esposa.
—¿Usted hubiera permitido que un amigo viera así a su pareja? Tal vez tengamos un concepto distinto de la amistad —sentenció—. Marilia dijo que iba a su piso a comprobar si era o no Martín. No dejamos que fuera Lucía. Rebeca y yo la llevamos a su casa. Estaba muy mal, muy afectada. Lo estábamos todas, sobre todo cuando se confirmó que se trataba de Martín. Tuvimos que llamar a un médico para que atendiera a Lucía.
No tenía más preguntas que hacer. La acompañé a la puerta. Entonces, ¡oh, milagro!, sonrió. Su sonrisa no me buscaba a mí, sino a un tiarrón rubio que esperaba en el pasillo para ser entrevistado a continuación. Él estaba distraído y ella fue directa hacia él. Se puso de puntillas para abrazarlo y plantarle dos besos en las mejillas, de esos en los que los labios tocan la piel y no solo el aire alrededor.
Félix Schuld se presentó a sí mismo como el mejor amigo de Martín desde la infancia. En el momento de lo sucedido se encontraba en Alemania. Había venido a Madrid para el funeral.
—¿Es usted alemán? —pregunté.
—Nací en Alemania, pero me he criado en Madrid. Mis padres se separaron al poco de nacer yo y mi madre se volvió a España conmigo. Parece ser que mi nombre era lo único en lo que conseguían ponerse de acuerdo: Félix, un nombre común aquí y en Alemania, ya sabe.
Ni idea. Era divertido que la gente pensara que sabía más cosas de las que en realidad conocía.
A mi pregunta de si había advertido que Martín se sintiera preocupado o deprimido, contestó:
—Hablábamos con cierta frecuencia para contarnos cómo nos iba la vida, no tanto cómo nos sentíamos. Usted me entiende, inspector.
Me miró buscando complicidad masculina. Yo no respondí, aunque esta vez sí comprendía lo que me quería decir.
—¿Tenía problemas?
—Se quejaba del matrimonio, el trabajo, la niña —calló un instante—, pero no, no, no puedo creérmelo.
Subrayó su negativa moviendo con energía la cabeza de un lado a otro, y alborotó aún más la melena que le llegaba hasta los hombros.
—Me cuesta demasiado creer que decidiera suicidarse, nos conocíamos desde niños.
Se le notaba muy afligido y también nervioso, como si tuviera ansiedad por hacer algo para calmar su pesar, cualquier cosa, y se diera cuenta al mismo tiempo de que ya era demasiado tarde.
—Quiero creer que, si mi amigo hubiese estado tan mal, me habría dado alguna pista, no sé, algo para que pudiera ayudarlo. —Me miró directamente a los ojos, que no podían mostrarle la comprensión que me suplicaba—. Tal vez lo hizo y no lo supe ver.
El resto de las entrevistas deberían esperar hasta la tarde. Salí a comer con Luis. Desde que me separé era algo que hacía a menudo. Me resultaba entretenido charlar con él y escuchar sus opiniones sobre la vida. En los últimos tiempos sonaban más positivas que las mías, o al menos diferentes, y eso me gustaba.
Por encima de todo, me divertía oírle relatar sus hazañas amorosas. Yo escuchaba en silencio, igual que un discípulo escucha a su maestro. No obstante, hasta la fecha no me había animado a seguir sus consejos: salir con él por ahí y buscar alguien que me ayudara a olvidar a Rosa.
Para variar, pensé que esta vez podía ser yo quien le contase algo, algo sobre Marilia. La verdad es que había muy poco que comentar, más allá de confesarle que no había dejado de pensar en ella ni un instante desde la primera vez que la vi. Descarté esa idea. No me gustaba hablar de temas personales con compañeros de trabajo. Temía que eso pudiera afectar a la imagen más bien fría y distante que, en mi opinión, debía mostrar un inspector de policía.
Así que dedicamos la hora de la comida a que Luis me describiera con todo lujo de detalles sus conquistas del fin de semana. Me maravillaba su éxito entre las mujeres. Era un hombre pequeño y rechoncho que rozaba los cincuenta, con una cara vulgar sin mayor atractivo, a mi juicio, que una mirada despierta y una sonrisa casi perenne.
