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Capítulo 4: Marilia

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Llevaba días sintiéndome rara, pero no tanto como en ese momento en el que, sentada en el borde de mi bañera de hidromasaje, miraba absorta las rayitas de la prueba de embarazo. No sabía si tenía ganas de chillar o solo de llorar. Sobre todo, me sentía sola. Llamé a Elena.

—Necesito que vengas a mi casa.

—Son las diez de la noche, sabes que mañana madrugo. ¿Qué te pasa?

—Ven, por favor. Si no fuera importante, no te hubiera llamado.

Elena intentó que se lo contara por teléfono. Al final cedió, el miedo que destilaba mi voz debió de convencerla.

Así que ahí estábamos las dos al cabo de un rato, sentadas una junto a la otra en el borde de la bañera. Yo sentía más bien que estaba sentada al borde de un precipicio.

—¿Qué vas a hacer?

—No sé ¿tú qué harías?

—No me preguntes eso, mujer, ya me doy bastantes malos consejos a mí misma —protestó Elena—. Es de Martín, ¿verdad?

—Claro, ¿qué te crees? ¿Que estoy cada noche con uno distinto? Si hubiera conocido a alguien, tú lo habrías sabido.

—Bueno, eres mucho más «abierta» que yo —dijo—. No te cuesta colgarte del brazo de cualquier tipo que, según tú, necesite consuelo.

—Pues a ti parece que te den miedo los hombres —repliqué de inmediato.

No me contestó. Nos dedicamos a admirar en silencio los brillos del gresite plateado que cubría el suelo.

—Lo siento, no es momento para golpes bajos —se disculpó. En cualquier discusión ella era la primera en pedir perdón.

—Perdóname a mí también, estoy muy nerviosa —resoplé; intentaba sacar fuera, con el aire, un poco de la ansiedad que se estaba apoderando de mí—. Ya sé que fui una tonta por no tomar precauciones, pero ninguno de los dos lo tenía previsto. Pensé que por una vez no pasaba nada, menos a nuestra edad.

—Ya, lo entiendo —murmuró Elena sin levantar la vista del suelo.

Ella siempre intentaba ayudar, verla tan preocupada hacía que fuera aún más consciente de lo comprometido de mi situación. De pronto dirigió hacia mí su enorme nariz con un atisbo de sonrisa, se le había ocurrido algo:

—Bueno, mujer, si lo tienes al menos deberán darte una cesta de bienvenida. No te va a hacer falta el hámster —dijo—, me lo puedo quedar yo.

La miré con gesto triste. Cogió mi mano, que había comenzado a temblar. Elena tenía tendencia a hacer comentarios irónicos en cualquier situación. Esta vez ninguna nos reímos. Pasados unos minutos en silencio, ella volvió a hablar y mencionó a la persona en quien ambas estábamos pensando.

—¿Y Lucía?

Suspiré.

—Hasta que decida si seguir adelante con el embarazo o no, me parece mejor no decirle nada.

—Eso no me gusta, Marilia. —Me miró moviendo la cabeza de un lado a otro, luego la dejó caer de nuevo—. De todos modos —añadió—, supongo que hay mentiras que cuidan más la amistad que la verdad desnuda.

Desconocía de dónde habían salido, pero en los siguientes días las calles se llenaron de una invasión de barrigas pequeñas, grandes, enormes; algunas recatadas con inmensos vestidos floreados tipo mesa camilla, otras descaradas mostrando la piel a punto de estallar bajo diminutas camisetas. De repente sentía un orgullo secreto por tener algo en común con esas mujeres. Comencé a detenerme en las puertas de los colegios y en los parques con columpios. Asomaba la cabeza dentro de los cochecitos infantiles que pasaban a mi lado por la calle. Me descubría haciendo monerías a cualquier niño pequeño que apareciera a mi alrededor. Casi sin darme cuenta asumí, sorprendida y aterrada a la vez, que quería tener aquel bebé.

