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De la niña, sus dudas y remordimiento

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La fresca mañana empezó a clarear algo más temprano, señal de que el invierno acababa.

De una de las casas, casi en la otra esquina en diagonal con el mercado, salió la niña con su guardapolvo blanco rumbo a la escuela. Antes de dar la vuelta volteó la cabeza para mirar con temor hacia el rincón de la señora; su miedo se confirmó, allí estaba ella, en medio del frío y la soledad, en su eterno y oscuro lugar.

Cruzó la calle corriendo y depositó en la mano, que de tan huesuda más parecía una garra, el paquete de galletas que su madre le había dado, como todos los días, para entretener el hambre a media mañana.

Buenos días, dijo.

Buenos días. Gracias, mi niña, respondió la señora.

La niña partió corriendo nuevamente, con el corazón desarmado como todas las mañanas, preguntándose cómo el Señor permitía tanta miseria, y pidiéndole, mandándole, que se la llevara con Él pues no soportaba presenciar su sufrimiento y, para ser sincera, tampoco toleraba sentirse tan desgraciada y culpable cada vez que la veía, por las gracias que a ella le brindaba Dios.

Mas, como siempre, luego de ese fugaz instante de rebeldía, un insoportable remordimiento la invadió, al recordar que, tanto el cura de la parroquia como su madre, le habían enseñado a respetar la voluntad del Señor.

La señora guardó el paquete en un bolsillo, mientras pedía al buen Dios le concediera a esa muchacha todo lo que anhelaba.

Por voluntad del Señor

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