—Mario, un tipo alto, moreno y en forma como tú debería salir más por ahí, ¡estás desperdiciando la vida! —me insistió de nuevo aquel día—. ¡Lo que haría yo si tuviera tu físico!
Exageraba y, además, los dos sabíamos que no era una cuestión de físico. El éxito de Luis debía de radicar en sus inmensas ganas de vivir, alentadas, imagino, por su trato cotidiano con la muerte.
Después de la comida llegó el turno de Rebeca Millán. En cuanto la vi, reconocí a la mujer que había visto en casa de Lucía, la viuda. Vino, ella sí, acompañada de su marido. A modo de saludo, él se quejó de haber tenido que venir un día laborable a una comisaría de Madrid. Vivían en Toledo, donde el marido tenía una fábrica.
—Solo he citado a su mujer —le aclaré—. No había necesidad de que viniera usted.
Él se volvió hacia ella con fastidio.
—Cariño, para mí sí es necesario que estés aquí conmigo —le aclaró ella, mientras le acariciaba las solapas de la americana.
Aquella mujer, Rebeca, era el negativo de su amiga Elena. Parecía querer suplir con maquillaje, peluquería y vestuario lo que no le había regalado la naturaleza. Es justo reconocer que en parte lo conseguía.
—¿Podría decirme de qué conocía a la víctima? —pregunté por enésima vez.
—Bueno, a su mujer la conozco de siempre y a Martín desde que éramos adolescentes —contestó Rebeca, retocó su media melena de color cobrizo y dio la vuelta a su alianza para que pudiera verse el brillante—. De hecho, ellos fueron los padrinos de nuestra boda. Nos casamos hace apenas un mes —añadió mirando sonriente a su marido—. Luego nosotros fuimos los padrinos en el bautizo de su hija.
Pasó luego de tocarse el anillo a juguetear con su pulsera. Antes incluso de que me diera tiempo a hacer una nueva pregunta, se puso en pie, se colocó bien su vestido verde con falda plisada y dijo:
—Espero por favor que me disculpe, debo ir un instante al baño.
Le indiqué dónde estaba el servicio. El marido hizo un nuevo gesto de disgusto.
—Son los nervios —dijo en cuanto su mujer abandonó la sala.
Luego apartó la silla de la mesa para recostarse hacia atrás y poder sentarse con las piernas bien abiertas.
—Es mejor que las mujeres sean así, ¿no cree? —me preguntó—. Esa pizca de inseguridad hace que no olviden cuánto nos necesitan.
Yo tenía mi opinión al respecto y ni la menor intención de compartirla con él. Decepcionado ante mi silencio, puso sobre la mesa el último modelo iPhone del mercado. Su pantalla impoluta brillaba aún más que el anillo de su mujer. Preguntó si podía usarlo.
—Si se aburre y quiere jugar —le advertí—, tendrá que esperar un poco.
—Yo no pierdo el tiempo con jueguecitos. Me acaban de avisar de que se ha estropeado una máquina. Debo hacer una llamada para ver cómo la arreglamos.
—Tendrá que esperar —insistí.
Me dio la sensación de que era uno de esos tipos convencidos de ser mejores que el resto porque tienen dinero y a los que, además, se les da bien arreglarlo todo: lo mismo una máquina que un grifo. Desde luego, yo no soy uno de esos.
Fuese o no por la llamada, el caso es que el hombre se estaba impacientando.
—No sé qué hago yo aquí —protestó de nuevo—. El muerto era amigo de mi mujer, pero yo apenas habré hablado con él a solas un par de veces, aunque… —comenzó a acariciarse la barbilla y estiró aún más las piernas.
—¿Sí?
—La última vez que nos vimos, en el bautizo de su hija, lo que me dijo fue justo eso, que él y yo teníamos que hablar. Es curioso.
—¿Le comentó de qué tenían que hablar? —intenté indagar.
