Читать книгу Manuel Rojas - María José Barros - Страница 10
ОглавлениеAutobiografismo y humanismo en Manuel Rojas
Cecilia Rubio Rubio
Dentro del empeño de la crítica literaria chilena por evaluar la obra de Manuel Rojas en el campo literario en el que participó, resulta de particular importancia, por un lado, la discusión que se refiere a la opción de Rojas por lo que en términos generales y a veces vagos se suele llamar ‘humanismo’. José Promis es un buen exponente de esta postura, en La novela chilena del último siglo, donde categoriza la literatura de la primera generación contemporánea del ’27, en la que incluye con valor paradigmático a Rojas como literatura del fundamento de lo humano.
Por otro lado, a menudo se dice que Rojas escribía sobre historias que había vivido y que, por lo tanto, su obra es en gran parte autobiográfica. Los que esto afirman se basan en los testimonios del propio Rojas que dan cuenta de la ocurrencia de algunas anécdotas relatadas en sus novelas y cuentos y, sobre todo, de la existencia real de algunos de sus personajes. En esos testimonios, a mi modo de ver, de gran ambigüedad, nos encontramos con la fluidez creativa que va de la realidad a la ficción, sin que podamos estar ciertos de qué parte le corresponde a cada una en esos intercambios. Por ejemplo, en Imágenes de infancia y de adolescencia, Rojas comenta que su abuela crió a un par de niños de su barrio que carecían de familia adulta que se hiciera cargo de ellos, y luego de referirse al primero de estos niños, agrega:
El otro hombre criado por mi abuela tiene una historia que no conozco claramente: solo supe de él cuando volví a Chile y lo conocí. Los que hayan leído mi novela Lanchas en la bahía recordarán que Eugenio, el protagonista, trabaja de noche y duerme de día en la cama matrimonial de un policía del resguardo del puerto de Valparaíso. Ese policía era aquel hombre criado por mi abuela. Por ahí se verá que mi abuela hizo bien en criar ese niño; porque de otro modo Eugenio, o sea, Manuel Rojas, no habría tenido dónde dormir mientras trabajó de cuidador nocturno en aquel puerto (52-3).
Más tarde, en el mismo libro, Rojas se refiere a una fotografía donde aparece el curso en el que inició su vida escolar, de la siguiente manera: “En esa fotografía se ve también al niño que andando los años aparecía, un poco desfigurado, como Aniceto Hevia niño, ya que el Aniceto Hevia adolescente soy yo” (60). Y, varias páginas más adelante, Rojas recuerda a una familia que —dice— constituye el núcleo de donde sale Aniceto Hevia joven, sin embargo, el nombre de este personaje provendría del jefe de dicha familia, quien en la novela toma el nombre y la figura de otro personaje: “El jefe de familia, de esa familia, Aniceto Hevia, era un ladrón español apodado el Gallego, el mismo que figura en aquella novela. Sus condiciones personales son las mismas, con pequeñas deformaciones, debidas a la literatura, con que lo presento ahí” (104)16.
Basten estos testimonios de los muchos que ha dado Rojas sobre la existencia de algunos personajes y anécdotas para poner en cuestión lo documental o cronístico en la obra del escritor, quien más bien se nos presenta como un creador de personajes de sustrato realista, como si viera en esta técnica de creación un modo de dar a estas figuras sustancia humana. Concuerdo con Federico Schopf, cuando en la introducción de Páginas excluidas, de Manuel Rojas, señala que el hecho de que un relato tenga base autobiográfica no excluye el uso de otras fuentes de escritura, como la imaginación, el inconsciente, la historia, la leyenda, etc. (cf. 16) Para Schopf, el valor de Rojas como escritor estaría en “la situación comunicativa que la escritura es capaz de desplegar —en la que desaparece como escritura, transformándose en oralidad— y en la que nos instala como lectores” (17).
Veo en este comentario un punto de partida para indagar en el tema que aquí me interesa, pues la vocación de oralidad que se despliega en la escritura de Rojas afecta sobre todo a cómo los personajes se expresan por sí mismos para dar cuenta de su conciencia, su subjetividad y su situación existencial. Si estos personajes deben leerse, según expresa la mayoría de los críticos y el propio Rojas, como trasuntos literarios de la vida de su autor, es algo en lo que no nos detendremos especialmente, puesto que lo que me propongo aquí es vincular esta declarada tendencia autobiográfica, por un lado, con las técnicas de creación de personajes que Rojas plantea, y, por otro, con uno de los grandes temas de debate en Chile en los primeros treinta años del siglo XX, como es el humanismo en el arte y la literatura. Este debate tiene un lugar preponderante en la historia intelectual del país y, desde mi perspectiva, debe leerse en el marco de la búsqueda por superar el criollismo, en la cual están comprometidos tanto los narradores vanguardistas de las dos primeras generaciones contemporáneas (Vicente Huidobro, Juan Emar, Teófilo Cid y la Mandrágora, y María Luisa Bombal, entre los más relevantes) como los autores realistas de la primera generación, por lo mismo llamada “superrealista” del ’27 (cf. Goic y Promis), quienes se empeñaron en desarrollar un realismo contemporáneo, en especial Marta Brunet y Manuel Rojas17. A mi parecer, la base que da sustento a este empeño es lo que podríamos llamar humanismo literario del siglo XX hispanoamericano.
