Читать книгу Vulnerable - María Agustina Murcho - Страница 11

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Hasta el día de hoy me cuesta superar algunas marcas de mi infancia. Hasta el día de hoy paso por el colegio al que fui cuando era niña y me agarra piel de gallina. Sueño con mis compañeros/as; los veo de grandes y somos amigos. En ocasiones, sueño que regreso al colegio y que nos llevamos bien y, otras veces, que vuelven a dejarme de lado, tal como lo hacían antes…

No fui una nena con sobrepeso; me doy cuenta de eso viendo mis fotos. Pero en el colegio era “la gorda”, aunque está claro que ni siquiera a un nene o nena con sobrepeso tendrían que decirle algo así. Yo era “la gorda” a la que dejaban de lado, junto a Vale y a Marian, mis amigas. A las tres nos excluían y, muchas veces, nos hacían pelear entre nosotras. Como se imaginan, había momentos en los que estaba muy sola.

Mi aspiración en ese entonces era formar parte del grupo de compañeras, junto con las demás chicas. Y, un día, cuando tenía 9 años, ese deseo se cumplió. No recuerdo por qué me integraron al grupo, pero fui muy feliz. Íbamos todas a pasear al shopping, a los parques de diversiones, a comer, nos juntábamos en distintas casas, hacíamos bailes. Pero, de un día para el otro, me dieron una carta firmada por todas, que decía que las imitaba usando la misma ropa, que las copiaba. Apenas la leí quise llorar, pero me contuve porque estaba en la oficina de mi papá. Lo peor pasó al día siguiente, cuando en un recreo se reunieron, se ubicaron todas en ronda, me apartaron y me dijeron: “Te queremos decir que estás afuera del grupo”. Todavía recuerdo la angustia que sentí en ese momento. Ese día salí llorando del colegio y mi mamá me preguntó qué me pasaba. Mi respuesta fue: “Me duele la garganta”. Siempre me guardé todo…

Esos años fueron una tortura. Todo el tiempo sufría estos maltratos: cada vez que iba a clase, en una convivencia que organizaron en una quinta, en un viaje a Tandil que realizó el colegio. Recuerdo que lloraba, me angustiaba y que, a la vez, quería ser parte de ese grupo, en el que creía que estaba la gente “más importante”.

Mi primer recuerdo relacionado con la comida es del tiempo en el colegio. Iba al kiosco y me compraba cuatro paquetes de caramelos masticables, esos que tienen textura de gelatina. Y les sumaba cuatro paquetes de confites de chocolate. Esta era mi alimentación diaria en los recreos, a partir de los 7 años. También vendían donas rellenas con dulce de leche. En cada recreo me compraba una. Siempre.

Una vez, mientras estaba pidiendo golosinas en el kiosco, alguien me dijo: “Agus, ¿todo eso vas a comer?”. Y le dije: “No, es para una amiga” y, al mismo tiempo, realicé un gesto para hacer de cuenta que la llamaba. Me fui del kiosco diciendo: “¡Vale, te compré lo tuyo!”. Creo que no es casualidad que venga a mi mente mi comportamiento con la comida en el colegio. Si ocultaba que toda esa comida era solo para mí, de alguna manera, creo que me daba cuenta de que algo andaba mal.

En esa época también se separaron mis papás, cuando yo tenía 11 años. No recuerdo haber sufrido su separación. Sin embargo, lo expongo porque sé que a muchas chicas y chicos los angustia el divorcio de los padres, por las situaciones difíciles que viven a partir de esa decisión. Y el dolor de esos momentos también puede “compensarse” con la comida.

Los sábados a la tarde íbamos a andar en bicicleta y a tomar helado con mi papá y mi hermano Facundo, que tiene dos años y medio menos que yo. Un día le pregunté a mi papá: “Pa, ¿estoy gorda?”. Y, obviamente, me dijo: “Agus, no, ¡estás bárbara!”. Se lo preguntaba porque, en esos momentos, dudaba acerca de tomar el helado o no. Pero, finalmente, lo tomaba.

A los 12 años, miraba en la televisión un programa que se llamaba “Súper M”. Allí las chicas se presentaban para ser modelos: hacían dieta, se medían, se pesaban… y yo quería ser como ellas. Una vez vino a casa mi prima Mechi, que es mucho más chica que yo, y que en ese entonces tenía 7 años. Yo le decía que quería jugar a hacer ejercicio y pesarnos. Y me ponía a hacer ejercicio, me pesaba y quería bajar de peso. En ese entonces no era consciente de lo que hacía. Lo tomaba como un juego.

Un año después, me cambié de colegio y mis compañeras, que tanto me habían dejado de lado, me escribieron una carta de despedida cada una. En las cartas eran todas amorosas. Decían que me iban a extrañar, todas me querían. Hoy lo pienso y digo: “Cuánta falsedad”. Nadie quiere a otro y cambia su parecer en un instante. Pero, en ese momento, yo era feliz. Todas “me querían”.

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