Читать книгу Por voluntad del Señor - María Eugenia Chagra - Страница 9
De la Señora y sus penosas circunstancias
ОглавлениеTodo estaba casi dormido a primera hora de esa mañana fría y plomiza de finales del invierno.
Entonces llegó la señora, temprano, muy temprano, como todas las mañanas, sostenida por el viejo que la tomaba del brazo para que sus pies doloridos por años de inmovilidad forzada pudieran arrastrarse hasta el cajón que era su asiento y su prisión cotidiana. Aparecieron por la esquina del mercado con la primera claridad mañanera. El viejo la ayudó a sentarse en el umbral de la enorme puerta de hierro que todavía estaba cerrada. Allí quedó, minúsculo bulto encogido e indefenso.
Allí quedaría, hasta que al anochecer el viejo la buscara, expuesta sin piedad a los niños que jugaban a su alrededor mientras hurgaban los grandes tachos de basura en busca de las ansiadas sobras, y que de vez en cuando le robaban sus monedas, compelidos ellos también por la necesidad, el hambre y la orfandad. Al frío del invierno, a la lluvia que salpicaba sus toscos y gastados zapatos o al calor humedecido de los eneros provincianos.
Siempre en la misma posición. Siempre en el mismo lugar. Siempre con el mismo vestido oscuro y largo contra el viento o bajo el sol.
Siempre con la misma mantilla rotosa que cubre su cabeza blanca, enmarcando el rostro ajado y gacho que esconde los ojos velados, haciéndola parecer una gastada virgen de la desolación.
Por la calle lateral, van y vienen camiones y carros transportando bolsas y cajones de frutas y verduras, que en medio de los gritos de los changadores son recibidos en los distintos puestos del mercado. De vez en cuando se produce alguna riña, a la que nadie presta atención, porque alguien ve su lugar arrebatado por otro desesperado. Cosas de la supervivencia y la miseria.
Ella percibe los gritos, las risotadas, los ruidos y las peleas, pero nadie le habla ni tampoco la escucha. Siempre quieta en su lugar, presente pero ajena, testigo silencioso de las vidas y determinaciones del pequeño mundo que la rodea.
Poco a poco cesa el ruiderío de la calle y comienza el movimiento en el interior del mercado. Otros sonidos, otras voces, los puesteros acomodando sus pequeños lugares. Los saludos, el trajín, y cada uno a lo suyo. Disimular la mercadería de ayer con alguna que otra nueva. Sacarles brillo a las manzanas y a los tomates. Barrer los despojos que arrastran como reguero los changarines. Que cada puesto aparezca mejor que el otro para ganarse los clientes que pronto llegarán.
El gran hormiguero en pleno movimiento, saturado de colores, olores y sudores.
Afuera la señora en su eterna espera, de la mañana a la noche, a la puerta del mercado, al margen de todo, sobre esa calle que marca un límite imaginario entre la ciudad de la «buena» gente y la otra, la que vive como puede de su trabajo a destajo, la sin tiempo, sin nombre, ni futuro.
De una vereda el mercado, que ocupa el centro de la cuadra con su frente y su entrada principal, abarcando en su interior todo el corazón de manzana, extendiéndose en anchos brazos que encuentran su salida en las tres calles circundantes que conforman una gran cruz.
El resto de la vereda, al igual que la de enfrente, plagada de negocios y, entre ellos, alguna que otra casa de familia con umbrales de granito y pasillos algo sombríos.