Los críticos de la obra de Rojas han visualizado este humanismo, pero la mayoría se ha limitado a enunciarlo como una constatación, casi siempre referida a Hijo de ladrón, novela algo tardía en relación con el marco que aquí me he propuesto, que es el que coincide con la emergencia y vigencia de la vanguardia histórica. Por ejemplo, si revisamos los artículos de la compilación Manuel Rojas. Estudios críticos, de 2005, podemos detectar varios que se refieren a lo que aquí interesa. Un caso es el de Fernando Alegría, quien en su “Trascendentalismo en la novela chilena” ve en Rojas la intención de plasmar una esencia universal ‘del hombre’, que, por ello, queda “cargado de trascendentalismo” (118), y logra hasta cierto punto ser abstraído en una categoría como la del “hombre-roto” u “hombre herramienta”, que constituirían “la presencia de un mundo en crisis, al que revela en una deshumanizada anatomía de individuo que no mata su médula espiritual” (118). Refiriéndose luego a Punta de rieles, comenta que esta no se aleja de la “filosofía humanitaria de otras obras de Rojas” (127). También Jaime Valdivieso, en “Una nueva mirada”, menciona “el gran humanismo” (129) de la obra de Rojas y mantiene la noción de “hombre” de un modo general y esencialista, aunque reconoce en otro momento del artículo que el “hombre” que está en el foco de la preocupación de Rojas es el proletario. Más explícito, ya desde su título, es el artículo de Luis Eyzaguirre, “Neohumanismo, o el humanismo antropocéntrico”, que comienza con una definición: “Con la denominación de humanismo antropocéntrico en la novelística hispanoamericana se quiere señalar la tendencia que sitúa al ‘hombre’ en el centro del universo” (219). Para Eyzaguirre, uno de los rasgos novedosos que Hijo de ladrón introduce en la novela hispanoamericana es un fundamental cambio en la visión sobre el ‘hombre’, que resulta ser universalista, ya que, para el crítico, la situación que vive Aniceto Hevia, aunque es problemática, no es desesperada, pues no es excepcional en la condición humana general. El ‘hombre’ así concebido se resigna a su situación, porque cree en la solidaridad de los demás hombres y en su propia dignidad, de ahí que las particularidades de su situación de vida no afecten la visión universalizante que iguala a los hombres en el sufrimiento. El concepto de “condición humana” relaciona el problema del humanismo con el del existencialismo de Hijo de ladrón, que si bien es tolerable como interpretación de algunas partes de la novela es también contradictorio con otras ideas que sustenta la instancia autoral implícita, como lo sería la voluntariosa creencia en la solidaridad.18
Dentro de estos textos críticos, destacan dos, que casualmente comentan los cuentos de Rojas y no sus novelas más conocidas. El primero, de Leonidas Morales, se titula “Imagen literaria e imagen convencional en los cuentos de Manuel Rojas”. La importancia de este artículo es que parte por poner a Rojas en diálogo con la tradición inmediata de la cual quería diferenciarse. En ese marco, distingue al criollismo como una tendencia nacida del formal refinamiento del modernismo, pero apartada de este en cuanto a su espíritu estetizante y deshumanizado “(cuyo correlato social estaba dado por las grandes ciudades, el lujo y el afrancesamiento en las costumbres de una burguesía rica)” (137). Para Morales, el dominio de la imagen criollista se impone hasta 1930, luego de lo cual empieza a producirse en toda Hispanoamérica una imagen distinta, que sigue entonces, impulsos generacionales, de allí que sea verificable no solo en Rojas, sino también en otros escritores del continente19. En efecto, es aquí donde hay que ubicar a Rojas, en el momento en que los personajes dejan de formar parte confusa del paisaje y el entorno, y emprenden la lucha por individualizarse. En palabras de Morales: “en Rojas […] esa apertura significará un desplazamiento en el eje enfático desde la naturaleza al ‘hombre’ y una conversión del anulamiento en las cosas en el rescate de una dimensión vital afirmativa” (139). Posteriormente, Morales coincide con los otros estudiosos en visualizar en Rojas un humanismo universalizante, pero enfatiza la manera en que este reemplazaría el protagonismo del paisaje por el protagonismo del personaje, en tanto ‘hombre’ que no deja de ser histórico:
Al revés de Latorre que trajina el paisaje buscando la aguja en el pajar, Rojas postula la unidad del hombre en cada hombre y la del chileno en cada chileno: lo particular histórico contiene lo universal histórico. Para él el paisaje (‘paisaje sensible’) es una hechura del hombre, el horizonte de su mirada sicológica y espiritual: prefiere en consecuencia instalarse en la perspectiva del personaje y renunciar al descriptivismo (145).
