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Capítulo 2: Marilia

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Un mes antes

Me desperté pensando que no me gustaban los funerales, y menos si eran de una amiga. Eran bonitos, aunque de algún modo dolían siempre. Tenía la sensación de haber ido a demasiados. A veces creía que solo quedaba yo, pensaba resistirme. Por fortuna en ese último funeral había conseguido relajarme y disfrutar; además, mi amiga Rebeca, la novia, parecía feliz.

Sonreí ante mi costumbre de llamar funerales a las bodas de mis amigas, como si fuera una despedida de su vida anterior, en libertad. Con eso quería demostrar que yo adoraba mi vida independiente, mi casa perfecta para mí sola y mis viajes por el mundo.

Solo me arrepentía de dos cosas de la noche anterior. Una era haber buscado refugio en la barra libre ante la música pachanguera. La otra hacía un par de horas que había abandonado mi cama.

Me levanté, subí la persiana y salí desnuda a la terraza. La primera luz del día me hizo cerrar los ojos al tiempo que balanceaba el cuerpo, apoyada en la barandilla. Olía a la hierbabuena que poblaba mis macetas. Ya me lamentaría después, en aquel momento sentía que aún había tiempo para dejar que el sol de la mañana calentara con dulzura mi cuerpo, mientras yo pensaba en otras caricias dulces y calientes también. Con la puerta de la terraza abierta de par en par, me tumbé de nuevo en el colchón y me recreé en los recuerdos recientes que me traía esa cama. Estaba dispuesta a suplir las lagunas fruto del alcohol con una imaginación más hábil, quizás, que la del dueño de la huella olvidada en la otra almohada.

Cuando desperté por segunda vez, bajé a la calle. Adoro Madrid en agosto, tan vacío, y las mañanas de domingo, vacías también de obligaciones pero llenas de promesas, promesas de huir de la ciudad o de esconderme holgazaneando bajo las sábanas. Paré en el quiosco de Antón Martín a comprar el periódico y una revista de decoración. Luego caminé hasta la plaza de Santa Ana y me acomodé en una terraza. Revisé los mensajes del móvil, el grupo de amigas echaba humo con decenas de fotos de la boda. También había un mensaje de él: «¿Has descansado bien, preciosa?».

Un calor interno encendió mis mejillas y un frío cosquilleo recorrió mi espalda. Tuve la sensación de que una fila de hormigas la atravesaba de arriba abajo. Para serenarme, me zambullí en el azul verdoso de las piscinas infinitas que inundaban mi revista. Mirar aquellas revistas era tan refrescante como un catálogo de viajes. Invitaba a imaginar cómo sería mi vida en un decorado perfecto. Mientras, buscaba ideas para el mobiliario de la terraza, algo que combinara con el suelo de teca y las paredes de color añil. Aún no había dado con la pieza perfecta que completara el ático que acababa de comprar. Recordé cuánto le había impresionado a mi visita de la noche anterior mi nuevo piso.

Me maldije a mí misma por permitir que él se colara de nuevo en mis pensamientos. Cerré los ojos para escapar un rato y sonreí pensando que de niña hacía lo mismo, aunque entonces creía a pies juntillas que podía esconderme de todos con solo taparme los ojos.

El sonido del móvil desgarró la calma que buscaba. Vi que en la pantalla ponía Elena, dudé si atender la llamada. Sabía lo que iba a decirme.

—¿Cómo has podido, Marilia? ¿Cómo has podido? —chilló.

—Escucha, fue un error, todos bebimos demasiado.

—¡Pero no todas nos liamos con el marido de una amiga!

—Lo sé, me siento fatal.

Al otro lado del teléfono solo se oía el silencio. Nos conocíamos demasiado bien. Hace años ella me hubiera gritado que sabía cómo me sentía de verdad. En ese momento prefirió quedarse callada. Puede que con su silencio quisiera obligarme a pensar por qué me había liado con Martín. Le hice caso.

Martín era del grupo de chicos con el que Lucía, Rebeca, Elena y yo empezamos a salir a los dieciséis. Me enamoré de él en cuanto lo vi tan sensible y necesitado de protección. Él, en cambio, solo tenía ojos para Lucía. Se casaron enseguida. Luego pasaron los años, muchos. Llevaban toda la vida casados. Ella había estado a punto de dejarlo no hacía mucho. Entonces llegó por fin el bebé que tanto deseaba. Para cuidar a ese bebé, Lucía se había retirado pronto tras el banquete en la boda de Rebeca. Solo un rato después de que ella se fuera, Martín me confesó entre copas que se sentía avasallado por su mujer. Ella ganaba más dinero, tenía un puesto de más responsabilidad como ejecutiva en una multinacional y, desde que tuvieron a la niña, él sentía que ya no lo necesitaba. Además, Martín adoraba a su hija, aunque al mismo tiempo no acertaba a comunicarse con ella. Se veía inútil.

Sonará pueril, pero la verdad es que me embargó un enorme deseo de consolarlo.