Era irreal que me estuviera pasando eso a mí. La maternidad no había entrado en mis planes porque creía carecer de la estabilidad necesaria para traer un hijo al mundo. Pensaba que necesitaba un padre para cuidar al niño; y, muy en el fondo, también para cuidar de mí, lo confieso. El tiempo pasaba y mis posibles candidatos ni siquiera sabían cuidarse a sí mismos. A punto de cumplir los cuarenta, esta podía ser mi última oportunidad de tener un hijo.

Si lo hubiera planeado, ese bebé jamás habría llegado a mi vida. Ahora que estaba allí, por muy complicada que fuese la situación, él era lo único que ocupaba mis pensamientos. Ni siquiera había sitio ya para Martín.

Cuando conseguí reunir el suficiente valor, lo llamé para decirle que teníamos que hablar. No nos habíamos vuelto a ver desde el bautizo de su hija. Yo tampoco había respondido a ninguno de los mensajes con fotografías de flores que seguía mandándome por WhatsApp. De un tiempo a esta parte, eran fotos de flores secas.

Vino a mi casa una mañana de sábado, uno de esos días preciosos que nos suele regalar el inicio de septiembre. Al verlo entrar, sentí que una mano me apretaba el corazón. Era algo que llevaba sintiendo toda la vida, podía superarlo. Intentó besarme, yo lo aparté.

—Tengo algo que decirte —dijo con voz entrecortada. Parecía muy nervioso. Me siguió a la cocina, donde fui a dejar las flores que me trajo; ya les buscaría luego un lugar mejor.

—Eso puede esperar —lo interrumpí—. Te he llamado porque yo sí tengo que contarte algo importante que nos implica a los dos.

Nos quedamos quietos frente a frente en medio de la cocina, sin decir nada. Martín me miraba entreabriendo apenas los ojos, como si volviera a ser aquel chico tímido de dieciséis años que no se cortaba el flequillo para que le tapase un poco la cara. Sentí que la mano apretaba aún más fuerte mi corazón.

—No creo que te lo esperes —continué a duras penas—, para mí también ha sido una sorpresa.

Él seguía mirándome absorto, con su eterna media sonrisa de adolescente que ante la vida adulta no sabe aún si optar por la ilusión o el desencanto. Parecía tan frágil, lo tenía tan cerca y a solas… Tuve que apartar la mirada para refrenar mi deseo de abrazarlo. Martín rompió el silencio:

—¿Estás embarazada?

Moví apenas los ojos para indicarle que sí.

—Es mío, ¿verdad?

Asentí de nuevo un tanto aliviada. Estaba siendo más fácil de lo que había previsto. Entonces él se volvió, abandonó la cocina, atravesó el salón y salió a la terraza. Fui tras él.

Martín se inclinó sobre la barandilla dándome la espalda, encendió un cigarrillo y dijo:

—¿Qué piensas hacer?

El humo de su cigarro derrumbó como un castillo de naipes toda la fortaleza de argumentos que había preparado.

—Bueno, yo quería tenerlo.

Me maldije a mí misma por hablar en pasado, por oír tanta inseguridad en mi voz. Estaba decidida a tener ese niño. Había empezado incluso a quererlo.

—Al final todas queréis tener hijos. Yo ni siquiera sé si es buena idea traer más niños a este mundo. —Dejó caer la cabeza hacia delante, vencido por el peso de sus pensamientos—. Tú sabes que es muy mal momento. Acabamos de tener este bebé que no me deja dormir, que me vuelve loco.

Yo estaba justo detrás de Martín. Él ni siquiera se daba la vuelta para mirarme, sus palabras las traía y se las llevaba el humo. La mezcla de ese humo con el olor a la hierbabuena de las macetas comenzaba a marearme.

—Sería un escándalo en el colegio, lo sabes bien. —Era profesor en un colegio religioso, el mismo en el que había estudiado yo—. Sin contar con lo que cuestan los niños.

Yo quería ver su cara mientras me decía todas esas cosas, pero ni siquiera me atrevía a tocarlo para que se volviera.