Por último, dentro de esta revisión crítica, señalo el artículo que me parece más destacable del conjunto, el de Jaime Concha, titulado “Los primeros cuentos de Manuel Rojas”. Cuando el estudioso comenta el relato “Laguna” y la relación entre los dos personajes protagónicos, advierte que esta se basa en la noción de “hombría”, cuyo primer rasgo semántico es el de ser un ideal masculino e incluso masculinista, de allí que el aprendizaje del joven se plantee como un aprendizaje de ‘hombre’ basado en el modelo que encuentra en Laguna, es decir que puede decirse que el hombre joven deriva del hombre viejo-modelo. Un segundo trazo semántico aparece entonces: tener hombría es ser un “hombre de cara a la adversidad”. Concha añade a la hombría la “sapiencia” y un ethos viejo, todo lo cual funda un “humanismo arcaico” relacionado con una emocionalidad popular compleja, más o menos contradictoria, por seguir los modelos de Job, por un lado, y de Martín Fierro, por otro (cf. 337-8). Refiriéndose a la generalidad del libro que contiene este primer cuento de Rojas, Concha sintetiza esta perspectiva antropológica de una manera muy clarificadora y particularizadora. Cito en extenso:
En suma: el “humanismo” de “Laguna” en particular (y de Hombres del sur en general) es un humanismo popular por los tipos y costumbres que se nos muestran, por el valor que se les asigna y por la sensibilidad oral y folclórica con que se los capta. Humanismo laboral centrado en el campo laboral, en la medida en que las relaciones de trabajo determinan la verdad contradictoria de lo humano. Humanismo arcaico también, donde la sabiduría humana pasa por el tacto y la familiaridad con la desgracia. Se trata, además, de un humanismo masculino que, si no excluye enteramente a la mujer […] pone de relieve los intercambios de amistad, de fraternidad, de asociación y de cooperación entre varones. En este mapa “antropológico”, cuyo paisaje es bien perceptible, se crea y empieza a elaborar una particular teodicea de los pobres […] (340-1).
Como se observa, Concha ve en el humanismo de Rojas un acento masculino y de clase, basado hasta cierto punto —diría yo— en personas reales y la atmósfera humana que el escritor conoció en su infancia, pero basado también en los modelos literarios que fue absorbiendo a medida que crecía con sus lecturas. En estrecha concordancia con lo planteado por Concha se nos muestra Rojas en otros momentos del libro autobiográfico que he estado citando, como cuando se refiere a sus modelos en iniciación masculina, tanto en lo que se relaciona con el aprendizaje de oficios manuales como con cierta socialización en el trato con mujeres en prostíbulos, a semejanza de lo que acontece en Lanchas en la bahía. Lo más interesante de estos testimonios, a mi parecer, es el vínculo que traza Rojas entre este ambiente marcadamente masculinizado y la poesía gauchesca. Así lo afirma al relatar las revisiones que la policía emprendía en los prostíbulos y ‘cafés cantantes’, en busca de dagas y cuchillos: “La poesía gauchesca, con su sublimación del duelo a cuchillo, ha procurado a la Argentina más occisos que cualquier epidemia. Hasta los niños de mi tiempo sentíamos la influencia de esa poesía” (Imágenes 134). Rojas confiesa que la necesidad de ganarse la vida y el trato con los ambientes descritos terminaron bruscamente con su infancia, y agrega que ese mundo volvió a aparecer cuando él era ya un hombre, pero que no le causó la misma fuerte impresión. Lamentablemente, Rojas no es todo lo claro que necesitamos en esta última referencia como para ayudarnos a dilucidar cuánto tiene que ver ese ambiente gauchesco visto con expresión de niño con el humanismo masculino popular que encontramos en su obra. Muy probablemente sea el reencuentro con este mundo, siendo ya adulto, el que le permite complementar la violencia de esos ambientes con la solidaridad de clase tan propia de su obra.
En un segundo momento de este trabajo, quiero revisar el debate sobre el humanismo literario en el marco histórico-literario en que se inserta Rojas en sus inicios como escritor. Uno de los puntos de partida de este debate lo constituyen el ensayo “La deshumanización del arte” de Ortega y Gasset, publicado en 1925, y su recepción en Latinoamérica y Chile.