—No, no le di más importancia. Para serle sincero, no lo había vuelto a pensar hasta ahora. Puede que quisiera pedirme ayuda, tal vez un préstamo. No creo que los profesores ganen mucho.
Esperamos todavía varios minutos a que volviera Rebeca. Nada más entrar en la sala, soltó:
—Como le decía, Lucía, Marilia, Elena y yo somos las mejores amigas, desde niñas. Estábamos juntas cuando…, bueno —vaciló—, cuando pasó lo de Martín.
Hizo una descripción de lo sucedido muy similar a lo que habían declarado sus amigas.
—Y usted, ¿podría decirme dónde se encontraba en el momento de lo sucedido? —pregunté al marido.
Él me miró directamente, parecía divertido.
—¿Cómo dice, oficial?
—Inspector, inspector Elizondo, si no le importa. Le repito la pregunta: ¿dónde se encontraba en el momento de la muerte de Martín Sanabria?
—En un avión, volviendo de Barcelona. Supongo que sabrán cómo comprobarlo.
—Supongo que no hará falta. ¿O me equivoco?
Me giré hacia su mujer y le pregunté si había apreciado cambios en la actitud de Martín.
—No, siempre fue una persona débil —contestó sin titubear—, incapaz de apreciar la suerte que tenía con su mujer y su hija.
Sonrió nerviosa al sentir nuestras miradas sobre ella. Por la expresión del marido, incluso a él le sorprendió que Rebeca juzgase tan duramente a un amigo que acababa de fallecer.
A continuación, tomé declaración a Pedro y Pablo Garmendia, hermanos gemelos. Pocas veces he visto a dos personas adultas tan parecidas. Además de rasgos faciales muy semejantes, ambos paseaban sin complejos unas incipientes barrigas e idénticas sonrisas francas, en parte cubiertas por unas barbas abundantes. Esas sonrisas desaparecieron en cuanto comenzaron a hablar de su amigo.
Dijeron sentir mucho su muerte. Lo conocían desde niños, al igual que a Félix. Los cuatro habían sido compañeros de colegio.
—Dado que eran amigos desde hace tanto tiempo, ¿les sorprendió algún cambio en la víctima en las últimas semanas?
—Yo diría que era el mismo de siempre —dijo Pablo en voz baja.
—Sí, el de siempre —confirmó Pedro en el mismo tono de voz.
—Además, puede que él no fuera consciente de ello, pero tenía razones de sobra para estar orgulloso —continuó Pablo—, por dedicarse a enseñar y, sobre todo, por haber formado una bonita familia. A diferencia de nosotros —suspiró con la vista fija en el suelo—, que solo vivimos para el trabajo.
—Es verdad, muy orgulloso.
—Lo que no tenía era motivos para querer morir, inspector —dijo Pablo sin alzar la voz.
—Ningún motivo.
—Y es que, sabe usted, a Martín… —Pablo se interrumpió, levantó la vista y miró a su hermano. Parecía esperar una señal.
Pedro cabeceó afirmativamente. Ambos tragaron saliva, luego Pablo susurró:
—A Martín lo matamos nosotros.
Casi se me cae el cuaderno al suelo. Los miré a los ojos, primero a uno y después al otro, con la curiosa sensación de creer estar observando a la misma persona dos veces. Sostuvieron mi mirada.
—Nosotros lo matamos —repitió Pedro.
—Fue cosa nuestra —sentenció Pablo con voz más firme.
—Así fue, inspector —confirmó su hermano.
Se quedaron en silencio y comenzaron a acariciarse la barba en perfecta sincronía. De nuevo tragaron saliva, esta vez yo también lo hice. Al cabo de un minuto eterno, Pablo confesó:
—Con nuestra desatención y nuestra falta de apoyo, no le dimos opción.
Tosí y estiré el cuello para aflojar los nervios.
—A Martín le costaba conocer gente nueva y no tenía muchos amigos —añadió Pedro—. Félix ya no vive en Madrid, solo nos tenía a nosotros.
—Y a su mujer, claro —apuntó Pablo.