—Bueno, sabes que Lucía quiere dejarlo de todos modos —intenté excusarme.

—¡No me vengas con eso! —gritó Elena—. Ni lo sé yo ni creo que lo sepa ella tampoco. Marilia, por favor, ¡somos amigas!

Nos quedamos calladas de nuevo. Descrucé las piernas y me estiré la falda, era muy molesto sentir el metal ardiente de la silla en mi piel. El sol pegaba ya demasiado. Tanta luz hacía que me picaran los ojos. Quería regresar a casa. Sin embargo, allí estaba mi cama aún sin hacer, su huella en la otra almohada, su olor. Me estiré la falda con más fuerza.

—¿Le vas a contar a Lucía que nos viste salir juntos?

—Claro que no, mujer.

Apenas hablamos más. Colgué. Me dolía la cabeza, cerré los párpados, intenté dejarme adormecer por los rayos de sol. Un pitido me anunció un nuevo mensaje: «¿Qué pasa, preciosa? ¿Ya te has olvidado de mí?».

El odiado lunes llegó y fui a mi trabajo como técnica de gestión en el ayuntamiento. Gracias a Dios solo por un par de días, luego tenía previsto coger vacaciones. Mi puesto era aburrido, aunque poco estresante. Eso sí, la carga de trabajo había aumentado en los últimos tiempos porque la mayoría de mis compañeras estaban de baja maternal, excedencia o reducción de jornada. Cada vez que alguna de las pocas que quedaban solteras tenía la genial idea de invitarme a su boda, yo maldecía en arameo. Significaba gastar un dineral y cubrir su baja, mientras ella disfrutaba de su luna de miel en Bali, encargando el niño que haría que mi carga de trabajo aumentara también. Estaba harta, inconfesablemente harta.

Sabía que ellas estaban en su perfecto derecho, que el problema venía de no cubrir bien las bajas. Pero ante Elena bromeaba con adoptar a mi hámster y plantarme en recursos humanos, a ver si me caía al menos una cesta de bienvenida al bebé.

La solución parecía ser casarse con el primero que se mostrara dispuesto y lanzarse a por la triple be: boda, Bali, bebé. En mi opinión algo así era lo que había hecho Rebeca, la amiga que acababa de casarse. Aunque para ello hubiera tenido que cambiar su trabajo por uno peor y seguir a su marido hasta Toledo, a una hora en coche de su vida anterior. Jamás haría eso. Era demasiado ridículo abandonarlo todo por un hombre. En definitiva, mi vida me gustaba tal como era; cierto es que a veces tenía que repetírmelo mil veces para convencerme.

Mientras Rebeca estaba en Bali, yo hice uno de mis grandes viajes en solitario que tanto me gustaban. Mi destino fue Uzbekistán. Siempre recordaré los azulejos y mosaicos que cubrían los edificios con los colores de la ruta de la seda: azur, lapislázuli, índigo y oro. Ese recuerdo irá unido, también para siempre, al de los mensajes con los que Martín me despertaba todos los días. Y eso que yo, por fin, había hecho lo que tenía que hacer. «No quiero saber más de ti, lo siento, sé que lo entenderás», le escribí.

Intenté convencerme de que era absurdo sentir pena por él. Era yo la que estaba sola. Él, en cambio, tenía a su lado una mujer inteligente y una niña adorable. Parecía que Martín no lo entendía así, porque al instante respondió: «Me queda el consuelo de que al menos te veré en el bautizo, aunque habrá que disimular». A continuación venían tres emoticonos de esos que guiñan un ojo y sacan la lengua.

Miré incrédula la pantalla. Yo había repasado mil veces cada coma que había tecleado, sufría por no hacerle daño, ¿y él me mandaba ese mensajito? ¿De verdad era tan imbécil el tipo por el que llevaba suspirando casi desde niña? Toda la vida idealizando a Martín y, ahora que por fin lo tenía donde había deseado, yo ya no sabía lo que quería. Aún seguía mirando absorta el móvil cuando llegó otro mensaje con emoticonos que lanzaban besos. Aparté el teléfono.

Al volver del viaje, fui al bautizo de la hija de Lucía y Martín. Él y yo nos saludamos con dos besos, como siempre. Intenté aprovechar el momento para mirarlo a los ojos y leer alguna señal. Esquivó mi mirada.

Elena no se apartaba de mí. En cuanto comenzó la ceremonia, me pidió que la acompañara fuera a fumar. Salimos. Yo me senté en las escaleras de la iglesia, para descansar de los tacones. Ella se quedó de pie a mi lado.

—Parecemos dos adolescentes que se escapan de clase para fumar y cuchichear —dije.

—Tú desde luego.

—¿Por qué lo dices?

—Miras a Martín como si volvieras a tener dieciséis años.

—No pensaba que se me notara tanto.

Suspiré y me concentré en hacer anillos de humo, que flotaban apenas un instante y desaparecían antes de que consiguiera meter mi dedo en ellos.

El ático

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