En La reterritorialización de lo humano, Marco Thomas Bosshard revisa la recepción latinoamericana del ensayo de Ortega y señala que este puede leerse como una continuación y modificación de la propuesta de Wilhelm Worringer, en su “Abstracción y empatía”, de 1908. Para Bosshard, el término alemán usado por Worringer, Einfühlung, traducido como “empatía”, debe entenderse como “proyección sentimental”, concepto cuyo valor como opuesto exacto de “deshumanización” es más notorio. En este contexto, Bosshard afirma que el concepto orteguiano tiene el significado de “supresión completa de cualquier empatía o sentimiento humano” (23).
Por mi parte, concuerdo con Bosshard, pues siempre he entendido el concepto orteguiano con el sentido aproximado de ‘desnaturalizado’ (o desfamilizarizado), en la medida en que lo que el arte no vanguardista hace natural, digamos, la comprensión de los ‘hombres’ a través de la emocionalidad y el sufrimiento, el arte deshumanizado lo rehúye y objeta, pues le impone una marcada distancia estética. En última instancia, lo que quiero decir es que el conflicto entre uno y otro arte puede leerse como otra forma que adquiere la rivalidad entre un arte mimético y un arte que se quiere independiente de lo natural cotidiano, es decir, distante del realismo y de sus poéticas ‘naturalistas’. Como mostraré enseguida, en efecto, el arte deshumanizado es la antítesis perfecta de la literatura humanista de Rojas (sin que por ello el primero deje de ‘reterritorializar lo humano’, como dice Bosshard).
Para reflexionar sobre la recepción de Ortega en Chile, hay que recordar que el mismo año 1925 aparecen los manifiestos de Huidobro y diez años más tarde, el nerudiano “Sobre una poesía sin pureza”. La crítica chilena vio rápidamente en Huidobro al promotor de un arte nuevo “deshumanizado”, en concordancia con lo planteado por Ortega, mientras en Neruda mantenía su esperanza de construir un arte humanizado, cercano a los problemas del ‘hombre real’. También en la Antología de poesía chilena nueva, de 1935, se encuentran manifestaciones de la recepción negativa de Ortega entre los poetas chilenos, sobre todo referida a la idea de la intrascendencia del arte, cuestión que no me parece que sea tan central en el texto orteguiano. Como he señalado en otro lugar, la propuesta de leer el arte de vanguardia como un arte deshumanizado tuvo una escasa y compleja valoración positiva, advertible, por ejemplo, en las palabras de Miguel Serrano, en 1938, para referirse a Diez de Juan Emar, libro que merece atención —dice—, porque hay en él un arte que es “completamente original”, “moderno” y “natural”, pues lo moderno del arte es haber puesto su naturalidad fuera de la vida, tal como lo han hecho la física y las matemáticas, que “con Einstein se deshumanizan casi totalmente” (2).
Dentro del sustento histórico-literario que tiene este debate, también es necesario recordar la polémica entre criollistas e imaginistas que se produce en 1928 y que fue sustentada por escritores y por críticos en varios medios de prensa. Los escritores imaginistas publican sus artículos preferentemente en La Nación; en ellos defienden una literatura que llaman de “imaginación” en oposición a la literatura realista, entendida en ese momento como sinónimo de criollista. Por su parte, los críticos que rechazan el llamado imaginismo publican sobre todo en El diario ilustrado, y desde esa tribuna acusan a los escritores de practicar un arte desprovisto de valores humanos. Un asunto que nos interesa de esta polémica es que si bien Manuel Rojas no participó en ella, fue puesto en el debate por los críticos que veían en su obra una manifestación de lo que ellos exigían a la literatura de ese entonces y, por extensión, a los imaginistas. En este contexto, es importante tener en cuenta lo que a esa fecha se conocía de la obra Rojas: un par de libros de poemas, dos libros de cuentos, una novela-folletín, y algunos cuentos sueltos20.
Reviso ahora los términos de la polémica que importan para este análisis. El crítico Manuel Vega escribe un comentario, publicado el 1º de octubre de 1928, en El diario ilustrado, sobre el libro de cuentos de Luis Enrique Délano, La niña de la prisión. En él declara que estos cuentos son “juegos malabares de la imaginación escritos en el aire, sin consistencia ni sentido humano” (Oelker 104). Para contrastar, menciona a varios escritores chilenos. Cito:
El cuento nacional ha tenido y tiene excelentes cultivadores, Guillermo Labarca Hubertson, Federico Gana, Mariano Latorre, Manuel Rojas, Rafael Maluenda, Marta Brunet, todos estos escritores y otros más, cuando escriben, vigorizan la visión de la humanidad con el encanto y sugestión de la fantasía. Unos tienden hacia la psicología y van hacia los conflictos de las almas, otros se detienen en la majestad del paisaje y construyen bellísimos panoramas, pero en todos ellos el resorte humano, el sentido humano, la emoción humana es lo fundamental (Oelker 105).