—Destrozarías a Lucía, ¿es que no te importa?

Entonces se giró hacia mí. Apoyó los pies en el poyete y se sentó en la barandilla de forja.

—No era así como nos imaginábamos ser de mayores, ¿verdad? —dijo.

Me miró con sus ojos tristes y su sonrisa traviesa. Años atrás me hubiera arrojado dentro de esa sonrisa para ahogarme y desaparecer. Pero mi cuerpo en el vértice de la náusea me estaba gritando que huyera.

—Tengo que dar una vuelta y pensar —murmuré—. Quédate aquí, ahora vuelvo.

Martín no dijo nada, tampoco se movió siquiera cuando yo me dirigí deprisa hacia la puerta. Siguió fumando sentado en la barandilla de la terraza, mientras yo abandonaba sola el piso. Nada más salir del portal vomité en la acera, junto a un árbol. Inclinada hacia delante, me sujeté con ambas manos al tronco. Cogí aire. Luego eché a andar. En seguida me di cuenta de que, por culpa de los nervios, había salido de casa sin bolso. Pensé en regresar al menos a por las llaves, pero no quería ver a Martín, tenía que pensar. Comencé a acariciarme la barriga, al principio para que mi estómago se calmara y después porque descubrí que me hacía sentir bien. No, no era así como me imaginaba de mayor. Tuve que aguantar las ganas de gritar que no, no era así en absoluto.

Algo comenzó a crecer dentro de mí. Algo más grande que mi bebé y que crecía mucho más rápido que él: rabia. Puede que en el pasado hubiera soñado con que Martín fuera el padre de mis hijos, pero no el Martín atormentado que aguardaba en mi piso. Lo había esperado demasiado como para que ahora se mostrara tan egoísta y, sobre todo, tan cobarde. No solo aniquilaba al hombre que yo había idealizado, sino que al mismo tiempo me pedía, sin atreverse siquiera a decirlo, que yo matara a mi pequeño. Luego me he sentido mil veces culpable por albergar esa furia. Pero en ese momento me vinieron a la cabeza todos los años de espiar, desde tan dolorosamente cerca, el amor entre Martín y Lucía; años de adoración secreta, de esperanzas vanas.

Y entonces, al doblar una esquina, la vi a ella, a Lucía, a mis amigas. No me sorprendió encontrármelas, sabía que tenían que estar por la zona. Lo que no entendí al principio fue por qué Lucía estaba también furiosa con Martín… y conmigo. Me lo explicó a gritos: para hacerle daño, él le había contado lo nuestro. Eso era lo que Martín quería decirme cuando llegó a mi casa. De repente tuve claro que se había liado conmigo solo para castigarla.

Toda mi vida había sabido que él no me quería y, sin embargo, nunca me había dolido tanto.

—¿Por qué?, ¿por qué me has hecho esto? —me repetía Lucía—. ¡Somos amigas desde pequeñas!

Me dijo otras cosas horribles. Reconozco que yo también a ella. Salieron a flote viejas rencillas que nunca habíamos solucionado. No sabría ya decir cuáles fueron nuestras palabras exactas. Me he jurado no recordar lo que pasó entonces. Duele demasiado. Intento borrar las imágenes, pero no consigo anular el eco del dolor que sentía en el estómago, la rabia arañando mis tripas, mordiéndome por dentro.

Nada de esa furia tenía sentido cuando me vi a mí misma corriendo hacia el cuerpo de Martín. Me arrodillé a su lado en medio de toda la sangre y le vi los ojos. Jamás los había visto así. Los ojos de Martín siempre habían sido pequeños, hermosos, permitían que la luz del sol jugara con ellos a cambiarlos de color.

No habría ya luz que pudiera despertar aquellos ojos. Eran enormes, como si saliéndose de sus órbitas intentaran escapar del terror que los empujaba desde dentro. Quise abrazarlo y mis manos se llenaron de sangre viscosa. No sabía qué hacer y me abracé a mí misma rodeándome la barriga con mis manos rojas.