—Pero no es igual.
—No, no es lo mismo —subrayó Pablo—. Martín siempre necesitó el hombro de un amigo en donde apoyarse, y nosotros le fallamos.
—Tenemos un negocio familiar —explicó su hermano—. Debemos dedicarle todo nuestro tiempo.
—Este mismo sábado, en vez de haber montado un plan con los colegas, con él, estábamos en realidad muy cerca de donde pasó la desgracia —dijo Pablo—, aunque trabajando.
—Teníamos que atender un evento que organizaba nuestra empresa, Pedro y Pablo Garmendia Instalaciones —concluyó Pedro—, en el hotel Paseo del Arte de la calle Atocha.
Fue una entrevista muy sencilla, apenas tuve que abrir la boca. Les agradecí que hubieran venido y los acompañé a la puerta, mientras ellos seguían culpándose por lo sucedido.
Con los gemelos se completaba la toma de declaraciones al círculo más íntimo de la víctima. No obstante, quedaba todavía alguna cuestión sin respuesta, sobre todo una pregunta que había querido plantear a Marilia antes del funeral y que finalmente no pude formular.
Dudé si pedirle que viniera a comisaría, como habían hecho el resto de los amigos de Martín. Pero la verdad es que prefería estar con ella fuera de aquellas paredes. No se me escapaba que el interés que sentía era, cuando menos, un tanto inapropiado. Por desgracia, tampoco albergaba esperanzas de que Marilia pudiera verme como alguien diferente a un policía. Sin embargo, en el momento en que cogí el teléfono para llamarla, se apoderó de mi estómago una mezcla de nervios y cierta ilusión. Quedamos en que me pasaría de nuevo por su casa cuando ella saliera del trabajo.
Esta vez me recibió con un traje azul marino bastante formal, supuse que era su ropa de oficina. Nos sentamos en su mullido sofá Chester. Me pareció que estaba algo más tranquila. Al menos yo sentía que ya no le molestaba tanto mi presencia. Comencé a repasar su declaración.
—En realidad, quiero que me aclare si aquella mañana usted esperaba a alguien más aparte de a Martín —dije al cabo de unos minutos.
Ella abrió aún más sus ojos, ya de por sí grandes.
—Una persona que pudo llegar una vez que usted salió del piso —continué.
—No, no esperaba a nadie más. Para ser sincera —dijo con voz suave—, tampoco sé por qué me lo pregunta.
—Hemos encontrado una huella de Martín en la manilla interior de la puerta de entrada a su vivienda —expliqué—. Puede ser señal de que abrió la puerta a alguien.
Se quedó en silencio, fijando su mirada en mí. Pronto reaccionó:
—¡Ah, eso! —exclamó—. Martín me acompañó a la puerta cuando salí. Fue él quien cerró después. Imagino que así se explica la huella.
Debía asumir que las cosas son siempre mucho más sencillas de lo que parecen a primera vista.
—Bueno, no quiero molestarla más —dije con una sonrisa y me levanté para irme—. Tal vez tenga que regresar de nuevo para aclarar alguna otra cuestión.
Ella no dijo nada, me pareció ver que también sonreía tímidamente.
Volví a comisaría caminando despacio por aquellas calles de fachadas antiguas y aceras estrechas. Quería despejarme un poco y reflexionar sobre el caso. Todavía me faltaban algunas pesquisas por realizar, pero hasta la fecha no había descubierto ni pruebas que descartaran el suicidio ni, sobre todo, que alguno de los implicados tuviese un motivo para desear la muerte de Martín. Sabía por experiencia que, si encontraba un motivo, tirar de ese hilo me conduciría no solo a la hipótesis del asesinato, sino al propio asesino o asesina.
Revisé las declaraciones en mi mente, una y otra vez. No había en ellas nada sospechoso. De todos modos, siempre he pensado que, si algo tienen en común las personas, es que todas mienten. Solo se diferencian en las distintas razones por las que lo hacen. Ojalá pudiera colarme en las cabezas de los implicados para destapar esas mentiras.