Instalado así el centro de la polémica en la cuestión del humanismo en supuesta armonía con la imaginación, veremos que rápidamente el grupo de cuentistas nombrados se decanta en un solo nombre, el de Rojas, que se convierte en una especie de caballo de batalla de ambas posturas. En un artículo que responde al recién citado de Vega, titulado “Valores humanos en la novela. (A propósito de La niña de la prisión)” (La Nación, Santiago, 7 de octubre de 1928), Salvador Reyes hace referencia específica al párrafo citado: “Dice Vega también que aquí hemos tenido cultivadores del cuento que ‘vigorizan la visión de la realidad con el encanto y sugestión de la fantasía’. Puede ser. Yo, a excepción de Manuel Rojas, y ahora de Délano, no conozco ninguno. Entendamos por fantasía algo que escape a la realidad inmediata de la vida y no una trama ideada con elementos corrientes en lo cotidiano” (Oelker 107).
Si se observa bien, Reyes enfoca ahora su atención no en la cuestión del humanismo, como había hecho en otros artículos, sino en la búsqueda de un consenso en torno al significado y alcance de lo que se está nombrando como fantasía. Pero Vega, en un artículo posterior, y en una extraña manera de defender a Rojas, opta por rechazar los términos en que Reyes define el vocablo fantasía y —de paso y quizás inadvertidamente— niega a Rojas la cualidad de escritor capaz de armonizar el humanismo con la fantasía. Cito:
[…] Manuel Rojas, vagabundo real, aventurero de carne y hueso y autor de muy bellos cuentos humanos, dolorosos, no ha escrito jamás sobre asuntos que sean simplemente inventados. La mayoría de sus argumentos provienen de hechos corrientes en lo cotidiano que el novelista ha leído o que le han referido. González Vera, amigo y compañero de Manuel Rojas […] se refería no ha mucho, en cierta conversación de escritores, a la curiosa falta de imaginación de Manuel Rojas, que no inventa nada, porque construye sus cuentos admirables ayudado de grandes anécdotas que le han referido o de recuerdos que conserva de su existencia de vagabundo (Oelker 109).
¿Qué ha pasado aquí? Salvador Reyes no deja de percibirlo, pues hace notar la falta de sustancia de esta defensa de Rojas, y en un próximo artículo, titulado “Imaginación y realismo. Contestación a un crítico” (La Nación, Santiago, 15 de octubre de 1928), señala: “[…] Si el cuento “Un espíritu inquieto” y la novela La ciudad de los Césares de Rojas, no son obras de imaginación, quiere decir que ni Vega ni yo sabemos lo que es imaginación” (Oelker 111).
En el que será el último artículo escrito por los dos polemistas principales, Vega, bajo el título “Los libros: Imaginación y realismo (Respuesta a Salvador Reyes)” (El Diario ilustrado, Santiago, 22 de octubre de 1928), vuelve a unir a Rojas con otros escritores chilenos en un listado parecido al anterior, solo que esta vez omite a Marta Brunet y a Guillermo Labarca, y agrega a Baldomero Lillo, Joaquín Edwards Bello y Fernando Santiván. A juicio de Vega, “Baldomero Lillo, Federico Gana, Joaquín Edwards Bello, Mariano Latorre, Fernando Santiván, Rafael Maluenda, Manuel Rojas, [son] forjadores todos de bellas páginas, reales, humanas, esmaltadas de honda poesía. Ellos hablan al corazón de todos nosotros y se hacen oír, porque representan la voz de la tierra, de nuestra tierra, humanizada al través de sus ensueños de artistas” (Oelker 117).
Teniendo como base esta polémica, de la que podemos extraer como términos no excluyentes el autobiografismo y el humanismo de Rojas, pero como excluyentes la imaginación y el autobiografismo, en el decir de algún criollista, lo que quiero abordar ahora, como un tercer momento de este trabajo es que junto con la tendencia autobiográfica, Rojas tenía una idea muy clara de cómo debía construirse al personaje y de la imagen que este debía dar de vitalidad humana. Lo primero, es decir, la imaginación de escritor, le daría la razón a los imaginistas; lo segundo, a los defensores del criollismo. Lo que ocurre aquí es que autobiografismo e imaginación convergen para dar a la obra literaria consistencia humana.