Hasta bastante después no pude pensar con claridad. La primera imagen que me llega con cierta nitidez es la del inspector de policía sentado a mi lado en mi casa. Sin embargo, no es su rostro lo que me viene a la mente, sino cómo me sentí reflejada en su mirada cuando nuestros ojos se cruzaron. Por la mueca de asombro con la que me miró, supe que yo debía de estar horrorosa, aunque no era algo que me importara en absoluto. Cuando agitada por el llanto rozaba su cuerpo sin querer, lo notaba gélido, inmune a mi angustia. No sé si dijo algo, solo sé que llevaba la misma camisa que Martín y que yo no podía parar de llorar.

Por fin se fue. Luego desaparecieron también el resto de los policías. Bajé las persianas. Me metí en la cama que había compartido con Martín.

Al atardecer vino mi madre. Se sentó a mi lado en una esquina del colchón. Cuando creyó que ya había oído suficientes sollozos, dijo:

—Te repondrás. Las mujeres siempre salimos adelante.

Comenzó a secar mis lágrimas con los dedos.

—Vamos, hija, deja de llorar —me pidió con suavidad—. No creo que tanto llanto le haga bien a tu bebé.

Esas eran justo las palabras que necesitaba.

El inspector volvió al día siguiente, cuando estaba a punto de salir hacia la iglesia. Al principio no lo reconocí. Cuando por fin lo hice, fingí que seguía sin saber quién era. Me costó dejarle franquear la puerta para contestar a sus preguntas. Más me costó oír cómo mi propia voz explicaba los detalles de la muerte de Martín. Era horrible tener que relatar delante de un policía todo lo que yo quería olvidar.

Al menos pude tranquilizarme un poco al comprobar que él me prestaba más atención a mí que a mis respuestas. Tras un rato me di cuenta de que había dejado de anotar lo que yo me afanaba por responder. Lo miré extrañada y vi que tenía la vista fija en algún punto por debajo de mi cuello. Yo llevaba un vestido anodino que sacaba del armario solo para los funerales. Pero mi pecho, que me ha acomplejado toda mi vida por su escasez, había adquirido con el embarazo un volumen sorprendente. Lo pillé mirándome el escote y él reaccionó como un niño sorprendido en una travesura. No acertaba a ocultar su vergüenza.

Justo entonces llegó mi madre.

—Mamá, es Mario Elizondo, el inspector de policía que investiga la muerte de Martín —los presenté formalmente.

Parecía que él había perdido su aplomo. Ya no abrió apenas la boca mientras mi madre me metía prisa para salir hacia el funeral. Quería llegar con tiempo suficiente y estar con la madre de Martín antes de la misa.

—¡Qué dolor que un hijo muera así, pobre mujer! Aunque, la verdad, a mal vivir mal morir —murmuró en voz baja.

—Ahora te has vuelto refranera —dije.

—Sí, como tu padre.

El inspector ya no estaba pendiente de nuestras palabras. Se había quedado de pie junto a la puerta, esperando no sé qué. Se fue casi sin despedirse. Desde mi piso podía oír cómo bajaba a saltos las escaleras.

Poco después, en el funeral, comprobé que ya no tenía más lágrimas por Martín. El calor en la iglesia era sofocante. Ni siquiera lo aliviaban los papeles de los cánticos que usábamos de abanicos. Yo procuraba no pensar y concentrarme en las palabras del sacerdote, pero estas eran acalladas por el llorar entrecortado de Lucía. A ella sí le quedaban lágrimas por Martín.

Tardé en comprender que el sermón no era más que el ruido de fondo, hacía tiempo que solo oía su llanto. Dejé de mirar al párroco para clavar los ojos en mi amiga, me sentía culpable. Vi que Rebeca, a su lado, intentaba consolarla rodeando la espalda de Lucía con el brazo. Me sorprendió que ella la apartara.

El ático

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