En efecto, en varios de sus ensayos escritos entre 1929 y 1937, recogidos en el libro De la poesía a la revolución, Rojas se refiere a que lo humano sería el contenido más importante de la representación literaria y, en ese sentido, su poética es explícitamente mimética. Quizás sea por esta cercanía entre su postura y la de quienes defendían el criollismo que algunos críticos confundieron el realismo de Rojas con el de la escuela criollista, olvidando que la escritura de Rojas, la composición discursiva, es totalmente contemporánea y se distancia del criollismo, entre otras cosas, en la pretendida objetividad de la observación que acomete el narrador. Esta distancia se expresa sobre todo en el juego de las subjetividades expresadas en las enunciaciones de los personajes.
En el ensayo “La novela, el autor, el personaje y el lector” (publicado originalmente en Atenea 135, 1937), Rojas parte declarando la vocación humanista y mimética de la novela. Cito: “Durante muchas generaciones de escritores, la novela ha sido, y seguirá siéndolo, la forma literaria más adecuada para la representación, examen y descripción de la vida humana en general” (De la poesía 67), y más adelante: “Ahora bien: el hombre es la medida, el principio y el fin de todas las cosas; en consecuencia, lo es también de la novela, y lo es con tanta mayor razón cuanto que sin el hombre o la mujer, sin el ser humano, digamos, no como autor o como lector —esto es obvio—, sino que como personaje, la novela no podría existir, más bien dicho, no habría existido nunca” (69), y luego agrega: “Por lo demás, lo que en ella importa y ha importado siempre, lo que importará eternamente, es la conducta del personaje” (69), de manera que de la obra surja algo como un “aliento de humanidad” (79).
Es tal la sistematicidad de este pensamiento, que en otros dos ensayos, dedicados a sendos escritores, Rojas realiza la misma profesión de fe por una humanización de la novela, de cuño universalizante. Así ocurre en el ensayo dedicado a la muerte de Máximo Gorki, escritor ruso del que resalta la capacidad de crear personajes “vivos”. Cito: “Estos personajes vivían en él antes de pasar a sus libros, y vivían en él no como simples objetos o piezas de una colección de seres muertos, sino como seres humanos vivos” (De la poesía 98). Esa cualidad de personajes vivos permite la generación de una “corriente de simpatía” cuyo primer eslabón es el novelista, el segundo el personaje, y el tercero, el lector, desde quien vuelve al escritor. A continuación, de un modo más general señala: “La grandeza de un autor consiste, a nuestro juicio, en la facultad de entregar a sus personajes una vida que no encuentre resistencias al penetrar en el conocimiento del lector” (98).
Algo similar ocurre en el ensayo dedicado a Horacio Quiroga, también de 1937. Aquí Rojas confiesa que uno de sus mayores placeres de lector se lo proporcionan las obras en las que se logra ver al escritor, que comunica su expresivo temperamento en grandes obras que son “las más humanas” (De la poesía 105). Lo que Rojas espera de una lectura es reconocerse como ‘hombre’, ya que lo que al personaje le ocurre es lo que le ocurre a “todos los hombres parados en la línea del hombre” (105)21. Esta formulación puede entroncar aquí con lo que Schopf comenta, refiriéndose a sus cuentos:
[…] pienso que en “El hombre de los ojos azules” se esboza, aunque aún muy esquemáticamente, una intuición de Rojas que en su obra venidera aparecerá más elaborada y particularizada en la complejidad no dicha de sus personajes (en “El delincuente”, por ejemplo): la de que todos los hombres son básicamente iguales, podrían estar en el papel, en el lugar del otro, produciéndose sus diferencias por la manera como enfrentan las circunstancias y por el trabajo sobre sí mismos (17).
Sin embargo, en esta etapa del pensamiento y obra de Rojas, es tal su visión universalizante de lo humano, que ni siquiera distingue las diferencias de circunstancias que considera Schopf. Veamos lo que Rojas continúa diciendo sobre el trabajo artístico de Quiroga: “Cuando busca, para matarla, a una serpiente yarará, es nada más que un hombre que busca, para matarla, a una serpiente. No es un poeta, ni un filósofo, ni un profesor, ni un escritor” (106).
Pero estamos aún en los años treinta. Había que esperar Hijo de ladrón (1951) y sobre todo Sombras contra el muro (1964) para encontrarnos con un nuevo trayecto, el que va de un Rojas del humanismo universalizante a otro del humanismo de clase proletaria y de opción ideológica anarquista.
En síntesis, lo que he querido mostrar es un trayecto creativo que, aun partiendo de personajes y hechos de la realidad, no dejó de ser un proyecto literario que se plasmó en una poética sobre la construcción del personaje. Este debía ser un ‘ser humano’ dotado de vida, una criatura tan viva como el escritor y el lector, y como ellos, sujeto a la historia y a la comprensión de ella. Esa humanidad que se asienta en la creación artística y se transmite a través de ella es lo que dotaría a la literatura de universalidad. Y si Rojas crea así una obra humanizada, cifra de esta manera su alejamiento del criollismo, pues no aspiraba a crear una obra local de alcance local, y en eso sigue a aquellos escritores que cita y refiere inconteniblemente en sus ensayos y críticas: Dostoievski, D.H. Lawrence, Proust y Gide. Rojas fue de los escritores de su generación que más quiso realizar —y a contrapelo de las vanguardias— una literatura humanizada, con toda la carga semántica del término: realista, donde los resortes humanos se tiendan desde el personaje hacia el lector. Algo de esa ‘corriente de simpatía’ se ha transmitido efectivamente de escritor a lector por medio de un ‘personaje humano’ vivo.
No obstante, este movimiento generalizante debe compulsarse con otros no menos humanistas y no menos artísticos. Retomo aquí algunas de mis preguntas iniciales, explícitas e implícitas: ¿Podemos calcular el lugar que ocupa el autobiografismo en Rojas? ¿Podemos legítimamente vincular el autobiografismo al humanismo literario? ¿proviniendo dicho humanismo del autobiografismo, sería legítimo que tuviera un carácter universalizante o sería más lógico que se tratara de un humanismo de clase y de clase proletaria? Para reafirmar la respuesta que he dado a la primera pregunta, me sumo ahora a Ignacio Álvarez y a Grínor Rojo, quien cita al primero:
En manos de Rojas la relación entre el nuevo paradigma narrativo y el género novela autobiográfica es estrecha y problemática. Tensiona, por un lado, los polos referencial y ficticio, pues lo que se narra en esas novelas debe ser entendido como información referida a la realidad exterior y al mismo tiempo como relato autorizado para gozar de todas las libertades que normalmente concedemos a los textos de imaginación: Aniceto Hevia es el joven Rojas aunque, por supuesto, no lo sea en absoluto (91) (citado en Rojo 1).
Desde mi punto de vista, si no fuera porque no se cumple en la obra de Rojas el protocolo nominal que es requisito imprescindible de la autoficción, sería más pertinente pensar en el trabajo de elaboración ficcional que hace Rojas de situaciones y personas de su entorno real como un trabajo autoficcional más que autobiográfico, aunque solo nos sirviera para considerar la ambigüedad del contrato de lectura que propone la autoficción, que es tanto referencial como ficcional. Por supuesto, no me refiero a la ‘autoficción posmoderna’ actual, sino a una de las variedades distinguidas por Vincent Colonna, la “autoficción biográfica”, que yo veo como trasunto de la narración en primera persona, propia de la contemporaneidad literaria de los primeros cincuenta años del siglo XX hispanoamericano.
Para acercarnos ahora a las respuestas a las otras preguntas, cito a Rojo en su evaluación del motivo de las cuotas en Hijo de ladrón: “Pero, ¿en qué consisten en Hijo de ladrón las “cuotas” de marras o, mejor dicho, cuál es su real significado? Se ha especulado mucho, demasiado, pienso yo, con el universalismo de esta propuesta de Manuel Rojas y a Manuel Rojas mismo no es poca la responsabilidad que le cabe en esas especulaciones” (14). Más allá de las declaraciones del autor, lo que cabe evaluar es la toma de posición ideológica que de manera gradual, de novela en novela, va acompañando el aprendizaje antiburgués de Aniceto. Esto quiere decir que en el tránsito entre Hijo de ladrón (1951) y La oscura vida radiante (1971) se produce la asunción del anarquismo como forma de vida que junto con ofrecer un sentido de comunidad aleja a Aniceto de los códigos con los que evaluaba el mundo y que en función de sus condiciones sociales resultaban necesariamente códigos de la derrota. En efecto, el deterioro y el decrecimiento son las marcas del personaje en el mundo burgués que le es negado, puesto que mide con sus parámetros de éxito los escuálidos logros que ha conseguido Aniceto. Lo que aprende este en ese tránsito es un modo particular de pertenecer al mundo que lo aleja de planteamientos universalizantes respecto de la condición humana. Así lo ve también Rojo, quien nos hace notar que después de largos intermedios Rojas no dejó de volver a su personaje Aniceto, cuya vida muestra un paralelo con la historia del país. Para Rojo, la última novela de la tetralogía de Aniceto nos enfrenta a un Rojas que ha asumido el realismo crítico propugnado por Lukács, quien en su Prolegómenos a una estética marxista, señala la necesidad de superar “todo lo meramente universal en la humanizada subjetividad de lo particular” (citado en Rojo 23).
En ese último trayecto, el humanismo de Rojas se va particularizando, una de sus marcas es lo masculinizante, con lo cual se reproduce un viejo cliché, el de la asociación entre las mujeres y “el orden de las familias”, como diría el narrador del cuento de Jorge Edwards más tarde… Como quiera que sea, esta comunidad de hombres que busca un modo distinto de vivir la vida, un fundamento de lo humano, en el decir de Promis, es una comunidad idealizada que al menos ya no remite indiscutiblemente al motivo del ‘hombre oscuro’, nerudiano y guzmaniano, sino al motivo de la luz revolucionaria, como en el modelo humano y político que representa José Martí.
Bibliografía
Alazraki, Jaime. La prosa narrativa de Jorge Luis Borges. Madrid: Gredos, 1974.
Alegría, Fernando. “Trascendentalismo en la novela chilena”. Manuel Rojas. Estudios críticos. Eds. Naín Nómez y Emmanuel Tornés. Santiago: Universidad de Santiago, 2005. 97-128.
Anguita, Eduardo y Volodia Teitelboim. Comps. Antología de poesía chilena nueva. (1935). Santiago: Lom, 2001.
Bosshard, Marco Thomas. La reterritorialización de lo humano. Una teoría de las vanguardias americanas. Pittsburg: Instituto Internacional de Literatura Latinoamericana, 2013.
Colonna, Vincent. Autofiction & autres mithomanies littéraires. Éditions Tristram, 2004.
Concha, Jaime. “Los primeros cuentos de Manuel Rojas”. Manuel Rojas. Estudios críticos. Eds. Naín Nómez y Emmanuel Tornés. Santiago: Universidad de Santiago, 2005.
Cordua, Carla. “Una fortaleza sin puente levadizo”. Nativos de este mundo. Santiago: Universitaria, 2004.
Eyzaguirre, Luis. “Neohumanismo, o el humanismo antropocéntrico”. Manuel Rojas. Estudios críticos. Eds. Naín Nómez y Emmanuel Tornés. Santiago: Universidad de Santiago, 2005.
Goic, Cedomil. Historia de la novela hispanoamericana. Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1980.
Morales, Leonidas. “Imagen literaria e imagen convencional en los cuentos de Manuel Rojas”. Manuel Rojas. Estudios críticos. Eds. Naín Nómez y Emmanuel Tornés. Santiago: Universidad de Santiago, 2005.
Neruda, Pablo. “Sobre una poesía sin pureza”. Caballo verde para la poesía I (1935): 5.
Nómez, Naín. Pablo de Rokha. Una escritura en Movimiento. Santiago: Documentas, 1988.
Oelker, Dieter. “La polémica entre criollistas e imaginistas. (Presentación y documentos)”. Acta Literaria 7 (1982): 75-123.
Ortega y Gasset, José. “La deshumanización del arte”. La deshumanización del arte. Ideas sobre la novela, 1932. Santiago: [?].
Oviedo, José Miguel. Antología crítica del cuento hispanoamericano del siglo XX (1920-1980). Vol. 1. Fundadores e innovadores. Madrid: Alianza, 1992.
Promis, José. La novela chilena del último siglo. Santiago: La Noria, 1993.
Rojas, Manuel. “Acerca de la literatura chilena”. Promis, José. Testimonios y documentos de la literatura chilena (1842-1975). Santiago: Nascimento, 1977.
___. De la poesía a la revolución. Eds. Lorena Ubilla y Daniel Muñoz. Santiago: Lom, 2015.
___. Imágenes de infancia y adolescencia. Compilación y prólogo de Jorge Guerra C. Santiago: Tajamar editores, 2015.
Rojo, Grínor. “La contraBildungsroman de Manuel Rojas”. Revista chilena de literatura. Sección Miscelánea (2009): 1-29.
Rubio, Cecilia. “La inversión del final feliz en la cuentística de Marta Brunet”. Acta literaria 20 (1995): 89-112.
___. “Las figuras de la trascendencia en la vanguardia chilena: arte hermético, arte espiritual”. Crítica y creatividad. Acercamientos a la literatura chilena y latinoamericana. Eds. Gilberto Triviños y Dieter Oelker. Concepción: Editorial Universidad de Concepción, 2007.
Schopf, Federico. “Introducción”. Rojas, Manuel. Páginas excluidas. Ed. Federico Schopf. Santiago de Chile: Universitaria, 1997.
Serrano, Miguel. “Algo sobre el cuento en Chile”. La Nación. 13 feb. 1938: 1-2.
Valdivieso, Jaime. “Una nueva mirada”. Manuel Rojas. Estudios críticos. Eds. Naín Nómez y Emmanuel Tornés. Santiago: Universidad de Santiago, 2005.